29 de noviembre de 2022

Una naturaleza de orden bio-hermenéutico

Concluíamos este post anunciando la antropología de carácter bio-hermenéutico que nos explicaba el profesor Conill, tal y como nos explica en su libro Intimidad corporal y persona humana, mediante la cual trata de dar salida a las inquietudes contemporáneas sobre este tema. Es consciente de que el concepto de ‘naturaleza humana’ se ha tornado problemático en el contexto contemporáneo; quizá sea ―siguiendo a Gadamer― porque la ‘naturaleza’ del ser humano rebase su propia condición de ‘natural’. Idea que secunda a la polémica afirmación de Ortega y Gasset en su Historia como sistema (malinterpretada con frecuencia cuando es extraída de su contexto) de que el hombre no tiene naturaleza, sino historia. Con todo ello no se quiere poner de manifiesto sino el hecho de que lo específicamente humano de la persona no es sino sobrevolar las propias condiciones biológicas y orgánicas con que le ha dotado la naturaleza.

Ante la insuficiencia de las propuestas clásicas, consideradas como dogmáticas, no han faltado propuestas contemporáneas, también desde la neurociencia. La ciencia, por su propia metodología, trata de atender a los procesos tras el hallazgo de su explicación causal. Lo mismo la neurociencia, cuyo objeto de estudio es básicamente nuestro sistema nervioso, el cerebro en especial. Mediante el estudio de nuestros procesos nerviosos, parece que ya no hace falta pensar más en lo que sea el ser humano, ya que desde estos resultados se nos puede ofrecer una imagen fiel de lo que somos, una imagen objetivamente fiel.

Lo que hay que plantearse es si desde estos parámetros se puede dar debida razón de nuestra especificidad; si nuestro carácter en tanto que humanos cabe en una concepción metafísica clásica, antropológica moderna, o neurocientífica contemporánea. La respuesta del profesor Conill es negativa, ya que «esta actitud supone un regreso a posiciones filosóficamente anacrónicas, por cuanto implica una deshermeneutización de nuestra autocomprensión de la realidad humana», apelando a la necesidad de la transformación hermenéutica de la filosofía (según el famoso libro de Apel). Ya no sólo es que desde las incursiones cientificistas a la filosofía se empleen de un modo poco riguroso conceptos con una larga tradición filosófica, o incluso anacrónico, sino que no desde algunas filosóficas no se acaban de hacer eco del marco hermenéutico que impera ya en buena medida (dentro del cual, con las debidas distancias, podríamos incluir incluso los ‘juegos del lenguaje’ wittgenstenianos).

El error principal de las primeras opciones (tanto metafísicas como naturalistas) es la ‘objetivación’ de lo humano, siendo problemática la respuesta que se pueda dar a nuestra experiencia ‘subjetiva’, a la experiencia de la intimidad. Como dice Habermas, se produce en el sujeto un desdoblamiento entre dos aspectos: el del ‘observador-explicador’, y el del ‘participante-autor’; y lo común ha sido que este segundo aspecto haya pasado desapercibido. No es que desde otras tradiciones no se hicieran eco de nuestra intimidad, aunque seguramente lo hicieron desde la dualidad sujeto-objeto, y no desde la experiencia hermenéutica de la intimidad.

Así las cosas, muy bien puede ofrecer este camino un buen acceso para repensar aquello en que consista ser persona. Tal es la opción del profesor Conill: «de ahí que, a mi juicio, el único modo de retornar a la naturaleza humana sea por una vía hermenéutica que sea capaz de articular las diversas perspectivas que ofrece la experiencia humana, superando así los regresos naturalista y tecnocrático, que está siendo los caminos de la objetivación instrumental contemporánea (…)».

No se puede pensar el ser personal de modo ajeno al mundo de la vida, en el que se sitúa y que contribuye a abrir; un mundo de la vida que, para ser comprendido en toda su profundidad, es preciso atenderlo ―a mi modo de ver― en clave hermenéutica. Es esta base experiencial la que nos proporciona un horizonte de sentido partiendo de las innumerables vivencias que lo conforman, y sobre la cual se ‘montará’ la ciencia, además del resto de disciplinas humanas (como el arte, la filosofía, o la religión). Desde este perspectivismo hermenéutico se puede evitar cualquier interpretación dogmática, unilateral, sin caer necesariamente en un relativismo. Con esto tiene que ver la otra dimensión que estábamos comentando, la biológica, la relacionada con nuestra supervivencia, con nuestra vida: porque no hay duda de que una experiencia primaria es la de nuestro cuerpo, la de nuestra dimensión fisiológica y orgánica sin la cual no podríamos sencillamente vivir, y que nos ayuda a ‘tener los pies en el suelo’.

¿Es suficiente la ciencia (biología, neurociencia) para dar razón de nuestra dimensión corpórea, orgánica? Para responder a esta cuestión debemos hacernos eco, no sólo de aquellas disposiciones naturales que nos especifican del resto de especies vivas en tanto que humanos, sino, sobre todo, de cómo nosotros formamos parte de la naturaleza, del mundo. El hombre no sólo existe, sino que ‘existe para sí mismo’, determinando su propio ser. Esto es lo que se quiere decir cuando se afirma que el ser humano no es sólo biología, sino también biografía, conciliándose ambas dimensiones en un todo unitario que no es sino nuestro ser personal: ni somos sólo biología, ni somos sólo biografía.

En nuestra dimensión biológica, no hace falta destacar y agradecer los grandes pasos que se han dado durante el siglo XX sobre todo en la genética contemporánea, partiendo de los primeros estudios iniciáticos de Gregor Mendel. Una ciencia, tanto a nivel fisiológico como neural, a la que todavía le queda mucho por andar, pero que está ofreciendo inestimables aportaciones para conocernos y comprendernos mejor en los fenómenos de conciencia, de percepción, afectivos, etc. Ante ello caben dos posturas: bien la de aquellos neurocientíficos que se erigen en nuevos filósofos, bien la de aquellos neurocientíficos que colaboran con los filósofos. Los primeros suelen considerar que la experiencia subjetiva, en la que se sitúan categorías tales como libertad, inteligencia, etc., son explicables mediante el conocimiento neural; los segundos tratan de hacerse eco de este problema, al cual no ven tan fácil solución; en su opinión no es tan sencillo afirmar cómo, desde una experiencia en ‘tercera persona’ que es como los científicos tratan a la naturaleza para poder conocerla (dualidad sujeto-objeto) se puede dar razón última de las experiencias en ‘primera persona’, tratando de establecer puentes entre ambos ámbitos.

22 de noviembre de 2022

Del salto cuántico a las mutaciones

Veíamos aquí cómo, desde el punto de vista molecular, el hecho de que la energía se transmitiera a golpes tenía sus ventajas, ya que ello propiciaba la estabilidad de la molécula ante ciertas variaciones energéticas pequeñas, siendo necesaria que éstas superen un determinado umbral para provocar un cambio en su estructura; en el ámbito que nos ocupa, moléculas orgánicas, ese cambio estructural se traduciría en una mutación. El hecho de que las mutaciones, o cambios estructurales moleculares, se hagan a golpes, va a ser fundamental para la vida.

Este suministro de energía a las moléculas biológicas se realiza sobre todo mediante el calor: es necesario ‘calentar’ la molécula para sacarla de su estado estable y llevarle a otro. Los efectos de la energía calorífica son un poco irregulares; es decir, no es estrictamente cierto que, a una temperatura exacta, siempre la misma, se produzca el salto; sólo se puede estimar ese salto probabilísticamente. Con otras palabras: cuando se ‘baña térmicamente’ a moléculas similares, no todas saltan exactamente igual, sino que cada una lo hace cuando lo hace, siendo imposible prever cuándo ‘esta molécula en concreto’ va a saltar. Lo que sí se puede hacer, como se hace en casos similares a éste, es hablar de valores medios; en nuestro caso, la variable que se emplea es el tiempo de expectación, es decir, «el tiempo medio que hay que esperar hasta que se produzca la elevación».

Unos pocos datos técnicos. Polanyi y Wigner investigaron a fondo este tiempo de expectación (t), y averiguaron que dependía de dos variables energéticas, a saber: la primera relacionada con la cantidad de energía a suministrar para propiciar el salto (W), y la segunda con la intensidad del movimiento térmico propio, el cual depende de la temperatura en que se encuentre la molécula previamente (si la temperatura es T, este valor se define como kT, siendo k la constante de Boltzmann). Decíamos que el tiempo de expectación dependía de estas dos variables, de W y de kT. Es fácil pensar que, cuanto mayor sea W, cuanta más energía haya que suministrar, mayor será dicho tiempo; y que cuanto mayor sea kT, más ‘agitadas’ estarán las partículas, por lo que dicho tiempo será menor. Por lo tanto, el tiempo de expectación será proporcional a W/kT. Se ha comprobado que para W/kT = 30, el tiempo de expectación es de una décima de segundo; para un valor de 50 aumentaría hasta casi un año y medio; y para un valor de 60 hasta nada menos que treinta mil años.

Se observa claramente una escala logarítmica, según la cual se puede expresar así al tiempo de expectación: t=τe^(W⁄kT), siendo τ una constante muy pequeña, del orden de 10⁻¹³ – 10⁻¹⁴ segundos. Esta ecuación tiene una importancia fundamental, pues viene a indicarnos la probabilidad de que una determinada molécula cambie de estado ante una incidencia accidental de energía; probabilidad que ―como decía― depende del cociente W/kT, aumentando exponencialmente conforme crece linealmente este cociente, lo que tiene una relevancia en el mundo de la vida fundamental.

Pues aquí está el meollo. Cuanto menos agitada esté una molécula orgánica, y más energía haya que aplicarle para que dé el salto, más estable será, y menos facilidad tendrá para mutar; y viceversa: cuanto más agitada esté, y menos energía haya que suministrar, más inestable será y más fácil será que mute. Por lo general estas mutaciones no son sino modificaciones en el seno de la molécula; más que cambiar sus componentes, se suelen reconfigurar atendiendo a órdenes distintos, algunos más relevantes que otros. Es fácil pensar que las moléculas orgánicas tienen una estabilidad suficiente que les posibilite existir con cierta garantía, siendo preciso algún fenómeno anómalo para que la mutación se dé. En caso contrario, no existirían moléculas lo suficientemente estables para posibilitar la existencia de especies o de individuos, o de la misma vida.

15 de noviembre de 2022

El encanto de lo hondo: la tercera vía en la génesis del lenguaje

La idea nuclear en la que se apoya Merleau-Ponty es que, como vimos, el pensamiento no es una representación; un pensamiento, o un discurso, no lo es de algo previo ya definido, que en un momento dado lo expresamos bien mental bien oralmente, sino que es algo en construcción durante su pensarse o su decirse. Por eso afirma: «el orador no piensa antes de hablar, ni siquiera mientras habla; su discurso es su pensamiento». Algo análogo ocurre en el que escucha o en el que lee: que el pensamiento que surge en su interior no es algo distinto a la comprensión de las palabras que va escuchando o leyendo. Evidentemente que luego podrá reflexionar lo que estime oportuno sobre lo escuchado, pero eso será una vez se haya roto el encanto de la lectura o de la escucha. Mientras dura el encanto, la comprensión sucede sin un solo pensamiento explícito, el sentido está presente en todo momento.

Conforme vamos armando un discurso, escogemos los vocablos no como productos en un escaparate, sino que afloran según lo que se necesita expresar, con la confianza de que se sabe que están allí, del mismo modo que sabemos que hay ciertas cosas de la casa a nuestras espaldas aun cuando no las estamos viendo. Los vocablos disponen un campo de expresión que necesita concretarse en un nexo de sentido determinado, el cual irá precipitándose conforme a su cristalización, del mismo modo que no nos representamos explícitamente los movimientos de nuestros brazos y manos para tocarnos la pierna, sino que, sencillamente, lo hacemos.

La palabra no es el ‘signo’ del pensamiento (como el humo lo es del fuego); tampoco es su envoltura, su revestimiento. Los términos están envueltos entre sí, son como distintas dimensiones de una única realidad: se puede decir que el vocablo es la encarnación (lingüística) del pensamiento en su expresión. Los significados de las palabras no se deben situar ‘horizontalmente’ según su definición de diccionario, sino sobre todo ‘ortogonalmente’ entroncándose con la vivencia originaria del sujeto hablante. Por este motivo «la operación de expresión, cuando está bien lograda, (…) hace existir la significación como una cosa en el mismo corazón del texto, la hace vivir en un organismo de vocablos, la instala en el escritor o en el lector como un nuevo órgano de los sentidos, abre un nuevo campo o una nueva dimensión de nuestra experiencia».

Esta experiencia es fácilmente reconocible en el arte, sobre todo en la música: los distintos sonidos no son ‘algo otro’ a la melodía, sino que son la melodía misma en su ejecución, la cual se nos hace presente mediante ellos. En eso consiste lo estético del arte, en establecer esa coincidencia entre lo que se quiere decir y su decirse, transponiendo los signos empleados de su significado acostumbrado hacia otros nuevos, porque pasan a pertenecer a otro mundo. Lo mismo ocurre en el uso de la palabra, y no sólo en la poesía, sino en todo discurso que se precie de serlo.

¿Cómo se da un pensamiento nuevo? ¿Cómo es su génesis? No se trata de un pensamiento puro el cual, una vez ya configurado, lo expresamos mediante palabras, sino que es un proceso creador que no se sabe muy bien cómo va a discurrir, sino que se va averiguando conforme se va construyendo. «La intención significativa nueva no se conoce a sí misma más que recubriéndose de significaciones ya disponibles, resultado de actos de expresión anteriores. Las significaciones disponibles se entrelazan a menudo según una ley desconocida, y de una vez por todas comienza a existir un nuevo ser cultural», de modo análogo a como nuestro cuerpo se presta a emprender un gesto nuevo, o nuestra conducta a una acción novedosa.

Cuando un pensamiento nuevo me es suscitado al escuchar un discurso, ello ocurre apoyándome en vocablos cuyos significados ya conozco. Pero este pensamiento no es construido mediante una combinación diferente de dichos vocablos, de modo que conseguiría así la ‘representación original’ que me ha transmitido el que habla; con lo que me hago es con un estilo de ser del hablante, con el mundo tal y como él lo enfoca, en este caso mediante sus palabras. El discurso del hablante no colma todo lo que quiere decir, así como su escucha por parte del interlocutor tampoco lo alcanza en su totalidad; el discurso apunta a un mensaje más amplio y profundo, cuyas palabras no son sino la punta del iceberg, anhelantes de ser completadas por el marco lingüístico referido a su comprensión del mundo. «Así como la intención significativa que ha puesto en movimiento la palabra del otro no es un pensamiento explícito, sino cierto hueco que quiere colmarse, igualmente la prosecución por mi parte de esta intención no es una operación de mi pensamiento, sino una modulación sincrónica de mi propia existencia, una transformación de mi ser». La comunicación no es algo meramente intelectual, sino que lo intelectual deja traslucir una honda intención que podría ser dicha seguramente con otras combinaciones de vocablos; por eso es tan importante no quedarse en el mero discurso, sino ser capaz de trascenderlo para acceder a ese vasto mundo hacia el que él apunta.

8 de noviembre de 2022

Los complejos comienzos del cálculo de sistemas complejos

Se podría pensar que la teoría del caos pretende introducir el azar en la física de los cuerpos cotidianos, en la física macroscópica. Pero no debemos dejarnos llevar a engaño: en realidad, los procesos caóticos no son tan caóticos, o no son tan azarosos, sino que más bien su carácter es determinista. ¿Por qué, pues, su carácter caótico? Pues porque es tal su complejidad que, en la práctica, no somos capaces de poder conocerlos a la perfección, y de ahí su impredecibilidad. Por la misma causa, por su complejidad, provoca que pequeñas variaciones iniciales pueden dar lugar a resultados muy dispares. Tampoco podemos olvidar que en muchas ocasiones —a decir verdad, casi siempre— la realidad es más compleja de lo que pensamos, y la capacidad de predicción de la ciencia parece diluirse poco a poco. Sabemos cómo cae del árbol la famosa manzana de Newton; pero ¿podemos adivinar la trayectoria de una hoja que se desprende de ese mismo árbol empujada por una ligera brisa? En este caso, diminutas variaciones tienen importantes repercusiones en el resultado final y dificultan enormemente las predicciones. Si lo pensamos, como la vida misma: con frecuencias, pequeños sucesos sin aparente importancia pueden cambiar por completo nuestras vidas, e incluso el curso de la historia.

La teoría del caos nace con la vocación de detectar ciertas pautas y orden donde antes sólo veíamos azar e irregularidad. Si nos remontamos unas pocas décadas atrás, todavía prevalecía el espíritu de la nuova scienza, paradigmáticamente representado por el gran Newton. Según este espíritu, se tenía la convicción de que, aplicando las leyes y modelos correspondientes, se podría describir cualquier fenómeno natural, siempre que se tuviera la suficiente información: sólo era cuestión de tiempo y de operar. Por complicado que fuera el problema, siempre se podía conseguir un sistema de ecuaciones lo suficientemente fiable que reflejara la influencia de todas las variables que aparecieran en él. No hay que decir que la invención de los ordenadores a mitad del siglo XX supuso un gran impulso en este sentido, ya que agilizó y amplificó exponencialmente la capacidad de cálculo.

Impulsados por la inestimable ayuda de los ordenadores, y por el devenir propio de la ciencia, se fueron encarando problemas cada vez más complicados, los cuales se trataron también de expresar mediante las ecuaciones correspondientes. Ello ocurrió también con el fenómeno del tiempo meteorológico, aunque presentó una gran resistencia. No obstante, su afrontamiento dio pie a una circunstancia providencial como suele ocurrir (y que he conocido gracias a este post).

Lorenz (de quien ya hablé aquí) fue el primer meteorólogo que trató de formalizar matemáticamente el tiempo, lo que le llevó a un descubrimiento imprevisto. Según parece, trabajando sobre el modelo matemático que empleaba, repitió unos cálculos que ya había realizado, aunque en este segundo caso lo hizo redondeando las cifras a un número menor de decimales. Cuál fue su sorpresa cuando los resultados del programa fueron muy diferentes a los que había obtenido introduciendo los datos con más cifras. Lo acostumbrado era que los resultados matemáticos confluyeran a pesar de que los datos de entrada variaran un poco. Pero la experiencia de Lorenz iba en un sentido totalmente opuesto: una pequeña variación en los datos de entrada provocaba amplias diferencias en los resultados. De un modo totalmente casual, Lorenz había ideado un modelo matemático capaz de reproducir el conocido efecto mariposa, lo que a la postre se convirtió en el primer modelo capaz de representar de alguna manera un sistema complejo. Como es fácil pensar, este modelo se fue perfeccionando con el tiempo, lo que ha contribuido a afinar los partes meteorológicos, ofreciendo cada vez pronósticos más fiables (¡aunque aún sigue habiendo predicciones desafinadas!).

1 de noviembre de 2022

Ámbitos de la realidad

Tal y como hemos estado viendo en una buena serie de posts, se puede hablar de realidad —a mi modo de ver— en términos más amplios que los de materia; podríamos distinguir aquella realidad que de alguna manera nos es dada (está ahí y nosotros nos damos cuenta de ella en virtud de nuestra sensibilidad), de aquella otra en la que de alguna manera intervenimos nosotros en su existencia (creaciones literarias, postulaciones matemáticas, teorías científicas…). La primera sería la realidad física, material, la del universo y la de la naturaleza, la de los átomos y la de los genes, la de la piedra y la de nuestro coche… La otra, la de la conceptuación, la del arte, la de las relaciones humanas, la del sentido…

Para las posturas más naturalistas, este segundo ámbito de realidades es más que discutible. Por lo general se les niega su existencia interpretándolo según su correlato fisiológico humano. El asunto pasa por si dicho correlato es suficiente para dar razón de dicho ámbito y, si no lo es, si es cuestión de tiempo que lo pueda hacer o si es tarea imposible, aunque se disponga de todo el tiempo del mundo, por tratarse de fenómenos cualitativamente diversos. En cuyo caso es tarea harto interesante intentar comprender su origen o su génesis, y cómo afecta a nuestras vidas. Que las realidades pertenecientes a este segundo ámbito tengan un correlato material, o cierto sustrato fisiológico, creo que es más que razonable aceptar. La cuestión es si dicho correlato material o fisiológico es suficiente para dar explicación de dicha realidad. Por ejemplo, un pensamiento posee sin duda un correlato neural a base de sinapsis, etc.; pero ¿es suficiente apelar a esa combinación de sinapsis y neuronas para ‘atrapar’ todo lo que es un pensamiento?

Esta es la cuestión que se abre, y en la que pueden entrar a dialogar científicos y filósofos (a mi juicio), porque si para unos la existencia de estas realidades no tiene sentido plantearla, para otros explicarlas a partir de su sustrato fisiológico y material no es suficiente.

Pues bien, a la luz de estas consideraciones (y otras tantas que se pudieran añadir), se comprueba que la búsqueda de la estructura de lo real es un topos en el que pueden confluir la actividad científica y la filosófica, de modo que si se va por una vía adecuada el saber científico podrá leerse a la luz de las estructuras meta-físicas o trans-físicas; y viceversa, los argumentos filosóficos pueden apoyarse sin duda en los avances científicos para adquirir mayor rigor y profundidad. Y ello porque en definitiva ambos saberes (y cualquier otro) se apoyan en un mismo fundamento: la verdad real (en sentido zubiriano).

Con ello no se quiere decir que haya un solapamiento de objetos de estudio. Los problemas filosóficos no son los problemas científicos, ni los problemas científicos son problemas filosóficos; y no sería correcto confundirlos, a pesar de la cercanía, identidad en ocasiones, de sus objetos de estudio. Muy bien se puede atender a un mismo objeto de conocimiento, pero desde flancos distintos, lo cual puede redundar en un mejor conocimiento en todos los sentidos. Lejos de un enfrentamiento, se debe tender —a mi modo de ver, frecuentes muestras hay de ello— a una colaboración, a una complementariedad. Lo cierto es que esa realidad que queremos conocer, en la que también estamos incluidos nosotros mismos, así como las posibilidades que tenemos de relacionarnos con ella y de conocerla, es tan compleja, que seguramente cualquier disciplina de conocimiento no llegue por sí misma a agotarla. A menudo tenemos la experiencia de que el lenguaje (ya sea el habitual o el científico) no llega a describirla en toda su profundidad, ya no tanto porque no se ha llegado a tal riqueza y profundidad, sino porque hay ámbitos de lo real que no caben en un esquema conceptual o lógico-matemático; parece que en estas ocasiones hay que forzar los lenguajes, estirarlos, hacer que den de sí más de lo que podrían razonablemente, llevarlos al límite para poder expresar lo inexpresable. A su vez, tampoco tendría sentido subestimar la importancia del conocimiento conceptual o lógico-matemático en nuestras vidas. Toda colaboración es poca.

En fin, se pueden abrir así varios ámbitos: el de la realidad física y el de la realidad no física (números matemáticos, personajes de ficción, teorías científicas, proyectos de sentido), la de la realidad en tanto que perteneciente a la vida humana y la realidad metafísicamente considerada (si esto es posible). Todo lo cual requiere una aproximación crítica para no dar pasos en falso, y para no cerrar posibilidades a causa de prejuicios infundados.