24 de noviembre de 2015

Arrancamos con la hermenéutica de Gadamer

Ya hemos dado comienzo a una nueva edición del Seminario Filosófico de Investigación Ética. Lo hacemos de la mano de un libro que no sé si considerarlo como un clásico, pues no hace tantos años de su publicación como para eso, pero de lo que no cabe duda es de su trascendencia en la segunda mitad del siglo XX: se trata de Verdad y método, de Hans-Georg Gadamer (mi hijo me dice que este señor tiene nombre de El Señor de los Anillos, je, je).

Esta primera sesión ha sido bastante distendida. Pero los saludos y demás han dado paso enseguida a anécdotas y comentarios relacionados ya con la obra que nos ocupa. El prólogo del libro no tiene desperdicio. Me refiero al prólogo a la segunda edición, en el que el autor ya recoge ecos de las distintas reacciones que suscitó la primera. Como nos dice el mismo Gadamer, el texto como tal ha variado poco, tan sólo para intentar dar respuesta o esclarecer pasajes que fueron criticados por lectores y colegas. 

La hermenéutica gadameriana surge como respuesta a una pregunta que permanece vigente desde hace ya muchos siglos, me atrevería a decir que desde siempre. Tan sólo que quizá sea en estos últimos tiempos cuando sea más pertinente dado el marcado carácter científico-positivo de nuestro conocimiento. La pregunta en cuestión se podría formular así: ¿hay algún tipo de verdad en las ciencias conocidas como ‘del espíritu’? O dicho de otro modo: ¿sólo hay un tipo de verdad, la verdad científica, de modo que toda pretensión de verdad se ha de ver reducida al uso de una metodología científica? Para Gadamer esto no es así, y según él podemos hablar efectivamente de otro tipo de verdad. Para introducirnos a ella, nos ofrece una idea muy bonita, y que tiene que ver y mucho con nuestra actitud personal, porque ese otro modo es una verdad ‘que sólo se hace visible a través de un tú’, y que además precisa que uno sienta la necesidad de ‘que se tiene que dejar decir algo por él’. Entonces, si la respuesta a esta pregunta es que efectivamente hay otro tipo de verdad: ¿cómo articularla filosóficamente, cómo fundamentarla?

Lo que se ha intentado hacer durante los últimos años ha sido extrapolar el modelo de verdad científica a las ciencias del espíritu. Pero si nos damos cuenta, en esta actitud se encontraba implícita la idea de que lo ‘no científico’ era algo inferior a lo científico, ya que había que encontrar en lo ‘no científico’ un modo de verdad similar de alguna manera a la científica. Gadamer intenta sustraerse de este planteamiento (de hecho lo hace), apelando a otro modo de aspirar a la verdad, o a otro modo de plantear el problema. Ello no quiere decir que no piense que haya herramientas científicas aplicables a disciplinas del espíritu, sino que no todo en las disciplinas del espíritu es reducible a lo científico; es más, quizá en su esencia sea algo radicalmente diverso.

Y es algo tan radicalmente diverso que incluso interviene en el propio hacer científico, a pesar de que en general los científicos no se hayan hecho eco de ello. No se trata de decir cómo han de hacer los científicos su trabajo, sino de alcanzar una mayor comprensión del modo en que lo ejecutan, por intervenir en su ejercicio elementos no estrictamente científicos. Es algo que lo subyace y que incluso es previo al desempeño científico; pero también —y esto es importante— al desempeño filosófico, y en general a cualquier modo de desenvolverse en la vida. Porque la hermenéutica es algo que nos afecta a todos, seamos científicos o no, seamos filósofos o no, aunque no nos demos cuenta. Como leí recientemente, «’hermenéutica’ es una palabra que la mayoría de la gente no conocerá y no necesitará conocer, pero a ellos les afecta en igual medida la experiencia hermenéutica». Pues sí.

Un primer paso es intentar alcanzar la comprensión de lo que estemos haciendo (ciencia, filosofía,…), pero no es suficiente; porque de lo que se trata es de comprender el proceso mismo de la comprensión. No se trata de una mera metodología para aplicar a diversos procesos para saber cómo se dan y cómo se ejercen sino de algo experiencial, en lo que nos vemos involucrados en el mismo proceso comprensivo. En palabras de Gadamer: «la comprensión no es nunca un comportamiento subjetivo respecto a un ‘objeto’ dado, sino que pertenece a la historia efectual, esto es, al ser de lo que se comprende» (frase, por otro lado, que no tiene desperdicio, porque aparecen en ella conceptos clave de su pensamiento: la relación sujeto-objeto, historia efectual, el ser de las cosas, la comprensión misma,…). Lo que Gadamer intenta decirnos con la frase es que seamos conscientes de que estamos inmersos en una especie de circularidad, según la cual somos hijos de aquello que queremos comprender, influyéndonos en el ejercicio de nuestra propia comprensión.

Esta circularidad es difícil de comprender, pues estamos acostumbrados a ser nosotros (sujetos) los que nos las tengamos que haber con las cosas (objetos) que están ahí, frente a nosotros; pero el caso es que nosotros estamos involucrados de alguna manera en el hecho de la comprensión del objeto (en la misma ejecución del comprender), de modo que la dualidad entre sujeto y objeto se difumina, alcanzando una especie de unidad sujeto-objetual. Esto es lo que quiere decir lo de la circularidad. Porque la aplicación metodológica implica ya un segundo estadio sobre lo que es el mismo fenómeno de la comprensión, del que depende.

Gadamer da un paso más de la hermenéutica de Heidegger, insistiendo precisamente este carácter circular. Si bien se apoya como su maestro en la fenomenología, no la considera tanto desde su carácter metodológico como desde este carácter experiencial. Y esto le dota de unas posibilidades verdaderamente asombrosas, y muy fecundas. Proyección que no es tanto la de un ‘saberlo todo’, sino la de un ‘situarse de un modo distinto’ desde el cual alcanzar una comprensión diversa (más global) que nos ayude a dar sentido a nuestra existencia. En Gadamer no encontramos grandes verdades dogmáticas, sino un ‘sentido’ que se va construyendo poco a poco, generación a generación, cultura a cultura,… y que gracias a su entronque con lo real (cuestión que a mí me suscita no pocas dudas, me refiero al entronque de la hermenéutica con la realidad según el pensamiento del autor) le impide caer en un relativismo fácil (postura que han seguido otros numerosos autores).

17 de noviembre de 2015

Para educar… empecemos por conocernos

¿Cuál es el principal motivo por el que un padre desea educar bien a sus hijos? Básicamente porque les queremos y queremos lo mejor para ellos. Es paradójico el hecho de que por un lado les queremos, pero por el otro somos conscientes de nuestras dificultades para poder llegar a ellos, y para poder educarles tal y como nos gustaría… Y es que para las relaciones entre padres e hijos —y por extensión para cualquier tipo de relación humana— no existen manuales. A veces echamos de menos saber cómo comportarnos ante determinada situación, ante determinado comportamiento del niño, pero no sabemos. Y no sólo no lo sabemos, sino que probablemente tampoco haya una única conducta correcta, sino un abanico de conductas que más o menos puedan ayudarnos a gestionar la situación. Porque para las relaciones humanas no hay recetas. A lo sumo, hay indicaciones, sugerencias, recomendaciones,… que nos ayuden a adquirir un determinado modo de comportamiento desde el cual podamos encontrar en cada situación una solución satisfactoria: es lo que podemos llamar una conducta educativa funcional.

Por lo general, queremos aprender el modo de adquirir una capacidad educativa funcional. Ello implica que es bueno para los educadores tener una mente abierta, receptiva, dispuesta para aprender; y eso no es fácil. Por lo general, los educadores ya somos adultos, tenemos una experiencia de la vida, manejamos unas herramientas en nuestras relaciones sociales y familiares, y nos cuesta revisar nuestras pautas de comportamiento para modificarlas y en su caso mejorarlas. No es fácil. Es más fácil modificar la conducta en una persona joven que en una adulta, aunque ésta también puede lógicamente, pero con un poco más de esfuerzo.

Tener una mente abierta no quiere decir que nos tenemos que contentar con cualquier cosa que se nos diga. Hemos de ser también críticos. Pero para ser críticos de manera consecuente, es menester esa apertura mental, plantearse las cosas que escuchamos, pensarlas; y ser capaces de repensar nuestras propias estructuras y creencias, superar nuestros prejuicios… y discernir. La idea es que seamos conscientes de que podemos hacerlo mejor con nuestros hijos y de que todos nuestros esfuerzos, aunque parezca que no dan frutos, para nada son en vano. Tarde o temprano serán aprovechados, aunque nosotros no estemos allí para verlo.

En todo proceso educativo hay dos claras premisas. La primera es que la educación no es una ciencia exacta. ¡No existen las recetas! Cada situación, cada familia, cada hijo, cada educador… es un caso singular. Lo que se precisa es adquirir una actitud desde la cual, en cada caso concreto, seamos capaces de discernir lo que creemos que va a ser lo mejor para ese caso concreto, ya que en función del niño, situación, estado de ánimo del educador, etc., será mejor una forma de actuar que otra. También influye la personalidad y la condición biológica de cada niño. Esto es importante. Y la segunda premisa a la que me refería es que… ¡no existe la educación perfecta! Nadie educa perfectamente. Esto es importante recalcarlo porque a veces una autoexigencia desmesurada nos bloquea creándonos un ‘atasco’ que intentamos deshacer de cualquier modo, impidiendo ejercer una educación funcional. Lo que sí se puede pedir es un esfuerzo a los educadores para intentar hacerlo mejor cada día, que posean una inquietud educativa en este sentido,… en un proceso de aprendizaje que no acaba en toda la vida. Y que incluso nos sirve en nuestra propia vida de adultos.

Nuestros actos educativos cotidianos, ya no las grandes teorías pedagógicas, se engloban en el seno de cualquier acción que hagamos. Sería conveniente, pues, detenerse un poco en ello. A la hora de pensar en cómo son los procesos desde los cuales actuamos, nos damos cuenta de que en ellos intervienen tres momentos básicos: a) un hecho primero que es el que nos impulsa a actuar; b) cómo nos afecta ese hecho; y, c) nuestra respuesta, nuestra actuación. El hecho primero puede ser de cualquier índole: externa —algo que vemos, algo que nos afecta,…— o interna —un recuerdo, algo que queremos hacer,…—. Ese hecho nos afecta de algún modo, de manera que nuestra conducta siempre dependerá de cómo nos ha afectado ese hecho. ¿De qué depende la manera en que ese hecho nos afecta? Esta cuestión no es baladí, pues de ello pende nuestra acción posterior.

Por lo general, cuando percibimos ese hecho —una mirada, un jarrón roto de un balonazo,…— tendemos a darle una interpretación, y esa interpretación genera en nosotros unas emociones determinadas. Pues bien, en función de esas emociones que se han despertado en nosotros, escogeremos una conducta u otra. Por lo general, este proceso se hace en la mayoría de los casos sin darnos cuenta; de lo que nos damos cuenta, cuando lo hacemos, es de lo que ‘ya’ hemos hecho. No podemos evitar sentir ciertas emociones ante ciertos sucesos, y actuar en consecuencia. Y esto no es negativo, todo lo contrario: es lo normal. Sin embargo, podemos percibir en este proceso que a veces las conductas realizadas no las percibimos adecuadas como respuesta a determinados hechos. A veces alguien nos interpela, y nuestra respuesta puede estar, como se suele decir, fuera de lugar, o sencillamente no respondemos como, visto un poco desde la distancia, nos gustaría haberlo hecho. Había algo en nuestro interior que nos llevó a actuar así, ‘a pesar’ nuestro.

No podemos —ni debemos— anular nuestras emociones, pero sí que podemos —y entiendo que debemos— expresarlas de forma adecuada, de forma moderada, sean positivas o negativas. Lo negativo de una emoción no es que sea negativa en sí, sino que se exprese de forma inmoderada. De hecho, lo que normalmente se suele entender como una emoción negativa —enfado, miedo— en sí puede ser positiva si se encuadra en una situación adecuada. Por eso creo que no es que haya emociones negativas, sino emociones mal gestionadas.

¿Se pueden ‘gestionar’ bien las emociones? ¿Se puede alterar este proceso? Y si se puede, ¿por qué hacerlo? El mejor motivo que se me ocurre para intentar modificar este proceso es porque no estamos satisfechos con los resultados, porque no nos gusta cómo nos hemos comportado. La cuestión es: ¿cómo hacerlo? En principio habría dos posibilidades: bien manteniendo nuestras emociones, e intentando modificar nuestra conducta; o bien modificando dichas emociones como consecuencia del hecho que nos ha afectado, de manera que nuestra conducta consecuentemente será modificada de forma natural.

A mi modo de ver, tradicionalmente se ha incidido más sobre la primera opción, intentando suprimir o soslayar nuestras emociones y actuar conforme nos dicta la ‘razón’ o la ‘voluntad’. Ciertamente es difícil trabajar en uno de los dos puntos en concreto; quizá lo razonable pase por realizar las dos a la vez. Pero todo ello pasa por algo previo, algo imprescindible sin lo cual nada de esto tiene sentido: ser conscientes de lo que nos ocurre, ser conscientes de nuestros procesos internos,… Y esto es algo mucho más complicado de lo que a primera vista parece. Y es que todos estos mecanismos de actuación están tan dentro de nosotros, están tan grabados en nuestro subconsciente, que lo normal es que en tanto que forman parte de nuestra personalidad nos hayamos acostumbrados a vivir con ellos. Forman ya parte de nosotros, no nos damos cuenta de que los tenemos y de que funcionamos así. Y sacarlos a la luz es complicado, pero muy importante pues suele ocurrir que no siempre son procesos adecuados. Normalmente, tenemos la tendencia a vernos mucho mejor de cómo somos realmente, pero tenemos que tender un puente entre cómo pensamos que nos comportamos, y cómo lo hacemos de verdad.

10 de noviembre de 2015

La banalidad del mal

Finalizamos ya esta serie de posts dedicados a Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt. Las últimas páginas del libro las dedica la autora a reflexionar sobre todo este proceso, y sus repercusiones éticas y políticas a nivel internacional. No fue sino en este proceso en el que la cuestión judía estuvo verdaderamente presente, más incluso que en Nuremberg o en cualquier otro lugar. La situación que se dio tras la guerra fue que todo lo que había que plantearse a nivel político tras las atrocidades cometidas, no tenía cabida en ninguna legislación vigente. Fue entonces cuando comenzó a tomar fuerza el término de crímenes contra la humanidad.

Se criticó a Israel que el hecho de juzgar a Eichmann allí era llevarlo directamente al patíbulo, ante lo cual se defendía diciendo que sus jueces eran tan legítimos y profesionales como los de cualquier otro país. ¿Acaso los polacos no juzgaron a alemanes que cometieron delitos en su tierra? ¿Acaso eran los jueces polacos —por ejemplo— ‘mejores’ que los israelitas? Y efectivamente, no había motivo aparente para que no pudiera ser así. Cierto era que en el momento de los hechos (durante la guerra) no existía el Estado israelita; pero también lo era que fue entonces (en la época de la captura de Eichmann) cuando los judíos podían juzgar por sí mismos los crímenes sufridos, sin tener que depender de autoridades de otros países para juzgar crímenes padecidos por judíos.

Insiste Arendt —y creo que con razón— en destacar la gravedad de las primeras leyes discriminatorias dictadas por los alemanes en 1935, leyes que ya quebraban el derecho internacional, pero que fueron pasadas por alto por el grueso de la comunidad internacional. Ésta empezó a preocuparse cuando comenzó a darse la ‘emigración forzosa’, sobre todo por lo que les suponía tener que recibir repentina e inesperadamente a miles de personas en sus territorios. Y el crimen más grande aconteció entonces: fue la declaración de los nazis de que no sólo no querían ningún judío en Alemania ni en el territorio del Reich, sino que la totalidad del pueblo judío debía ser exterminada.

Y digo que fue el más grande porque este crimen no fue sólo un crimen contra el pueblo judío, sino contra toda la humanidad (perpetrado, eso sí, en el pueblo judío en concreto). De ello se hizo eco Karl Jaspers, afirmando en una entrevista que al ser así —un crimen contra la humanidad— debía ser juzgado por un tribunal internacional ya que sólo un tribunal así, en tanto que representante del género humano, podía dictar sentencia. Como dice Arendt, «si en la actualidad el genocidio es una posibilidad futura de realización, ningún pueblo del mundo —y en especial el pueblo judío, tanto si es el de Israel, como si no— puede tener una razonable certeza de superviviencia, sin contar con la ayuda y la protección del derecho internacional». Claro ejemplo de este riesgo son los propios grupos (alemanes) de enfermos incurables o disminuidos psíquicos (genéticamente lesionados), a los que Hitler pretendía dar una muerte piadosa. No sería desmesurado imaginar que Hitler no tendría mayor problema en hacer extensivo ese trato de favor a otros grupos con distintas ‘taras’ (como al mismo pueblo judío).

Hay un aspecto que destaca Arendt y que según ella los jueces no acabaron de comprender del todo: la personalidad del acusado. Los israelitas seguían pensando que Eichmann era un monstruo, y según Arendt no era así. Y no era así porque de hecho hubo muchos hombres como él, hombres que no eran ni pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terroríficamente normales. Normalidad terrible, ya que la mayoría no era consciente del grado de maldad de sus acciones.

Si caemos en la cuenta, por suerte o por desgracia el mal no se da según los parámetros que uno normalmente espera: perversiones, crueldad, terror, abusos,… no. Esto sería la consecuencia de un mal previo y que normalmente pasa inadvertido, y que es el que se esconde en el engranaje cotidiano del funcionamiento de las cosas bajo distintos ropajes: el formalismo, la eficiencia, la rutina, lo políticamente correcto, los tópicos, la uniformidad, las generalidades,… ropajes todos ellos de una vida anodina y mediocre. Este maldad inadvertida se va ‘cocinando’ en las mentes de las personas antes que en sus actos públicos: vidas sin brillo sometidas a la complacencia y a las modas que nos dictan los medios, que traslucen mentes mudas de pensamientos oxidados incapaces de indignarse ante lo indignante.

Muchos de los acusados eran gente que sólo se dio cuenta de sus maldades cuando se confrontaban ante las acusaciones de un tribunal o de la opinión pública. ¡Antes no! Y se pregunta la autora: ¿lo habrían hecho, habrían sido conscientes de todo ello, en el caso de que hubieran ganado la guerra? Por lo general, estas personas no querían causar daño sino que… es que éste era inevitable, una obligación por el bien de su país. Y sin esta intención de hacer daño, ¿son verdaderamente culpables, reos de juicio?

No hay que decir que este libro levantó polémica, y dio lugar a muchas controversias. Incluso se crearon campañas organizadas para desprestigiarlo, buscando en él intenciones lejanas a las motivaciones de la autora. Ella insiste en que su principal motivación no fue ni hacer historia del holocausto, ni del III Reich ni del pueblo alemán, ni un tratado sobre la naturaleza del mal; tan sólo —y que no es poco— centrarse en el acusado, alrededor de quien giraba el proceso. Y esperar de ese proceso que efectivamente hiciera justicia de los hechos. Eichmann carecía de motivos personales contra los judíos, salvo aquellos derivados de su ‘diligencia’ profesional. Hubiera sido incapaz de asesinar a alguien a sangre fría por motivos meramente personales. Sin ánimo de catalogarle como un enajenado mental, Eichmann no acababa de ser consciente en toda su magnitud de lo que estaba haciendo. Era la personificación del conocido concepto de la autora: la banalidad del mal.

Lo que nos lleva a la siguiente cuestión, verdaderamente difícil si nos la planteamos en serio: ¿cómo saber cómo comportarse cuando los valores éticos de una sociedad se han invertido, cuando lo normal deja de ser lo bueno y se convierte en lo malo?, ¿desde qué parámetros juzgamos lo correcto y lo incorrecto, cuando lo incorrecto es lo normal y lo correcto es lo heroico? Por lo general, un juicio individual y honesto iba en contra de la opinión general; y aquellos que todavía eran capaces de poseer un juicio así, en realidad eran idénticos que aquellos que no lo hacían. Porque los que no lo hacía no eran seres depravados ni maleantes: eran el vecino de enfrente, el tendero de abajo, el repartidor,… Si uno ve que la gente de su alrededor se comporta de un modo en principio inmoral, pero que lo hace con toda normalidad, y que lo hacen muchos, ¿en qué apoyarse para mantenerse uno firme en sus convicciones? Quien responda fácil a esta pregunta es que no acaba de ser consciente de las limitaciones de nuestra condición humana.

Démonos cuenta de que con Hitler las máximas morales que rigen una sociedad buena, se habían vuelto del revés; y que ejercer un juicio honesto implicaba enfrentarse contra el sistema y contra todos aquellos seres normales como tú, pero que ya habían sucumbido. ¿Podríamos afirmar, cualquiera de nosotros, que si nos hubiésemos encontrado en la posición de aquella ‘buena gente’ alemana, no hubiéramos actuado igual, que no nos hubiéramos dejado arrastrar por la corriente, y que incluso no nos hubiéramos sentido orgullosos de hacerlo? ¿Pensamos que nuestras sociedades son mejores que la Alemania de entonces? ¿En qué nos apoyamos para decirlo? ¿Dónde acaba lo socialmente normal y comienza lo éticamente correcto? ¿Es únicamente una cuestión estrictamente social o es preciso realizar algún otro tipo de consideraciones? Si es así, ¿cuáles? Como podéis ver no son pocos los interrogantes que se abren, y que son de difícil respuesta. Simplemente, para pensar.

Bueno, acabo aquí esta serie de posts dedicada a Eichmann en Jerusalén. He de decir que su lectura me ha supuesto un enriquecimiento muy importante, no tanto para conocer pormenores de lo ocurrido durante la II Guerra Mundial en este contexto que nos ocupa (que también) como para crecer en lo que es la comprensión del comportamiento humano. Qué cierto es que no conocemos a nadie (ni a nosotros mismos) hasta que somos puestos en una circunstancia concreta, si es difícil mejor. Desde la retaguardia es fácil interpretar, juzgar, culpar e incluso perdonar, pero cuando uno está ahí, con las circunstancias en vida y su propia personalidad puesta en juego, las cosas cambian. Lejos de caer en reduccionismos y condenas fáciles es preciso —creo yo— esforzarnos por encontrar una comprensión global de las cosas y sobre todo de la condición humana, esa condición cuyos aspectos más oscuros tan fácilmente reconocemos en los otros pero nos cuesta quizá un poco más reconocer en nosotros mismos.

Me parece oportuno acabar con el siguiente vídeo que me refrescó una amiga virtual hace unos días. Si tenemos que padecer a algún dictador, por favor… ¡que sea como éste!

3 de noviembre de 2015

Del ‘sim leb’al ‘learn by heart’

No sé si os ha pasado alguna vez que alguna idea, algún pensamiento o alguna inquietud que os surgió en un momento determinado permanecía incubado en vuestro interior durante no se sabe cuánto tiempo cuando, de repente, una circunstancia totalmente ajena (en principio) os lo recuerda, haciendo presente aquello que se encontraba veladamente en vuestra memoria. Esto me ha pasado con este verbo inglés: learn by heart. Recuerdo que cuando aprendí el significado de esta expresión inglesa me llamó la atención. Viene a significar ‘aprender de memoria’, en contraposición a learn by doing que vendría a ser ‘aprender practicando’.

¿Qué tenía que ver ‘aprender de memoria’ con ‘aprender con el corazón’, o con ‘aprender a través del corazón’? A mí me parecía que poco, pues aprender de memoria tiene que ver poco con todas las connotaciones que acompañan al corazón como vida, fuerza, frescura,… Yo entiendo aprender de memoria como algo más mecánico, más inerte,… que impide una reactualización de lo aprendido precisamente por ser algo enquilosado, petrificado.

Pedagógicamente hablando, el aprender algo de memoria está mal visto hoy en día, y hay que buscar mecanismos de aprendizaje que estén más relacionados con el by doing que con el by heart. Supongo que la virtud está en el término medio, porque no creo que sea tan malo ejercitar el esfuerzo memorístico. Además de que para algunos casos creo que es imprescindible. Pero nada más lejos de mi intención entrar en esta discusión. Entonces, ¿por qué traigo todo esto a colación? Esto que hoy en día no está muy bien visto, antiguamente no sólo no estaba mal visto sino que era el medio por excelencia de aprendizaje, básicamente porque no era posible otro. Me refiero a muy antiguamente, cuando todavía no había ni siquiera comunicación escrita, y sobre todo en aquellas tradiciones en las que el recuerdo jugaba un papel importante. Y aquí es donde hay que buscar el enlace del aprendizaje de memoria con el corazón.

La tradición judía se caracteriza por ese cultivo de la memoria de su pasado, rasgo específico que igual es la que le ha permitido permanecer como tal tantos y tanto siglos. He de reconocer que a nivel personal he tenido la tendencia a entender este esfuerzo judío como muy vidrioso y aséptico, como muy seco, pero nada más lejos de la verdad. La tradición judía se basa mucho en el recuerdo, de acuerdo, pero no sólo en el recuerdo sino que hay paralelamente un auténtico esfuerzo hermenéutico para actualizar la comprensión de sus textos sagrados.

Es sabido que para esta tradición el texto bíblico es muy importante, no sólo desde el aspecto religioso sino también desde el social. La Torá posee una importancia radical en todos los sentidos para el creyente judío, desde siempre. Por eso existía una preocupación importante por su aprendizaje y transmisión, que inevitablemente debían ser orales. Para salvaguardar el mensaje revelado a Moisés, la pedagogía debía ser tal que mantuviera de generación en generación aquello que se quería conservar, hecho que se veía dificultado por tratarse fundamentalmente de una pedagogía oral.

Esta pedagogía se realizaba en tres lugares: casa paterna, sinagoga y escuelas elementales (normalmente adscritas a las sinagogas). La transmisión se realizaba, como digo, de memoria, utilizando para ello todo tipo de ‘herramientas’ mnemotécnicas (repeticiones, rimas, ritmos, entonaciones,…). Y aquí está la clave. Todo este aprendizaje era un aprendizaje de memoria, pero no sólo de memoria porque todo esto tenía que ver con algo verdaderamente importante para el creyente judío, con una vivencia no de algo pasado y lejano, sino con la reviviscencia en la actualidad de algo que ocurrió, sí, pero que de alguna manera sigue ocurriendo: una auténtica actualización del pasado. A esta reactualización es a lo que me refería cuando decía que la tradición judía no es el recuerdo mecánico de algo, sino su actualización viva en la fe del hombre (judío) de hoy. Desde este punto de vista, la memorización adopta un carácter totalmente diferente, pues ya no es un mero ejercicio mnemotécnico sino algo que afecta a lo más íntimo de la persona: a su corazón.

El corazón en la antigüedad no hay que entenderlo como lo entendemos hoy en día, desde su ‘enfrentamiento’ con el pensamiento (que residiría en el cerebro). Antiguamente se daban ambos (pensamiento y sentimiento) desde cierta unidad que permitía al ser humano acercarse a la realidad de modo compacto, unitivo, permitiéndonos hablar de una especie de ‘pensamientos del corazón’. Démonos cuenta de que el corazón antiguo no era el lugar de los sentimientos personales (como pueda serlo hoy en día), ni siquiera el lugar en el que nos sentimos en la verdad intelectiva (esa especie de complacencia), sino la herramienta con la que podemos entrar en verdadero contacto con la esencia de la realidad, que es distinto.

Curiosamente, en la Biblia hebrea no hay ningún término técnico con el que designar a este tipo de aprendizaje. Desde esta consideración de aprendizaje vivo y radical, surgieron verbos parafraseados tales como ‘proteger en el corazón’ (hazar leb) o ‘poner en el corazón’ (sim leb). Y desde ahí ha ido pasando a la actualidad en algunas lenguas. Por ejemplo, el par coeur francés, además del learn by heart inglés. En castellano tenemos un verbo especialmente bonito: el verbo recordar. Sabemos que cor, cordis (n) significa ‘corazón’ en latín; re-cordar tendría que ver con traer de nuevo al corazón, o hacer presente en él a algo o a alguien. Recordar implica no tener a alguien o a algo meramente en la memoria, sino tenerlo en mi corazón. Conforme nos acercamos a la realidad esencial, el aprendizaje memorístico deja de suponernos violencia para convertirse en un auténtico encuentro con la realidad.