27 de junio de 2017

Más allá de las palabras

Estos días estoy leyendo un libro del padre Nicolás Caballero, Evangeliza tu cuerpo, en el que hay una cita de un tal Jacob Needleman, filósofo al que no conocía, cita que subrayo totalmente: «Como filósofo profesional, ya hacía mucho tiempo que me había visto forzado a aceptar que las ideas filosóficas por sí mismas no cambian nada en la vida de un individuo. Sin el conocimiento práctico de cómo llevar las grandes ideas al corazón e incluso a los tejidos del cuerpo, la filosofía no puede llegar muy lejos». Efectivamente, la filosofía ya no puede ser una mera especulación abstracta (aunque soy consciente de que tristemente sigue siendo así en muchos casos), sino que es preciso su aplicación práctica; y una aplicación tanto social (aunque pienso que en segunda instancia) como personal (en primera). Creo que el pensamiento filosófico debe transformar existencialmente al filósofo, y lo demás vendrá después.

¿Y cómo? ¿Se trata de un cambio hasta donde llegan las palabras, o más allá de las palabras, tal y como sugiere la cita que acabo de transcribir? ¿Cómo llevar las grandes ideas ‘al corazón’ o ‘a mi propio cuerpo’? ¿Se puede ir con las palabras… más allá de las palabras? Normalmente vemos el cuerpo como una barrera que nos entorpece, que nos dificulta nuestra tarea filosófica (y vital), pero «el cuerpo es el lugar donde se puede ver el nivel de despertar interior de una persona, el nivel de construcción de la personalidad y su manera de relacionarse con el mundo». No se trata de mero deleite o satisfacción, ni de lo que hoy entendemos como el 'culto al cuerpo', sino de vivir en él y con él, pues es el «lugar en el que la conciencia se visibiliza como presencia y donde comienza la interioridad a ser creíble».

Nuestro cuerpo está habitualmente sometido al poder de lo mental: tensionado, errático, frenético, huidizo… desconocido; sin embargo, «es un ámbito que nos permite reinventar para nosotros el ahora y el silencio que esconde, que siempre es misterio». Solemos vivir en el pasado y en el futuro, cuando de lo que se trata es de recuperar el presente (como ya decía san Juan de la Cruz). Y el cuerpo es nuestra ancla en el aquí y en el ahora, pues si bien podemos pensar lo pasado y lo porvenir, sólo podemos sentir el presente. Pero no sabemos hacerlo, pendientes como estamos de sucedáneos del sentir originario. Entonces te das cuenta de que no todo se dice con palabras. Entonces experimentas que el lenguaje es efectivamente metáfora. Entonces te das cuenta de que es preciso trascender las palabras y los pensamientos. «Y desde nuestra fatiga —advertida o no— anhelamos secretamente la paz de la presencia, del silencio y la conciencia de haber llegado». Entonces te das cuenta de que todo cobra sentido.

21 de junio de 2017

El paso a lo histórico

Ya adelanto que este post es un post denso, pues en él se recogen elementos importantes del enfoque gadameriano que, al reducirlos a estas pocas líneas, necesariamente he de condensar lo que dificulta su expresión (y me temo que su lectura). Pero bueno, vamos al grano. Entramos hoy en un ámbito que es especialmente relevante para la hermenéutica, como es el ámbito de lo histórico. En él se ponen de manifiesto dos puntos, cada cual más importante. En primer lugar, que la hermenéutica posee un campo de aplicación mucho más amplio que el literario o el estrictamente lingüístico. El fenómeno de la comprensión hermenéutica puede alcanzar (de hecho lo hace) a la historia, por ejemplo, la interpretación de la historia, su comprensión, su lectura. Y en segundo lugar, en tanto que aplicada a la historia, se pone de manifiesto a su vez una especificidad derivada de este tipo de comprensión frente a otros, y que le sirve muy bien a Gadamer para ir acercándose a su novedoso enfoque hermenéutico. Claro, tener como objeto lo histórico no es lo mismo que tener como objeto un texto, por ejemplo. El objeto de estudio de los historiadores ya no es un texto o un 'algo' que esté ahí, sino que se trata de la historia universal; todos las fuentes de que se dispongan dejan de ser un fin en sí mismas para convertirse en medio para algo más amplio: la comprensión de la historia. Una historia en la que el sujeto se encuentra inmerso, y de la que no se puede escapar.

El problema de la comprensión de la historia gira fundamentalmente en torno a la cuestión del establecimiento de su nexo, es decir, sobre cómo dar explicación a la sucesión de los distintos acontecimientos que a lo largo de los siglos se han ido dando en las diferentes culturas y sociedades. ¿Hay efectivamente algún nexo entre las vicisitudes de la historia? Y si lo hay, ¿de qué tipo es, cuál es su carácter radical: teleológico, progresivo, regresivo, azaroso, predeterminado? Al dar el salto de lo literario a lo histórico se pone de manifiesto las insuficiencias de la propuesta de Schleiermacher (que ya vimos), imponiéndose la necesidad de dar un paso más, sin por ello desestimar sus aportaciones, ni mucho menos, ya que de su propuesta se mantuvieron algunos aspectos importantes. Sobre todo ese esquema fundamental de diálogo entre el todo y las partes, en lo que se refiere principalmente a la investigación sobre la tradición, que es recuperado especialmente por Dilthey para aplicar esa metodología hermenéutica romántica a la metodología histórica; porque «la realidad histórica misma es un texto que pide ser comprendido». Esto supuso un paso importante en la reflexión histórica al quedar así superada su visión teleológica, para pasar a una comprensión de la historia desde sí misma y desde sus propias tradiciones. Este giro fue un paso hermenéutico fundamental, pues hasta entonces primaba sobre todo el enfoque teleológico (como por ejemplo el hegeliano).

La historia desde este punto de vista hermenéutico poseía además una característica que no poseía el texto, a saber: su carácter inacabado. Cuando un hermeneuta se enfrenta a un texto, en principio se enfrenta a algo que está ahí, en su totalidad, en principio acabado. Ello no ocurre con la historia pues ésta no está finalizada, sino que se está haciendo; y se está haciendo también en el mismo momento en el que el hermeneuta está haciendo su tarea, lo que nos lleva a otra característica no menos importante, y que ya hemos comentado: que el intérprete se encuentra dentro de ella, «como un miembro condicionado y finito de una cadena que no cesa de rodar». El hermeneuta no puede 'salirse' de la historia, pertenece a ella, problema que fue inicialmente considerado por dos autores: Ranke y Droysen, cuyo punto de partida fue la respuesta a la construcción apriorista de Hegel.

La ruptura con esta visión apriorística teleológica de Hegel se podía realizar bien atendiendo al pasado, bien atendiendo al futuro. En el primer caso se encontraban por lo general los autores románticos (Herder, Winckelmann) para los cuales el pasado siempre fue mejor, convirtiéndose en modelo ideal para el presente.

Desde esta visión romántica, y en tanto que se apelaba a pasados mejores, se ponía de manifiesto que cada momento histórico no tenía necesariamente que ser mejor que el anterior, sino que ‘tenía derecho’ a ser como es, incluso aunque fuera peor. No obstante, estos prejuicios clasicistas suponían a su vez una barrera para el desarrollo adecuado de la conciencia histórica, ya que lo que tenía que hacer la historia es ponerse como meta ese pasado ideal, determinando de alguna manera su devenir. Si para von Humboldt, por ejemplo, la historia es una decadencia de la perfección antigua, para estos autores que comentamos es una recuperación de aquella perfección. En cualquier caso, si nos fijamos, tanto en un caso como otro son modos de pensar el nexo de la historia situándonos fuera de ella; la historia está ahí, y tiene que llegar a tal punto, como si la pudiéramos contemplar como contemplamos una obra de teatro.

El primero que intentó superar este problema fue Dilthey, quien hizo 'aterrizar' esas visiones de la historia un tanto idealizadas. Tanto él como Ranke y Droysen entendían que la esencia del mundo no encontraba una expresión perfecta  y completa en la historia, en clara alusión a Hegel. Y ello no porque ésta fuera mejor o peor, sino porque intrínsecamente era así y no podía ser de otra forma. Otra cosa sería una idealización ajena a la realidad de las cosas. Es precisamente por ello que el ser humano debía acometer la tarea de conocerla... en su imperfección, en su impureza. Pero no se trataba de que conocerla como si fuera un objeto de conocimiento más, como un objeto físico y externo al espíritu, ya que ello no haría justicia al enfoque histórico de estos autores. 

Y no sólo eso sino que ello iría en menoscabo de lo que se conoce como su valor ontológico, es decir, ese hecho según el cual la historia posee una especie de productividad propia, conduciéndose «a sí misma a una realidad cada vez mayor». La historia, en su devenir, se conduce a sí misma en su evolución (histórica), y ello deriva en un aumento progresivo de su consistencia -podríamos decir-, que es lo que se quiere decir cuando se habla de su valor ontológico. Para poder captarlo es preciso atender a la historia no desde elementos externos a ella, sino desde sí misma. Hay que analizar la historia en sí misma, porque tiene sentido en sí misma, a pesar del carácter efímero de lo que acontece en su devenir.

Efectivamente, este carácter efímero de lo que en ella acontece nos limita a la hora de pensar en un posible hilo conductor (espiritual, absoluto) del devenir histórico. Pero si no lo podemos hacer así, ¿cómo pensar entonces ese nexo? No se puede pensar ni desde un pasado ideal ni desde un futuro prometedor, ya que eso serían instituciones ajenas a la propia historia, y ello hemos visto que no es una actitud hermenéutica apropiada. Pero el caso es que, cuando echamos la vista atrás, podemos observar que efectivamente hay una especie de nexo conductor, parece como que efectivamente hay un hilo que guía a la historia, pero ello no tanto desde fuera como desde ese continuo devenir de elementos efímeros que aparecen y desaparecen. Ranke dirá que la historia aunque no tenga telos presenta una estructura teleológica; de hecho, decimos que un hecho es histórico cuando posee la suficiente significatividad como para ser entendido como tal: «los elementos del nexo histórico se determinan pues de hecho en el sentido de una teleología inconsciente que los reúne y que excluye de él lo que no tiene significado».

¿Cómo compaginar ambos elementos, esa inconexión de lo efímero con ese nexo de sentido que sobrevuela los acontecimientos de la historia, y que a la vez es lo que define lo que es histórico y lo que no? ¿Cómo establecer precisamente esa conexión, ese nexo? Todo ello nos lleva a pensar por otro lado qué es lo realmente histórico de los actos humanos; o mejor dicho, qué es lo que hace que un acto humano pase a los anales de la historia, y por qué la mayoría de las cosas que hacemos la mayoría de los mortales pase desapercibido a estos efectos (independientemente de que sus consecuencias posean un radio de alcance elevado). ¿Qué hechos humanos son los que van a formar parte de la historia?

13 de junio de 2017

El descubrimiento de la identidad: la joven Helen Keller

Es verdaderamente difícil hacer abstracción y prescindir de nuestro sentimiento de identidad; es difícil pensarnos a nosotros mismos sin sentir a la vez que nos estamos pensando, es difícil hacer cosas sin ser conscientes a la vez de que las estamos haciendo… Tenemos tan arraigada en nosotros nuestra consciencia de que somos y de que existimos, nuestro sentimiento de nosotros mismos, que nos genera violencia pensarnos sin ese sentimiento de identidad. Esto es lo que trata de explicarnos Helen Keller, su situación cuando todavía no era capaz de establecer con su entorno una comunicación… humana. Sí, se relacionaba con su entorno, pero sin acabar de alcanzar esa consciencia ni de sí misma ni de lo que estaba haciendo. «Me acuerdo (…) de que nunca, por un sobresalto del cuerpo o un latido del corazón, sentí que amara o que algo me importara. Mi vida interior era, pues, un vacío sin pasado, presente o futuro, sin esperanza ni anticipación, sin asombro, alegría o fe». A mi modo de ver, esta frase explica con cierta claridad cómo se deben sentir a sí mismos el resto de animales, en concreto los animales superiores; quizá se podría decir que, efectivamente, no se sienten a sí mismos. Cuando Keller compara esa situación con la que experimenta siendo ya adulta, no puede dejar de decir que es como un vacío, como un algo que, si bien está presente físicamente, no lo está conscientemente. Es algo así como el desvelamiento de un nuevo modo de ser, de lo difuso y oscuro hacia la claridad y la luz.

El proceso de cómo fue alcanzando la consciencia es verdaderamente interesante. Pongámonos en la situación de sus familiares, sobre todo de sus padres. Ellos se encontraban totalmente inermes ante esta situación, no sabían cómo hacer para poder comunicarse con ella. Efectivamente, le cuidaban y le daban cariño y afecto, pero no acababa de haber un verdadero contacto personal o, mejor dicho, una auténtica comunicación humana. Poniéndome en esa situación, se me antoja harto difícil cómo hacer para poder comunicarme con una persona así. ¿Cómo hacerlo? Supongo que haría lo que hicieron sus padres, a saber: contratar a una experta en estos temas, que en su caso fue miss Sullivan.

El camino que emprendió miss Sullivan no fue fácil, todo lo contrario: fue largo y duro. Inicialmente Helen Keller no tenía idea de lo que intentaba hacer esta mujer: «(…) Cuando mi maestra dio comienzo a mi instrucción, yo no era consciente de ningún cambio o proceso que se produjera en mi cerebro. Simplemente sentía un vivo placer cuando obtenía más fácilmente lo que deseaba moviendo los dedos tal como ella me había enseñado». Esta idea es muy interesante. Ella de alguna manera había aprendido ciertas combinaciones de los dedos de la mano, porque ‘sabía’ que haciéndolas conseguía más fácilmente lo que quería, pero sin llegar a alcanzar una comprensión de lo que estaba haciendo. Creo que la analogía con cómo los animales superiores aprenden ciertas órdenes o reconocen ciertas palabras es significativa. Efectivamente, son capaces de reconocer una palabra, y de saber qué es esa y no otra, y en consecuencia hacen una cosa y no la otra, pero no llegan a alcanzar una auténtica comprensión de lo que se está dando en ese proceso. Es muy distinto reconocer un signo, que hacerse de él una idea abstracta.

Algo así le ocurría también a Keller: simplemente trazaba en las manos de miss Sullivan las figuras y las combinaciones que aprendía, sin saber muy bien lo que significaban: «(…) y le tracé en la mano las letras que acababa de aprender. Es verdad que yo ignoraba que lo que escribía era una palabra, y no sabía tampoco qué cosa era palabra. Obraba meramente por espíritu de imitación. (…) Únicamente después de varias semanas pude comprender la relación entre las palabras y las cosas». ¿Y cómo se dio este proceso? ¿Por qué, en un momento dado, pasó de ‘hacer meramente figuras con los dedos’ a comprender que lo que estaba haciendo era ‘escribir palabras’? Pues es una incógnita. El descubrimiento fue ‘de golpe’, repentino, aunque sin duda en ese momento mágico habrían influido todos los largos y duros días de trabajo y esfuerzo, aparentemente sin éxito: «De golpe el misterio del lenguaje me fue revelado. Supe ya que agua era aquella frescura maravillosa que me bañaba la mano. Esta palabra cobró vida, hacía la luz en mi espíritu, y lo liberaba, llenándolo de júbilo y de esperanza».

De repente, algo cobró vida en su consciencia, y empezó a relacionarse con la realidad desde ese distanciamiento que posibilita la objetivación y la reflexión; consiguió alejarse de ese empastamiento en la realidad para tomar la distancia necesaria como para poder aprehenderla como ‘de suyo’; en definitiva, podemos decir que fue el paso de la formalidad de estimulidad a la formalidad de realidad: «Aquella tarde, además de ‘muñeca’, aprendí a deletrear ‘alfiler’ y ‘sombrero’; pero no entendía que todas las cosas tuvieran un nombre. No tenía la menor idea de que mi juego con los dedos fuera la llave mágica que más tarde abriría la puerta de la prisión de mi mente y, de par en par, las ventanas de mi alma. La Maestra había estado conmigo cerca de dos semanas, y yo ha había aprendido unas dieciocho o veinte palabras, cuando el pensamiento surgió como un destello en mi mente, como sale el sol en un mundo dormido. En aquel instante de iluminación me fue revelado el secreto del lenguaje y tuve un atisbo del hermoso país que estaba a punto de explorar». Justo en ese momento, y de modo simultáneo, alcanzó la consciencia de sí misma:

«Cuando descubrí el significado de ‘yo’ y de ‘mí’, descubrí que yo era algo y entonces empecé a pensar. La conciencia existió para mí por primera vez. No fue, pues, el sentido del tacto el que me proporcionó el conocimiento. Fue el despertar de mi alma lo primero que le otorgó a mis sentidos su valor, su percepción de los objetos, sus nombres, cualidades y propiedades. El pensamiento me hizo consciente del amor, de la alegría y de todas las emociones. Anhelaba saber, comprender y, por último, reflexionar sobre lo que ya sabía y entendía. Así, aquel impulso ciego, por el que antes me dejaba llevar al dictado de mis sensaciones, desapareció para siempre».

6 de junio de 2017

Vivir sin identidad: la niña Helen Keller

Es curioso esto de los libros. Seguramente esta mujer nunca sospecharía que un hombre como yo, cien años después, no sólo leería, sino que le agradecería inmensamente aquello que escribió, y que si nunca lo hubiera escrito nunca podría haber conocido. Ha sido una aventura fascinante poder ser partícipe siquiera un poco de todo lo que esta mujer ha compartido: sus experiencias vitales, su modo de relacionarse con su entorno tanto humano como ambiental… en fin, su biografía, su historia. El modo en que se enfrentan personas que poseen unos sentidos fisiológicos limitados es una aleccionadora vivencia que nos ayuda a salir de nuestros esquemas acostumbrados, ofreciéndonos maneras de vivir que difieren notablemente de los nuestros, y de los que difícilmente seríamos conscientes si no fuera por sus testimonios. Y bien, en este proceso de aprendizaje me ha ayudado Helen Keller. He tenido la suerte de leerme un par de libros suyos: La historia de mi vida y El mundo en el que vivo. Seguramente no serán los últimos.

Y bueno, ¿por qué traigo a colación a esta mujer? El caso es que su experiencia vital tiene mucho que ver con la temática que estoy tratando en esta serie de posts, específicamente en dos cuestiones: en lo que compete al paso de la formalidad de estimulidad a la formalidad de realidad por un lado, y en lo que compete a ese modo amplio de ejercer los sentidos (mucho más profunda y delicadamente de lo que cualquiera de nosotros estamos acostumbrados) por el otro. Tenía pensado detenerme en el primero, para pasar posteriormente a comentar el segundo.

Veíamos cómo el ser humano tenía una especificidad propia a la hora de estar situado en el mundo, articulado alrededor de lo que denominábamos con Zubiri ‘sentir inteligente’ (frente al ‘puro sentir’ animal) con el que nos enfrentábamos a las cosas desde la ‘formalidad de realidad’ (frente a la ‘formalidad de estimulidad’ de los animales). Si nos damos cuenta, y si consideramos toda la escala de realidades desde la inerte hasta la viva más evolucionada, se percibe cómo poco a poco los seres reales van alcanzando paulatinamente holgura, van adquiriendo cada vez más capacidad de acción frente a su ‘condicionamiento’ o ‘confinamiento’ existencial. Las cosas inanimadas, en general (no entro aquí en los procesos cuánticos, etc.) no poseen margen de maniobra; obedecen a las leyes que les rigen: ley de la gravedad, leyes de la termodinámica, del electromagnetismo… Si bien el paso de la materia inanimada a los seres animados más básicos es brutal, el comportamiento vital de estos es muy reducido, pues se hayan estrechamente vinculados al esquema estímulo-reacción, del que no pueden escapar. Esta estrecha vinculación se va ‘ensanchando’ conforme avanzamos en la escala biológica, hasta llegar a los animales superiores. Comentábamos que desde los seres orgánicos inferiores hasta los superiores, aunque éstos últimos poseían una holgura de comportamiento mucho más amplio, no dejaban de regirse por el proceso homeostático, proceso al que de alguna manera también se somete el ser humano.

La diferencia fundamental era el modo en que el ser humano se enfrentaba a la realidad, desde esa toma de distancia ante las cosas. Una persona podía hacer lo que fuera exactamente igual que un animal (beber agua, por ejemplo), pero el modo en que lo hacía ser radicalmente diverso. El animal vive en un empastamiento en la realidad, vive apegado a su realidad vital, ‘gestionando’ las situaciones conforme le iban sobreviniendo, en diálogo con la ‘gestión’ de sus necesidades internas. Como digo, algo similar acontece en el ser humano, pero desde una clave diversa: la clave proporcionada por su sentir inteligente. Y el meollo de la cuestión era analizar cómo se pasaba de ese puro sentir animal empastado a la realidad a ese sentir inteligente humano gracias al cual podíamos sustraernos de ese empastamiento y poder alcanzar ese distanciamiento que nos permite abstraer, reflexionar, tomar consciencia de las cosas y de nosotros mismos… poder aprehender las cosas como ‘de suyo’. Pues bien, quizá la experiencia de Helen Keller pueda iluminarnos en este sentido.

Recordemos que Helen padeció una enfermedad a los pocos meses de nacer, que estuvo a punto de acabar su vida, la cual pudo conservar a costa de perder su visión y su audición. Los pocos recuerdos que pudo adquirir en estos tempranos meses pronto desaparecieron sin dejar rastro, para comenzar una vida sumida en la oscuridad y en el silencio. Su único modo de relacionarse con el mundo eran el resto de sentidos: el tacto sobre todo, el olfato y el gusto. Sumida en este estado, la relación que tuvo con su entorno estaba muy limitada, evidentemente. Y ello le impidió crecer como cualquier persona normal, aprendiendo comportamientos, primeras dicciones, gestos, etc., por imitación… en definitiva le impidió aprender a relacionarse y a comunicarse como cualquiera de nosotros.

En ese estado de cosas ella no acababa de ser consciente de sí misma, no tenía un sentimiento de identidad. Nos dice: «Antes de que mi maestra llegara, yo no sabía que soy. Vivía en un mundo que no era un mundo. (…) Yo no sabía que sabía algo, cualquier cosa, o que vivía, actuaba o deseaba». Es decir, sus acciones no se debían a un discernimiento, no ejecutaba sus actos desde una voluntad consciente y una intelección de la situación: «No tenía voluntad ni intelecto. Me dejaba llevar por cierto impulso natural ciego hasta los objetos y los actos. Poseía una mente que provocaba en mí sentimientos de ira, satisfacción o deseo. Estas dos circunstancias llevaron a quienes me rodeaban a suponer que yo pensaba y tenía voluntad». Curiosamente, ella se movía impulsada por las emociones básicas, que son las que se dan también en el reino animal. Y podemos decir que el principal motivo que le guiaba era satisfacer sus necesidades, el anhelo de recuperar satisfactoriamente el equilibrio homeostático perdido. Y lo curioso es que afirma que a los que le rodeaban les daba la impresión de que sí que seguía procesos conscientes, que daba esa imagen.

«Sentía sacudidas táctiles, como una pisada, un portazo o una ventana abriéndose o cerrándose. Después de oler repetidas veces la lluvia y sentir la molestia de la humedad, actuaba igual que las personas que me rodeaban: corría a cerrar la ventana. Pero no se trataba en absoluto de pensamiento. Era el mismo tipo de asociación que lleva a los animales a resguardarse de la lluvia».

A mi modo de ver, esta experiencia nos puede iluminar para poder comprender cómo se vive un animal a sí mismo (recordemos el post de la gata sobre la caja de cartón) y cómo vive lo que hace. Más que decisiones o acciones conscientes, son meras actos que realiza sin saber muy bien el porqué, como una especie de asociación (como dice Keller) mediante la cual los animales ‘ya saben’ lo que tienen que hacer. Supongo que eso tendrá que ver con su modo de vida instintiva mediante la cual todo animal sabe lo que tiene que hacer sin saber que lo sabe.

Aunque veremos esto con un poco más de detenimiento, no quería acabar sin un último comentario. Nos apoyamos en los recuerdos de Helen Keller. No pensemos que ella tenía una imagen fotográfica de lo que le ocurría en aquella época. Todo lo contrario: ella ya avisaba que estos recuerdos suyos no pueden tomarse al pie de la letra, ya que los hechos que los originaron se dieron muchos años atrás y ocurrieron en una etapa de su vida de la que cualquier recuerdo no es más que una sombra difusa; aunque en cualquier caso, no por eso dejaban de ser sus recuerdos.