28 de agosto de 2018

Esfuerzos de Husserl por alcanzar la vida

Gadamer sigue su itinerario para ir llegando a lo que es el objetivo principal de esta segunda parte en que nos encontramos, a saber: extender el concepto de verdad hermenéutica más allá de su enfoque instrumental a lo que para él es su verdadero lugar, como es la aplicación hermenéutica al concepto de verdad en las ciencias del espíritu (recordemos que para ello ya nos introdujo —en la primera parte— a la idea de verdad estética, en la cual se apoya). Este itinerario lo comenzó con una introducción histórica del enfoque contemporáneo de la hermenéutica, sobre todo de la mano de Dilthey. El siguiente paso va a ser realizar la lectura husserliana de un concepto fundamental en Dilthey, a saber: el concepto de vida. El enfoque husserliano, como se verá, será susceptible de algunas correcciones, las cuales tratará de llevarlas a cabo con el pensamiento de un autor poco conocido —por lo menos para un servidor— pero que es muy interesante: el conde de York. Finalmente, acabará con la aportación heideggeriana.

Vayamos con Husserl. Vaya por delante que el pensamiento de Husserl siempre es complejo, por lo que este post no va a ser de fácil lectura. Lo que está en juego ahora es una cuestión tan sencilla como compleja: qué es lo originario, si la conciencia o la vida. Frente al idealismo especulativo que sometió a dura crítica lo ‘dado’ positivamente, ya vimos el esfuerzo de Dilthey por recuperar esa positividad (facticidad) apelando —como decimos— a su concepto de vida. Sin embargo —y según la opinión de Gadamer— Dilthey no llegó hasta el final en su intención, final que sí alcanzaría Heidegger al coordinar de manera adecuada la cuestión de adecuación entre el ser ontológico y el ser histórico, apoyándose en la reflexión ya madura de un Husserl que se distanciaba de su objetivismo ‘platónico’ inicial dada su preocupación para hilvanar su fenomenología eidética con las ciencias del espíritu y su carácter intrínsecamente histórico. A juicio de Gadamer, Dilthey todavía se queda en un enfoque instrumental de la hermenéutica, a cuya luz lee la vida; con Husserl, se tratará de corregir este enfoque instrumental para comenzar a entrar en la ‘circularidad hermenéutica’, aunque con el precio de alejarse de lo estrictamente vital, por leer esta circularidad en términos eminentemente de conciencia. Con York, se dará el paso previo para recuperar esta dimensión vital, la cual cristalizará en Heidegger. Más o menos éste es el esquema que sirve Gadamer, esquema que —a nuestro modo de ver— también es susceptible de alguna matización.

La preocupación de Husserl giraba en torno al «a priori de la correlación entre objeto de la experiencia y forma de los datos», es decir, el proceso según el cual se genera en nosotros una determinada elaboración gnoseológica, proceso en el que la ‘conciencia’ juega un papel fundamental. Así, Husserl definirá la conciencia como «‘vivencia intencional’ de la unidad real de la conciencia de las vivencias y de su percepción interna». Como se puede apreciar, se trata de un concepto un tanto confuso. Conciencia es para él un concepto estructural, relacional, no una entidad con capacidad para realizar diversas acciones.

La conciencia es un constructo del que somos conscientes en la medida en que se ejercita como tal (en el seno de ese constructo estructural): soy consciente de mi conciencia en la medida en que ésta está actuando intencionalmente. Y en ello consiste su ser. Por ello, para Husserl la conciencia no es un ‘algo’, no es un objeto, sino una ‘atribución esencial’.

De este modo, la subjetividad humana aparece como algo dado a la conciencia, y consecuentemente deberá ser algo de lo que la fenomenología se ocupe: el yo aparece como fenómeno también, y ha de ser investigado no como ‘percepción interna de un yo real’, pero tampoco como una mera reconstrucción del ‘ser consciente’ (es decir, como un polo trascendental al que adjudicamos la ubicación de los contenidos de la conciencia). Insisto: el yo —para Husserl— no es primariamente un ente real, el cual ejerce su conciencia; sino que la conciencia es un ‘ser consciente’, o mejor, un ‘ir siendo consciente’ de todo aquello con que se relacione en el mundo. La conciencia es, para Husserl, algo estructural, relacional; su problema no es qué sea la conciencia en términos de realidad.

Pues bien, en la medida en que la conciencia es una ‘toma de consciencia de’, es evidente que, en la vida, la toma de consciencia incluye inevitablemente una dimensión temporal, un decurso tempóreo. Es por ello que, en este contexto, Husserl incluye la reflexión sobre el tiempo, en la medida en que los actos intencionales son decurrentes y ya no son considerados tan puros como ocurría en la fenomenología más objetivista (del primer Husserl, digamos). Los actos de conciencia y las vivencias ya no son un dato último, sino que se incluyen en un horizonte temporal: la conciencia es tempórea, y su intencionalidad recae en primera instancia sobre su objeto de aprehensión, pero en segunda instancia sobre todo aquello que circunda a ese objeto específico y sobre lo que podría recaer su atención en un momento dado. Siempre que percibimos algo, lo percibimos en un contexto más amplio, en un horizonte que no es sólo de configuración espacial sino también temporal: de comprensión y de sentido. Y todo ello influye en la constitución de la conciencia como constructo intencional.

Ahora, el horizonte cobra una importancia fundamental en Husserl, pues es él el que de alguna manera salva la continuidad en el devenir tempóreo de la conciencia. Un horizonte no es una frontera delimitadora, sino «algo que se desplaza con uno y que invita a seguir entrando en él». Todo lo dado no es dado de modo puro, sino que es dado en el mundo inserto en un horizonte. ¿Dónde situar, en este nuevo cuadro de coordenadas, la reducción eidética propia de los primeros trabajos de la fenomenología? Se puede apreciar cómo la epokhé se torna ahora complicada, ya no sólo por esta consideración de la mundanidad de la cosa, sino sobre todo porque la misma realización de la epokhé se lleva a cabo desde una situación determinada, desde un horizonte determinado, y que también está dado previamente. Aquella conciencia que se pregunta por el a priori del acto intencional ya no es una conciencia pura, sino una conciencia contextualizada, situada…

Aquí se sitúa Husserl junto a Dilthey, quien desde la afirmación de que «en las venas del sujeto conocedor que construyeron Locke, Hume y Kant no corre verdadera sangre», hizo por retrotraerse a ese ámbito previo que él denominó vida. Incluso Husserl llegó a hablar de ‘vida de la conciencia’, intentando acentuar el matiz de que la conciencia no es únicamente las vivencias de la conciencia sino también todas aquellas intencionalidades ocultas e implícitas que también entran en juego en su tarea intencional. La cuestión para Husserl fue articular todo esto, sobre todo el importante concepto de horizonte, pues se erigía así en ese algo previo sobre el cual se daba lo que hasta entonces era la actividad radical estrictamente hablando, la propia conciencia.

El horizonte no está específicamente producido por alguien en concreto, sino que está ahí, se da, y es compartido por todos: es anónimo; este concepto llegará a denominarse mundo vital, «es decir, el mundo en el que nos introducimos por el mero vivir nuestra actitud natural, que no nos es objetivo como tal, sino que representa en cada caso el suelo previo de toda experiencia», y que también se dará en toda actividad científica ya que es más originario que ella.

Con este concepto Husserl va más allá de su objetivismo inicial, ya que se trata de un concepto de carácter histórico: cuando nacemos entramos en un mundo, y vivimos en él históricamente. La cuestión es cómo hablar desde esta situación de un ‘yo puro’, que en definitiva era la intención de Husserl: «la reflexión trascendental que pretende superar toda validez mundanal y todo dato previo de cuanto sea distinto de ella está obligada a pensarse a sí misma como circundada por el mundo vital». Ésta es la cuestión.

Y esta cuestión, lejos de ser un problema para Husserl es su verdadero reto, pues es consciente de que sólo se puede alcanzar el yo puro superando ese yo instalado en un horizonte mundanal, porque el ‘yo originario’ no es un ‘yo real’, fáctico, histórico: el yo originario es algo absolutamente no relativo. Y es aquí donde hay que situar estrictamente su concepto de vida, ya que vida —en Husserl— no es el vivir natural o cotidiano, sino que es esa subjetividad trascendental originaria alcanzada, que es precisamente la condición de posibilidad de cualquier auténtica objetivación. Y ello porque no se trata de oponer subjetividad y objetividad (porque entonces esa subjetividad estaría considerada objetivamente) sino que ambas van de la mano formando una estructura relacional, un constructo de correlaciones, lo que implica que lo primario es la relación (antes que los polos, que se sitúan en ella).

Este constructo que se da en el horizonte vital, ese mundo vital, en definitiva era también considerado por Dilthey cuando hablaba del nexo vivencial: la unidad de la corriente vivencial, en devenir, es previa a cualquier conciencia individual. La vivencia individual, pues, no es lo primario; lo primario es el fondo que subyace a esa vivencia individual. El problema husserliano es si a partir de este planteamiento, si a partir de esos datos últimos de la conciencia, se puede argumentar adecuadamente el acceso al mundo de la vida, tal y como lo entiende Dilthey, sin caer en la instrumentalidad; en concreto, el problema de la intersubjetividad y del tú, ya que la conciencia no posee a ese tú de modo originario sino en tanto que objeto, que es totalmente distinto.

21 de agosto de 2018

La ¿pureza? del quehacer científico

En el post anterior ponía así, como de pasada, entre paréntesis, un pequeño comentario que me ha supuesto algún que otro tirón de orejas. Vaya por delante que de lo que en él estaba hablando no era de la ciencia, sino del cientificismo, que es algo diferente. A poco que alguien me conozca, sabrá que un servidor nada tiene contra la ciencia, todo lo contrario; siendo fiel a mi formación técnica, creo que hoy en día no es recomendable —ni posible, diría yo— pensar filosóficamente sobre cualquier tema desconociendo el estado de la cuestión del conocimiento científico (entre otros) en tal asunto.

La frase a la que me refería es aquella en la que dudaba de la posibilidad de que la ciencia fuera un asunto de conocimiento de ‘hechos’, de verdades eminentemente ciertas referidas a un conocimiento absoluto de la realidad. Evidentemente, el conocimiento científico por ser como es y por apoyarse en una experiencia empírica sensible de objetos físicos (llamémosles así), goza de un estatuto de objetividad del que no gozan otros tipos de conocimiento, como el filosófico, por ejemplo, más especulativo. Pero —a mi juicio— ello no quiere decir, por un lado, que no haya conocimiento válido fuera de ella y, por el otro, que su conocimiento sea perfectamente objetivo, que es a lo que iba. También hay que decir que tampoco todos los científicos piensan así (algo de lo que puedo dar fe). Como decía, no se trata de ir contra la ciencia, sino contra el cientificismo, sencillamente para caer en la cuenta de que no todo es tan bonito.

A mi modo de ver, se puede dudar de esa pretendida ‘objetividad absoluta’ de la ciencia en dos aspectos, aunque en este post me referiré sólo al segundo. El primero tiene que ver con el hecho de que los científicos antes que científicos, son personas. Esto que, dicho así, resulta obvio, arroja una serie de matizaciones que es preciso considerar, como el hecho de que, en tanto que personas, y como el resto de personas, ven influido su quehacer profesional no pocas veces por elementos —digamos— poco profesionales, científicos en su caso: estados de ánimo, momentos de inspiración, inquietudes, intereses personales, problemas afectivos, trastornos de distinta índole… Pensar que por el hecho de estar aplicando una metodología científica el resultado no se ve afectado por todas estas ‘contaminaciones del quehacer científico’ me parece sencillamente simplista. Se me dirá que, independientemente de todo ello, el resultado de la ciencia ha de ser capaz de soportar su crisol metodológico; y, ciertamente, es así, claro, pero no es menos cierto que gran parte de los resultados no dependen únicamente de la metodología científica, sino de todo lo que se hace previamente a comenzar dicha metodología en una experimentación, y que con no poca frecuencia es de todo menos científico. La ‘creatividad’ del científico tiene mucho que decir aquí (experiencias de distinto carácter que les marcan el rumbo a seguir); y, por qué no, también el factor suerte, casualidad… (llamémosle como queramos) el cual, no pocas veces tampoco, ha sido determinante para realizar grandes descubrimientos. Y, por qué no, también deberíamos hablar aquí del grave problema de la inducción. Con estos comentarios no quiero decir que la metodología científica no sirva para nada, ni mucho menos; tan sólo pretendo poner de manifiesto que, además de ella, hay otra serie de factores o de dimensiones que también están presentes en el ejercicio de la ciencia, y que no hay nada de malo en ello, todo lo contrario.

Pero bueno, paso ya al segundo aspecto referido a ‘la’ ciencia en general, más que al científico en particular. Se suele tener la impresión de que el quehacer científico es algo que se debe a sí mismo, que la ciencia misma se dicta su propio camino. Se dice que la ciencia es la búsqueda de la verdad por excelencia, capaz de superar supersticiones y sofisterías de distinta índole, ‘a golpe de metodología científica’, distinguiendo así el conocimiento verdadero de ‘otras’ formas de conocimiento. La ciencia sería así un ‘conocimiento puro’, ajeno a las vicisitudes de la vida cotidiana y de su aplicación, desvinculándose incluso de cualquier responsabilidad ética, la cual recaería no sobre ella sino sobre la tecnología en tanto que aplicación suya. Pues bien, tal y como explica José Sanmartín en su libro Los nuevos redentores, quizá esto no sea tan así; o, seguramente, no es tan así.

Porque el devenir de la ciencia no es algo ‘decidido’ únicamente por la ciencia, sino que se debe en mayor o menor medida a distintas ‘presiones’. Creo que aquí hay que distinguir el quehacer de los científicos ‘auténticos’ que, seguramente, serán multitud, del quehacer de los que manejan los hilos de la ciencia o de las investigaciones científicas, que esto es harina de otro costal.

Para explicarlo, el profesor Sanmartín nos habla de tres niveles en las teorías científicas, mediante los cuales pone de manifiesto que esa pretensión de conocimiento puro es más una ilusión que una realidad, y ello por el hecho de que los caminos por los cuales avanza la ciencia están íntimamente relacionados con el contexto social, cultural y tecnológico en el que se lleva a cabo, así como el político y, cómo no, el económico.

El primer nivel estaría compuesto por aquellas teorías científicas que tienen su origen en tradiciones operativas ya asentadas y generalizadas, como la elaboración del pan o de la cerveza. En dichas técnicas, se sabe cómo funciona la naturaleza, pero no se sabe por qué. Lo que hace la ciencia es avanzar en el conocimiento de dichos fenómenos, para amplificarlos e incluso, reemplazar a la naturaleza en aquellos casos que sea posible; reemplazo que, en no pocos casos, dista mucho de ser inocuo como, por ejemplo, en los que tienen que ver con la modificación genética.

Las teorías de segundo nivel suelen acompañar a las anteriores; se apoyan en una tecnología dada, y lo que suelen hacer es tratar de justificar científicamente los beneficios que dicha tecnología puede aportar a la humanidad. Frente a los distintos riesgos que toda nueva aplicación tecnológica (genética, energética…) pueda aportar, de los que la opinión social pueda hacerse eco y ejercer presión en sentido contrario a su desarrollo, estas teorías prometeicas nos dibujan paraísos futuros, pero próximos, que serán alcanzables gracias a estas nuevas tecnologías. Estas teorías no sólo existen, sino que están a la base de grandes enfrentamientos entre los mismos científicos.

Por último, están las teorías científicas de tercer nivel, que tienen que ver con la cosmovisión que en un momento dado se tenga de la realidad; están referidas, pues, a un marco más amplio, conformado por enunciados generales, comúnmente aceptados, y que no son susceptibles de falsación. Estas teorías son extrapoladas del ámbito científico, y permean todos los sectores de la población.

Pues bien, en el seno de esta estructura (para nada inocente) se sitúa el quehacer científico, en el cual habrá sin duda una dimensión de autenticidad, pero que es acompañada en una proporción elevada de momentos no tan puros. Por un lado, la ciencia está determinada por los intereses de su aplicación tecnológica, y por otro, por los intereses de grupos de presión que, por qué no decirlo, a lo mejor (sólo a lo mejor) se benefician de su aplicación, moneda de pago de la financiación (des)interesada que han realizado previamente, cuanto menos en algunos sectores. Y sí, la ciencia también está dirigida por la búsqueda de la verdad y la comprensión de la realidad. Supongo que sería del interés general que sólo perviviera esta última, la ciencia básica, pero como vemos no siempre es así. Y el caso es que, cuando es así, también genera grandes beneficios; para muestra un botón.

14 de agosto de 2018

Ética de la vida pública y/o de la vida privada

Desde un punto de vista ético, hoy en día se da en nuestras sociedades una situación paradójica, a saber: por un lado, ante los abusos que cotidianamente vemos que se producen a nuestro alrededor (corrupción, violencia, segregación…), hay una respuesta unánime de condena y rechazo; por el otro, cuando se habla en términos de una ética que pueda ser socialmente aceptada incluso a nivel individual, y desde la cual aquella condena y aquel rechazo puedan ser legitimados, tampoco suele tener muy buena recepción, todo lo contrario. Efectivamente, hablar hoy en día de ética puede provocar distintas reacciones (simplificándolo mucho): una mirada displicente e irónica, una sonrisa cínica, unos ‘oídos sordos’ sin mayor contemplación… pero también una preocupación honesta y profunda, preocupación dirigida hacia el análisis de esa separación establecida entre la ética de la vida pública (en la que mayormente se suele coincidir, cuanto menos en algunas cuestiones especialmente destacables) y la ética de la vida privada (en la que suele prevalecer una dimensión meramente subjetiva, personal). ¿Es viable intentar fundamentar una moral, que sea capaz de aunar esas dos dimensiones, la pública y la privada, la institucional y la ciudadana? ¿Puede darse una vida pública ética, sin su correlato en las biografías personales de los individuos?

Como nos dice la profesora Adela Cortina en su Ética sin moral, echando un vistazo a nuestro alrededor y al panorama filosófico de nuestro momento, se puede observar con facilidad que «no soplan vientos favorables para quienes pretendan embarcarse en la tarea de fundamentar lo moral». Pero quizá sea la existencia de estos vientos desfavorables la que solicite de modo ineludible el emprendimiento de dicha tarea, como hace ella misma. El análisis que realiza Cortina de la situación actual me ha parecido muy sugerente e instructivo. Esta autora tiene el don de una pluma fácil, la cual la hace comprensible sin gran dificultad, sin por ello dejar de transmitir contenidos más que interesantes y de calado.

Efectivamente, hablar hoy en día de ‘fundamentar la moral’ o, mejor todavía, de ‘fundamentar…’ algo, lo que sea, de entrada, genera animadversión. Esta pretensión es enseguida utilizada por distintos adalides para calificar de dogmáticos, retrógrados, u otras denominaciones que omito aquí transcribir, a aquellos que la buscan. Quizá subyazca a esa actitud una mala comprensión de lo que sea una fundamentación. Pero bueno, no quisiera entrar en esta cuestión, sino limitarme a dibujar someramente el mapa de las corrientes filosóficas actuales, para leerlas a la luz de la posibilidad de dicha fundamentación moral, siguiendo la obra citada. Hoy en día coexisten distintos enfoques filosóficos con una clara repercusión en la dimensión moral: cientificismo, racionalismo crítico, pragmatismo, posmodernidad, pre-modernidad…

Quizá ese abismo abierto entre las dimensiones pública y privada sea consecuencia principal de esa corriente conocida como cientificista la cual, no sólo niega cualquier fundamentación de lo moral, sino que niega cualquier otro tipo de conocimiento (válido) que no siga la metodología científica. En el origen de esta corriente se encuentra la separación clara entre ‘hechos’ y ‘valores’; es decir: entre lo que ocurre o lo que es, y lo que debe ser. Como es sabido, esta distinción en el mundo clásico carecía de sentido debido a las cosmovisiones predominantes; cosmovisiones que fueron desestimadas por el mundo moderno, sustituyéndolas por las suyas propias.

Mientras las valoraciones siempre implican una dosis de subjetividad —se dice— los hechos son totalmente objetivos (como si esto fuera posible). Éste es el motivo de que esta corriente reserve a la metodología científica cualquier posibilidad de conocimiento racional y objetivo, frente a la irracionalidad y subjetividad del mundo moral (entre otros).

Este proceso no es casual, ni mucho menos. En un mundo (el actual) en el que las cosmovisiones fuertes (al estilo clásico) ya no tienen cabida, no es viable una visión del mundo ‘con contenido’, con lo cual se llega a una situación de pluralismo axiológico que hoy está presente de modo evidente, lo cual en sí mismo no es algo negativo; lo negativo es —a mi modo de ver— deslizarse por esa suave pendiente que te lleva del pluralismo tolerante, comprometido y respetuoso a ese ‘todo da igual’, y de éste al ‘nada importa’ salvo lo que me importa a mí. Que quizá sea una imagen más real de la situación actual.

Y ya nada importa valorativamente hablando porque, del mismo modo que ‘lo científico’ se considera racional, ‘lo moral’ se considera irracional y, por tanto, no es lugar apropiado para un saber legítimo. Este tránsito está propiciado o posibilitado por un cambio sustancial en la consideración de la razón la cual, gracias al crecimiento indiscutible de la ciencia en los últimos siglos, y a su omnipresencia tecnológica en todos los ámbitos de la vida humana, se ha ido convirtiendo paulatinamente en una razón de medios, en una razón instrumental —que diría Weber—, en detrimento de otro tipo de razón, o mejor, de otro uso de la razón: del uso práctico, o del uso axiológico.

Ante esta situación cabe preguntarse si, efectivamente, lo moral es tan subjetivo como se pretende desde esta postura, si lo moral es tan irracional como se nos quiere hacer ver, dependiente en gran medida de las pasiones humanas del momento. Y cabe preguntárselo porque, incluso en el mismo seno del ámbito cientificista, hay situaciones o actuaciones que son totalmente inadmisibles desde el punto de vista moral (como no podía ser de otra manera, entiendo yo). Efectivamente, más allá de la subjetividad de los individuos, hay acciones cuya valoración moral es compartida universalmente, como pudieran ser el uso del terror para el dominio, el daño del ecosistema, el abuso infantil (¡y adulto!) de cualquier tipo… Sin entrar en la discusión casuística de estos ejemplos, creo que es cierto que hay cuestiones en las que no cabe una discusión sobre si nos parecen más razonables o no, más éticas o no: son condenables sin discusión. ¿Cómo puede ser esto, si lo moral es de entrada… algo irracional?

«En tanto la ética no agregue nada a nuestro conocimiento en ningún sentido —como quiere Wittgenstein—, en tanto sea a lo sumo ‘una tendencia sumamente respetable del espíritu humano’, de la que cabe hablar en primera persona, pero ayuna de racionalidad, quedará legitimada la tajante separación que en las democracias liberales se produce entre una vida pública, que queda en manos de los expertos en la racionalidad teleológica, y una vida privada, sujeta a las decisiones privadas de conciencia. Imposible criticar la vida pública desde lo moral; imposible criticar desde el conocimiento racional el ámbito de las decisiones, irracional y subjetivo».

A juicio de la autora, mientras expresiones como ‘esto es justo’ o ‘esto es bueno’ (y sus opuestas) no puedan ser sustituidas por ‘esto me parece bien’ o ‘esto me agrada a mí’, «mientras unas formas de vida sigan pareciéndonos más humanas que otras, seguirá habiendo una dimensión del hombre, de su conciencia, de su lenguaje, que merecerá por su especificidad el nombre de ‘moral’». Una moral, por otra parte, que será necesaria para legitimar a un derecho y una política que, sin ella, quedarían abandonadas en manos de unos tecnócratas que serán los que nos digan —en definitiva— lo que es bueno y es malo, y que nosotros acataremos porque… es lo políticamente correcto.

7 de agosto de 2018

Memoria emocional y educación no consciente

Freud llamó la atención sobre un fenómeno que, si bien era (y es) conocido por todos, no acababa de ser explicado adecuadamente en términos científicos. Es conocido que, de adultos, difícilmente podemos recordar sucesos que nos ocurrieron cuando contábamos con pocos años de edad, ya no cuando somos bebés (lo cual puede ser más o menos evidente) si no, por ejemplo, a partir de los dos años, época en la que, si bien todavía no contamos con una inteligencia lingüística desarrollada (que suele ocurrir un poco más tarde), sí que podemos realizar operaciones cognitivas de cierta complejidad (podemos ya hacernos entender, podemos relacionarnos…). Y el caso es que, si ya tenemos desarrollado a un nivel considerable nuestra facultad cognitiva, ¿cómo es que no podemos tener recuerdos de entonces? El paso del tiempo no debe ser una causa suficiente, pues sí que recordamos sucesos de un par de años más tarde y, desde el estado de adulto, no hay mucha diferencia entre recordar un suceso de hace treinta y cinco años a otro de treinta y siete. La causa debía estar en otro lugar.

Efectivamente, hoy sabemos que la causa se encuentra en otro lugar. Para poder explicarla, es menester atender a los diferentes procesos que tenemos para memorizar; o, mejor dicho, para realizar aprendizajes los cuales, en definitiva, son un modo de memorizar: aprender conductas. Son dos procesos independientes, pero íntimamente relacionados, de modo que en los adultos se suelen dar en perfecta sincronía (salvo trastornos puntuales), pero que responden a procesos fisiológicos diferenciados.

Lo usual entre nosotros es que asociemos cualquier aprendizaje con un aprendizaje cognitivo, que tiene que ver con un aprendizaje que podemos recordar y, consecuentemente, expresar verbalmente, pensar sobre él, ser conscientes de él, etc. El proceso según se va originando este tipo de aprendizaje (que podemos considerar a largo plazo) se localiza en el seno del lóbulo temporal, entre las zonas corticales y el hipocampo. Lo que aquí ocurre es la ‘generación’ de este tipo de memoria (estrictamente hablando, el aprendizaje o la génesis de los recuerdos a largo plazo), ya que su almacenamiento se dará en el ámbito cortical, no en el hipocámpico.

Pero éste no es el único modo que tenemos de aprender, o de memorizar conductas. Hay otra vía que tiene que ver con un aprendizaje que no es cognitivo, sino de otra índole: es un aprendizaje o memorización emocional, que se da porque ante determinados estímulos o sucesos, los identificamos como relevantes para nosotros por la carga emocional que suponen para nosotros, carga emocional que es precisamente la que nos lleva a mantenerla en nuestro sistema de almacenamiento. Este aprendizaje se da de modo diverso al anterior, centrándose en el núcleo amigdalino, lugar en el que se procesa mayoritariamente nuestra dimensión emocional. Este aprendizaje emocional es algo que se da en los seres vivos en general: si un animal va a beber a un estanque, y un día se encuentra con un depredador, a partir de ese momento cada vez que se acerque a beber agua irá con la precaución debida. El animal percibe muchas cosas, pero retiene (emocionalmente) aquellas que son significativas para él, en este caso para su supervivencia.

¿Qué tiene que ver todo esto con el problema planteado por Freud? Pues según parece mucho, pues ocurre que los niños tienen desarrollada la capacidad de aprendizaje emocional, pero no la hipocámpica; y esto es así porque, fisiológicamente hablando, el núcleo amigdalino se desarrolla más rápidamente que el hipocámpico, con lo cual los niños pequeños poseen capacidad de aprendizaje, pero no capacidad de aprendizaje cognitivo sino emocional.

Mediante el aprendizaje emocional se aprenden conductas y actitudes, pero sin ser conscientes de que se han aprendido, y sin saber muy bien por qué ni en qué situaciones.

Este aprendizaje no es para nada extraordinario; todo lo contrario, en el reino animal es el más frecuente, y tiene un peso muy importante en nosotros, pues suele ocurrir que nuestras facultades cognitivas se encuentran inevitablemente ‘coloreadas’ emocionalmente. Démonos cuenta de que cuando nosotros recuperamos un recuerdo a largo plazo, cognitivamente hablando ese recuerdo no posee ninguna dimensión emocional, sino que desde el punto de vista afectivo es un recuerdo neutro; dicha coloración emocional dependerá de dos cosas: de la memoria emocional que lleve aparejada de cuando tal recuerdo se fraguó, y de la vivencia emocional actual en el momento del recuerdo. Es decir, cuando recordamos algo a largo plazo, muy bien puede traernos la misma representación emocional que cuando se generó, o podemos sentir las emociones correspondientes al momento actual en que lo estamos recordando, en que lo estamos actualizando en nuestro presente. Un hecho puede ser traumático cuando lleva aparejado exageradamente dicho recuerdo emocional.

Pues bien, si he traído todo esto a colación es por la repercusión tan relevante que tiene en un tema que me parece especialmente relevante, como es el de los procesos educativos no conscientes (y a los cuales les he dedicado no pocos posts), los cuales suelen darse en edades tempranas de nuestras vidas, y condicionan fuertemente (no definitivamente) nuestras conductas y actitudes de adultos, incluso clínicamente en ocasiones. Son aprendizajes que realizamos de niños, normalmente en ausencia de la consciencia y de la cognición, pero que se imprimen profundamente en nuestras estructuras personales, generando conductas y actitudes —como digo— las cuales, al identificarlas ya de adultos, tenemos que hacer un importante esfuerzo para comprender su origen. En este sentido, una estructura emocional serena y estable, contribuye sin lugar a dudas a una vida adulta equilibrada y confiada, con capacidad para afrontar las vicisitudes de la vida con un tono vital moderado, así como para relacionarse con las cosas y con las personas. Pero, por desgracia, no siempre es así.