24 de enero de 2017

La des-instrumentalización del otro

Estamos trabajando un texto de Ortega en el que se preguntaba una cosa de esas que nos parecen tan obvias, tan obvias, que cuesta darle una respuesta. En un contexto en el que hablaba de la especificidad del ser humano, partía de la base de que éste se aferraba a la vida de un modo muy particular y que lo distinguía de otros seres vivos. Y se planteaba Ortega cómo es que el ser humano efectivamente quería mantenerse vivo: ¿por qué nos aferramos a la vida, por qué queremos vivir, por qué no nos abandonamos? Puede que para algunos la vida no sea el bien más preciado y que sean capaces de ofrecerla por un motivo superior; pero sin entrar en estos casos excepcionales, por lo general ya nos puede pasar lo que sea que queremos seguir viviendo.

Y el caso es que no sólo queremos vivir, sino que queremos vivir bien; aspiramos a una vida digna, una vida que no sólo supone unas condiciones holgadas para el día a día sino también y sobre todo unas relaciones personales que nos llenen. Creo que se puede afirmar que todos tenemos pretensión hacia encuentros auténticos, pretensión que es agredida constantemente por situaciones diversas ante las que nos quedamos perplejos y que fácilmente nos llevan al enquistamiento. Nos distanciamos así de esa pretensión inicial, derivando hacia modos de vida pervertidos. Nuestra autenticidad humana se percibe agrietada, débil, vulnerable; y ello refuerza nuestra tendencia a la auto-protección, a alzar murallas y construir fortalezas, a menudo veladas por comportamientos hipócritas.

Pero esa nueva forma de vida amurallada no es gratuita, sino que nos afecta, nos cambia en lo más íntimo de nuestro ser. Cambiamos nuestra actitud ante la realidad, nuestro modo de relacionarnos… todo se ve tristemente modificado, actitud que revierte a la vez sobre nosotros mismos, generando psicologías neuróticas y alienantes. Nos percibimos frágiles, débiles, agrietados, posición desde la cual ya no buscamos al otro, ya no buscamos al ‘tú’ que hay delante de nosotros con el cual construir algo, sino que buscamos aquello de ese ‘tú’ que nos puede proporcionar algún beneficio, ya sea de índole material ya sea de índole psicológica (estima, reconocimiento, compañía…). Convertimos al otro en objeto, en un fin instrumental. Lo hemos instrumentalizado. Y lo damos por bueno.

Sin embargo, esto que damos por bueno supone una seria convulsión a nuestro ser más profundo, porque el ser humano no está hecho para desconfiar ni para instrumentalizar, sino que está hecho para confiar. Si nos damos cuenta, hasta para levantarnos cada mañana de nuestra cama necesitamos confiar en algo, en alguien; no podemos vivir ni en la más nimia cotidianeidad sin confiar en que el suelo no se va a hundir, que el ascensor no se va a estropear, que el conductor del autobús sabe lo que hace… No podemos vivir pensando continuamente que esto puede no ser así (¿podríamos?). Necesitamos la seguridad y estabilidad que nos ofrece un mínimo de confianza. Confianza que se puede extender a otros ámbitos más ‘elevados’, como el ejercicio profesional, la ciencia… y sobre todo en las relaciones humanas. Por un lado, anhelamos vivir relaciones humanas en confianza; pero por el otro, vemos normal que esto no sea posible, que no sea más que un sueño ingenuo y utópico. Y no nos damos cuenta del prejuicio que eso supone para nuestro propio modo de ser humanos.

La cuestión es: ¿podemos realmente vivir una existencia auténtica desde esa consideración instrumental del otro?, ¿podemos ser auténticamente humanos instrumentalizando al otro? Sí, me tendré que proteger ya que no quiero que me lastimen, no quiero que me engañen, pero… ¿puedo ser así auténticamente humano?

No se trata de ser ingenuo o no, sino de saber hasta qué extremo se puede llevar nuestra vulnerabilidad y hasta dónde estamos dispuestos a arriesgar.  Quizá, cuando uno sea capaz de trascender esos límites que le dicta el sentido común, cuando sea capaz de ir más allá de toda finalidad procedimental y eficacia instrumental, accederá a unas categorías de vida cuyo sentido difícilmente podría vislumbrar mientras se mantenga inmerso en los parámetros de la vida concreta, de nuestra pequeña vida concreta.

La vida no consiste en mantenernos a flote sobre las amenazantes mareas que nos zarandean; no se trata de un mero ‘sobrevivir’ sino de vivir, un vivir que no es posible hacerlo sólo y desconfiado, ni siquiera refugiándonos en pequeños círculos de confianza, a menudo frágiles también. De lo que se trata es de crear ámbitos de confianza, de crear ámbitos sociales en los que nos sintamos como ‘en casa’, afirmación verdaderamente revolucionaria (¿ingenua?) en una sociedad donde prima la necedad, la adoración a la tecnología, los movimientos de masas (virtuales), el propagandismo político, la corrupción, o la televisión basura. En cualquier caso, todo ello no es sino muestra de aquello en lo que se puede convertir una sociedad abandonada a sí misma y desorientada; y en lo que no son responsables únicamente ‘los otros’, sino que todos poseemos en mayor o en menor medida una parte de responsabilidad, cada uno según su alcance y sus posibilidades. Es fácil ser honesto cuando no se tiene oportunidad ni de robar ni de trajinar con el poder; pero cuando ese alcance va siendo mayor (hasta llegar a la responsabilidad política o social de elevado nivel) nuestras convicciones se tornan con facilidad frágiles y quebradizas (sin que ello mengüe ni un ápice la responsabilidad moral individual de aquél sobre el que recae).

No ser pecios a la deriva pasa por la convicción de que un acercamiento hacia algo más verdadero y auténtico es posible; quizá el hecho de renunciar a esta posibilidad es muestra de un espíritu que comienza a enfermar. Ya no se trata de acertar o fallar, sino de la posibilidad de una vida con o sin esa aspiración a alcanzar auténticamente lo mejor de uno mismo, de que no todo vale ni todo tiene la misma importancia. Incluso mentir no es lo último, ya que si se miente se hace a la luz de que hay una verdad que se rechaza y sobre la que se resbala. Quizá lo más negativo sea cuando se rechaza de plano dicha posibilidad de encuentro y de configuración de nuestra propia personalidad y por ende de nuestra sociedad. Y no nos damos cuenta, pero es cuando en los ciudadanos desaparecen las convicciones fuertes (que en definitiva fundamentan nuestra sociedad), que caemos en la indiferencia y en la auto-referencialidad, generando en nosotros las condiciones adecuadas para ser marionetas alucinadas en manos de un poder estatal al cual nos abandonamos.

17 de enero de 2017

La vida es tautócrona

¡Vaya título para un post! Si me llegan a preguntar hace unos días qué significaba la palabra ‘tautócrona’ hubiera respondido que no tenía ni idea. Pero gracias a una lectura reciente lo acabo de descubrir; y aunque es un concepto extraído de las matemáticas, no he podido dejar de asociarlo a la antropología filosófica (¡qué le voy a hacer!).

Si alguien nos preguntara cuál es el camino más corto entre dos puntos, salvo que fuésemos físicos cuánticos responderíamos sin duda que la línea recta. Los individuos de a pie todavía nos movemos en la geometría euclidiana, ¿no?, y según ella es la recta el camino más corto entre dos puntos. Pero sin salirnos de estas categorías euclidianas, podemos matizar esta cuestión; podemos matizarla, por ejemplo, preguntando si nos referimos a una distancia geométrica o a una duración cronológica, porque si fuera este segundo caso la cosa cambia. Efectivamente, si preguntáramos cuál es la trayectoria que tarda menos en recorrer un móvil que soltamos y lo dejamos abandonado a la gravedad, aun manteniéndonos en las categorías de la física clásica, curiosamente ya no será la línea recta (la pendiente recta) sino una trayectoria curva que se conoce con el nombre de braquistócrona. Este nombre tan raro procede de su etimología en griego, que viene a significar ‘el más corto intervalo de tiempo’.

Esta curva geométrica responde a estas ecuaciones:
x = r·(α - sen α)
y = r·(1 - cos α)

Lo curioso del caso es que si soltamos una pelotita en el punto más alto llegará más rápido al punto más bajo siguiendo la curva braquistócrona (en rojo) que si estuvieran unidos, por ejemplo, por un plano inclinado; o también por esa tercera trayectoria que está compuesta por un tramo vertical y otro horizontal:


Esto que apreciamos comparando la braquistócrona con estas dos trayectorias, puede ser extendido a cualquier otra trayectoria que se nos ocurra entre esos dos puntos. ¿Cómo se genera esta curva? Pues se comprueba que es el resultado de la trayectoria que sigue un punto cualquiera de una circunferencia, cuando ésta está girando sobre una superficie.


Matemáticamente esta curva se denomina cicloide. Estas dos cosas que acabo de comentar (que efectivamente sea la trayectoria entre dos puntos que emplea menos tiempo en recorrerse, y que dicha trayectoria conocida como braquistócrona coincida con la cicloide) son afirmaciones que se pueden demostrar, pero dejo esta demostración para otra ocasión. Si alguien está interesado puede verlas en este post del blog que me inspiró (Ciencia como nunca) y en esta entrada de la Wikipedia, respectivamente. Por lo visto, es ésta una inquietud que ya viene de lejos: en dicho artículo de la Wikipedia aparece un aparato que fabricó un tal Sigaud de Lafond en el siglo XVIII precisamente con el fin de comprobar experimentalmente los resultados matemáticos.


Pero aquí no acaba todo. Esta curva presenta además de la característica mencionada, alguna otra que la hace especialmente interesante. Por ejemplo, se comprueba que si los vanos de los puentes dibujan esta figura entre sus pilastras (se supone que la figura invertida, claro), se consigue soportar la mayor carga estructural. Y otra característica -que es a donde yo quería llegar- es la siguiente: da igual en que punto de la braquistócrona abandonemos la pelotita, pues siempre tardará lo mismo en llegar a la parte inferior. Da igual que la soltemos arriba del todo que en cualquier punto intermedio: siempre tardará lo mismo en llegar al punto más bajo:


Ésta característica es denominada tautocronía; o sea que la braquistócrona es una curva tautócrona. Aquí podéis ver un vídeo que lo ilustra:


Esta propiedad es interesante, porque por su causa los péndulos de los relojes eran construidos de modo que en su trayectoria dibujaran una curva cicloide, y así siempre tendieran a oscilar con la misma frecuencia.

¿Y qué tiene que ver todo esto con la antropología filosófica? A mi modo de ver, se puede afirmar que la existencia humana es también tautócrona. ¿A qué me refiero con ello? La tradición filosófica española es muy rica en un modo concreto de entender la razón. Se planteaba Ortega y Gasset cuál era la verdadera finalidad de la razón humana: ¿era suficiente conocer el mundo, o la naturaleza, o la realidad? La respuesta para el pensador español era negativa, pues para él la verdadera finalidad de la razón humana era ‘salvar’ al ser humano, es decir, posibilitarle la realización plena de su vida. El conocimiento no es, pues, un fin en sí mismo sino, sin negarle  un ápice su valor, es un medio para que el individuo pueda llevar su vida a plenitud, para que pueda ser auténticamente humano y pueda conseguir una vida humanizada. El pensamiento es ‘para’ la acción; ni la mera acción (activismo) ni el mero pensamiento (intelectualismo), sino ambos a una.

Si bien éste es un mensaje con el que pocos estarían en desacuerdo, ya decía Ortega que no muchos lo seguían en su radicalidad. Aunque se trata de una tarea liberadora y gratificante, no deja de ser una tarea difícil y costosa. Sin embargo, la vida humana consiste intrínsecamente en ello. ¿En qué si no? Y el ser consciente de ello, el tomar esa consciencia de uno mismo y de la tarea que lleva aparejada esa consciencia, es un momento singular en la vida. Algunos le denominan como una especie de 'segundo nacimiento'; el pensador danés Kierkegaard le denominó el instante. En este sentido, la vida humana no consiste tanto en llegar a un determinado nivel de auto-realización, o alcanzar un nivel de humanización 'perfecta', como en vivir de forma plena y consciente esa tarea vital que es hacernos personas auténticas, de modo que mediante lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos vayamos alcanzando paulatinamente una figura personal cada vez más humana y humanizadora. La vida no se trata de llegar a un determinado nivel de humanidad que se pueda medir, sino de vivir conscientemente entregados a esa tarea, en colaboración con los que nos rodean. La plenitud no se consigue tanto por llegar a una meta, como por emprender la tarea; es como en los viajes, que no importa tanto el destino como disfrutar del trayecto.

Es en este sentido que decía que la vida es tautócrona. En definitiva, no importa si uno es consciente de su tarea vital antes o después, más joven o más adulto... sino sencillamente haber entrado en esa dinámica existencial que nuestra querida sociedad tan difícil pone a veces. La vida sería, pues, como esa curva braquistócrona; las pelotitas serían las vidas de cada uno de nosotros; los distintos puntos en los que soltamos la pelotita serían los ‘instantes’ en que cada uno adquiere la consciencia de su propia tarea vital; y efectivamente, no importa si uno sitúa ese instante más arriba o más abajo, pues gracias al carácter tautócrono a la postre resulta que lo importante es llegar al final del trayecto desde esa dinámica humanizadora consciente, cada uno según sus posibilidades.

10 de enero de 2017

Entre la cognición y la inteligencia

Lo comentado en el post de la semana pasada nos lleva a dos cuestiones muy interesantes. Recordemos que hablábamos de cómo se produce en el ser humano la hiperformalización, evolutivamente hablando; es decir, cómo el ‘puro sentir’ animal (proceso unitario compuesto de tres momentos: afección, modificación tónica y respuesta) se transforma en —tal y como propuse— ‘sentir inteligente’ (proceso unitario compuesto de tres momentos: ¿? sentiente, sentimiento afectante y voluntad tendente). ¿Por qué he puesto esos interrogantes en el primer momento? Pues porque, tal y como yo lo entiendo, si denominamos ‘sentir inteligente’ o ‘inteligencia sentiente’ a todo el proceso, no creo que sea adecuado denominar así, inteligencia sentiente, al primer momento del proceso. Si recordamos esto ya lo comentaba en este post, y lo que ahora propongo es como una mezcla de las opciones ‘a’ y ‘c’ que allí comentaba.

Y de aquí surgen las dos cuestiones que acabo de mencionar. La primera tiene que ver con cómo denominar a ese primer momento, pues creo que es preferible seguir denominando ‘sentir inteligente’ a todo el proceso, y habría que buscar, pues, otra denominación para él. ¿Cómo hacerlo? Entiendo que para ello habría que empezar acercándonos a la dimensión cognitiva del animal: cómo se generan sus procesos cognitivos, qué significan para él, por qué hace lo que hace, etc.; con la finalidad de, partiendo de ahí, ver cómo se transforma esa cognición animal en cognición humana, con la idea de distinguir en nosotros (si es posible) esa diferencia entre la cognición animal y la nuestra (permeada por la inteligencia). La verdad es que digo todo esto con la boca pequeña, pues no estoy para nada seguro de esto que estoy diciendo. Lanzo la idea esperando las críticas y las sugerencias. La segunda cuestión a la que hacía referencia tiene que ver con la génesis de la hiperformalización de nuestro sistema nervioso, fruto de la cual alcanzamos nuestra especificidad humana. Todo ello puede ser articulado alrededor de lo que Zubiri denomina aprehensión primordial de realidad, es decir, alrededor de ese momento en que cuando aprehendemos las cosas lo hacemos desde esa ruptura con el modo en que lo hace cualquier otro ser vivo, desde esa toma de distancia, desde esa capacidad de convertir lo meramente estimúlico o meramente sígnico en comunicación simbólica, abstractiva, reflexiva, etc.

Son dos cuestiones que se encuentran, a mi modo de ver, íntimamente relacionadas. En la aprehensión primordial de realidad (y hablo de memoria, recordando lo que ha escrito Zubiri) aprehendemos eso el ‘de suyo’ de las cosas; es decir, aprehendemos las cosas (en esto coincidimos con el resto de animales) pero las aprehendemos como ‘de suyo’ (en esto ya no coincidimos pues ellos la aprehenden como meros estímulos); o sea, aprehendemos las cosas desde la formalidad de realidad. Pudiéramos interpretar este momento cronológicamente, es decir, como el primer estadio de lo que es una intelección; pero ya Zubiri nos decía (esto lo recuerdo en boca de un gran estudioso de Zubiri) que estrictamente hablando no existe la aprehensión primordial como tal, en sí misma, sino que ella se da de modo simultáneo con cualquier intelección: yo intelijo algo, y lo intelijo como realidad. No es posible inteligir la formalidad de realidad por sí sola, no es posible inteligir la formalidad de realidad si a la vez no intelijo algo. Sin embargo, es fácil interpretarla como un primer estadio de algo, de una intelección que se desarrollará mediante modalizaciones ulteriores de intelección, que él denomina logos y razón (y comprensión).

Pero claro —y aquí es a dónde quería llegar—, realmente esta aprehensión primordial de realidad no es un primer estadio, sino (creo yo) es un continuum de nuestro estar en el mundo. Todo actividad cognitiva que realicemos (percepción, pensamiento, memoria,…), todo afecto que experimentemos, toda acción que realicemos,… la aprehendemos desde la formalidad de realidad. Si fuéramos un animal, ese mismo proceso se daría (estímulo, modificación tónica y respuesta) pero sin tener noticia de él; pero ahora hay algo que envuelve todo ese proceso y nos hace aprehenderlo como ‘de suyo’. Ese algo es la inteligencia, gracias a la cual el proceso ahora no es puro sentir sino sentir inteligente.

Y la cuestión que me planteo es: ¿es lícito entender esa facultad específicamente humana como algo en continuidad con la cognición animal, o se trata de una facultad cualitativamente distinta? La hiperformalización actuaría así como en dos dimensiones: una envolvente (envuelve o permea a todo el proceso sentiente desde la formalidad de realidad) y otra en profundidad y riqueza (gracias a ella el hombre puede inteligir más y mejor: puede imaginar, proyectar, abstraer, conceptuar,…). ¿Hay un continuum entre la cognición animal, las actividades puramente cognitivas humanas, y la inteligencia como facultad de poder aprehender las cosas como ‘de suyo’, o por el contrario sólo existe ese continuum entre las dos primeras (cognición animal y humana) pero ya no entre ellas y la tercera (la inteligencia), sino que lo que hay es un salto cualitativo, y debemos entender a la inteligencia como algo diverso a la actividad cognitiva heredada de los animales? Y si la inteligencia (siempre en este sentido zubiriano) no entra dentro de la actividad cognitiva, ¿dónde la podemos situar?

Ya digo, para poder responder a esta pregunta creo que sería oportuno reflexionar sobre cómo se da la cognición animal (en la medida de nuestras posibilidades, pues evidentemente no podemos meternos en la piel de ningún animal), y extrapolarla al caso humano, y ver qué conclusiones podemos sacar de ahí (no os lo vais a creer, pero llevo mucho tiempo observando a mi gata, a ver si saco algo en claro).

3 de enero de 2017

Sentir intelectivo o sentir inteligente

Este post (como el anterior de esta serie) me temo que no es un post fácil de leer. En primera instancia son posts para zubirianos, y si alguno no está muy interesado en la antropología zubiriana pues no creo que le sea de provecho seguir leyendo. Aunque en todo caso no dejan de ser posts de antropología filosófica, por lo que queda la puerta abierta para los interesados en ella (y para todo aquel que quiera seguir leyendo, claro). En un principio no tenía pensado escribir sobre esto, pero el caso es que al hilo de cómo se ha ido desarrollando la serie me he ido viendo dirigido hacia estas cuestiones. Digamos que he ido pensando sobre la marcha, y conforme pensaba iban saliendo a la superficie dudas que tenía dentro de mí. Son cuestiones que para nada tengo claras, y si las pongo aquí es para compartirlas y recibir cualquier sugerencia que se estime oportuna.

Hemos visto ya cómo el proceso sentiente humano era generado a partir del ‘puro sentir’ animal, proceso según el cual el animal se relaciona con su entorno y vive (se ve afectado por su entorno, afección que modifica su tono vital y le suscita una respuesta); en un momento dado dicho ‘puro sentir’ se ve permeado por la ‘inteligencia’ entendida como la capacidad humana para adoptar esa distancia ante la realidad, de aprehender las cosas según la ‘formalidad de realidad’, es decir, de aprehender las cosas como de suyo y así no estar ‘empastado’ en la realidad sino estar ‘suelto’ de ella. Así, el ‘puro sentir’ animal se configuraba como ‘sentir intelectivo’ o ‘inteligencia sentiente’.

Un tema que me preocupa y que no sé muy bien cómo resolver (que es a lo que iba) es el siguiente. Aunque parece un juego de palabras no lo es, ni mucho menos. De lo que se trata es de cómo convertir el sustantivo ‘inteligencia’ (de ‘inteligencia sentiente’) en el adjetivo calificativo que acompaña a ‘sentir’ (en ‘sentir…’). No sé qué es más apropiado, si ‘inteligente’ o si ‘intelectivo’; no sé si denominarlo ‘sentir inteligente’ o ‘sentir intelectivo’. Aunque no lo parezca, esta duda tiene mucho que ver con la planteada en el anterior post. Me explico.

Cuando hablamos del proceso sentiente a lo que nos referimos es a todo el proceso, esto es, a los tres momentos que comentábamos que lo componían (tanto en el animal como en el ser humano). De ellos, el primero era el cognitivo (y los otros dos el tónico y el responsivo). En referencia al primer momento, creo oportuno distinguir por un lado entre lo que es el ‘ejercicio’ de la cognición, y por el otro la posibilidad de que ese ejercicio cognitivo se realice bien desde la formalidad de estimulidad bien desde la formalidad de realidad. Ya comentamos que en los animales había cierta cognición, aunque realizada desde la formalidad de estimulidad; y comentamos también que el ejercicio cognitivo se veía ‘transformado’ en el caso de los seres humanos en dos sentidos: al ser permeado por la inteligencia, la cognición se realizaba desde la formalidad de realidad en primer lugar, hecho que a la vez implicaba que se pudiera ejercer la cognición en mayor amplitud y profundidad, en segundo. A donde quiero ir a parar es al hecho de que en el caso humano, lo ‘inteligente’ no está reducido únicamente al primer momento del proceso, sino que todo él está permeado por la inteligencia. Al decir ‘inteligente’ nos referimos a algo más que al momento del ejercicio cognitivo, pues la inteligencia permea —como digo— no sólo al primer momento sino también a los otros dos.

¿Son sinónimos ‘inteligente’ e ‘intelectivo’? Si acudimos al diccionario de la RAE, vemos que el sustantivo ‘inteligencia’ tiene unas acepciones que difieren de la que en este contexto le da Zubiri: ‘inteligencia’ tiene que ver con la capacidad de entender, de conocer, de comprender, de resolver problemas, etc. En este sentido, ‘intelección’ es la acción y el efecto de entender; e ‘intelectivo’ está relacionado, pues, con la facultad de entender. Consecuentemente, por lo que se refiere a ‘intelectivo’ parece que está más relacionado con la actividad cognitiva; aunque ésta sea más amplia que el entendimiento o la comprensión (por ejemplo incluye también la memoria, o la imaginación), efectivamente también cabe en su ámbito. Es por ello que creo que no es del todo apropiado habla de ‘sentir intelectivo’, pues no acaba de recoger bien todo lo que se quiere transmitir cuando decimos que la inteligencia permea todo el proceso sentiente.

Sugiero, entonces, que al proceso sentiente humano se le denomine ‘sentir inteligente’ (a pesar de que yo mismo le había denominado ‘sentir intelectivo’). Y ello por dos razones. La primera, porque así se recoge mejor la diferencia existente entre el sentido de ‘inteligencia’ propuesto por Zubiri (y que estamos siguiendo aquí: recordemos que la inteligencia para Zubiri es la facultad que nos permite aprehender la realidad como ‘de suyo’, como ‘algo otro’) y ese otro sentido más cognitivo al que actualmente asociamos ese término (hoy en día para nosotros una persona inteligente es una persona lista, que ‘mueve’ bien su cerebro, que razona bien, etc.). Y la segunda razón es que, a mi modo de ver, así se presenta mejor la idea de que efectivamente la inteligencia permea a todo el proceso sentiente animal, al ‘puro sentir’ animal, de modo que no sólo el primer momento es inteligente sino que la modificación tónica también es inteligente (sentimiento afectante) y la respuesta también es inteligente (voluntad tendente).

¿Por qué insisto tanto en esto? Pues porque creo que esto es algo fundamental para comprender el ejercicio de la razón humana. Recordemos que el leitmotiv de toda esta serie de posts era fundamentar un ejercicio de la razón más amplio que su uso meramente científico-lógico, etc. El itinerario que me marqué fue el de exponer cómo las facultades con las que el ser humano se desenvuelve en su vida son producto de la hiperformalización de las facultades con que lo hacen los animales. Es el paso del ‘puro sentir’ animal al ‘sentir inteligente’ humano. Si prefería denominarlo ‘sentir inteligente’ antes que ‘inteligencia sentiente’ (que es el modo acostumbrado por Zubiri) era precisamente para destacar todo esa dimensión fisiológica que nos arraiga con la realidad. Por suerte o por desgracia, las personas tenemos la tendencia a ejercer nuestra cognición de un modo demasiado cognitivo (valga la redundancia), ejerciendo nuestras facultades cognitivas en detrimento de sus componentes sentientes sin las cuales (y esto es importante) nunca se podrían ejercer aquéllas. Y a donde quiero llegar es a recuperar esa dimensión sentiente de nuestras potencias específicamente humanas, no para olvidarnos de lo específicamente humano, sino para situarlo en su lugar adecuado.

Es por esto que creo que es muy importante situar la ‘inteligencia’ en el proceso sentiente global (que es lo que intenté realizar en el anterior post y que aún sigo dándole vueltas), así como situar el ejercicio de las facultades humanas ‘montadas’ sobre las animales con la idea de no perder de vista ese arraigo fisiológico a la realidad, porque en definitiva es el que nos permite ‘pisar’ firme en nuestra vida, y no perdernos en conceptuaciones o teorizaciones que poco tienen que ver con ella y con la realidad. Quizá sea ésta la vía por la que se deba acceder a conceptos tan importantes como el de ‘fruición estética’ por ejemplo, o de ‘experiencia contemplativa’. E incluso sin irnos tan lejos, quizá todo esto se pueda enfocar hacia la consecución de ese modo de vida que nos haga felices y que va mucho más allá de lo estrictamente cognitivo, para entrar precisamente en el ámbito de lo emocional y de lo volitivo, permitiéndonos conseguir así un proyecto de vida más global. Se trata de ir más allá de lo cognitivo para alcanzar algo así como una inteligencia de las cosas más amplio y completo. Y quizá ése sea el gran problema de nuestro sistema social: que el coeficiente intelectual no es sino un coeficiente cognitivo, no de vida.