29 de agosto de 2023

De la ‘mera cosa’ al ‘objeto con sentido’

Hay dos fenómenos, aparentemente inconexos, que están íntimamente vinculados, y con unas consecuencias muy relevantes en el desarrollo de nuestra personalidad, idea que dejé esbozada en este post y que creo interesante profundizar un poco. Hablaba allí del significativo cambio que suponía en el desarrollo de la personalidad infantil la posibilidad de señalar con el dedo un objeto; y lo ponía en conexión con la relevancia que esta identificación objetual del mundo entorno tenía con el desarrollo de la capacidad simbólica y, con ella, de la lingüística. La designación lingüística se desarrolla gracias a que hay algo que designar, lo cual emerge en el desarrollo del niño precisamente a partir de ese momento en el que puede señalar las cosas: la designación lingüística va de la mano de la designación gestual. Proceso en el que —decía— la presencia física de los objetos, su relación física con ellos es condición necesaria, pero no suficiente. ¿Qué falta? Pues la presencia de unas posibilidades no sólo neurológicas sino también afectivas, la presencia de un entorno de confianza en cuyo seno el niño se sienta lo suficientemente seguro como para poder imitar a la figura tutelar que esté con él: «El sistema conductual que ‘sustenta’ el habla y propicia su aparición supone la presencia alrededor del niño de otro ser a quien pueda hablar, para quien pueda hablar», dice Cyrulnik. No basta que haya otro que hable y que pueda ser imitado, no basta que el niño diga palabras, sino que debe decírselas ‘a alguien’, a una figura significativa, con la que quiera comunicarse.

La presencia de las otras personas es necesaria para que nuestros bebés puedan acometer esa gran aventura del signo y de la palabra; sin esa presencia, tal aventura no podrá acometerse satisfactoriamente. Los niños conocidos como ‘salvajes’, o también los que padecen algún trastorno como la esquizofrenia, pueden manejar objetos, pero no los reconocen como los niños sanos: los manejan, pero no los socializan.

La relación objetual con el mundo requiere las posibilidades ontogenéticas del niño, sí, pero también un entorno adecuado para que dicha relación pueda originarse, configurarse y consolidarse adecuadamente. Los bebés recién nacidos perciben sonidos, colores, olores… pero no sólo los perciben, sino que son capaces de distinguir unos de otros, construyéndose así un mundo. En ese primer mundo, evidentemente en ausencia de la consciencia del bebé, todos estos elementos son fundamentales, interviniendo algunos olores sobre todo, y también sonidos (entre los que están las palabras, que el niño no comprende, escuchándolas como un sonido más) de un modo esencial. El niño no interacciona pasivamente con el medio, sometiéndose a él, sino que, independientemente de que se deba a él de algún modo, su relación con él es activa, disponiendo significatividades a la noticia que recibe de él, construyéndose un mundo, construyendo ‘su’ mundo. El niño ordena todo lo que su sensibilidad recibe mediante una valoración, estableciendo diferencias entre todo ello y actuando en consecuencia. La familiaridad, la serenidad, la costumbre son rasgos importantes que los adultos hemos de tener presentes en el entorno que creemos a su alrededor; en ausencia de esa estabilidad, comenzarán a darse indicios de ansiedad, los cuales tienen que ver con la incertidumbre, con la falta de familiaridad ante lo que adviene, con un no saber a qué atenerse.

Un bebe no familiarizado es un bebe ansioso, un bebé inquieto que tiende a realizar movimientos desordenados; por el contrario, un bebé familiarizado se encuentra a gusto en su entorno familiar, se integra armoniosamente en él, desde el cual, con la seguridad que dota el sentirse acogido, dirige la mirada alrededor, escudriñando su entorno, investigando qué es todo ese abanico de elementos desconocidos que se le presentan y que poco a poco irá descubriendo.

Ese mundo lo va construyendo el niño poco a poco, jerarquizando afectivamente los objetos que le rodean. Hay una primera fase que tiene que ver con la identificación y designación de los objetos. Más tarde sobreviene el uso que se pueda realizar de dichos objetos, pasando de una mera percepción a una percepción-representación. Es connatural a las personas no sólo que percibamos las cosas, sino que a la vez tengamos alguna intención para con ellas. Lo que no nos sirve para algo, en sentido amplio, lo desestimamos, e incluso permanece inadvertido. Todos los niños pasan de la mera percepción a la percepción-representación significativa; la familiarización con el objeto y con su uso da cierta ventaja al niño que puede disponer de ella frente al que no; el niño familiarizado puede añadir al objeto las significatividades experienciadas por su socialización en la trama familiar. El niño socializado aprende a relacionarse significativamente con las cosas, les puede dotar de sentido, posibilidad remota para los niños ‘bajo llave’, para quienes las cosas son meros objetos, y no utensilios que pueden integrar significativamente en sus vidas. Todo lo cual es vivido primariamente de un modo afectivo por él.

22 de agosto de 2023

La difícil riqueza del encuentro

Uno de los grandes retos de las sociedades contemporáneas es el de establecer el modo en que se relacionan. Estamos en una época en la que el contacto entre grupos sociales diversos y distantes es cada vez más frecuente, e incluso cada vez más íntimo, y para nada está resuelto cómo se deba establecer. Frecuentemente vehiculadas por asuntos comerciales, también por los que tienen que ver con conflictos internacionales (que no locales), las relaciones entre las culturas son problemáticas, además de que no todas las sociedades están en el mismo grado de madurez histórica para poder afrontarlas; hecho que es problemático de por sí, siendo seguramente lo más problemático no hacerse cargo de ello.

Esto es algo que muy bien puede observarse en el plano individual. No es fácil establecer un encuentro real, auténtico y profundo con el otro, no es fácil dialogar, no es fácil abrirse, pues ello nos hace vulnerables; y no todos poseen la misma disposición para ello. Es frecuente protegerse ante el desconocido, evitando el encuentro, o reduciéndolo a un superficial entrecruzamiento de palabras o situaciones banales; y, si bien esto es natural, esa protección conlleva la trampa de vivir encerrado en el interior de las propias murallas, impidiendo establecer relaciones hondas con el otro, e incluso también con nosotros mismos. La posibilidad del encuentro es enriquecedora: nadie es igual antes que después de haber experienciado un encuentro.

Con Melloni se pueden establecer tres estadios en este proceso. El primero es muy habitual: en él ocurre que lo propio (valores, lengua, creencias) nos estructura holísticamente; somos como somos consecuencia de nuestra tradición próxima (familiar, social), sin que nos hallamos hecho eco de ello. Esto es algo de lo que en un principio no solemos ser conscientes: así de embebidos estamos en esa vivencia. Y lo estamos porque lo cierto es que no hemos salido de nuestro charquito (no tanto geográficamente —que también— como existencialmente), y difícilmente podemos contrastarnos. Pensamos que el mundo es como ‘nuestro’ mundo, y no nos planteamos la existencia de otras cosmovisiones o comprensiones de la vida y, aun cuando sea el caso, difícilmente pensamos que puedan ser tan validas o incluso mejores que la nuestra.

Pero pronto se produce un primer encuentro con el ‘otro’, sea del tipo que sea, lo que supone un extrañamiento, un toparse con lo desconocido: otras formas de vida, otras culturas, otras creencias, otros valores. Por un lado ello genera cierto temor, pero por el otro también fascinación, y es importante encontrar el equilibrio entre ambos polos, ya que son frecuentes experiencias distorsionadas en este sentido: ante el temor, solemos anteponer lo mejor de lo nuestro con lo peor de lo ajeno; ante la fascinación, ocurre al revés, que comparamos lo mejor de lo ajeno con lo peor de lo propio. En ninguno de los dos casos se da un encuentro auténtico con la alteridad, sino con una imagen deformada que nos hacemos de ella; y no se da un encuentro auténtico con la alteridad porque se ve al otro o a lo otro a la luz de nuestro temor o de nuestra fascinación, pero no desde lo que es realmente. Lo que el otro sea queda deformado (bien engrandeciéndolo, bien denigrándolo) al leerlo a la luz de nuestra imaginación, en lugar de dejar que, sencillamente, se muestre cómo es; en lugar de conocerle auténticamente, proyectamos nuestras idealizaciones o nuestros temores.

Sólo en el encuentro auténtico permitimos que el otro se nos revele como es, a la vez que nosotros nos revelamos como somos auténticamente, pues no hay que olvidar que nosotros somos ‘el otro’ para el otro.

Con esta experiencia en la mochila, uno se encuentra en casa de un modo muy diferente. Se da cuenta de que su mundo era un ‘mundo pequeño’, y el conocimiento de ‘otros mundos’, lejos de disolver su identidad, la transfigura, la fortalece: se deja de pensar que lo propio (nuestra tierra, nuestra cultura, nuestro pueblo) es lo mejor, convirtiéndose, sencillamente, en ‘lo nuestro’, como los demás también tienen ‘lo suyo’, sabiendo valorar lo del otro así como situar en su sitio a lo propio. Esta apertura ayuda a superar reduccionismos pueblerinos, cerrazones mezquinas que nos aíslan, levantando fronteras temerosas y desafiantes. Sin embargo, la experiencia del encuentro posibilita un crecimiento difícilmente descriptible, tan sólo expresado en una nueva autocomprensión propia, a nivel social e individual, inaugurando nuevos modos de vida y de relación, con la confianza que da saberse uno más entre otros.

Cuando uno se encuentra de verdad con el otro, se produce una auténtica transformación personal, gracias a la cual lo comprendemos de verdad, a la vez que nos comprendemos a nosotros mismos de un modo radicalmente diverso; con las repercusiones que ello conlleva en todas las dimensiones de lo humano. Hay que comprender lo diferente, comprenderlo y quererlo, y no temerlo ni soportarlo.

15 de agosto de 2023

Las familias radiactivas

Decíamos que Rutherford se dio cuenta de que cuando un elemento emitía energía de modo natural, ello no era irrelevante para dicho elemento sino que revertía sobre su propia naturaleza, convirtiéndolo en otro elemento. No tardó mucho en observar que esos nuevos elementos creados, podían ser a la vez modificados por nuevas emisiones, y así sucesivamente. Partiendo de un primer elemento, se iban sucediendo otros derivados de él, hasta llegar a un átomo que ya no seguía la cadena, pues ya no era radiactivo sino estable, finalizando así la sucesión. Se formaban así lo que se conoce como familias de elementos reactivos.
  
En la naturaleza se dan cuatro familias radiactivas. ¿Por qué cuatro? Gamow lo explica así: «Como una degradación α modifica el peso atómico en cuatro unidades mientras que la degradación β no cambia el peso atómico, pueden existir cuatro familias de elementos radiactivos». Cada familia viene a ser la que se corresponde con aquellos elementos cuyos pesos atómicos son 4n, 4n+1, 4n+2 y 4n+3. El uranio, por ejemplo, cuyo peso atómico es de 238 pertenece a la familia 4n+2, ya que 238 = 4·59 + 2; el torio a la 4n, pues su peso atómico es de 232 = 4·58; el protactinio a la 4n+3, pues 231 = 4·57 + 3. Y bueno, gracias al trabajo de no pocos científicos se fueron identificando todos los elementos que formaban parte de estas familias radiactivas, incluyendo también las modificaciones correspondientes a la radiación β. Una peculiaridad es que no hay en la naturaleza elementos de la familia 4n+1, ya que su ‘padre de familia’ tiene una vida muy corta. La familia más famosa es sin duda la del uranio, que acaba con el plomo.

Pues bien, de todo ello comenzó a darse cuenta Rutherford en 1919, observando cómo unos elementos se transformaban en otros. Y no tardó en experimentar con todo ello, viendo qué ocurría cuando se bombardeaban algunos elementos con partículas alfa, por ejemplo. Así, fue capaz, en 1919, de realizar la primera ‘reacción nuclear’, consiguiendo convertir nitrógeno (al cual bombardeó con partículas alfa) en un isótopo de oxígeno, desprendiéndose protones.

Rutherford fue el primer ser humano que consiguió hacer realidad el gran sueño de los alquimistas: transformar unos elementos en otros. Con la química moderna se estaba realizando un proceso con el cual habían estado soñando los alquimistas durante muchos años. Aunque Rutherford no fue el único, pues también —como cuenta de Broglie— el matrimonio Curie trabajó en esta línea, realizando un gran descubrimiento al demostrar «que ciertos procesos de bombardeo dan lugar a un núcleo inestable (radio-elemento artificial) que enseguida se desintegra espontáneamente dando origen a otro elemento y a diversas radiaciones».

Pero Rutherford no se quedó aquí. También investigó los ritmos a los que los elementos se iban desintegrando, y ello en dos sentidos. El primero, observando que, como una constante que se repetía continuamente, las muestras de un material, fuera la cantidad que fuera, se degradaban al mismo ritmo; es decir, tardaban el mismo tiempo en desintegrarse. Para establecer esa definición empleó el concepto de vida media, es decir, el tiempo transcurrido hasta que se había consumido la mitad de la cantidad de muestra inicial. Él averiguó que para un elemento dado, su vida media era exactamente la misma siempre, fuera la que fuera la cantidad inicial. La segunda observación fue que comprobó que los ritmos de desintegración eran muy diversos según el elemento de que se tratara: la vida media de un elemento puede durar bien unas milésimas de segundo, bien muchos siglos, aunque no supo averiguar porqué; esto es algo que explicaría tiempo después el propio Gamow.

Estos hechos tuvieron importantes consecuencias. Por lo pronto dos. El primero tiene que ver con la vida media de desintegración, el cual a la postre demostró ser muy útil, ya que puede servir a modo de ‘reloj hacia atrás’. Efectivamente, sabida la vida media de un elemento, y qué cantidad es la que existe ahora, se puede averiguar su edad. Así se encontró con que había muestras de uranio con unos 700 millones de años de antigüedad, cifra mucho más elevada que la que se barajaba por entonces como edad de nuestro planeta, mucho más modesta: 24 millones de años, estimada nada menos que por el mismo lord Kelvin. La segunda consecuencia importante tiene que ver con uno de los interrogantes que nos abrieron a los procesos estocásticos en la vida subatómica: partimos de una muestra de material radiactivo, del que se conoce su vida media; curiosamente, se sabe que al cabo de ese tiempo dicha muestra se reducirá a la mitad, desintegrándose la mitad de sus átomos, pero lo que no se sabe es qué átomos se desintegrarán y cuáles no. Ni siquiera se sabe cuánta vida tendrá cada uno de los átomos, pues no todos se desintegran en el mismo instante. Tan sólo se sabe el tiempo que tardarán en reducirse a la mitad, algo que se cumple inexorablemente. ¿Por qué?

8 de agosto de 2023

Lo originario en el lenguaje

En ese paralelismo que establecíamos entre el gesto expresivo de una emoción y la dicción de una palabra, podría pensarse que hubiera una diferencia de raíz, podría pensarse que entre la emoción y su gesto expresivo hay un nexo originario que no es tal entre la palabra y su significado originario, y que éste fuera algo arbitrario, accidental. La mera existencia de varias lenguas posibilita esta lectura. Se podría pensar que los gestos son ‘signos naturales’ y las palabras ‘signos convencionales’. Para Merleau-Ponty no es así del todo porque, en el fondo, lo convencional son modos de relación tardíos entre los hombres, presuponiendo una situación previa. Es en la fuerza comunicativa de esta situación previa en la que hay que situar el origen del lenguaje, del mismo modo que es en la fuerza práctica del hombre en la que hay que situar el origen de todo gesto. Se dibuja así una línea de continuidad entre la comunicación gestual y los primeros esbozos de articulación lingüística del hombre primitivo. Y surge así una idea muy interesante, a mi modo de ver: que los vocablos adquieren así una dimensión gestual, vital, en la que es improbable la existencia de lo convencional.

«Si sólo consideramos el sentido conceptual y terminal de las palabras, es verdad que la forma verbal —exceptuando las desinencias— parece arbitraria. Eso no ocurriría si tomáramos en cuenta, además, el sentido emocional del vocablo, lo que más arriba llamamos su sentido gestual, que es esencial en la poesía por ejemplo. Veríamos entonces que los vocablos, las vocales, los fonemas, son otras maneras de cantar el mundo, y que están destinados a representar a los objetos no, como la ingenua teoría de las onomatopeyas creía, en razón de una semejanza objetiva, sino porque de él extraerían, expresarían literalmente, eso es exprimirían, su esencial emocional», dice Merleau-Ponty.

Los diversos modos de surgir y evolucionar cada lenguaje no son sino diferentes maneras de situarse originariamente en el mundo, desde una experiencia primigenia sentida vitalmente, la cual cristaliza diversamente en las distintas culturas y sociedades. La riqueza de los vocabularios, la rigidez o flexibilidad de la sintaxis, etc., no son datos ni arbitrarios ni convencionales, sino expresión de una cosmovisión vivida y compartida, celebraciones del mundo. Por este motivo difícilmente se puede expresar el sentido completo de un lenguaje mediante otro, y la traducción perfecta será imposible: «para asimilar una lengua por completo, habría que asumir el mundo que ella expresa, y nadie pertenece a dos mundos a la vez».

Por este mismo motivo no hay un pensamiento universal y absoluto, sino diferentes esfuerzos que tratan de recogerlo y de comunicarlo según las posibilidades abiertas por las lenguas respectivas, asumiendo sus deficiencias y sus bondades, incluidas también en su capacidad de expresión. El lenguaje meramente formal nunca expresará nada más que ‘la naturaleza sin el hombre’.

1 de agosto de 2023

El trabajo y el calor afectan a un sistema

El mérito de llevar a buen puerto el trabajo de Mayer le correspondió a James Prescott Joule (1818-1889), quien ideó un aparato parecido al de Mayer, pero con unos materiales que le permitían establecer una graduación y así poder medir todo lo que ocurría durante la experimentación. Como Mayer, Joule también diseño su experimento empleado únicamente fuerzas conservativas (y no disipativas, como la fricción, que era despreciable). Pensó en un recipiente lleno de agua, en cuyo interior había unas paletas que podían ser giradas, y que removían el líquido del interior. Dichas paletas eran removidas por la fuerza de unas pesas que colgaban en el exterior. Por el efecto de la gravedad las pesas descendían, provocando mediante un sencillo mecanismo el giro de las paletas. Estas paletas agitaban el agua y, a causa del rozamiento, el estado del agua se veía modificado, elevándose ligeramente su temperatura. El trabajo realizado por las pesas era convertido por las palas en energía calorífica, elevándose la temperatura del agua. Joule comprobó que, efectivamente, había una relación directa entre el trabajo realizado por las pesas al descender y el aumento de temperatura del agua gracias al calor generado. Así lo definió en 1843: «El trabajo realizado por un peso de una libra que desciende 772 pies en Manchester, si se emplea en producir calor por el rozamiento del agua, elevará la temperatura de una libra de agua en un grado Fahrenheit», nos cuenta Gamow.

Joule realizó este experimento muchas veces, con muchas variaciones, jugando con las distintas variables: el peso y el trayecto recorrido, la cantidad de agua, las temperaturas iniciales y finales, etc. También con distintos materiales y disposiciones: por ejemplo, en vez de agua también probó con mercurio. También buscó fuentes de calor distintas: en vez de paletas puso discos de hierro que se frotaban entre sí dentro del líquido, o una corriente eléctrica que circulaba por un cable en el seno del agua. Con todo, fue perfeccionando cada vez más la técnica empleada, así como sus mediciones; y cada vez veía más confirmada la idea de que había una proporcionalidad entre el cambio de temperatura alcanzado y el trabajo realizado (bien por las pesas que descendían, bien, en los casos de la corriente eléctrica o del rozamiento, en virtud del mecanismo para generar esa electricidad o ese rozamiento).

«Los experimentos de Joule indican que tiene sentido hablar de la diferencia de energía entre dos estados de un sistema y que esta diferencia se puede medir por medio de la cantidad de trabajo que ‘desaparece’ del ambiente mientras el sistema pasa de un estado en otro en condiciones adiabáticas». O sea, que generando un determinado trabajo que, evidentemente, al ser realizado desaparece, ese trabajo lo que hace en definitiva es calentar un determinado cuerpo, el trabajo se convierte en calor que calienta dicho cuerpo.

Parecen dos cosas ajenas, extrañas entre sí. Pero el caso es que no es tan así pues, en el fondo, se trata de dos tipos de energía. Porque tanto el trabajo como el calor son eso, tipos de energía, y que pueden ser transferidas, con los efectos que esa transferencia de energía deba tener en virtud de la configuración del sistema en cuestión. Los efectos de un trabajo sobre un artefacto dependerán de la configuración de dicho artefacto: muy bien puede elevar la temperatura (así en el experimento de Joule), pero también puede muy bien generar un movimiento de un fluido (como una bomba de agua). De esta manera, en un sistema como el de Joule habrá que analizar los flujos de energía mecánica y calorífica: en ambos casos, el sistema puede recibir o generar trabajo, así como recibir o generar calor, y habrá que ver en cada caso cómo se dan esos procesos, y cómo afectan al sistema, modificando su estado energético, asunto en el que nos introduciremos en breve. Todo ello nos dará introducción a lo que es el objetivo de esta serie de posts, a saber: la familiarización con ese concepto tan fantástico como escurridizo, que no es otro que el de la entropía.