31 de mayo de 2016

Seamos caritativos. ¿Con lo institucional?

Si algo caracteriza nuestras sociedades es el peso de lo institucional. Muchos de nosotros vivimos en ciudades ampliamente masificadas, grandes urbes en las que convivimos con miles y miles de personas que ni conocemos ni conoceremos jamás; y sin embargo, estamos abocados a entendernos con todas ellas, cuanto menos a convivir. ¿Cómo hacerlo si no es a través de las instituciones?

No es raro escuchar mensajes en contra de lo institucional, en el sentido de que per se es algo negativo. ¿Es negativo o perjudicial lo institucional? Personalmente creo que no. Pero, ¿no contribuye a que nos tratemos como socius en lugar de cómo prójimos, tal y como veíamos en un post de hace unas semanas? Pues no necesariamente. Quizá su negatividad se ponga de manifiesto cuando se erige en un fin en sí mismo, y se desvirtúe su fin original que no es sino estar al servicio de la sociedad y de las personas. Si una institución no ofrece ningún servicio a nadie y la sociedad en general no obtiene de ella ningún beneficio, pierde su razón de ser.

Pero si no es éste el caso, creo que no se pueden negar los beneficios que nos proporciona lo institucional en cuanto que es su fin propio; y su negatividad o su ‘peligro’ habrá que buscarlo en algún otro ámbito, quizá en el ámbito de aquellas personas que provocan que lo institucional no responda a su fin propio sino a otro desvirtuado.

Por lo general pensamos que nuestro comportamiento público tiene que ser diverso al personal. Si en el personal (familiar, amigos) vemos como normal comportamientos generosos, desinteresados, no así en lo público. Y del mismo modo que una relación personal no puede funcionar auténticamente sin dosis fuertes de generosidad, me planteo si no ocurre lo propio en lo institucional, me planteo si este ámbito público puede ofrecer garantías si todos nos limitamos meramente a cumplir. No, no estamos acostumbrados a practicar en ese ámbito… la generosidad, o incluso la caridad (siguiendo a Ricoeur), todo lo contrario: ya nos cuesta dar lo que por ley está establecido, y en cuanto podemos nos escaqueamos.

Sin embargo, la generosidad y la caridad no necesariamente se encuentra donde estamos habituados a encontrarla; puede hallarse también en cualquier servicio público institucional si el que lo realiza lo hace desde la disposición oportuna: un funcionario administrativo, un agente de la seguridad,… casos hay de sobra. Cuando cualquier individuo ejerce una acción concreta caritativa, no tiene que hacerlo necesariamente ante alguien concreto que tiene delante, sino que lo puede hacer perfectamente ante un tú indeterminado, un tú social. Y es que la repercusión de lo que hagamos no afecta únicamente al tú que tenemos delante, sino también al tú lejano al cual accedemos precisamente a través de lo institucional. En nuestras sociedades el peso de lo institucional está aumentando continuamente, de manera que tan relevante puede ser mi comportamiento con el tú que tengo presente como con el tú lejano no presente pero sobre el que actúo sin ser consciente a través de lo institucional; no sólo ante el tú conocido sino también ante el tú extraño.

Uno de los misterios de la vida es que nosotros nunca sabremos cuándo tocamos de verdad el fondo de las personas. ¿Quién puede saberlo? Usualmente pensamos que lo hacemos en las relaciones de proximidad, pero en el fondo no podemos estar seguros. A menudo, nuestra preocupación por el otro no es más que una manifestación de nuestro ego que anhela exhibirse para ser contemplado y aplaudido; y quizás cuando pensamos que no hemos ‘tocado’ a nadie resulta que sin ser conscientes de ello lo hemos hecho mediatamente a través de los cauces públicos de nuestra sociedad: nuestro trabajo, cualquier actividad comunitaria,… Nunca sabremos si hemos alcanzado a alguien; es más grato a nuestro ego intentar averiguarlo en las relaciones cortas, aunque eso sea ‘a costa’ de las largas; sin embargo, no cabe duda de que también desde éstas realizamos verdaderas acciones de caridad y de servicio, quizá las más auténticas precisamente por la ausencia de cualquier tipo de reconocimiento (por lo general).

Mientras tanto nos movemos en esa zona de claroscuros, en ese ámbito de grises en el cual seguimos ‘peleando’ para no sucumbir ante la protección que nos depara la consideración del otro como socius frente al riesgo y a la vulnerabilidad que nos supone considerarlo prójimo. Paradójicamente, y tal y como nos hace ver María Zambrano en sus reflexiones sobre la democracia, cuando más seguros creemos estar  protegiéndonos de nuestro alrededor resulta que es cuando más alejados estamos de nosotros mismos, y cuando más vulnerables nos creemos porque nos abrimos auténticamente al otro, más cercanos estamos de nuestra auténtica identidad.

24 de mayo de 2016

¿Y si el que juega soy yo?

Hoy me voy a saltar mi costumbre de ir alternando los diversos posts, para continuar con la línea abierta con el inmediatamente anterior. El motivo ha sido una conversación mantenida con un lector-amigo, en la que me planteaba una cuestión. Al decirle que iba a poder responderla por sí mismo cuando leyera el siguiente post, me invitó a publicarlo en breve. Y bueno, eso estoy haciendo. La pregunta tenía que ver con lo siguiente: en el anterior post hablaba del ‘juego de la naturaleza’ en cuyo seno uno se dejaba llevar, y adquiría un tipo de presencia diverso sin ese tomar la iniciativa tan característico de nuestra vida cotidiana. Uno… se dejaba jugar por el juego de las olas. Pero entonces, ¿podía crearse una analogía similar en un juego mantenido entre personas, en el que necesariamente uno ha de realizar acciones autónomas e individuales (tenía que tomar la iniciativa) para poder sencillamente jugar el juego?

Gadamer también analiza esta cuestión, y parte del hecho de que en un juego humano aparecen una serie de categorías específicas que hay que definir. Pensemos en cualquier juego, por ejemplo en un partido de tenis o una partida de ajedrez. En el propio juego hay una exigencia sin la cual el juego se desvirtúa, hay una cierta competitividad, aunque —eso sí—de otra índole a la de la vida cotidiana. Si no se compite no es estrictamente un juego, pero esa exigencia forma parte de una dinámica lúdica que de otro modo no existiría como tal, sería una mera pantomima. También podemos hablar de un riesgo, en la medida en que el jugador no sólo no puede hacer lo que quiera arbitrariamente (no se puede salir de las ‘reglas’ del juego), sino que de las opciones que las reglas le permitan ha de escoger una: ha de decidirse, ha de optar, ha de arriesgarse.

Por cierto: ¿cuántas veces en la vida nos encontramos en esta tesitura? Quien rehúye continuamente las decisiones a las que le interpela la vida no vive; la vida es un continuo optar, y quien así no lo hace no es que no opte, sino que su opción es la de no optar, con el consiguiente riesgo de dejarse llevar por la vida ignorándose a sí mismo. Algo decía Ortega y Gasset de lo importante que es saber adoptar esa actitud lúdica en nuestra tarea vital que es hacer nuestras vidas; actitud lúdica que, por cierto, nada tiene que ver con una actitud frívola.

El frívolo no es el que vive y opta lúdicamente, sino el que no toma sobre sí su responsabilidad de hacer su vida, que es totalmente distinto.

Pero bueno, sigamos con la línea de Gadamer, que me estoy desviando. Pues bien, tanto en el caso de un juego de la naturaleza como de un juego humano Gadamer considera que «jugar es ser jugado». En el caso del juego humano también porque los jugadores dejan de ser plena autoridad, dejan de ser dueños para pasar a compartir su dominio con el propio juego y sus reglas. Los jugadores en este caso gozan de cierta autonomía, pero no arbitraria sino que a la postre se deben a las reglas del juego; y sólo así podrán jugar adecuadamente. De este modo los dos jugadores y aquello que hacen (jugar) adquiere a los ojos de Gadamer un estatuto ontológico que engloba a los jugadores y a aquello que hacen: es el juego. El juego adquiere entonces plenitud ontológica, pues los jugadores no son ya dueños de sí mismos sino que «el juego se hace dueño de los jugadores».

Quizá pudiéramos pensar que Gadamer va demasiado lejos con esta comprensión de lo que es el juego; pero no debemos perder de vista que lo que Gadamer pretende es mostrarnos esa nueva ontología que, partiendo de la actividad lúdica y mediante la actividad artística nos lleve a una mejor comprensión de lo que para él es la hermenéutica. Así, lo que quiere mostrarnos con esta nueva ontología no es únicamente la superación de la dualidad sujeto-objeto propia de la ontología tradicional e incluso moderna, sino que quiere hacernos ver que esa dualidad se disuelve en una especie de circularidad en la que la propia dualidad sujeto-objeto se ve afectada íntimamente por la misma aprehensión que se produce en el seno de esa dualidad disuelta en la experiencia lúdica.

Estamos acostumbrados a pensar estas cosas desde uno de los polos (ya sea desde el objeto ya sea desde el sujeto); y lo que intenta Gadamer es hacernos ver que no es así, y que tampoco es suficiente la actitud fenomenológica en la que se producía esa unión del acto intencional noético-noemático, sino que de lo que se trata es de que estamos inmersos en el proceso, y que el mismo proceso afecta nuestro modo de ejercerlo. Es por esto que insiste en el peso del propio juego frente al de los jugadores. No se trata de que el juego absorba la identidad de los jugadores anulándose ésta sino de que los jugadores, para ser auténticos jugadores, sólo pueden serlo si se deben al juego y adoptan la actitud lúdica precisa. Si no, serán otra cosa, pero no auténticos jugadores.

Acabo con una última idea fundamental. Gadamer insiste en ese espíritu propio y particular que poseen los juegos, fruto de las diversas maneras en que configuran ese vaivén lúdico en que consisten. Diversidad que posibilita que el ‘ser humano que quiere jugar’ pueda escoger un juego u otro. Cuando una persona juega, sus objetivos cotidianos se ven transformados en tareas del juego; y cumplir estas tareas del juego no tiene mayor finalidad que… cumplirlas. No hay que buscar objetivo fuera del propio juego: cuando se hace (un sueldo profesional, por ejemplo) ya no es estrictamente un juego (en este sentido) pues mi actitud lúdica deja de serlo para pasar a ser otra (profesional en este caso). Para que sea un auténtico juego, el único objetivo debe ser jugarlo, y jugarlo seriamente: no vale hacer cualquier cosa, ni tomárselo a guasa (en cuyo caso no seríamos sino unos aguafiestas). El objetivo del juego no hay que buscarlo fuera del juego mismo, sino que hay que buscarlo en su mismo ‘jugarse’. Podríamos decir entonces que lo característico del juego es representarse, ser jugado. Su existencia pende de ser jugado adecuadamente; por ello podemos decir que «su modo de ser es, pues, la autorrepresentación» (idea que nos va a servir muy bien cuando hablemos de la experiencia artística).

Y démonos cuenta de un detalle más, también fundamental. No se trata únicamente de cumplir los objetivos específicos del juego, sino que su objetivo es algo más englobante en el sentido de que, comprendiendo estos objetivos específicos, apunta a algo diferente, a una especie de expansión del yo del propio jugador. Los jugadores jugando, a la vez que provocan una autorrepresentación del juego, se expanden a sí mismos mediante actitudes (lúdicas) diversas a las que suelen tomar en sus vidas cotidianas. Este giro, a mi modo de ver, está en el origen de lo que Schopenhauer denominó metamorfosis trascendental.

18 de mayo de 2016

La experiencia lúdica

Comenzamos con este capítulo una nueva sección de Verdad y método que a nivel personal me parecen unas de las páginas más deliciosas de la obra gadameriana. Lo que intenta hacer Gadamer en ellas es introducirnos en una dinámica ontológica diferente, gracias a la cual podremos aprehender mejor el significado (hermenéutico) de la obra de arte. Y ello lo va a hacer mediante el análisis ontológico del juego.

Recordemos que a donde él nos quiere llevar es a que nos familiaricemos con un nuevo modo (hermenéutico) de aprehender la realidad, de interpretarla,…; para ello apela al orbe de lo artístico y de lo estético…; y para esto último a su vez apela al orbe de lo lúdico. Es notorio (e importante) el esfuerzo que realiza Gadamer para que nos vayamos introduciendo poco a poco, en círculos concéntricos cada vez más estrechos (método que ya nos decía Ortega y Gasset que es el más adecuado para estudiar filosofía), casi sin darnos cuenta, en ese lugar o en ese modo de ser adecuado para poder decir que somos verdaderamente hermeneutas. Y para ello hemos de dar un salto desde nuestra comprensión ontológica tradicional a una comprensión ontológica… lúdica. Se trata de entender el juego como un modo de ser, abriéndonos así a una ontología no tan estática como pueda ser la clásica, sino más dinámica, en circularidad, en diálogo. Desde esta perspectiva se enlazaría el juego con el arte. Aunque estrictamente hablando no se trata de enlazar el juego con el arte sino con la ‘representación dramática’, una representación dramática que no es específica del teatro sino que le compete a toda obra de arte en cuanto tal. Vamos a verlo.

Empecemos con el juego. Gadamer comienza destacando algunos aspectos. a) Que hay que distinguir entre juego y jugador. b) Que en la dinámica lúdica no todo es un mero jugar, sino que hay una seriedad particular propia del juego; y esta seriedad no es tanto la de los jugadores —que también, ya que quien no se toma en serio el juego es un aguafiestas— como la del juego mismo. c) Que las referencias, digamos, cotidianas, quedan como en suspenso cuando estamos jugando; en el juego hay otro tipo de intereses cuyo fin está en sí mismos, y que son diversos de los propios de la vida cotidiana.

Cuando una persona se introduce en un juego entra en una dinámica diversa, entra en un haz de relaciones diferentes que alcanzan una cierta identidad particular, a raíz de las cuales él mismo se ve arrastrado de alguna manera por dicha dinámica, algo que si nos fijamos acontece de modo similar con la obra de arte: que pertenece a su esencia modificar al que la observa. El juego posee una identidad propia, más allá de la conciencia de los que juegan; el verdadero sujeto no son los jugadores, sino el propio juego que los engloba. Algo similar cabe decir de la experiencia artística.

Para explicar esto alude a unos fenómenos que estamos acostumbrados a ver en la naturaleza, por ejemplo cuando observamos el juego de las hojas en otoño mecidas por el viento, o el juego de las olas en la orilla del mar. ¡Quién no ha experimentado alguna vez esa sensación de dejarse llevar por las olas, flotando plácidamente! Ese estar tranquilamente dejándose llevar, yendo y viniendo, sin pensar en nada. En dicha situación uno deja ya de tener el protagonismo, y sin dejar de perder su identidad se queda a merced de las olas, en un vaivén en el que el mejor modo de conseguir el máximo beneficio consiste precisamente en no tomar la iniciativa sino en un dejarse mecer… No soy yo el que toma la iniciativa, sino que son las olas las que la tienen por mí. Más que jugar yo con las olas, soy jugado por ellas.

Hace tiempo vi un video en un blog que sigo que me vino a la cabeza al pensar sobre estas cosas. El video es una delicia; no tienen desperdicio ni las imágenes ni la música que acompaña. Y creo que pone bien de manifiesto lo que es jugar con las olas. En este caso no son humanos los que juegan sino unos simpáticos delfines a los que uno quisiera acompañar. Por favor, apagar las luces y disfrutar del vídeo:


Estamos acostumbrados a llevar nosotros la iniciativa, a llevar las riendas. Aquí se trata totalmente de lo contrario. Jugar no es tanto desempeñar una actividad como un dejarse llevar, un… un dejarse jugar por el juego. Hay un primado del juego ante la conciencia del jugador. Aunque no se trata estrictamente de un no hacer nada, no es eso del todo sino que de lo que se trata es de un no sentirse esforzado, que es distinto. He ahí la grandeza del juego, que nos libra de ese esfuerzo continuo que acompaña toda existencia: «la estructura ordenada del juego permite al jugador abandonarse a él y le libra del deber de la iniciativa, que es lo que constituye el verdadero esfuerzo de la existencia», nos dice Gadamer.

Esta expresión medial del juego (el juego de las olas me juega) muestra claramente la idea de que quien tiene la iniciativa es el propio juego, que en el caso de un juego de la naturaleza (el juego de las olas, el juego de las hojas, el juego del viento,…) constituye una auto-manifestación. Es la naturaleza la que se manifiesta en dichos juegos. Y precisamente esta manifestación libre y no forzada de la naturaleza es la que cabe pedirle a toda obra de arte.

10 de mayo de 2016

Más allá de la razón lógico-científica

En un post reciente hablaba de la existencia de otros usos de la razón diversos al uso que quizá sea el imperante en el ámbito del conocimiento, a saber: el uso lógico-científico. No hace falta decir la importancia y la relevancia de una razón científica; pero por otro lado entiendo que también es fácil afirmar cómo un acceso puramente científico a la realidad no acaba de colmar todos los ámbitos en los que nos movemos en ella. Ni incluso los más cotidianos: en nuestro propio día a día, no dejamos de apoyarnos en otros elementos que permanecen ajenos a una razón científica: confianzas o desconfianzas, valores, creencias, prejuicios, trastornos, interpretaciones, fantasías, experiencias personales, narraciones, significados… en definitiva hechos que podríamos englobar en los ámbitos de lo histórico, de lo artístico o de lo vital; y que no tengan un tratamiento objetivamente científico, no quiere decir (a mi modo de ver) que no tengan también realidad, sino que quizá el modo de realidad que presentan es diverso al de las realidades empíricas, que es distinto.

La cuestión es cómo tratar con cierta rigurosidad todo ese ámbito de realidades que se escurren a la hora de tratarlos científicamente. Se podría hacer, por ejemplo, desde la experiencia artística: ¿qué es exactamente lo que nos transmite una obra de arte?, ¿únicamente el contenido material de lo que aparece manifestado, o algo más? Una aproximación muy afín también sería la vía hermenéutica, por ejemplo. Otra vía podría ser la de la misma contemplación de la realidad, la cual en su aprehensión parece que nos lanza más allá de ella misma, hacia algo así como niveles de realidad o estratos de la misma más amplios o más profundos. O también desde el análisis de la sensibilidad humana, en solución de continuidad con la sensibilidad animal, aspecto de nuestro 'ser' humanos que solemos mantener en un segundo plano; solemos atender a lo que nos especifica como humanos, sin haber considerado adecuadamente aquello que nos 'une' con el resto de seres vivos, como pueden ser nuestras estructuras fisiológicas que también son constitutivas nuestras: cierto que el ser humano tiene especificidades propias, pero también es cierto que comparte mucho de sí mismo con otros seres vivos.

De todas estas posibilidades que comento, quizá sea ésta última la vía más apropiada para comenzar, desde la cual las otras dos caerán por su propio peso. Partimos de la base de que la sensibilidad es nuestra puerta de acceso a lo real físico, y esto es algo que compartimos con el resto de seres vivos: la interacción con nuestro entorno se realiza mediatamente a través de nuestras facultades perceptivas; nuestros sentidos fisiológicos determinan nuestra capacidad de percepción. Pero según el modo de aprehensión humano, lo real no se ve reducido a su mera expresión sensible sino que nos remite a lo que está más allá de lo aprehendido sensiblemente, a lo meta-objetivo (en feliz expresión de López Quintás). ¿A qué se refiere exactamente este autor cuando habla de lo meta-objetivo? A mi modo de ver López Quintás —apoyado en el pensamiento zubiriano— trata de establecer una vía intermedia entre la afirmación de que la realidad se reduce a lo experimentable positivamente y entre la postura clásica que afirma ese ámbito de realidades metafísicas, mayormente identificadas por nuestro esfuerzo racional que por su raigambre con la realidad física. Si la crítica moderna puso en evidencia esto segundo, quizá en su postura dominante (no en todas) se polarizó demasiado hacia lo positivo. Por este motivo Zubiri hablará más que de metafísica de lo trans-físico, en el sentido de que este ámbito va más allá de lo primeramente observado pero de alguna manera manteniéndonos en lo físico.

Y aquí está la complicación, porque yendo más allá de lo primeramente observado entramos en unos ámbitos difícilmente perceptibles a través de nuestros sentidos (según su uso cotidiano), pero son ámbitos de los que de alguna manera difícilmente podríamos tener noticia sin ellos (sin los sentidos).

La cuestión estriba ahora en saber si la sensibilidad puede ser ejercida de un modo diverso que nos capacite para ir más allá de lo aprehendido en primera instancia, manifestándonos la realidad de modo meta-objetivo o de modo trans-físico. Tradicionalmente se ha entendido que a este ámbito trans-físico sólo se podía acceder como consecuencia de un esfuerzo racional meramente intelectivo; pero lo que habría que ver —a mi juicio— es si la realidad trans-física puede ser aprehensible por otras vías que no sean intelectivas, o cuanto menos que no sean únicamente intelectivas sino que aquello que se quiere aprehender posea de alguna manera algún correlato sensible.

Esto a su vez pasa por entender que la capacidad aprehensora del ser humano va más allá de un enfoque meramente gnoseológico, dotándole de una amplitud y profundidad que nos permita precisamente acercarnos al problema no desde la mera sensibilidad fisiológica, sino desde ámbitos de encuentro con la realidad que trascienden dicho orden de percepción, aunque tampoco desligados de la sensibilidad, sólo que dicha ligazón no deba reducirse a lo que tradicionalmente entendemos por sensibilidad perceptiva ni incluso ámbito emocional o sentimental, sino que deba ser articulada desde unas categorías diversas que engloben a éstas mencionadas.

El conflicto habido en la historia del conocimiento ha sido propiciado cuando se ha considerado o lo uno o lo otro. Es decir, cuando pensamos que se puede ejercer la razón sin considerar todas aquellas dimensiones que sin ser racionales (científico-lógicas) no dejan de ser estrictamente humanas, y que son precisamente las que debidamente consideradas nos permiten un acceso a la realidad desde esos usos alternativos a la razón. O en el otro extremo del péndulo, cuando se ha pensado que no es real más que lo que se sujete a la experiencia sensible por parte del sujeto.

Ambas polos suponen una reducción del problema. Y lo que es más importante, ambos permanecen en una línea de discusión que se sitúa ajena al núcleo de la cuestión; tanto el uno como el otro pretenden un ejercicio cognitivo desligado de la sensibilidad, incluso en el caso del positivismo para el cual la experiencia no es sino un medio para alcanzar el conocimiento, pero no la considera en este sentido que comentamos. No es que toda cognición deba ir de la mano de lo sensible (eso sería absurdo) sino que toda cognición presenta un origen sensible el cual debe ser considerado debidamente. Creo que aquí cabe situar la gran aportación zubiriana al problema del conocimiento con su inteligencia sentiente.

3 de mayo de 2016

El escenario familiar

Imaginémonos esta situación. Un niño está chillando a su hermanita pequeña porque le ha roto unos rotuladores. Cuando su padre lo ve, se le enciende la cara, se le hinchan las venas del cuello y le dice muy enfadado: "¿cuántas veces te he dicho que no chilles a tu hermana?, ¡como le sigas chillando te vas a enterar!, ¡cállate ya de una vez!..." Ante esta situación podemos preguntarnos qué es lo que recibe el niño, qué mensaje le llega: por un lado le están diciendo (verbalmente) que no debe chillar a su hermanita, pero por el otro le están diciendo (no verbalmente) que en casos de conflicto (como el que está viviendo en ese momento el padre) hay que actuar chillando.

Es un caso claro de incongruencia por parte del educador, que el niño recibe de ese modo: incongruentemente, creándole un conflicto personal. No pensemos que esto es algo que ocurre… a los demás pero a mí no; me permito afirmar que es algo que nos ocurre a todos, sencillamente porque no somos perfectos, y vivimos con incongruencias. Una persona sana no es la que no comete incongruencias, sino aquella cuyas incongruencias le permiten vivir una vida razonablemente normal.

Pero en cualquier caso esas incongruencias siguen estando, y las seguimos transmitiendo sencillamente porque vivimos con ellas, forman parte de nosotros. Y se las transmitimos tanto a los que nos rodean (compañeros de trabajo, amigos, gente con la que me relaciono con la calle,…) como a nuestros hijos, que es el caso que nos ocupa. Y dichas incongruencias, nuestros pequeños que aún se encuentran con cierto espíritu puro, ingenuo, infantil,… no las comprende.


Y aquí ocurre algo muy interesante. Es éste un momento crucial, en el que confluyen dos elementos: a) por un lado, cuando no comprendemos algo, no le podemos dar sentido y no lo podemos integrar en nuestras vidas; b) y por el otro, si no comprendemos el ámbito en el que nos encontramos, no podemos actuar, pues nos sentimos desconcertados, perplejos.

Estas dos variables (comprensión y acción) son nucleares pues cuando no son vividas en un entorno de confianza son generadoras de innumerables trastornos: a) si comprendemos, pero el ambiente no nos deja actuar generamos una sensación de angustia (paralización, aislamiento,…); b) si actuamos sin acabar de comprender generamos comportamientos desestructurados y desestructurantes (neurosis, obsesiones, tocs,…). Todos tenemos un poco de ello; como es de suponer, el problema se agrava cuando estos trastornos rayan ya lo psicótico o lo paranoico.

De aquí surge una cuestión vital: y ¿cuándo no comprende el niño el ambiente familiar en el que vive, y por tanto se siente impedido para actuar de modo auténticamente infantil? O dicho de otro modo: ¿qué es lo que necesita el niño para poder actuar comprendiendo? Pues un entorno que así se lo facilite. Esto tiene que ver y mucho con lo que comentábamos al principio sobre la comunicación verbal y no verbal, y la coherencia o no del  mensaje. A menudo los adultos no nos comportamos entre nosotros como nos gustaría que se comportaran nuestros hijos (les pedimos a ellos un comportamiento que no somos capaces de vivirlo nosotros). Insisto en que no estamos hablando de una comprensión cognitiva adulta, sino de un modo de integrar las experiencias que le llegan sin saber muy bien cómo ni por qué.

Lo normal es que en todo hogar se den pautas de comportamiento de todo tipo, unas más funcionales y otras más disfuncionales. Éstas últimas por lo general no es que sean casos límite, sino todo lo contrario: suelen ser de poca gravedad, pero continuadas en el tiempo —lo cual también tiene su riesgo—. En definitiva la unión de todas ellas es lo que conforma el clima familiar, y éste es el ambiente en el que el niño necesariamente se ha de desarrollar: no puede cambiarlo por otro sencillamente porque es su mundo, es el clima de su familia, de sus padres. Ante un determinado clima familiar, ¿qué hará el niño? Pues se adaptará y confeccionará pautas de comportamiento según las guías y las referencias que los propios padres le irán determinando (todo ello de modo no consciente, por lo general) para sentirse aceptado; confeccionará aquello que ya comentamos en un post anterior: sus MOIs (mecanismos de operación interna).

Estos mecanismos se generan por tanto por nuestros propios hijos en diálogo con un entorno familiar determinado y generado por los padres (usualmente de modo inadvertido). En función de su entorno y en base a su incipiente personalidad, el niño genera sus MOIs particulares y aprende a comportarse: aprende a pensar, a sentir,… Estos MOIs pueden adoptar una doble dirección: pueden ser enriquecedores y contribuir a una personalidad plena, o pueden ser distorsionantes y generar problemas de adaptabilidad.

No sé si os es familiar la escena de que cuando un niño hace una trastada o cuando no sabemos por qué se ha comportado de una determinada manera, enseguida los padres tendemos a justificarnos diciendo que ‘no sabemos a quién ha salido este niño (porque desde luego a mí no, no se vayan a pensar)’. Pues bien, a mi modo de ver lo más probable es que la conducta del niño no sea sino una respuesta a su ámbito familiar. Si el niño actúa así es porque de alguna manera le ‘hemos inducido’ a actuar así. Y el caso es que no nos damos cuenta, ni tenemos la menor idea de que podamos haber sido nosotros los que por lo general hemos generado esa respuesta en el niño. Claro, esto no son matemáticas, no se trata de que dos más dos son cuatro. Pero bueno, igual los tiros van por ahí.


En conclusión, cada hogar pone su decorado, cada hogar dibuja un escenario que será en el que los niños se han de desenvolver a partir de los MOIs que se han establecido. ¿Qué posibilidades le caben a los niños? De modo rápido se me ocurren los siguientes: a) la salida sana, una integración vital; b) un mecanismo adaptativo (hiperactividad, angustia, negación, violencia…) bajo un comportamiento de normalidad aparente; y c) un trastorno traumático.

El mismo comportamiento del niño puede servirnos de ‘chivato’. Los niños son de por sí alegres, vitales, dinámicos,… Ver a un niño disfrutar jugando es uno de los mejores placeres de la vida. Pero a veces los niños no se comportan así: son retraídos, esquivos, solitarios,… Cuando ello ocurre puede ser debido a problemas personales del niño, pero también es probable que se trate de una cuestión a tratar en el sistema familiar.

No olvidemos que una persona normal no es sinónimo de una persona sana. Mientras su comportamiento no vaya más allá de lo considerado normal, no veremos en ella nada raro, cuando quizás en su interior no dejen de haber procesos internos realmente destructivos y deformadores de la realidad. Y para detectarlos hay que saber mirar, al niño y a su entorno familiar. Sobre todo a su entorno familiar.