31 de julio de 2018

Desgranando los afectos

Cuando hablamos de sentidos fisiológicos, es común entenderlos como modos que poseemos las personas (y otros seres vivos) de percibir las cosas, de relacionarnos con ellas… de sentirlas. Y qué duda cabe de que esto es así. Pero lo que quisiera comentar aquí hoy es que, si bien es cierto, no es toda la verdad —como se suele decir— ya que el ámbito de nuestra sensibilidad, o de todo lo que le rodea, es mucho más complejo. Más allá de la sensibilidad fisiológica (muy compleja y rica, por cierto), nos encontramos con otras dimensiones humanas que comúnmente se ha englobado bajo la denominación de los afectos, o la dimensión afectiva.

Y es que bajo el paraguas de ‘los afectos’ a lo largo de la historia se han situado muchas cosas. Me recuerda a algunas personas mayores con las que me relacionaba siendo más joven, las cuales solían explicar cualquier tipo de problema psicológico del que tuvieran conocimiento (no sé: depresiones, ansiedades, estrés, angustia…) diciendo que todo eso eran nervios: lo que le ocurría a tal o cual persona era cosa de nervios… un concepto bajo el cual evidentemente cabían muchas cosas, y muy diferentes entre sí. Y cuando intentabas hacerles ver que no era lo mismo un trastorno bipolar que una distimia, pues como que no te escuchaban demasiado: al fin y al cabo, todo eso eran nervios, ¿no? Con eso ya estaba claro.

Pues bien, algo ha ocurrido a lo largo de la filosofía con este concepto, el de los afectos, el cual como digo ha sido como un cajón de sastre. Para muestra un botón. Uno de los primeros autores que lo tratan temáticamente, Arthur Schopenhauer, en El mundo como voluntad y representación lo define de modo negativo; es decir, no por lo que sean positivamente hablando, sino por eliminación: afecto sería todo lo que no entra ni en la cognición ni en la volición específicamente hablando. Tampoco debemos pensar que fuera una mera ocurrencia; por lo pronto, hay que agradecerle que introdujera esta dimensión humana en el escenario filosófico. No es que antaño no se hablara de afectos, sentimientos, pasiones, etc., sino que hasta entonces (y hasta donde yo sé) no eran tratados temáticamente, ya que las otras dos facultades copaban el interés.

Ahora bien, aunque la vaguedad de esta definición poco a poco ha ido menguando, no sé yo hasta qué punto ha desaparecido del todo. Yo creo que no, y que sigue siendo un término confuso, confusión que provoca que las fronteras que puedan dibujarse entre sus distintas acepciones específicas sean difusas. No es raro encontrar en la filosofía del siglo XX alusiones a lo afectivo que hoy pueden ser más que discutidas. Por ejemplo, cuando Scheler nos dice en El puesto del hombre en el cosmos que lo propio del estado vegetativo es el ‘impulso afectivo’. ¿Nos está diciendo lo mismo que a lo que se refería Schopenhauer? Evidentemente no. Es más, seguramente se acercaría no a lo que Schopenhauer denominaba afectos, o sentimientos, sino a lo que denominaba ‘voluntad’, entendiéndola como esa fuerza interna que parece que tiene la realidad y que le dota de su dinamicidad intrínseca. A mi modo de ver, el impulso afectivo scheleriano que sería característico del ámbito vegetativo, es eso que se descubre en el seno de la naturaleza viva, que hace que esté como en ebullición, como generando vida, explotando de vida. Valga como ejemplo de esto que digo este fenomenal video:


Lo que para Scheler entraba dentro de la dimensión afectiva, tendría que ver más con la voluntad schopenhaueriana, o incluso con ‘lo vital’ orteguiano (dimensión con la cual el filósofo madrileño quería poner de manifiesto al carácter ineludiblemente biológico de la vida humana). Pero claro, deberíamos preguntarnos si esa dimensión que nos subyace y que nos impele a la vida, o mejor, a la existencia, debe ser entendida en términos afectivos. Yo creo que no, y me cuesta también considerarla en términos ‘vitales’ como hizo Ortega y Gasset, o incluso Bergson cuando hablaba del élan vital, porque esa energía profunda que propicia el carácter dinámico a la realidad, también se da en la realidad inanimada, no sólo en la animada. La cuestión es cómo denominar a ese carácter dinámico de la realidad; o mejor dicho, no cómo denominar a ese carácter dinámico sino a lo que hace que la realidad lo tenga, que es distinto. Ahí queda el reto.

Yo me planteo si la dimensión afectiva humana no tiene que ver tanto con algo que surja de nuestro interior hacia afuera (por decirlo así, idea que es extensible a cualquier otra realidad) sino al revés, con algo que tiene que ver desde el exterior hacia nuestro interior: es algo de fuera que nos ‘afecta’, un pathos. Si esto es así, nuestra dimensión afectiva tiene que ver y mucho con nuestro encuentro con la realidad, con nuestra aprehensión de la realidad (lo cual es olvidado también con mucha frecuencia), y no tanto con esa energía interna que tenemos y que nos impele a la existencia, a la existencia, como pueda ser nuestra energía interior, nuestras tendencias instintivas, etc.

Pero el caso es que si se entiende el ámbito de los afectos de este modo, la cosa sigue sin estar del todo clara. ¿Por qué? Porque el modo en que el ser humano en concreto (el mundo animal en lo que le corresponda) aprehende afectivamente la realidad es un proceso complejo. El mismo Scheler, muy hábilmente, ya distinguía la sensación en tanto que percepción de lo externo, de la propiocepción; una propiocepción que también puede tener distintas dimensiones: yo puedo sentir una articulación determinada porque me duele, o que tengo sed, etc., pero también me puedo sentir alegre o triste, por ejemplo. A mi modo de ver, este primer modo de propiocepción estaría más cercano a la percepción sensible externa (aunque en este caso se percibe sensiblemente nuestro propio cuerpo) que al segundo modo propioceptivo de los estados anímicos… o sentimientos.

Con lo cual, la dimensión afectiva se desdoblaría en una relacionada con la percepción sensible (externa o interna) y la percepción de nuestro tono vital, de nuestro estado tónico (o de nuestros sentimientos). Y, si nos damos cuenta, del mismo modo que en la percepción sensible hay un correlato externo, que es el que precisamente percibimos, ¿no cabría decir lo mismo de nuestros estados tónicos, estados afectivos personales que también cuentan con un correlato en la propia realidad? Yo creo que sí, con lo cual los sentimientos dejarían de ser tan subjetivos, sin negar para nada lo que pone el sujeto en ellos. Quizá, cuando menos pendientes estemos de las cosas más presente esté en nosotros la realidad, como parece que sugiere este cuadro de Imán Maleki.

24 de julio de 2018

El 'caso Kepler'

A raíz del anterior post, un amigo me comentó por qué no hablaba un poco más detenidamente del ‘caso Kepler’, pues ya me había leído alguna otra referencia al respecto, y tenía curiosidad. Así que nada, a ello voy, en la medida de mis posibilidades. Sabido es que Kepler era afín a la teoría heliocéntrica de Nicolás Copérnico (1473-1543); teoría que —como es sabido— ya fue propuesta mucho tiempo antes (en el siglo III a. de C.) por Aristarco de Samos, aunque no tuvo muchos seguidores. Pues bien, mucho tiempo después, Nicolás Copérnico fue el científico que recuperó dicha teoría y la estableció como el modelo más plausible para describir el cosmos conocido. Y en este contexto, viene al escenario nuestro querido Johannes Kepler (1571-1630).

Su punto de partida fue, pues, la herencia que legó Copérnico: los planetas se movían según órbitas circulares alrededor del sol. Y su primera intención fue la de demostrar la hipótesis copernicana. En esto no se diferenciaba de buena parte de los astrónomos de la época. Su novedad —y su grandeza— fue otra distinta. Lo llamativo del caso Kepler ―a mi modo de ver― no fue tanto la demostración y descripción más afinada de las órbitas celestes ―que también― como el cambio de paradigma que supuso su aportación, y que daría origen a lo que poco más tarde con Newton y Galileo se consolidaría como ‘ciencia moderna’.

Los argumentos que se solían esgrimir en la época (así el mismo Copérnico) para fundamentar el heliocentrismo no eran estrictamente físicos o científicos (tal y como hoy entendemos la física o la ciencia), sino metafísicos. Y Kepler no era ajeno a este planteamiento, pues de alguna manera entendía que el orden cósmico no era sino un fiel reflejo de la perfección del pensamiento divino. Su gran novedad fue que él no se quedó en este enfoque, fruto del cual lo que primaba era sobre todo la descripción geométrica del sistema solar, sino que comenzó a plantearse por qué ese orden geométrico era como era; es decir, comenzó a buscar las causas físicas cuya consecuencia fuese ese movimiento planetario tan ordenado geométricamente. Y este cambio, que dicho así parece evidente, supuso un cambio radical en la mentalidad renacentista, fuertemente impregnada todavía de la mentalidad ‘científica’ clásica.

Para Kepler, el Sol no era únicamente el ‘centro del universo’, sino que era el causante (causante físico) de que los planetas giraran alrededor de él, y que cada uno de ellos lo hiciera con su trayectoria y velocidad respectivas.

Y esta idea fue totalmente innovadora, ya que hasta la fecha no se había hecho cuestión (a fondo) de por qué se movían los planetas; o, en todo caso, se pensaba que se movían bien por arrastre de las bóvedas celestes sobre las que se encontraban, o por una especie de energía interna que poseían per se, en  sentido animista o hilozoísta (Tales de Mileto). Por lo general, sus colegas se apoyaban en la física aristotélica, que entonces era consideraba definitiva. Sin embargo, él intentó fundar la explicación en una serie de causas de carácter mecánico expresables matemáticamente. Sí, los planetas fueron creados por el Creador, pero funcionan por sí mismos, y hay que buscar dichas causas. Y en esto Kepler fue un auténtico incomprendido entre las grandes figuras de la época, incluso el famoso Tycho Brahe, aunque otros le apoyaban, como su propio maestro.

Pues bien, gracias a esta aportación kepleriana se comenzó a pensar que los movimientos de los astros ya no correspondían a una especie de dibujo geométrico realizado por la mente divina… y ya está, sino que respondían a fuerzas físicas que podían ser expresadas matemáticamente. En este sentido, el hecho de coger el modelo copernicano frente al ptolemaico (entonces imperante) simplificaba mucho el esquema, ya que era posible establecer una relación armónica (todavía por definir) entre las distancias de los planetas al Sol y sus velocidades respectivas, tal y como se puede ver gráficamente en este gif:



A mi modo de ver, más que la definición de sus leyes, la importancia de Kepler fue ésta: el cambio del paradigma clásico-renacentista al científico-moderno. Esta transición de Kepler se puede observar en sus publicaciones, tal y como nos explica F.J. Luna. Un primer esbozo fue el de asociar a los espacios interplanetarios los sólidos platónicos (tal y como se explica en el Timeo) los cuales debían encajar entre los seis planetas conocidos hasta la fecha. Estos sólidos tenían algo de mágico, o de místico: a causa de sus propiedades geométricas (convexos, caras formadas por poliedros regulares, en cada vértice se unen el mismo número de caras, simétricos respecto a un punto, eje o plano) sinónimo de perfección, se les había atribuido un elemento constitutivo de la naturaleza (fuego, tierra, aire, agua… y el mismo cosmos).

Pues bien, la intención de Kepler era mostrar cómo el Creador había ajustado los cielos a los cinco sólidos regulares, en función de cada cual el planeta ajustaría la razón de su movimiento. De hecho, llegó a publicar que esto era efectivamente así: si los desplazamientos de los planetas debían responder a leyes matemáticas, lo lógico era que se ajustaran a las matemáticas conocidas hasta la época. Y además, el hecho de que los sólidos platónicos sirvieran de base para la organización de los planetas, conllevaba un simbolismo armónico y místico evidente. Gracias a ello, la mente humana podía alcanzar a comprender (geométricamente) la obra divina del cosmos. Para Kepler existía una similitud entre la razón divina y la humana, capaz de comprender a aquélla. «Uno puede circunscribir un sólido platónico diferente alrededor de cada una de las primeras cinco esferas, e inscribirlo dentro de la siguiente. ¡Por tanto los cinco sólidos platónicos pueden mediar entre seis esferas!», explica Wilczek. ¿Y por qué seis? Pues porque seis eran los planetas conocidos: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. De esta manera, inicialmente pensaba que podía conocer las distancias relativas entre los distintos planetas y el Sol. Estaba convencido de que había hallado el plan de Dios. Así lo expresa él en su Mysterium cosmographicum: «me siento transportado y poseído por una euforia inenarrable ante el espectáculo divino de la armonía celestial».

Sin embargo, aunque Kepler asumió esta disposición geométrica del cielo, no asumió la explicación de fondo ya que, si bien la arquitectura era esa, lo que había que hacer —como sabemos— era ir más allá de la explicación teológica o animista, para acudir a una explicación en términos empíricos, observables y medibles, de alguna manera experimentables. Sí, Dios construyó así los cielos, pero el funcionamiento de estos se debía a causas intrínsecas al mismo sistema celeste. El asunto era concretar esas causas y los movimientos a que daba lugar.

Porque concretar esas leyes según las cuales los planetas giraban alrededor del Sol no fue una tarea nada sencilla, por otra parte. Que entre la distancia y la velocidad había algún tipo de relación, era algo evidente; la cuestión era averiguar cuál. Para ello estableció algunas variables, como las distancias y las velocidades planetarias, o distintos ámbitos celestes (el propio del Sol, el de los cuerpos fijos y el de los cuerpo movientes) y comenzó a investigar. Probó con todo tipo de series geométricas, aritméticas… funciones trigonométricas… pero ninguna le acababa de dar resultado. No sabía hacia dónde ir; su única vía era ir probando ‘por tanteo’. Pero no cejaba en el empeño, pues si el orden del cosmos era divino, consecuentemente era también matemático, y por tanto debía ser posible averiguar ese principio matemático válido para todos los casos.

Con el tiempo, fue abandonando su idea de mantener viva la hipótesis de que los planetas se movían siguiendo las trayectorias marcadas por los sólidos platónicos, para establecer al Sol, no únicamente como centro del sistema solar, sino como causante físico directo del movimiento de estos (idea ajena al pensamiento de Copérnico). Él pensaba que, o bien las ‘almas de los planetas’ se debilitaban conforme más lejanos estaban del Sol, o bien sólo éste estaba animado, y su influencia en los planetas se debilitaba con la distancia, asumiendo que sólo había una única fuerza en el sistema solar y que dependía del astro rey. Y, paralelamente, siguió dos líneas de trabajo colaterales: mejorar en la fiabilidad de los datos observados (motivo por el cual acudió a Tycho Brahe, el cual disponía de muchos más medios), así como profundizar en sus conocimientos matemáticos.

Vio con claridad la relación que hay entre el tiempo de revolución y el incremento de los radios de las órbitas. Pero esta relación no era una relación directa, sino que debía intervenir otra variable, o debía ser de otro modo. comenzó a considerar potencias de las distintas variables para establecer las razones matemáticas, probando para que los resultados matemáticos se ajusten a los datos observados. Su procedimiento fue un auténtico proceso por tanteo, algo de lo que el propio Kepler era consciente. Su profesionalidad y su inquietud le llevó a profundizar en las matemáticas (así como en el significado físico de las modificaciones de las variables), explorando cada vez más los límites de la ciencia de su tiempo. Una ciencia dependiente en gran medida de la cosmovisión científica clásica y de la comprensión teológica del mundo, en la que no cabía (¡era algo impensable en el espíritu de la época!) la búsqueda de las causas físicas. Para Kepler, sin embargo, no eran problemas distintos, sino distintas dimensiones (geométrica, teológica, física) de un mismo problema. Con el tiempo, iría averiguando sus famosas leyes, pero eso ya es otra historia.

Ya en breve, con Galileo y sobre todo con Newton, el paradigma cambió definitivamente. El mundo ya no era considerado como ‘la obra de Dios’, comenzando a ser considerada independiente, no sólo de Dios, sino también del hombre. Surgió en el imaginario de los científicos de la época la posibilidad de una descripción o explicación objetiva de la Naturaleza atendiendo a sus propios procesos; Naturaleza que ya no era más que un acontecer de procesos regulares en el espacio y en el tiempo, susceptibles de ser expresados matemáticamente. Esta tendencia se extendió durante las siguientes generaciones, en las cuales la mecánica newtoniana se fue aplicando a dominios cada vez más amplios de la Naturaleza: ya no sólo el gran desarrollo de la mecánica durante el siglo XVIII, sino también el de la óptica y la termodinámica durante las primeras décadas del XIX. Y en breve, y gracias al desarrollo de la técnica, a esos otros ámbitos recónditos sin la cual no hubiéramos podido tener noticia de ellos (astronomía, química, electricidad).

17 de julio de 2018

Ideas dotadas de biografía (y iv): o la sensibilidad emotiva de Poincaré

La idea con la que finalizaba el anterior (y lejano) post me parece que es una idea fundamental del pensamiento dorsiano: ideas dotadas de biografía. Con esta expresión tan original y sugerente, d’Ors es capaz de aunar dos dimensiones distintas (la sensible y la racional, la material y la formal) pero de las que se nutre todo posible conocimiento. ¿Qué es conocer, sino extraer esquemas formales de la realidad? Pero para extraerlos es preciso previamente percibir la realidad en su concreción.

En situaciones más o menos sencillas, podemos pensar que es relativamente fácil extraer estos esquemas formales del conocimiento. Pero, a poco que nos detengamos en ello, nos daremos cuenta de que las cosas no son para nada tan sencillas. Uno de los ejemplos que personalmente me causa más admiración, quizá porque lo conozco un poco más de cerca, es todo el proceso que siguió Johannes Kepler para describir matemáticamente las órbitas de los planetas. Y, tal y como cuenta Werner Heisenberg (sí, el del principio de incertidumbre) en uno de sus libros, en concreto La imagen de la naturaleza en la física actual, la experiencia de Kepler al poder lograr su objetivo fue verdaderamente espectacular, transcribiendo tal y como él lo expresó al concluir el último volumen de su Armonía del Universo: «Te doy las gracias a ti, Dios señor y creador nuestro, porque me dejas ver la belleza de tu creación, y me regocijo con las obras de tus manos. Mira, ya he concluido la obra a la que me sentí llamado; he cultivado el talento que Tú me diste; he proclamado la magnificencia de tus obras a los hombres que lean estas demostraciones, en la medida en que pudo abarcarla la limitación de mi espíritu». Creo que a esta experiencia se le puede aplicar sin ningún tipo de problemas la expresión dorsiana ‘con regocijo y sustancia’.

Recordemos que en otro post había llamado la atención sobre esta expresión. Y es que, según d’Ors, subyaciendo a su pensamiento figurativo, a su pensamiento en relieve, no hay sino un regocijo, fruto del cual surgen precisamente las ideas con sustancia, las ideas dotadas de biografía. Y esta idea es muy interesante. No hace mucho leí una reflexión de Poincaré en su pequeño escrito “La creación matemática”, en la que se planteaba precisamente cómo podía ser que, de todas las ideas que surcaban su cabeza (la cabeza de un matemático) a la hora de pensar un problema, de repente aflorarán algunas (con frecuencia de modo no consciente), y que a la postre se erigieran en soluciones a dicho problema. Y la respuesta de Poincaré pasa por el hecho de que, del mismo modo que de todos los estímulos sólo llaman nuestra atención perceptiva los más intensos (salvo que otras causas la dirijan hacia otros), «en general, los fenómenos inconscientes privilegiados, los que pueden convertirse en conscientes, son aquellos que, directa o indirectamente, afectan más profundamente a nuestra sensibilidad emotiva».

La cuestión es: ¿cómo un enunciado matemático puede apelar a una sensibilidad emotiva, cuando lo lógico es que sólo dependiera de nuestro intelecto?, ¿qué hay más racional y lógico, más aséptico emocionalmente hablando, que un teorema matemático? Pensar así es un craso error para Poincaré, porque «esta opinión olvida la sensación de belleza matemática, de la armonía de los números y las formas, de la elegancia geométrica que es una verdadera sensación estética conocida por todos los matemáticos auténticos, y que, en consecuencia, pertenece a la sensibilidad emotiva». O sea que, el conocimiento en general (el matemático en particular), cuando posee de algún modo un correlato con la realidad de las cosas, cuando sus elementos están dispuestos de tal modo, la mente puede captarlos sin esfuerzo en su totalidad, al tiempo que percibe sus detalles.

«Tal armonía no sólo es satisfactoria para nuestras necesidades estéticas, sino que presta ayuda a la mente, a la que sustenta y guía, al tiempo que, al poner ante nosotros un todo bien ordenado, nos permite intuir dicha ley matemática».

Si nos fijamos, para Poincaré es fundamental esa sensibilidad emotiva, ese regocijo dorsiano, esa sensibilidad estética que es la que hace las veces de cedazo delicado que permea aquellos pensamientos que poseen ese correlato con lo real y que, de modo similar al de Poincaré, describe Kepler cuando finalmente dio con sus famosas leyes. Al decir del matemático francés, no se puede ser un auténtico creador sin esa sensibilidad estética, pues de algún modo es ella la que nos impide desvincularnos de la realidad de las cosas.

Esta explicación de Poincaré creo que refleja fielmente la idea dorsiana: una creación estética tiene mucho que ver con ese regocijo y sustancia que nos decía: regocijo por lo que tiene de estético, sustancia por lo que tiene de real. ¡Hasta en una ley matemática! Tanto es así, que para d’Ors el poseer esa capacidad estética ya era un modo de conocimiento, pues nos situaba en el orbe de lo real, de modo que el conocimiento racional o matemático ya tenía mucho andado. Quien posee esa sensibilidad estética, ya está en la vía de la verdad, no tanto de modo científico-lógico, como de modo intuitivo, vital… La razón creativa es la que se ejerce de la mano de esa sensibilidad, pues posee la suficiente finura como para que en ella resuene la realidad de las cosas porque —como decía Poincaré— puede captarlas sin esfuerzo ya que simpatiza con ellas. Con esa sensibilidad estética, no es que se vea otra realidad, sino que se ve la realidad de siempre… pero con otros ojos. No se trata de un volver a ser consciente de algo que ya se conocía, sino de conocer aquello que ya se conocía pero como algo más que lo ya conocido, como algo nuevo y que marca la diferencia con lo conocido previamente. Es la diferencia de pensarlo en plano a pensarlo en relieve. Según d’Ors, para acercarse a la verdadera esencia de lo ya conocido hay que reconocerlo según este giro provocado por el pensamiento figurativo (por la transformación en construcción que dirá Gadamer): es un poner de relieve la figura que subyace (inaccesible ‘antes de’) de las cosas.