28 de junio de 2016

No, no y no...

Recuerdo que hace ya unos cuantos (muchos) años, leí una rima de Bécquer que no he olvidado desde entonces, porque en su sencillez manifestaba un problema profundamente humano:

Es cuestión de palabras, y no obstante,
ni tú ni yo jamás,
después de lo pasado, convendremos
en quién la culpa está.
¡Lástima que el Amor un diccionario
no tenga donde hallar
cuándo el orgullo es simplemente orgullo
y cuándo es dignidad!

Como suele ocurrir con un gran texto (aunque sea tan sencillo como éste, tan sólo ocho versos), puede ser interpretado según distintos contextos. Yo me quedé con él no tanto en su sentido romántico como en el contexto de una discusión, o de una disparidad de opiniones: cuando discutes con alguien y te parapetas en tu postura, cuando hay que ceder en un conflicto y ya no quieres ceder más,… en todos estos casos es complicado saber cuándo entra en juego una dignidad lícita y cuándo un orgullo egocéntrico.

Supongo que Bécquer no la escribió en el sentido en el que yo la interpreté, y mucho menos en el que la voy a interpretar hoy: una interpretación más política, o una interpretación democrática, que queda mejor. ‘Democrático’ es uno de esos calificativos que queda bien lo emplees donde lo emplees; cualquier cosa que pueda ofrecer un mínimo atisbo de duda o de oscuridad, le añades la palabra ‘democrático’ y arreglado: una intervención democrática, un desahucio democrático, un escrache democrático, una educación democrática,… sin que nadie sepa muy bien (por lo menos un servidor) qué es eso de educación democrática, por ejemplo.

Pero bueno, a lo que iba. Mi interpretación del texto va en la línea de la posibilidad de diálogo que pueda existir (o no) entre los partidos mayoritarios de nuestro país. Sorprendentemente, el PP ha aumentado su ventaja sobre los demás, pero no ha alcanzado la mayoría absoluta. Y la reacción de algún otro líder ya ha sido que de entrada no va a dialogar con Rajoy. Personalmente esta actitud me da que pensar. Vaya por delante que entiendo que se trata de partidos diferentes, y que es legítimo totalmente pensar de modo diferente, ¡cómo no! Pero lo que no veo tan legítimo es hasta qué punto es lícito reivindicar mi pensamiento específico si con ello impido que pueda darse un gobierno en España. Aquí es donde cabe la rima de Bécquer, que más o menos podría parafrasearse así (imáginemos a Rajoy y a Sánchez, o Iglesias, o Rivera):

Es cuestión de palabras, y no obstante,
ni tú ni yo jamás,
después de lo pasado, convendremos
en quién la culpa está.
¡Lástima que la Democracia un código legislativo
no tenga dónde hallar
cuándo el orgullo es simplemente orgullo demagógico
y cuándo es dignidad democrática!

La verdad es que no rima mucho (¡si Bécquer levantara la cabeza…!), pero bueno, la idea se entiende. A mi modo de ver, España se encuentra en un momento especialmente importante, ya que tiene por primera vez en su historia la posibilidad de superar esa situación bipolar que nos ha estado enfrentando a los españoles desde la Guerra de la Independencia. Bueno, por primera vez no: la primera fue en diciembre; más bien la segunda. Estamos ante la posibilidad histórica de superar el ‘y tú más’ que tanto les gusta a nuestros políticos, para poder establecer un auténtico diálogo en el que lo que realmente prime no sean tanto los intereses de uno o de otro, sino los de España. Y esto lo pienso tanto por los que han ganado como por los que no lo han hecho.

Es muy fácil dialogar con los que piensan como uno, es muy fácil darnos palmadas en la espalda diciéndonos lo buenos que somos y lo malos que son los demás,… La cuestión es si desde esa postura se puede construir un auténtico diálogo. Para que hala verdadero diálogo no sólo es preciso que haya dos personas (puede haberlas y dedicarse a un monólogo compartido), sino a que haya una auténtica actitud de escucha ante el otro y de apertura de la propia postura, no para convencer ni para ser convencido, sino para ceder lo preciso y exigir lo necesario en aras de un entendimiento común. Si cada uno se parapeta en su postura, difícilmente se llegará a un acuerdo, y consecuencia de ello será empezar a sacar los trapos sucios y comenzar las descalificaciones.

Habría que diferenciar el hecho de que en España haya un gobierno democrático del hecho de que sea un Estado democrático. Me lo planteo en el sentido de si en España hay una verdadera cultura cívica democrática, o si estamos más habituados a cierto servilismo político. Para explicarlo comento dos ejemplos. a) Una cosa que me llama la atención en las votaciones del parlamento es que haya un voto unánime por partido ante cualquier cuestión que se debata. ¿Es normal, o incluso es bueno, que ante una determinada cuestión todos y cada uno de los diputados de un partido piensen exactamente igual? Que ocurra con cierta frecuencia, o con bastante frecuencia, supongo que es normal, pero ¿siempre?, ¿todos? b) La segunda idea tiene que ver con el hecho de que, por lo general, toda propuesta de un partido de la oposición es de entrada rechazada, descalificada,…; me planteo por qué ningún partido reconoce algo meritorio de lo que han hecho los demás, ¿qué implicaciones ‘democráticas’ podría tener, una debacle electoral o algo así? Comentando esto mismo con amigos me decían si estaba chalado o qué: ¿cómo lo van a hacer?, me preguntaban. Pues haciéndolo, supongo; quizá sea lo que necesite España, alguien que no se limite a descalificar al adversario sino a contar con él para entre los dos consolidar ‘democráticamente’ nuestro querido país. A veces es más afortunado aplaudir que descalificar.

21 de junio de 2016

El juego del arte

A raíz de la reflexión que Gadamer realizaba sobre el juego (y que comentábamos en el anterior post), nos podemos preguntar qué quiere decir exactamente Gadamer cuando habla de esa especie de entidad superior que supone el juego ‘frente a’ (o ‘junto con’) los jugadores, y que podía ser extrapolable al fenómeno del arte. Es muy importante tener esto claro pues este hecho se va a erigir en Gadamer en la vía que le permite articular o fundamentar lo que para él es la experiencia artística. Decíamos que el juego poseía así como una especie de identidad propia más allá de la identidad de los que juegan, de modo que el verdadero protagonista ya no son los jugadores que juegan sino el propio juego en el cual ellos quedan englobados. ¿Cómo puede ser esto? Y ¿cómo establecer la analogía entre la experiencia lúdica y la artística?

En referencia a la primera pregunta, lo que Gadamer nos intenta mostrar es que mediante la acción lúdica el jugador entra en una dinámica diversa a la dinámica cotidiana con que encara su vida usual. Esta nueva actitud le permite situarse de un modo diverso ante la realidad (ante el juego), no evadiéndose de ella ni huyendo de sus avatares sino permaneciendo en ella pero con una actitud distinta. El hombre lúdico es aquél que es capaz de entablar una relación diversa con aquello que hace pero sin evadirse ni un ápice de la responsabilidad propia de su acción (sea su trabajo, su vida personal, etc.). Y esa relación diversa es fruto de un cambio de actitud: de la actitud cotidiana a la actitud lúdica, porque gracias a la actitud lúdica experimenta la realidad como englobándole pero sin dejar de ser él mismo: sigue siendo él mismo pero ya no es sólo él mismo; es consciente de que debe seguir gobernando su vida pero considera también aquello que de alguna manera se le impone y que ya no depende de él.

Esta consideración no es tanto un enfrentamiento como una articulación armónica, por decirlo así. Y el hecho es que fruto de esa articulación armónica se produce un aumento de ‘ser’.

Porque las personas no ‘son’ todas igual, pueden ‘ser’ más o pueden ‘ser’ menos según el modo en que acometan esa empresa radical que es hacer su vida, llevarla a cabo, vivir en definitiva. Y según Gadamer, esa experiencia lúdica ante la vida permite al ser humano llevar su propio ser a cotas más altas de ser, como si le permitiera ser más humano de lo que sería sin esa actitud. Cuando Gadamer habla de ese nivel ontológico superior a mi modo de ver se refiere a que el ser humano puede ‘ser más’ que en el caso de que no tuviera esa experiencia, porque accede a ámbitos de realidad que sin esa experiencia le permanecerían velados.

Pues bien, todo ello tiene que ver a su vez con la experiencia artística, la cual es más fácil de entender una vez comprendida la experiencia del juego. Si hasta ahora Gadamer nos ha introducido en esta nueva ontología lúdica, a continuación realiza la transición entre lo puramente lúdico y lo artístico. Lo que nos lleva a la segunda cuestión. En referencia a ella, lo primero que hay que decir es que en el puente que establece entre ambas experiencias hay una diferencia radical, a saber: que en el caso de lo artístico, el juego lúdico de las artes apunta a la posibilidad de que sea para alguien; sin dejar de ser una finalidad en sí misma en el sentido de que en el arte se representa o se manifiesta la naturaleza, a diferencia de los juegos las obras de arte solicitan la participación de un espectador (idea que ya se encontraba en la definición aristotélica de la tragedia). Esa solicitud sería una amenaza para el carácter lúdico de los juegos, independientemente de que un espectador pueda contemplar y disfrutarlo; el jugador no juega para que le vean, aunque le estén mirando. Pero la obra de arte es menesterosa de un quién que la contemple. La representación dramática (arte específico al que se refiere Gadamer) posee una similitud con el juego, también es un juego de alguna manera; pero está abierta al espectador.

Tanta importancia le da Gadamer al rol del espectador que entiende que sin éste la obra artística no está completa; y no sólo no está completa sino que en realidad es para quien se desarrolla: «la representación del arte implica esencialmente que se realice para alguien, aunque de hecho no haya nadie que lo oiga o que lo vea», nos dice. Se establece así una nueva relación en estado constructo (idea clave en Zubiri, por otro lado, en quien no sólo adopta relevancia en el ámbito de la realidad sino también en el de las relaciones sociales). El juego alcanza su verdadera perfección en el arte, y a este giro lo denomina Gadamer transformación en una construcción. No se trata ni del juego separadamente (obra artística), ni de los jugadores (artistas), ni de los espectadores, sino que entre todos ellos se crea una nueva relación interdependiente en la que todos dependen de todos, como los ladrillos de una bóveda: si quitas uno de ellos, la bóveda se desploma. Esta dimensión constructa en el arte adquiere el carácter de ergon, no sólo de enérgeia.

Esta transformación supone el paso del objeto físico que es cualquier obra de arte a un objeto artístico como tal, adquiriendo una autonomía que sin ser independiente de artista y espectador, está más allá de ellos. Transformación no es mera alteración; lo que quiere decir transformación es que «algo se convierte de golpe en otra cosa completamente distinta, y que esta segunda cosa en la que se ha convertido por su transformación es su verdadero ser». Lo que hay ahora es algo completamente distinto que lo que había antes; esa realidad que se manifiesta en el juego lúdico del arte está más allá de la realidad física en que se manifiesta: es lo ‘permanentemente verdadero’. En el caso de la representación dramática, el protagonismo individual de los actores desaparece para subsumirse en este nuevo constructo transformado; su ser no es un ‘ser para sí’ sino un ‘ser para la obra’.

Este giro transformador —y esta idea es muy importante— supone la disolución de ese mundo que vivimos como propio; no se trata de un desplazamiento a otro mundo, en el que seguiríamos viviendo en otro contexto pero desde las mismas estructuras, sino que se trata de una transformación a un mundo autorreferencial que no se puede medir con nada que no le pertenezca. Uno está asumido o subsumido en este mundo transformado, y cuando se le valora desde parámetros del mundo cotidiano, la actividad lúdico-artística se desploma en ese preciso instante. Se ha roto la magia.

14 de junio de 2016

Inteligencia: ni entendimiento ni razón

Tradicionalmente ha sido común a la hora de estudiar al ser humano atender a lo que en principio nos diferencia del resto de seres vivos, y que regularmente se ha cifrado en torno al ejercicio racional. Si bien esta tendencia hoy en día está siendo superada (quizá en algunos sectores demasiado enfatizadamente) no pensemos que su origen es muy antiguo. Efectivamente, tanto desde la filosofía como desde otros ámbitos del conocimiento humano se ha incidido más en lo específicamente humano que en lo que compartimos con el reino de lo vivo. Qué duda cabe que el ser humano posee unas especificidades propias que le llevan a ser diferente del resto de todos los seres vivos; pero eso específicamente humano no se sostiene ‘en el aire’ sino que se ejerce apoyado en unas estructuras fisiológicas, estructuras que si bien por un lado también son constitutivas de su organismo, por el otro le ‘conectan’ con otros seres vivos, o cuanto menos le proporcionan un modo de relacionarse con la realidad compartida de alguna manera con ellos.

En la filosofía en concreto este enfoque ha tenido una relevancia notable, ya que se han considerado a esas características o facultades humanas (su inteligencia, su capacidad de raciocinio o de reflexión, sus posibilidades psíquicas,…) como lo verdaderamente importante, mientras que aquello sobre lo que estaba ‘montado’ (el cuerpo, las estructuras fisiológicas) permanecía en un ámbito ignorado, e incluso molesto. Sí que es cierto que se han tratado estos elementos en algunas filosofías, pero tampoco es menos cierto que se ha realizado un tanto colateralmente, como de refilón, sin ser tratados temáticamente. Sin embargo, en el siglo XX se dan corrientes que operan en este sentido, y están abriendo vías de reflexión muy interesantes.

Y una cuestión que para nada está tan clara es identificar qué es exactamente eso que nos diferencia específicamente. Diremos enseguida que es la razón, la reflexión,… pero a poco que pensemos en ello nos daremos cuenta de que no está tan claro. No quiero decir con ello que no haya una diferencia notable, sino que a la hora de conceptuarlo es más complicado. Y una primera razón es porque los distintos términos no se utilizan unívocamente, lo que hace preceptiva la tarea de aclararlos previamente; a menudo se utilizan con cierta facilidad y por ello pueden dar lugar a confusión. Me refiero a conceptos como inteligencia, razón, cognición, sentimiento, emoción, concepto, intención, voluntad, motivación, instinto,… Todos estos conceptos pueden sernos más o menos familiares, pero empleados con cierta alegría pueden dar lugar como digo a confusión, pues para nada hay un acuerdo unánime en cuanto al significado con que es usado.

Un ejemplo de esta problemática lo podemos encontrar en la denominada ‘inteligencia animal’. Que en los animales sobre todo superiores hay cierta actividad cognitiva creo que es algo obvio. Quien tenga o haya tenido un animal de compañía se habrá visto sorprendido multitud de veces por su comportamiento: sin ir más lejos podemos ver cómo poseen memoria, aprenden conductas, reconocen personas,… La cuestión es si esa actividad cognitiva puede ser denominada inteligencia como tal o no.

Aunque para ello deberíamos aclararnos en la definición de lo que sea inteligencia. ¿Qué es inteligencia? ¿Puede equipararse con cualquier actividad cognitiva o es algo diferente? Tradicionalmente se ha realizado la distinción en el ser humano entre entendimiento y razón. Entendimiento era considerado como algo más horizontal y la razón como algo más vertical. Me explico. El entendimiento tendría que ver con un primer modo de situarse ante las cosas, como más inmediato, más intuitivo si se quiere,… y la razón como la capacidad que nos permite ir precisamente más allá de eso inmediato, de sobrevolarlo para poder aumentar el conocimiento. Según esa distinción, se ha considerado que en el reino animal también se da cierto entendimiento, de modo que entre los animales y los humanos habría una diferencia de grado, no cualitativa; ésta —la diferencia cualitativa— se daría con la razón, que ya es específicamente humana y que nos permite reflexionar, elaborar conceptos, abstraer ideas, etc.

Sin embargo, yo me pregunto si esta diferencia es adecuada. Ya no tanto por lo que toca a la razón como por lo que toca al entendimiento. Porque a mi modo de ver entre la actividad cognitiva animal y la humana, aun en estos casos que podemos englobar dentro del entendimiento, no es meramente gradual sino también cualitativa. El ser humano no se relaciona con las cosas inmediatas igual que lo hacen el resto de seres vivos. Hay un algo que nos diferencia. Y ¿qué es eso que nos diferencia? Pues que podemos tomar cierta distancia de nuestro entorno, distancia que es la que nos permite precisamente poder ejercer otros modos de la actividad cognitiva, yendo más allá de lo que primeramente intuimos desde el entendimiento. Gracias a que podemos distanciarnos de nuestro entorno, podemos considerar a las cosas no como algo que está —digamos— implicado en nuestra vida, sino como algo que está ahí, y que está ahí independientemente de nosotros. El animal no puede hacer eso, sino que necesariamente cuando aprehenda alguna cosa se verá inmiscuido en un proceso de respuesta del que ya no es dueño, sino que se debe a él. Pero el ser humano no: él puede ‘suspender’ su respuesta, puede ‘tomar distancia’, puede ‘soltarse’ de su entorno,… Pues bien, esta característica o facultad específicamente humana es la que Zubiri denomina inteligencia.

Inteligencia sería para él la facultad que nos permite aprehender las cosas como ‘de suyo’, como siendo ‘de suyo’ lo que son, independientemente de pertenecer a mi proceso aprehensivo o no.

Y a partir de ahí, a partir de ese momento ‘primordial’ se montarían los modos ulteriores de intelección, y que él denomina logos y razón. No sé yo si se podría hacer una analogía entre la clásica pareja entendimiento-razón y el logos-razón zubiriano; yo creo que sí, siempre sin perder de vista el modo en que él tiene de conceptuar el proceso gnoseológico, apoyado fuertemente en su visión metafísica de la realidad.

Pero no quería acabar el post sin poner de manifiesto algo que no es menos importante, y que enlaza con la idea con que lo comenzamos. Zubiri tiene claro que esa facultad específicamente humana, la inteligencia, no se da por sí sola sino que no puede darse si no es a una con la sensibilidad fisiológica: no se trata de que nuestros sentidos fisiológicos nos ofrezcan la información para que el cerebro se ponga a pensar. No, no es eso: de lo que se trata es que el modo de ejercer la inteligencia humana es un modo sentiente, hasta el punto de que no es posible ejercer la inteligencia de un modo ‘no sentiente’. Es por ello que él habla no sólo de ‘inteligencia sentiente’ sino también de ‘sentir inteligente’. Esta idea es complicada, pero es muy sugerente, porque por un lado pone de manifiesto el arraigo que el ser humano posee con la realidad física (con su realidad física), y por el otro nos abre unas vías insospechadas para poder recorrer caminos de aprehensión de la realidad frecuentemente ignorados.

Ahora bien: ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de ‘sentir inteligente’ o de ‘inteligencia sentiente’?, ¿qué quiere decir que ejercemos la inteligencia a una con los sentidos? Esta es la cuestión.

7 de junio de 2016

Un niño afortunado

El otro día me preguntaban por qué insistía tanto en esta serie de posts sobre la educación. Cuando hablamos de los motivos para reflexionar sobre la educación, cuando a lo mejor nos apetecería hacer otra cosa, no se me ocurre más que una única razón, que es la razón más valiosa y maravillosa que podríamos tener: nuestros hijos (y los pequeños en general). Nunca me cansaré de decir la maravilla que son los niños, por lo menos desde mi experiencia. ¿No es poco todo esfuerzo para ayudarles a crecer siendo mejores personas, conscientes de sí mismos, honestos, felices, responsables, cariñosos,…? Por mi parte, esto es lo que pienso. Y entiendo que si alguno sigue leyendo, será por algo parecido. Y aquel niño cuyos padres o educadores se preocupan por su educación, será sin duda un niño afortunado.

Hasta ahora nos hemos centrado en lo problemático que es la comunicación en sentido amplio, de lo difícil que es ser conscientes de todo aquello que transmitimos, y cómo influye todo esto mediante los procesos educativos ‘no conscientes’ en la personalidad de los pequeños, y también en los adultos. Pero hay otro punto que me gustaría destacar, y comentarlo aunque sea someramente: se trata de lo que significa ‘ser niño’.

¿Por qué digo esto? A veces no caemos en la cuenta de lo que significa ser niño, ni de cuáles son los rasgos principales de su comportamiento, etc., y tendemos a pedirles respuestas que no son adecuadas a su edad. Los niños, efectivamente, no son personas adultas, y por ello no debemos tratarles como si lo fueran, aunque tampoco debemos tratarles como si fueran unos peleles o unos ositos de peluche: hay que tratarlos según su edad, y exigirles un comportamiento acorde a dicha edad. Una educación disfuncional exige a un niño cosas que no son exigibles para su edad, tanto por exceso como por defecto.

Los niños son un tesoro, quizá nuestro mejor tesoro. En términos generales deberíamos tratarles como si fueran jarrones de la porcelana china más extraordinaria, e incluso mucho mejor (siempre sin confundir delicadeza con ñoñería o sobreprotección). Pero el caso es que no siempre les tratamos así, y a causa de ello vamos generando en ellos ciertos problemas de adaptación, ciertas ‘rozaduras’ porque se les exige algo que en principio no se les debería exigir (o viceversa, porque a veces no les exigimos algo que sí que se les debería exigir). Es la diferencia entre una educación nutricia o funcional y una disfuncional.

Un niño posee una característica fundamental: es valioso, es valioso en sí mismo, por lo que es (no por lo que hace ni por cómo se comporta).

No se trata de que sea el rey de la casa, no es eso: él no es más que nadie; sencillamente, es uno más. Pero ello no le quita ni un ápice de su valía. Y si somos capaces de cultivar funcionalmente este valor intrínseco del niño, de adulto tendrá más posibilidades de poseer una autoestima adecuada.

Creo que esta es la principal característica del niño: que es valioso por sí mismo. Y bien tratada esta valía, contribuirá y mucho a que el niño se desarrolle funcionalmente. Esto vale para toda persona, incluso los adultos, pero especialmente en ellos. Pero también podríamos hablar de otras características propias de ellos que nos ayudaran a realizar adecuadamente ese desarrollo funcional. ¿Cuáles son? Yo hablaría de vulnerabilidad, por lo que precisa protección, ni mucha (sobreprotección) ni poca (abandono). También de imperfección; aunque no nos lo creamos no son perfectos, y deben poder vivir su imperfección con naturalidad. No pasa nada si rompe un vaso, o si derrama agua al llenarlo. Debemos dejar que se equivoque, y que cuando no se vea capaz que aprenda a pedir ayuda, antes de ofrecérsela indiscriminadamente. Lógicamente, hablamos también de dependencia, dependencia sobre todo de sus padres; la cuestión es que el niño pueda expresar adecuadamente sus necesidades y sus deseos, sus sueños y sus temores, sus fantasías y sus decepciones,… y sentirse escuchado. Por último, añadiría su inmadurez en referencia al nivel adulto, independientemente de que posea (o no) un nivel adecuado de madurez para su edad. Digo esto porque no pocas veces esperamos respuestas adultas de un niño (¿?), ajenas totalmente a su situación vital.

Vulnerabilidad, imperfección, dependencia, inmadurez; supongo que se podría hablar de muchas más características infantiles, pero bueno, valgan éstas. Lo que me gustaría destacar de ellas no es tanto lo que son en sí ni lo que significan, sino si realmente somos conscientes de ellas y tratamos a los pequeños a la luz de la relevancia que ellas arrojan. Seguramente esto nos puede parecer algo obvio, pero es fácil que en el día a día no nos comportemos según ellas nos indican. Y la cuestión es ser capaces de poder educar funcionalmente a los niños en función de sus características, para que en un futuro se conviertan en personas funcionales y con una autoestima sana.