24 de diciembre de 2018

La fuerza del arte y de las personas

Esta semana me adelanto con la publicación del post, ya que esta tarde 'cerraré por vacaciones', por lo menos un par de días. Quería comenzar con una idea interesante de un pensador contemporáneo poco conocido, enseguida se verá por qué. Arnold Gehlen es un antropológo muy importante del siglo XX, cuya aproximación al ser humano, más allá de lo teórico-especulativo propio de la moderna filosofía ilustrada, la realiza desde sus estructuras biológicas, extendiéndolas hacia otras estructuras de carácter social, en lo que él denomina filosofía institucional. Gehlen pone de manifiesto el peso de lo institucional en el ser humano, como un modo de suplir la inseguridad que propicia en la especie humana la reducción de su legislación instintiva. Lo institucional crearía un marco de seguridades, en el seno del cual el hombre podría vivir sin esa carga constante que supone tener que resolver nuestras vidas desde las primarias necesidades biológicas.

Karl-Otto Apel, por su parte, le critica a Gehlen que quizá haya desplazado el comportamiento humano demasiado hacia lo institucional, olvidándose de su dimensión individual, personal. Que el ser humano desempeñe su vida ‘en’ las instituciones, es algo evidente; que sólo deba su vida a lo institucional, es más que discutible. Acaso esa dimensión individual sea la que permita, precisamente, que lo institucional pueda avanzar mediante caminos que no puedan ni ser previstos ni ser explicados únicamente desde el marco que las propias instituciones definen. En palabras que Apel escribe en La transformación de la filosofía, nos viene a decir lo siguiente:

Lo que le falta a Gehlen es «reconocer en suma el hecho de que no sólo la formidable labilidad de la subjetividad individual tiene que someterse de continuo a lo institucional, sino que también, a la inversa, el carácter inhumano de las rígidas instituciones tiene que ser de continuo eliminado desde la subjetividad rebelada para dejar franco el camino hacia una auténtica mediación y conciliación de ambos polos».

¿Por qué digo esto? Ayer me llegó un vídeo gracias a una amiga virtual, que no he querido dejar de compartir, simplemente porque representa una clara muestra de la crítica que Apel realiza a Gehlen, crítica que, sin quitar ni un ápice del valor que pueda tener el pensamiento de Gehlen, y que lo tiene en muchas dimensiones, es perfectamente legítima a mi modo de ver. Y es que, con cierta frecuencia, lo institucional necesita ser ‘corregido’ por las personas, por aquellos a los que Ortega denominaba héroes, por ser capaces de levantarse y adelantarse a esas normas institucionales entre las que los demás solemos encontrarnos tan cómodos y seguros.

Aquí quisiera mencionar no a unos héroes, sino a unas heroínas, que reclaman con toda justicia que se haga la paz en Oriente Próximo, para que israelíes y palestinos logren por fin enterrar las armas de una enemistad que dura ya demasiado, y que hace que muchas familias no puedan estar con sus hijos, fallecidos en una batalla sin sentido: se trata de “Mujeres Activan por la Paz”, o “Women Wage Peace”. Tal y como me explica Aurora: «En el nuevo vídeo oficial del movimiento Women Wage Peace, la cantante israelí Yael Deckelbaum canta la canción “Prayer of the Mothers” junto a mujeres y madres de todas las religiones, mostrando lo que la música puede cambiar. Un milagro todo femenino que vale más que mil palabras», y no puedo estar más de acuerdo.


A mi modo de ver, en el fondo de todos nosotros hay un germen de sentido y de felicidad, una semilla que nos invita a una plenitud de ser que, a pesar de todos nuestros esfuerzos en sentido opuesto en una sociedad en que se nos venden tantos modos inauténticos de felicidad, no podemos acabar de soslayar. A poco que lo pensamos, nos daremos cuenta de que ser feliz no es un estado extraño a la persona, sino que es una identificación con su ser más profundo, articulado alrededor de un proyecto de vida que cada cual debe descubrir por sí mismo. Esta identificación, a pesar de ser algo tan natural como la vida, nos aparece velada por tantas ofertas que disocian nuestra vida cotidiana de nuestra dimensión profunda, y aún el desempeño cotidiano de nuestras vidas.

Parece que la felicidad consista en hacer algo que nos propongamos en un momento determinado, cuando quizá lo que haya que hacer es, sencillamente, volvernos sobre nuestra interioridad, a la que tenazmente damos la espalda. Buscamos ser felices en el ámbito del hacer y del tener, y aunque humanamente hablando no podamos vivir sin hacer y tener, no es el elemento primario para alcanzar la felicidad; como dice mi querido Nicolás Caballero, el ‘tener’ es un camino cerrado para la felicidad. Pero el caso es que es difícil que atendamos a esa interioridad nuestra, sencillamente porque no la conocemos y, por lo usual, nuestras relaciones sociales no lo facilitan. Y el caso es que, la auténtica felicidad, sólo pasa por la recuperación de la intimidad, a la luz de la cual nuestros ‘haceres’ y ‘teneres’ adquieren un aspecto nuevo, una dimensión profunda que posibilita el auténtico encuentro entre los hombres.

Como pensaba Schopenhauer, el arte es una vía directa para lo que él denominaba la metamorfosis trascendental; una metamorfosis trascendental que todo individuo debe experimentar si quiere, de veras, alcanzar una felicidad propia que revertirá por exceso, hacia los demás. Frente a esos momentos aislados de felicidad pasajera que nos promete la sociedad consumista, existe una felicidad profunda y permanente que se encuentra deteniéndose uno, y mirándose serena y silenciosamente en su interior. La felicidad es un estado, al que todos estamos llamados a alcanzar, pues es un estado primariamente antropológico. Quizá movimientos como el de Woman Wage Peace sirva para revolver tantas conciencias que estamos necesitadas de ello.

Feliz Navidad.

18 de diciembre de 2018

Unos filósofos diminutos que aspiran a todo

El panorama filosófico está lleno de cuestiones pendientes de resolver. Por lo general, la actividad filosófica no consiste tanto en resolverlos (idea harto pretenciosa) como en tratar de aportar una nota original, una aportación que pueda contribuir, aunque sea un poco, al avance de la filosofía. Pero el caso es que tales aportaciones están al alcance de muy pocos. Sólo auténticos genios pueden aportar ideas innovadoras y originales, a la vez que útiles para el avance de los conocimientos filosóficos. Por lo general, el grueso de los que nos dedicamos a ello estamos asociados a alguna escuela, intentando ir corrigiendo impurezas o inexactitudes, así como dando a conocer sus bondades y posibilidades. De alguna manera, hemos de conformarnos con ser filósofos diminutos, tal y como le leí a José Sanmartín.

Pero que como ‘profesional’ de la filosofía uno no pase de ser un filósofo diminuto, no es óbice para que tanto un servidor como los que así nos consideremos nos hagamos las mismas preguntas que los grandes pensadores. Sin embargo, no todos los que nos formulamos las preguntas filosóficas lo hacemos por igual. ¿A qué me refiero con ello? Entiendo que en la filosofía se han de distinguir dos actitudes: la propiamente filosófica y la que podemos denominar meramente académica. La segunda sería aquella según la cual nos limitamos a estudiar a distintos autores, distintos temas filosóficos… distintos enfoques en distintas épocas… pero sin acabar de introducirnos en ellos, de introducirnos de verdad, de zambullirnos en esa problemática que pretenden resolver, para tratar de escudriñar sus implicaciones en nuestras vidas, en la vida humana. Es común, estudiar los problemas y los autores filosóficos como desde fuera, desde la barrera. Y las más de las veces, parapetados ya tras una opinión personal que pocas veces ponemos a ‘disposición del adversario’, cuya aportación se limita en el mejor de los casos a provocar que repensemos nuestra postura, cuando no a confirmarla. Se filosofa desde la barrera.

La otra actitud, la filosófica, evidentemente adquiere otro derrotero: es la de aquel que, si bien no puede excusarse de tener que estudiar y trabajar, lo hace viviendo aquello que pretende resolver, viviendo en primera persona dicha problemática filosófica… Esto que es muy fácil de decir, y más fácil pensar que lo estamos haciendo, en realidad es harto complicado.

Entiendo que en los grandes de alguna manera se dan de forma prodigiosa ambas actitudes. No sólo la filosófica, sino a causa de un cerebro portentoso, también la académica. Y no sólo eso, sino que son capaces de articular ambas en torno a una comprensión de las cosas, de la vida, de las personas… que les permite ofrecer una reflexión sorprendente, original y asombrosa. A los filósofos diminutos sólo nos queda que estudiar, aprender y, en la medida de nuestras posibilidades divulgar o dar a conocer todo aquello que esté en nuestras manos. Pero no sólo eso: también debemos intentar realizar la que quizá sea la tarea más relevante del filósofo, de cualquier filósofo, a saber: cultivar la actitud filosófica; actitud sin la cual toda nuestra tarea pierde su sentido, y en la que de alguna manera sí que podemos afirmar (aquí sí) que coincidimos con los grandes. En tanto que docentes, es a lo que hemos de aspirar: a poder transmitir siquiera un poco, la actitud filosófica ante la vida; sin ella, lo que sea la docencia será cualquier cosa, pero no filosofía.

Es por este motivo que, por muy diminutos que seamos como filósofos, por muy poco que podamos aportar a la comunidad filosófica y a su avance, ello no es óbice para que, en la medida de nuestras posibilidades, tengamos la inquietud e incluso la obligación de aspirar a todo. Y bien entendido, no puede (no debe) no hacerse, no puede prescindirse de ningún tipo de conocimiento (científico, psicológico, pedagógico, teológico, sociológico, biológico, artístico…). No hay oposición entre filosofía y —a grandes rasgos— cualquiera de estas disciplinas, todo lo contrario: todas ellas confluyen en un único objeto de conocimiento, aunque desde perspectivas diversas. Creo que tan erróneo es el filósofo que prescinde de las otras disciplinas, como aquel que prescinde de la reflexión no específica de su propia disciplina que le puedan aportar otros enfoques. El hecho de no reflexionar sobre algo puede llevarnos a pensar que no lo hacemos porque no es necesario, cuando las más de las veces desconocemos todo aquello que nos pueda aportar. Podemos justificarnos pensando que no nos tiene nada que aportar; la cuestión es cómo poder saberlo, si no hemos hecho el esfuerzo auténtico de introducirnos en su dinámica y en su problemática con el afán constructivo de comprender y dialogar, y también de aportar. Mantenernos en un esquema reduccionista propio de nuestra disciplina, quizá conlleve el riesgo de realizar una práctica (la que sea) desde la inconsciencia de los prejuicios y creencias que adoptamos en su ejercicio, lo que entraña no pocas dificultades. No se trata de las unas o de las otras, no es una disyunción: se trata sumar, cada una desde su perspectiva y su carácter propio. Con respeto y con actitud de la necesidad (que tenemos todos) de ‘dejarnos decir’.

11 de diciembre de 2018

La vida con filosofía

Hoy quería compartir un feliz evento que hemos organizado entre mi facultad y el colegio San Juan Bosco, en Valencia. Se trata de un ciclo de conferencias que vamos a impartir a medias entre el claustro del grado en Filosofía, y el del propio colegio. El ciclo se llama así, La vida con filosofía.

Yo no puedo negar que soy filósofo, pero si hay algo que me sorprende es que me digan que la filosofía no tiene nada que ver con la vida. Lo digo en el sentido de que un amigo me decía que cómo se nos ocurría organizar un ciclo de filosofía para chavales de un colegio. Pues, mira por dónde, la cosa no ha ido tan mal. Puede ser que, en tanto que es un saber que pretende ser riguroso, con frecuencia utilice un vocabulario complejo y específico. Pero, no es menos cierto, que esto es algo que acontece en cualquier disciplina. ¿O acaso pensamos que si asistiéramos a una conferencia sobre física cuántica íbamos a comprenderlo todo a la primera? Pero, contando con que eso es así, contando con que en cualquier disciplina, conforme se avanza en el conocimiento, es complicado para el de fuera comprenderlo, es preciso que se haga un esfuerzo por acercarse al auditorio, siempre que ello no incurra en menoscabo del mensaje a transmitir.

Hay quienes esto no lo entienden así, y piensan que el mensaje debe ser dicho con el lenguaje que corresponda y, si alguien no lo entiende, pues que se espabile. Yo me confieso orteguiano en este sentido, y pienso con el gran Ortega que ‘la claridad es la cortesía del filósofo’. Ello no debe llevarnos a pensar que debemos minimizar nuestras intenciones, que debamos renunciar a pensar determinados problemas; todo lo contrario: debemos aspirar a todo, y debemos aspirar a comunicar todo lo que entendemos que debe ser comunicado. Pero ya digo, haciéndonos entender.

Si digo esto es porque el ponente que ha inaugurado el ciclo, mi decano, ha realizado un esfuerzo considerable en este sentido, y además exitoso (a mi modo de ver). Tomando como apoyo la película “La vida de los otros”, ha estado reflexionando sobre lo que supone desempeñar un rol en una determinada estructura, básicamente en dos escenarios: el que es dominado por la presión y el temor (el de la película, ambientado en la Alemania del Este) y el que se establece en términos de responsabilidad, confianza y liderazgo.

No voy a desglosar aquí la conferencia, una conferencia que ha sido amenizada por la intervención de no pocos estudiantes. Tan sólo una idea que me ha surgido al hilo del debate. En un momento, el profesor Marco ha hecho hincapié en uno de los ‘chivatos’ con que un interrogador de la policía alemana sabía si el interrogado estaba diciendo la verdad o no, a saber: que siempre repetía una misma idea con las mismas palabras lo que, a su entender, implicaba que el interrogado mentía porque repetía inexorablemente siempre la misma frase. Si estuviera diciendo la verdad, no se ceñiría siempre a la misma frase sino que expresaría esa verdad utilizando diversas expresiones. El hecho de que empleara siempre las mismas palabras implicaba que era algo aprendido, no vivido.

En el debate se han dado distintas interpretaciones a esta situación. Lo que a mí me ha sugerido es lo siguiente. Ese personaje, en la película, se caracterizaba por llevar una vida rutinaria, mecánica, repitiendo un día tras otro las mismas acciones, a las mismas horas, en la más completa soledad afectiva. Llevaba una vida totalmente plana. Y me preguntaba si él, con su vida, no estaba mostrando lo mismo que según él mostraba el interrogado mentiroso: si éste repetía sin cesar la misma frase porque su mensaje era falso, ¿qué estaba haciendo él con su vida?, ¿no era una forma de vida un tanto falsa? Independientemente de que nuestras vidas sean más o menos rutinarias (de alguna manera lo son en muchos aspectos), parece que vivir la vida suponga algo más, un salir de un comportamiento solipsista para relacionarse creativamente con los demás y con la vida. De hecho, es lo que él admiraba de uno de los otros personajes de la película al que él espiaba.

4 de diciembre de 2018

Afectos que se solapan

Un padre y un hijo estaban paseando por una calle silenciosa, por la noche, prácticamente en la soledad más absoluta. Pero solos del todo no, ya que a media altura se les apareció un atracador. Inmediatamente surgió en ambos (padre e hijo) un sentimiento de temor ante el inminente peligro. El atracador sacó de un bolsillo una navaja, y la blandió delante del padre. Éste, paralizado por el temor, apenas podía reaccionar. El atracador se dio cuenta de ello, y para hacerle reaccionar amenazó con su navaja al niño. Cuando el padre reaccionó, el atracador dirigía ya su mano hacia el vientre del pequeño cuando, en una fracción de segundo, el padre se interpuso en la trayectoria del brazo y recibió el navajazo en su propio cuerpo. Casualmente, dobló la esquina un grupo de personas, lo que provocó que el atracador huyera corriendo. La herida no fue grave, y estas personas llamaron enseguida a las ayudas asistenciales, que curaron al padre sin mayores consecuencias.

¿Por qué cuento esta historia? El objetivo no es otro que atender a cómo se fueron desenvolviendo los sentimientos en el padre, y cómo ello le llevó a actuar cómo lo hizo. Una de las explicaciones fundamentales de la acción humana es que ésta se debe no únicamente a la deliberación racional, sino también a la presencia de las emociones, las cuales hacen que la balanza se incline definitivamente en un sentido o en otro. Como dijera Antonio Damasio, si nuestras decisiones dependieran únicamente de la deliberación racional, seguramente no llegaríamos nunca a ninguna determinación, perdidos en una maraña de razonamientos, juicios, consecuencias… siendo preciso que la emoción ‘desatasque’ en un momento dado dicha deliberación. Según este enfoque, cuando uno actúa lo hace porque en el fondo de su afectividad estima que lo que está haciendo es lo adecuado, hay como un sentimiento de agrado (o de desagrado) que le indica que eso que está haciendo es lo que le conviene hacer (o no). Si no fuera así, sencillamente no actuaría de ese modo, sino que lo haría de otra manera, que sería la que estimaría como adecuada. ¿Se puede aplicar esta idea a este ejemplo? Lo primero que nos viene a la cabeza cuando conocemos este modo de comprender la acción, es que no es adecuado dejarnos llevar por nuestros sentimientos. Pero, a mi modo de ver, no es esto lo que se nos quiere decir. Es un asunto mucho más complejo, en el que la facultad afectiva no está desconectada de la cognitiva ni, por ende, de la volitiva.

A nadie le gusta que le claven un cuchillo. Ante una amenaza así, sería perfectamente comprensible evitar la ocasión. Junto con la representación de la amenaza, surge en nosotros el sentimiento de temor. Este sentimiento propicia una acción de huida, por ejemplo, que no es necesariamente la única: muy bien podría propiciar una acción de ataque, o de paralización… Digamos que, desde un planteamiento primario del problema, ésta sería la reacción natural: la huida. Pero el padre no reaccionó así, sino que ‘prefirió’ recibir el dolor que suponía el navajazo por salvar a su hijo. En esta acción, la representación que se hizo el padre de la situación fue radicalmente distinta; si en el anterior planteamiento, su mundo (fenomenológico) o su circunstancia (orteguiana) se circunscribía a sus necesidades primarias (mantener su vida), en el segundo caso ese mundo o esa circunstancia se amplió de un modo relevante. Porque ya no contempló únicamente su propia salvación, sino que contempló la salvación de otra persona, en este caso la de su hijo. Estimó que lo que más conveniente era salvar a su hijo, lo que significaba recibir él el navajazo.

¿Qué afectos se pusieron entonces en acción? ¿Qué estaba sintiendo el padre? Creo que es evidente que el padre seguía teniendo miedo, pero en este segundo caso no fue determinante, sino que lo determinante fue salvar al pequeño. Esta acción —salvar a su hijo— fue propiciada por su amor hacia él, por su deseo de protegerle, etc… es decir, por un sentimiento diverso, más profundo, como de otra índole. Y este sentimiento más profundo fue tan potente, que provocó que venciera su miedo.

Se pone así de manifiesto una especie de gradación afectiva: una más relacionada con uno mismo, y otra que solicita una dimensión de alteridad, más relacionada con aquello que no es uno: como un salir de sí mismo. En el primer caso, el sentimiento está directamente vinculado conmigo; en el segundo, la dimensión afectiva se abre a algo que no soy yo. En el primer caso, la representación que yo me hago de la situación comienza y finaliza en mí; en el segundo, considero mi alteridad, lo otro.


Estos dos planos creo que se pueden identificar en este ejemplo. Por un lado, en lo que se refiere a uno mismo, está el dolor físico de la herida, pero sobre todo el temor por la propia muerte; por el otro, ese sentimiento de amor que provoca que ayude a su hijo. Si éste segundo se pudo dar, fue porque el mundo del padre, su circunstancia, iba más allá de sí mismo, y consideraba al hijo. En la medida en que nuestro ‘mundo’ se ensancha y se expande, somos capaces de abarcar ámbitos de realidad, de representarnos tramas de relaciones cada vez más amplias y profundas las cuales, desde una perspectiva más egocéntrica, permanecen veladas. Y esto en todos los aspectos. De este modo, al final de la escena, el padre ha sentido miedo, pero a la vez compasión, amor, una mezcla de sentimientos que —a mi modo de ver— se corresponden a planos distintos de la afectividad: uno más externo, y otro más profundo. Y si eso ha sido posible, es porque su mundo era más rico, más extenso, más profundo, lo cual a su vez propició una acción que fuera más allá de salvar su propia vida, a la cual puso en juego en beneficio de la de su hijo. Si en el primer caso el sentimiento de agrado lo encontraba en la huida, en el segundo caso lo encontró en la ayuda a su hijo. En ambos casos había una gratificación: más primaria la primera, más profunda la segunda.

Nuestra comprensión de las cosas, nuestras posibilidades de actuación, así como nuestra afectividad dependen de la amplitud de nuestro mundo. Conforme éste se amplia, nuestras posibilidades en todos los sentidos se multiplican exponencialmente, además de que se propicia un encuentro más íntimo con la realidad de las cosas, más entrañable que diría María Zambrano. Nunca sabremos con toda certeza si nuestra compresión de las cosas es correcta o no, si nuestra acción en un momento dado es la adecuada o no… Quizá el sentimiento de satisfacción, de fruición, de agrado… pueda ayudarnos, quizá la dimensión estética pueda servirnos de auxilio, ya que nos permite captar la belleza tanto de la realidad como de nuestras vidas. Lo cual supone una dimensión de alteridad relevante; de hecho, lo primero que se puede pedir para hablar de verdad, bondad y belleza, ¿no es un mínimo de alteridad que nos posibilite ir más allá de nosotros mismos para abrazar al otro y a la realidad?

27 de noviembre de 2018

Homo Ethicus

Una de las categorías clave para comprender la estética hermenéutica tal y como Gadamer la entiende, es la de transformación en construcción (y que en este post explico con mayor extensión). Lo que nos quiere explicar el autor alemán es la capacidad para extraer de los objetos artísticos todo ese fondo ontológico que albergan, y que sólo puede ser aprehendido (construido) por el espectador que ha sido capaz de asumir las categorías estéticas, ya que son las propias para aprehender adecuadamente el objeto artístico. Gracias a la transformación en construcción podemos aprehender a un objeto artístico no por lo que tiene de objeto, sino por lo que tiene de artístico, que es harto diferente. Porque la capacidad para permitir que en nuestra aprehensión emerja toda la profundidad ontológica que alberga una obra de arte, supone que en el espectador se ha dado lo que Schopenhauer denominaba una metamorfosis trascendental, en la que el objeto artístico posee una doble implicación. Por un lado y, gracias a él, a su aprehensión, podemos educarnos estéticamente, con lo que ello contribuye a dicha metamorfosis. Por el otro lado, y gracias al proceso que hemos experimentado o estamos experimentando, podemos a su vez aprehender estéticamente a dicho objeto artístico con mayor profundidad. Es una dinámica circular, experiencial, de la cual formamos parte.

Todo este proceso tiene, para Gadamer, una repercusión no sólo en nuestra dimensión estética sino sobre todo en nuestra dimensión vital: dicha metamorfosis supone un enriquecimiento óntico por nuestra parte. Un enriquecimiento óntico que, como digo, no se ve reducido a la experiencia estética puntual, sino que, gracias a la dimensión impura de lo representado, puede ser trasladado a nuestras categorías vitales según las cuales nos relacionamos con la realidad y con las personas, con nuestro mundo. Ésa es una de las grandes lecciones que podemos aprender del arte. Si no experimentamos una metamorfosis en nuestras categorías cotidianas de la vida, no podremos extraer toda la dimensión ontológica que subyace tras la obra artística la cual, a modo de punta de un iceberg, manifiesta y anuncia todo un ámbito del ser que se escapa a una aprehensión demasiado rápida o superficial, porque permanece velada para aquél que no se implica verdadera y honestamente en la dinámica estética. Podemos estar rodeados de objetos artísticos, y no haber rozado ni siquiera de cerca toda la carga de profundidad que poseen. Si traigo a colación esta reflexión es porque no he podido encontrar una reflexión que se acercara más certeramente a la obra de Antonio Camaró. Y es que en su obra se cumple de modo palmario —a mi modo de ver— la transformación en construcción gadameriana. Si algún artista apunta a que se dé en el espectador esa metamorfosis trascendental, que nos habilita estéticamente y, fundamentalmente, vitalmente, existencialmente, éticamente, es sin duda Camaró

Hoy quería dedicarle este post a mi amigo Antonio, y a un proyecto que ha lanzado y del que felizmente me ha hecho partícipe: Homo Ethicus. El tránsito del Homo Erectus al Homo Ethicus es, efectivamente, un camino a recorrer; así reza el subtítulo del mismo. Y, ¿qué clase de camino es ese? Acudiendo al propio texto, diré que se trata de un periplo épico en la medida en que es «un periplo ético de integración de los instintos y la razón». Una superación que se puede alcanzar gracias al arte, el cual nos permite extrapolarla a la vida. Porque la obra de Camaró es un alegato a la vida, «una vida que merece la pena vivirse sublimando sus oscuridades». Frente a dogmatismos e injusticias, de lo que se trata es de crear bellos y dialogantes encuentros que alberguen las mayores posibilidades de relación humana, en los que desaparecen los temores y se posibilita el amor.

Que este proyecto se denomine así no es extraño, más cuando su obra en general sólo se puede leer si se une lo estético con lo ético: es capaz de representar los más profundos abismos del hombre, así como sus más excelsos paraísos. Tiene Antonio —por este motivo— algo de vidente, de soñador, de creador… pues es capaz de generar con su obra una atmósfera en la que el espectador se siente absorbido, y de la que difícilmente puede escapar, de la que difícilmente pueda salir indiferente.

La obra de Antonio es como un faro en una noche que cada vez es menos oscura, pues se encuentra iluminada con la misma luz que encontramos en sus cuadros. Invita a descubrir al otro, y descubriéndolo a redescubrirnos a nosotros mismos y a nuestro entorno. No de un modo puro, sino en la significatividad de narraciones biográficas que se entretejen en una trama conformando el tejido humano. Ello no es algo primariamente explícito: es preciso transitar el trayecto, cada uno debe recorrer su camino en el que encontramos las mismas etapas que Dante nos describió en su Divina comedia, a saber: la sombra, la tierra y el cielo. Si el hombre ético es el que se conoce a sí mismo, este conocimiento es «la mayor aventura que podamos recorrer» la cual, una vez recorrida, nos ayuda a superar las diferencias superficiales para alcanzar las esencias que nos unen, y posibilitar así relaciones de amor entre seres entre los que las diferencias se minimizan.



La obra de Camaró nos invita a superar rupturas y cicatrices, resistencias y egoísmos… para llevarnos al lugar donde la imaginación y la realidad se alían en la proclamación de un mundo posible, poblado por los que han sabido dejar atrás su viejo modo de ser, anunciando una nueva ética.

20 de noviembre de 2018

Narradores de la historia

Por suerte o por desgracia, cada vez advertimos con mayor evidencia lo sufrida que es la historia; es decir, lo fácil que es tergiversarla en función de los intereses de quien la relate. Si ya, desde un ejercicio profesional en tanto que ‘historiadores’, es difícil realizar la tarea de releer los acontecimientos pasados con cierta objetividad científica, cuanto más fácil será su tergiversación cuando ya se lee la misma con cierto interés, por muy bienintencionado que sea. En continuidad con otro post en el que hablaba de quiénes eran los protagonistas de la historia, en este me centraré en sus ‘narradores’, o ‘relatores’.

Y, siguiendo el pensamiento de Bueno —que ya seguí en el aquel post—, nos damos cuenta de quiénes son los principales lectores de la historia, los que ‘guardan’ los hechos y las vidas socialmente significativas, así como los que nos la cuentan. En primera instancia podríamos pensar que el principal protagonista en este sentido es ‘la’ sociedad, pero a poco que lo pensemos nos daremos cuenta de que no es así, que los que mantienen el interés porque se mantengan determinados acontecimientos en la memoria colectiva no es ‘el’ pueblo, sino generalmente son ‘partes especializadas de ese pueblo’, a saber: los historiadores y los políticos profesionales, cada uno por sus respectivas razones. Los primeros, por el despliegue más o menos objetivo de su cometido profesional; su profesionalidad apunta en esa dirección: a relatar los hechos del pasado con objetividad científica. En los segundos, en cambio, la lectura y narración de la historia suelen estar más enfocados hacia el futuro, hacia sus proyectos, hacia donde entienden que ha de caminar la sociedad… y si presentan un interés por el pasado no es más que por la repercusión que pueda tener en sus planes de futuro (y no tanto por los afectados directamente por esos sucesos históricos, sean los que fueren).

Si realizar una interpretación adecuada de la historia, científica, lo más objetiva posible, es tarea ardua, ¡cuánto más lo será desde la perspectiva política! Por lo general, los políticos ofrecen ‘una’ versión de la historia, la que mejor se adapta a sus intereses; versión que rara y difícilmente coincide con lo que podríamos denominar ‘la’ Historia, condicionados como están por su propio éxito o mantenimiento en el poder, por conseguir el mayor número de votantes… para lo que suelen acudir a todo tipo de estrategias (crear divisiones, movilizar pasiones, generar identidades, etc.). Creo que todo ello es motivo más que suficiente para cuestionarnos sobre la legitimidad de tal lectura.

La Historia —nos sigue diciendo Bueno— no es asunto ni de recuerdos, ni de memorias, ni de interpretaciones, sino en todo caso «de contrastes de memorias y de otras muchas cosas, llevadas a efecto por el entendimiento y por la razón», y apoyadas críticamente en las evidencias existentes.

«La Historia no se diferencia de la memoria únicamente porque (se supone) ya ha depurado, mediante la ‘crítica histórica’, los recuerdos (reliquias y relatos), desde el punto de vista de su verdad, sino porque ella se mueve a otra escala. Si se prefiere, mantiene otra perspectiva, a saber, la perspectiva del pasado común o pretérito perfecto, y no la perspectiva del presente, de los presentes particulares, individuales o partidistas».

Es por ello que, estrictamente hablando, el carácter científico de la Historia consiste en suprimir todos los recuerdos y memorias en lo que tienen precisamente de recuerdos y memorias, para quedarse en la medida de lo posible con el dato objetivo, con el hecho histórico en cuanto tal. Los recuerdos, las versiones e interpretaciones están llamadas a desaparecer para dejar el paso a la Historia en cuanto tal. Lo cual nos lleva a dos consideraciones. La primera tiene que ver con la actitud que cada uno debe adoptar hacia ‘su’ interpretación de la historia, en el sentido de que uno ha de ser el primer crítico consigo mismo dada la facilidad con la que cualquiera de nosotros guarda en sus recuerdos determinados aspectos de lo que le ha ocurrido, no todos; seguramente los que mejor se adaptan a su relato. Lo contrario no sólo sería una actitud dogmática, sino también su resultado sería seguramente puro dogmatismo: la afirmación de algo que no se somete a ningún contraste crítico, ni se desea que se someta a causa del temor de que uno quede desmentido. Y la segunda consideración tiene que ver con el hecho de que, si nos damos cuenta, el tiempo por sí mismo hace las veces de crisol, propiciando que los recuerdos personales e individuales se vayan difuminando, para que ‘perviva’ el hecho objetivamente comprobable. En este sentido, y desde una actitud auténticamente profesional, la distancia histórica permite que se lean los hechos no con intereses partidistas sino con la objetividad propia del quehacer científico. Salvo que permanezcan vigentes otros intereses… sobre todo en los hechos más recientes. Pero aún en ese caso, esos intereses serán políticos, económicos, sociales… de la índole que sea, pero nunca históricos en sí. Porque esos intereses espurios están ligados a situaciones de la actualidad y del futuro práctico inmediato, y no pueden ser establecidos en nombre de la Historia.

13 de noviembre de 2018

El autismo como un problema de sensibilidad

Este post lo quiero dedicar a un tema que desconozco, pero que me ha parecido muy interesante, y que está muy relacionado con la sensibilidad, asunto de especial interés para un servidor. Ya distinguía en otro post que una cosa es la sensación y otra la percepción. Podríamos definir la percepción como el proceso según el cual dicha experiencia sensible adquiere un significado. No se trata sólo de recibir información, sino de configurarla adecuadamente de modo que nos sirva para nuestras vidas, una configuración que no sólo es cognitiva (dotar de sentido, de significado) —que también— sino que previamente es de carácter fisiológico. En este sentido, qué duda cabe de que un primer paso para poder percibir bien, consiste en una sensibilidad que funcione correctamente. A menudo es complejo hablar en términos de ‘normalidad’ en estos casos, pero bueno, creo que más o menos se pueden establecer ciertos márgenes holgados en el seno de los cuales se pueda hablar así.

El caso es que, con cierta frecuencia, no ocurre de esta manera, sino que los procesos perceptivos fisiológicos se salen de esa normalidad, generando ciertos problemas, como trastornos de aprendizaje, o incluso el autismo, tal y como nos explica O. Bogdashina (en un libro que descubrí gracias a una alumna: Percepción sensorial en el autismo y síndrome de Asperger; un libro interesante para los que tengan esta inquietud). Y esto me parece muy atractivo pues, conforme la investigación avanza, se van realizando averiguaciones en la línea de que ciertos trastornos tienen su origen no en procesos cognitivos, sino en problemas en su sensibilidad, en problemas fisiológicos.

Según parece, el autismo está relacionado de alguna manera con estos procesos defectuosos. Según testimonios de personas autistas, sus conductas rituales, extrañas para nosotros, responden a la necesidad de seguridad surgida al sentirse desubicados en un entorno que sus sentidos no acertaban a esclarecer. Estas formas de comportamiento obsesivas les ayudaban a situarse y a sentirse seguros. La línea de investigación que nos sugiere Bogdashina (entre otros) va en este sentido, en el de que sus sentidos fisiológicos no les proporcionan la información fiable del entorno que les rodea, ya que pueden estar dañados de alguna manera. Del mismo modo que nosotros confiamos plenamente en nuestros sentidos, ellos no pueden hacerlo; y, quizá, aquí esté la causa (o una de ellas) de su problema. Como digo, testimonios de personas autistas vienen a corroborar que una percepción anómala es uno de sus principales problemas.

Es importante notar que, la mayoría de autistas, no son conscientes de lo que les pasa hasta ya una avanzada edad. En un principio, cuando niños, no saben que su imagen del mundo es distinta, porque no tienen ningún parámetro con el que compararse. Con el tiempo comienzan a verse diferentes, pero no saben muy bien por qué. Sólo cuando poseen cierta edad (por lo general hacia el final de su adolescencia), empiezan a ‘darse cuenta’ de que sus percepciones son distintas a las de la mayoría de la gente. Si nos fijamos, no es fácil ser consciente de ello.

Cada uno nace con una forma de estar en el mundo, y percatarse de que su modo de hacerlo presenta alguna anomalía no debe ser un proceso fácil, pues supone un vuelco radical al modo en que uno está situado, creo yo.

Es sabido que las personas con autismo tienen problemas a la hora de reconocer personas y cosas; pero su problema no es primariamente éste, sino otras habilidades perceptivas más básicas, como puede ser dar significados a estímulos visuales o auditivos. Para poder comprender una palabra, antes tienes que poder procesar adecuadamente los sonidos. Pues bien, las personas autistas pueden tener problemas a este nivel: comprender una frase, realizar una acción, etc., supone la conjunción de muchas tareas más simples y sencillas, las cuales se han de coordinar debidamente, y a una velocidad adecuada que permita salvar el ritmo de entradas y salidas, de inputs y outputs; y las personas con autismo parecen no poseer estas habilidades que, en cualquier otra persona, se da por hecho. Ellos, por el contrario, suelen ejercer una percepción literal, es decir, perciben su entorno sin esas construcciones mentales mediante las cuales solemos percibir el mundo, sino que perciben todo ‘tal como es’: no configuran ni prefiguran, no distinguen entre primer plano y fondo, no filtran la información… sino que procesan toda la información que encuentran a su alrededor, vengan de donde vengan, lo cual a menudo les bloquea, o les irrita, generando conductas desafiantes o irascibles. Es por ello que tienden a procesar por partes, con retardo…

El reconocimiento de este hecho nos sitúa con respecto a ellos de un modo diferente, a saber: siendo conscientes de que el mundo de estas personas no es mundo equivocado, erróneo, sino un mundo diferente, del cual hay que hacerse cargo para poder tratarlos adecuadamente. No se trata de ‘llevarlos a nuestro terreno’ sino de hacernos nosotros con el suyo, que es totalmente distinto. Es decir, se trata de, partiendo de su situación, ayudarles a desarrollarse en la medida de sus posibilidades, según su configuración sensible del mundo. Porque entre ellos se entienden, comparten ese mundo que es tan ajeno a nosotros. Digamos que, desde el punto de vista autista, sus respuestas fisiológicas son adecuadas, aunque ciertamente diferentes y poco convencionales —digamos—, pero no por ello equivocadas. De lo que hay que ser conscientes es de que no podemos emplear con personas autistas métodos destinados a personas sin autismo.

6 de noviembre de 2018

Schrödinger y la vida

Cada uno de nosotros, en tanto que organismos vivos, contamos con distintos sistemas (respiratorio, digestivo, sanguíneo…), los cuales están constituidos por órganos, éstos por tejidos, éstos por células, éstas por distintos elementos celulares… y si seguimos llegaremos a hablar de moléculas, de átomos, de partículas subatómicas… Es interesante pensar cómo puede ser que elementos inertes puedan conformar elementos orgánicos dotados de vida. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser que, elementos inertes sujetos a las leyes mecánicas propias de la materia inerte, puedan estar a la base de elementos orgánicos sujetos ya a las leyes biológicas correspondientes a la materia viva? Esta cuestión estuvo muy presente en Erwing Schrödinger, uno de los padres de la mecánica cuántica. Él la planteaba en estos términos:

«¿Cómo pueden ser explicados por la física y la química, los acontecimientos que en el tiempo y en el espacio, se producen dentro de las limitaciones materiales de un organismo viviente?».

Schrödinger era consciente de que, a la altura de sus tiempos, la física y la química poco podían aportar a este conocimiento biológico de la materia; pero creía que en un futuro podía no ser así. De hecho, en su libro ¿Qué es la vida? atiende a esta cuestión. No era fácil conciliar el comportamiento ‘estadístico’ de la materia en cuerpos inertes con su comportamiento en organismos vivos. Como muy bien dice, «resulta poco menos que inimaginable que leyes y regularidades así descubiertas puedan aplicarse inmediatamente al comportamiento de sistemas que no presentan la estructura en la que están basadas tales leyes y regularidades».

Personalmente me llama fuertemente la atención que un físico de pura cepa (no hace mucho me enteré que también era filósofo) se planteara estas cuestiones. A este respecto tuve la suerte de encontrar un tweet de César Nombela en el que precisamente se daba explicación a esta cuestión. La verdad es que se trata de un asunto interesante. César Nombela fue rector durante años de la UIMP, la cual hace ya bastantes años acogió al flamante premio Nobel (al siguiente año de su concesión, en el 1934). Invitado por un no muy conocido entre nosotros Blas Cabrera (un físico español como la copa de un pino, que estuvo presente en alguna de las famosas conferencias Solvay), Schrödinger accedió a impartir unas lecciones sobre su aportación al mundo de la mecánica cuántica en el palacio de la Magdalena, en Santander. Casualmente también, o no tanto porque eran muy conocidos entre ellos, fue Xavier Zubiri el encargado de traducir al español dichas lecciones. El motivo de las mismas era dar a conocer el estado de la cuestión de la mecánica cuántica, mostrando el nuevo paradigma que se hacía preciso adquirir para poder iniciarse en ella.

Si digo todo ello es porque en dichas lecciones se puso de manifiesto el interés de Schrödinger por la biología. Debido a otro reciente descubrimiento en el mundo de la medicina (la transmisión genética mediante los cromosomas), el padre de la ecuación de onda se comenzó a plantear la influencia que pudieran tener las leyes físicas en los fenómenos biológicos. Tanto es así que, unos años después, dictará en el Trinity College algunas lecciones sobre esta cuestión, lecciones que cristalizaron en el libro que he comentado: ¿Qué es la vida?

Uno de los caracteres implícitos de la materia es su entropía creciente, es decir, su tendencia al desorden, de modo que la capacidad de generar trabajo disminuye inexorablemente. Sin embargo, en los fenómenos biológicos, en la vida, ocurre todo lo contrario. Esta idea se la leí por primera vez a James Lovelock hace ya unos cuantos años, en su libro Las edades de Gaia, un libro que leí por ‘obligación’ académica y que sinceramente me sorprendió, y en el que hacía referencia precisamente a esta obra de Schrödinger. Como ya apuntaba Lovelock, el físico concluyó que, metafóricamente hablando, «la propiedad más sorprendente de la vida es su capacidad de desplazarse hacia arriba contra el flujo del tiempo», en tanto que es una contradicción paradójica a la segunda ley de la termodinámica. La vida se puede definir, entonces, como esos procesos en los que la entropía no sigue su creciente tendencia, sino al contrario: la materia se organiza generando capacidad de trabajo; es decir, se consume materia inerte y se alcanza materia viva capaz de generar trabajo. Un organismo vivo es capaz de transformar la materia en energía productiva, lo que es lo mismo que decir que un organismo se mantiene vivo en la medida en que es capaz de disminuir la entropía (en el sistema que es él mismo. Esto es algo ciertamente anodino en el universo, a pesar de que la vida ya lleva formando parte de él un período nada despreciable. Si un chef cósmico cogiera los elementos atómicos que forman parte de la Tierra, los agitara en una coctelera cósmica y los dejara en reposo, la probabilidad de que se combinaran como las primeras moléculas orgánicas es nula.

Pues bien, uno se puede aproximar a esta realidad no tanto desde lo biológico del organismo vivo, sino de las estructuras físico-químicas que le subyacen, tal y como proponía Schrödinger. Y este esfuerzo no cayó en saco roto. Todo lo contrario: ello supuso un giro en las investigaciones de la biología, hasta entonces todavía centradas en los procesos celulares, en el nivel biológico estrictamente hablando. Pero el hecho de atender a los procesos físico-químicos que subyacían a estos procesos biológicos —como nos dice Nombela— tuvo pronto su eco en la investigación biológica con el estudio de las proteínas, los genes, los ácidos nucleicos (Severo Ochoa) o la doble hélice (Watson y Crick), entre otros. En ellos, «el pensamiento interpretativo de las observaciones biológicas incorporó de forma decidida un razonamiento físico-químico», hecho que hay que agradecer al talento de Schrödinger.

30 de octubre de 2018

El puente definitivo a lo vital por parte de Yorck

Para dar solución al problema husserliano de la intersubjetividad (vital) que comentamos en un anterior post, Gadamer acude a una figura bastante desconocida (por lo menos para mí), como es el conde de Yorck, quien parece que aporta aquello que se echaba de menos en Husserl y en Dilthey, a saber: ese puente definitivo entre lo ideal especulativo y el mundo vital. Si —a juicio de Gadamer— Dilthey lo enfocaba desde un carácter instrumental (idea que es más que matizable) y Husserl desde un carácter principalmente especulativo (a pesar de sus esfuerzos tardíos por hacerlo aterrizar al mundo de la vida), el conde de Yorck conseguirá finalmente dar ese salto definitivo a lo vital.

Hans Ludwig David Paul Yorck von Wartenburg y Wilhelm Dilthey eran conocidos, tanto como para mantener una intensa correspondencia entre ellos, en la que consideraban entre otras cosas la cuestión que nos ocupa: la introducción del pensamiento hermenéutico en la historia y en las biografías (la vida). Casualmente —aunque no tiene que ver con este post— un nieto suyo participó en la operación Valkiria para derrocar a Adolf Hiter, siendo desgraciadamente ahorcado en prisión al fracasar en su empeño.

Pero bueno, a lo que iba. ¿Cuál es la novedad de Yorck? Su novedad estriba en realizar un análisis de la vida en el que incluye las novedosas aportaciones de las ciencias naturales de la época (léase Darwin). Si las reflexiones husserlianas sobre la vida, a pesar de todos sus esfuerzos (como en Dilthey), no dejaban de ser eso, reflexiones, sobre la propia vida, Yorck incluyó dimensiones que se escapaban del ámbito reflexivo, como son las concernientes a la dimensión física del ser humano. A mi modo de ver, Dilthey se encontraba cercano a este enfoque, pero sí que es cierto que su aproximación a lo que sea la vida no era tan cercana a lo biológico u orgánico del ser humano.
El planteamiento que hace Yorck de la vida es un planteamiento cercano al de la antropología biológica. De este modo, vida sería autoafirmación, es decir, afirmación de uno mismo como unidad en la pluralidad de seres; de modo que, en el seno de esta autoafirmación (biológica, fisiológica), aparecería también una conciencia reflexiva que iría ejerciéndose entre el ejercicio de las estructuras constitutivas del sujeto.

En este sentido, la reflexión (o el ejercicio especulativo) se distancia de las actividades estrictamente vitales del individuo (más encaminadas a su supervivencia biológica); y al decir de Yorck, era menester que la filosofía recuperara ese espacio abierto entre lo especulativo y lo biológico de la vida, espacio que a la altura de la época había crecido exageradamente; es decir, la especulación sobre la antropología se había distanciado en demasía respecto a la ‘realidad’ física del hombre. Desde esta consideración, la reflexión filosófica podría hacerse cargo del mundo vital desde otra perspectiva, que también influye y mucho en la conciencia intencional, además de ser su condición de posibilidad: ¿qué conciencia podría haber sin unas estructuras fisiológicas o constitutivas que soporten a un organismo capaz de poseer dicha conciencia? Aunque parezca una verdad de Perogrullo, la conciencia no es algo que se sustente a sí misma; y no todos habían caído en ello.

Tal y como Hegel ya apuntaba en su Fenomenología, «la vida se determina por el hecho de que lo vivo se distingue a sí mismo del mundo en el que vive y al que permanece unido, y se mantiene en ésta su autodistinción». Y en este vivir, precisa nutrirse de lo que no es él, de lo que le es extraño pero que pertenece a su mundo; y en tanto que eso extraño es lo que garantiza su supervivencia, lo asimila, lo hace propio. Análogamente, algo similar hace la conciencia: convierte todo en objeto de su saber, y a la vez se sabe a sí misma en todo lo que sabe.

Esto no es más que eso, una analogía, pues como muy bien vio ya Hegel, no podemos objetivar a lo vital, en el sentido de que no podemos desde fuera aprehender lo que es la vitalidad en toda su intimidad y profundidad. ¿Cómo hacerlo entonces? Haciéndose cargo de ella, haciéndonos cargo de nuestra propia intimidad, de nuestra propia vitalidad, la cual se mueve siempre entre deseos y satisfacciones de dichos deseos (¿no resuena aquí Schopenhauer?). Esta conciencia vital así considerada, se erige así en lo radical; más radical que la conciencia epistemológica inserta en el horizonte del mundo vital de Husserl. Enlazando con Hegel, Yorck es capaz de incorporar elementos metafísicos (intramundanos) a los meramente epistemológicos de Husserl y Dilthey.

23 de octubre de 2018

El racionalismo crítico no es sólo científico

Hace algunas semanas hablaba en este post del modo cientificista de plantear el conocimiento humano, con claras repercusiones en la propia vida. Recordemos que, según el cientificismo, el único conocimiento válido es el metodológicamente conseguido por vía científica, desestimando todo aquello que cayera fuera de ella, pues se erigían en dimensiones o aspectos de la realidad y de la vida de los que ‘no se podía decir nada’. La ciencia se erigía así en el único modo válido de conocer la realidad, relegando la ética, el arte, la estética, la religión, etc., a dimensiones humanas de validez únicamente individual, sin mayor valor gnoseológico.

Frente a esta postura, no tardó en alzarse el conocido como racionalismo crítico, cuyo mayor exponente fue sin duda Karl Popper. Su punto de partida fundamental fue una denuncia a ese pretendido carácter absoluto del conocimiento científico, y ello en dos sentidos: uno, en que no era posible desvincular tan a las bravas el conocimiento de la vida humana, dado que el propio conocimiento forma parte de la misma vida (de hecho, buena parte de la filosofía de la ciencia actual se ocupa de esta cuestión); y dos, en que estaba por ver que el conocimiento científico ofreciera certezas definitivas tal y como se pretendía, no fuera que se tratara de un conocimiento perfectible y revisable. Ambos aspectos estaban más vinculados de lo que pueda parecer en primera instancia, y constituyen las dos vías fundamentales por las que ejerció su criticismo: una, la del propio conocimiento científico; y otra la de su extensión del campo de aplicación más allá de la ciencia, es decir, a la ética, tanto individual como social.

Respecto al primero de ellos, efectivamente el modo en que el neopositivismo (y sus afines de la filosofía analítica) era planteado no estaba tan claro que fuera así. El conocimiento científico no era tan puro ni tan válido como desde estas posturas se pudiera pensar. Era necesario realizar un análisis crítico del mismo para valorar sus bondades, sí, pero también sus límites. Pero no es éste el tema que me ocupa hoy; el que me interesa es que se corresponde con la segunda vía, su repercusión en la ética.

Si nos fijamos, el modo en que una persona se desenvuelve en su vida no es únicamente en base a conocimientos; seguramente, ni siquiera sea el motivo fundamental. Porque lo que en realidad nos mueve a la acción son las motivaciones, nuestros deseos… nuestras valoraciones. Como muy bien se plantea la profesora Cortina, ¿tiene sentido pensar que las opciones de valor se planteen al margen del conocimiento? Su respuesta es claramente negativa. Incluso podríamos añadir que es negativa en ambos sentidos: ni el conocimiento científico está libre de opciones de valor que dirigen su decurso (opciones de valor que con frecuencia no son los más recomendables, como muy bien muestra el profesor Sanmartín y explicamos en este post), ni las opciones de valor son independientes del estado del conocimiento en un momento dado. La interdependencia entre los dos ámbitos parece manifiesta. Y, si esto es así, «conviene precisar los ‘principios-puente’ que posibiliten el tránsito del mundo teórico al práctico», dice Adela Cortina en su Ética sin moral.

Este marco de comunicación entre teoría y praxis no es algo nuevo en el ámbito de la ética, sin duda. Lo que sí es más novedoso es el modo de plantearlo por el racionalismo crítico, el cual gira en torno a la idea de falsabilidad, cercano al ámbito de la epistemología científica. Desde esta perspectiva, el racionalismo crítico renuncia a una fundamentación fuerte de la moral; niega la existencia de un punto de apoyo fundamental a la luz del cual haya que leer la realidad y al propio ser humano, a la luz del cual emitamos juicios y acometamos acciones. Pero, a diferencia del cientificismo, hay una tensión hacia la búsqueda de lo correcto, es decir, hacia el conocimiento verdadero y hacia la acción buena.

También es cierto que no todos piensan así, pues para algunos se produce una renuncia explícita a definir la verdad objetiva, así como una toma de conciencia del relativismo como única vía de salida. En mi opinión, si bien lo primero es cierto (es un tópico en la epistemología actual la imposibilidad de llegar a la verdad objetiva y absoluta de la realidad), lo segundo ya no lo tengo tan claro porque —como digo— aunque haya un abandono de esa fundamentación metafísica fuerte, no por ello vale cualquier cosa, sino que la tensión hacia lo verdadero y lo bueno sigue estando presente. Lo que ocurre es que en vez de ser un planteamiento fundamental, se torna en un planteamiento metodológico.

Sería fácil pensar que se produce una renuncia explícita a definir la verdad objetiva, así como una toma de conciencia del relativismo como única vía de salida. En mi opinión, si bien lo primero es cierto (es un tópico en la epistemología actual la imposibilidad de llegar a la verdad objetiva y absoluta de la realidad), lo segundo ya no lo tengo tan claro porque —como digo— aunque haya un abandono de esa fundamentación metafísica fuerte, no por ello vale cualquier cosa, sino que la tensión hacia lo verdadero y lo bueno sigue estando presente. Lo que ocurre es que en vez de ser un planteamiento fundamental, se torna en un planteamiento metodológico.

«El filósofo ha de ocuparse de los métodos que nos permitan llegar a tal conocimiento verdadero, que siempre será, en los casos concretos, revisable, criticable». Lo contrario sería —como muy gráficamente expresa Cortina— una película de buenos y malos.

De este modo, el racionalismo crítico invita a ir revisando críticamente la ética, de modo análogo a cómo se hace lo propio con el conocimiento científico. Si bien no hay fundamento fuerte de la ética, sí que hay una metodología que nos impide derivar hacia caminos no deseables, meramente arbitrarios. Otra cosa, a mi modo de ver, es cómo saber que, desde una racionalidad crítica, se está yendo por el camino adecuado. ¿Tiene que ser necesariamente así?

16 de octubre de 2018

Varios colores, una luz; una luz, varios colores

De todos es sabido que cuando se hace pasar un rayo de luz por un prisma, se descompone en los colores propios de la gama cromática del arco iris. Inicialmente se pensaba que todos esos colores que surgían de repente después del prisma, obedecían a una especie de degradación de la blancura original de la luz, la cual era ‘contaminada’ por distintas concentraciones de negro (o de oscuridad), en función de la distancia que recorría el haz de luz en el interior del prisma: a mayor longitud en el interior del prisma, mayor degradación a causa de una mayor contaminación, y viceversa. De esto modo, los distintos colores (de más claros a más oscuros) serían el resultado de la combinación en distintas concentraciones del negro con el blanco original, en función de lo que ‘tardaran’ en salir del prisma. Sin embargo, Newton postuló todo lo contrario, a saber: en lugar de que los colores eran degradaciones diversas de la luz blanca, a su juicio la luz blanca era el resultado de la combinación de todos esos colores. O sea, que el prisma no es que degrade la luz blanca, sino que sencillamente la descompone en sus componentes más básicos. Éste sería el motivo por el cual, una vez descompuesta la luz en sus componentes básicos, posteriormente pudieran volver a componerse en un haz que de nuevo es blanco. Newton llegó a postular que la luz blanca como tal, no existía, sino que era la combinación de estas sustancias puras que eran los diferentes colores.

Frank Wilczek, en un libro interesante que me mostró un amigo virtual (y personal), El mundo como obra de arte, nos invita a considerar los colores desde una perspectiva diferente: la debida al efecto Doppler. Creo que es más o menos frecuente haber oído que, el hecho de que la luz proveniente del espacio tuviera un desplazamiento al rojo, quería decir que el foco de luz se estaba alejando, explicación directa de que el universo se estaba expandiendo. El fenómeno por el que esto ocurre se denomina efecto Doppler, que viene a decir que, cuando el emisor de una onda se acerca al receptor, la longitud de onda se acorta debido a la suma de velocidades de la propia onda y del emisor que la emite; y viceversa, cuando el emisor se aleja la longitud de onda se agranda, por el mismo motivo, pero en sentido opuesto. De este fenómeno podemos tener conciencia cuando oímos que se acerca una ambulancia con la sirena encendida, qué diferente suena cuando se acerca a cuando se aleja. La sirena es la misma, pero no suena igual: de hecho, notamos un cambio de sonido notable. Pues bien, esto ocurre también con la luz: cuando la fuente se aleja, la longitud de onda se alarga, lo que provoca el desplazamiento al rojo; si la fuente se acerca, la longitud de onda se acorta, provocando el desplazamiento al azul. Como sabemos, el azul es el color de menor longitud de onda del espectro visible, y el rojo el de mayor.


Y aquí viene la cuestión. Pongámonos en esta situación: tenemos delante de nosotros un haz de luz… blanca. ¿Seguro? Si estamos en algún lugar del espacio detenidos (si esto fuera posible), veríamos la luz blanca, efectivamente; pero si nos desplazamos en el mismo sentido del haz de luz, veremos una luz enrojecida; y, finalmente, si frenamos y nos desplazamos en el sentido opuesto, veremos la misma luz azulada. ¿De qué color era dicho haz de luz: blanco, rojo o azul? Como suele ocurrir en estos casos, habría que plantearse si dicha pregunta tiene sentido. Seguramente, no; o, en todo caso, quizá la respuesta sea: depende.

Porque efectivamente es así: depende. Si lo pensamos, en función de a qué velocidad relativa nos desplacemos respecto de la luz, igual que podemos representarnos el azul y el rojo, podríamos representarnos cualquier color del espectro: todo consiste en adecuar nuestro desplazamiento para que, al componerse con la velocidad de desplazamiento de la luz, nos dé una longitud de onda u otra. 

La conclusión a la que llega Wilczek es clara: «Todos los colores se pueden obtener a partir de cualquiera de ellos, por el movimiento». Desde este punto de vista, cualquier color es equivalente a los demás; pues cualquiera de ellos, en función de cómo nos estemos desplazando en referencia a él, nos ofrecerá cualquiera de los otros.

Todos los colores surgen de un mismo haz de luz, sea el que sea; o, desde el otro lado: cada color no es sino una perspectiva de la misma cosa. Son perspectivas distintas de un mismo rayo de luz, pero ¡igualmente válidas! Evidentemente, la idea inicial de Newton de que cada color del espectro era un componente básico puro que, en su conjunto, componían la luz blanca, no era exacta. Él pensaba que, en tanto que puros, ningún color se podría transformar en otro. Pero no es así: «todos los colores son una misma cosa, vista en distintos estados de movimiento». La verdad, es que esto da que pensar.