26 de septiembre de 2023

Entre lo reproductivo y lo creativo

Un asunto relevante en la conducta de las personas tiene que ver con la clave desde la que la realizan, y que, en opinión de Lev Vigotsky, pueden resumirse en dos: en la conducta de toda persona se pueden distinguir dos modos fundamentales de conducirse, y que denomina ‘reproductivo’ (no en sentido biológico) y ‘creativo’. Con esta distinción pone sobre la mesa un asunto clave en la educación, porque qué modo pese más en la conducta de cada uno de nosotros dependerá, y mucho, de nuestra biografía. Asunto del que también se hiciera eco Jean Piaget cuando afirmaba que la finalidad de la educación no consistía únicamente en aprender ―que también―, sino en aprender a crear; que la finalidad de la educación no era aprender conocimientos prefabricados, sino también aprender a crear, a inventar, adquiriendo esa capacidad para asumir iniciativas originales en sentido creativo.
  
El modelo reproductivo está vinculado estrechamente con nuestra memoria, «y su esencia radica en que el hombre reproduce o repite normas de conducta creadas y elaboradas previamente o revive rastros de antiguas impresiones», dice Vigotsky. En estos casos, no creamos conductas nuevas, sino que, a partir del elenco de posibilidades que tenemos aprendidas, escogemos la más apropiada según la ocasión. Tiene que ver con todo el cúmulo de aprendizajes que hemos realizado según nuestra experiencia personal, y que nos son útiles, no sólo por las posibilidades de acción que nos ofrecen, sino porque, a su luz, realizamos una lectura del mundo que nos rodea (lo conocemos, lo comprendemos), como también adquirimos pautas de comportamiento (creando hábitos, rutinas, costumbres, etc.), y modos de sentirnos en él (qué emociones y sentimientos conviene vivir en las distintas situaciones). Todo ello tiene un correlato fisiológico, dejando una huella neural en nuestro cerebro como hace la rueda sobre la tierra blanda, generándose una vía por la que continuarán pasando las ruedas venideras.

Efectivamente, todos experimentamos ese aprendizaje, ‘conservando experiencias vividas’ y ‘facilitando su reiteración’. Pero, ¿ya está?, ¿es suficiente este aprendizaje para desempeñar una vida? Sin negarle la importancia que tiene ―y que la tiene―, si fuera así, si nuestro aprendizaje se limitara tan sólo a conservar experiencias anteriores, sí, podríamos vivir perfectamente ajustados a nuestra circunstancia presente, pero, ante cualquier cambio nuevo, ante cualquier situación inesperada que nos sobreviniera y que no se conociera de antemano y ante la cual no tuviéramos una conducta apropiada en nuestra memoria, no podríamos ejecutar la debida acción de respuesta. Este modelo reproductivo seguramente sea necesario en la cotidianeidad de nuestras vidas, pero quizá no sea suficiente.

Por este motivo, además del modelo reproductivo es preciso insistir en el modelo creativo: «toda actividad humana que no se limite a reproducir hechos o impresiones vividas, sino que cree nuevas imágenes, nuevas acciones, pertenece a esta segunda función creadora o combinadora», continúa explicando. Algo que también es posible en nuestro cerebro, el cual no es únicamente un órgano ‘reproductor’, sino a su vez ‘creador’, «capaz de reelaborar y crear con elementos de experiencias pasadas nuevas normas y planteamientos». Es su actividad creadora la que posibilita que el hombre sea un ser ‘lanzado hacia adelante’, con la capacidad de crear su futuro y modificar su presente. Algo que, si lo pensamos bien, no deja de ser un misterio, y una maravilla.

La actividad creadora está muy vinculada con lo que usualmente conocemos como imaginación o fantasía. Por lo general, solemos hablar de creatividad en ámbitos sobre todo como el artístico, también en el científico o en el técnico; pero lo cierto es que la creatividad forma parte intrínseca de nuestras vidas, de nuestro día a día. La creatividad tiene que ver con nosotros, en sentido general: permea nuestra existencia. Sólo hemos de echar un vistazo alrededor para observar cuánto de lo que nos rodea ha sido creado por nuestra mano; nuestro paisaje es, en buena medida, un paisaje artificial, tanto a nivel tecnológico como a nivel cultural, y que, a diferencia del mundo de la naturaleza, es producto de nuestra creatividad, de nuestra imaginación y fantasía.

Por lo general, pensamos que esta actitud creadora es patrimonio de unos pocos elegidos o privilegiados, pero no, es patrimonio de toda persona. Porque no hay creación únicamente en los lugares en que pensamos que se da temáticamente, sino cada vez que cualquier persona imagina, soluciona, combina o hace algo nuevo, por muy insignificante que parezca, está siendo creativo. La creatividad es algo más cotidiano de lo que pudiéramos pensar, pues «todo lo que excede del marco de la rutina encerrando siquiera una mínima partícula de novedad tiene su origen en el proceso creador humano».

Esta creatividad es algo que se advierte ya en la más tierna infancia. De hecho ―como decía― es una preocupación constante de la pedagogía infantil cómo potenciar la creatividad en los niños, la cual se identifica cada vez más con el desarrollo adecuado de su personalidad general y de su madurez. Ello se ve claramente en el juego. Cuando los niños juegan, no se limitan a recordar o repetir experiencias pasadas, sino que crean nuevos escenarios y nuevas situaciones combinando lo que hay en su memoria, pero yendo más allá, estableciendo nuevas relaciones según las exigencias del juego. «Todos los elementos de su fabulación, son conocidos por los niños de su experiencia anterior: de otro modo no los habría podido inventar; pero, la combinación de estos elementos constituye algo nuevo, creador, que pertenece al niño, sin que sea simplemente la repetición de cosas vistas u oídas. Esta habilidad de componer un edificio con esos elementos, de combinar lo antiguo con lo nuevo, sienta las bases de la creación».

19 de septiembre de 2023

El interés práctico en la percepción

Ya hemos visto cómo en toda percepción el sujeto pone algo de su parte, obteniendo del dato sensible algo más que, si bien está presente de alguna manera en lo percibido, no lo está al modo en que solemos considerar la información meramente sensible. Está, pero de otro modo. Hablábamos de que, de modo natural, solemos completar ¿precipitadamente? la percepción de los objetos identificándolos con su concepto correspondiente, sin acabar de percibirlos en su totalidad porque, en la vida cotidiana, lo cierto es que no nos hace falta, y lo que es peor, supone una pérdida de tiempo. También hablábamos de cómo, junto con la percepción objetiva, algunos objetos nos presentaban una dimensión anímica, una información co-dada con la información sensible objetiva, ajena también a un espíritu demasiado afanado en identificar conceptualmente lo percibido. Si nos fijamos, una conciencia conceptual, por definición apresurada en aras de la eficacia, no es la más adecuada para identificar todo eso de más de lo que estamos hablando, no es la más adecuada para demorarse en lo percibido y captar toda la riqueza que todavía, más allá de su concepto, la cosa nos puede ofrecer.

Hoy vamos a seguir en esta línea, tratando de identificar qué percibimos de más en referencia a la información sensible bruta; vamos a tratar de dar un pequeño paso, que está relacionado con el hecho de que, en la vida, en cualquier vida, no podemos sino estar realizando cosas continuamente, estamos lanzados hacia delante, con proyectos e intenciones, situados en un contexto en el seno del cual sencillamente hemos de vivir. No se puede obviar el hecho de que el interés práctico forma parte inevitable de nuestra vida. En todo momento estamos necesitados de orientación respecto a nuestro entorno circundante, cuánto más en situaciones especiales. Algo que vamos a atender desde dos flancos.

El primer flanco tiene que ver con que ese interés práctico no está sólo en nosotros, sino también en todos aquellos que nos rodean. Pues bien, en esta orientación que cada uno trata de alcanzar en su vida entra en juego la identificación de los intereses, de los propósitos, de las intenciones de las personas que intervienen en nuestras vidas, o en la situación concreta de que se trate, pues ello contribuirá a determinar el carácter de cualquier situación. Si, como ya vimos, esta dimensión anímica ya la podíamos obtener al percibir cosas y situaciones, cuánto más lo podremos hacer al ‘percibir’ o encontrarnos con personas. Démonos cuenta del calado de esta afirmación que acabamos de hacer. Si esto es así, lo interno de lo percibido cobra un estatus más que relevante, en el sentido de que lo esencial es ahora no tanto lo percibido ‘objetivamente’ como la trama de fuerzas anímicas invisibles. Si hablamos de una dimensión anímica de las cosas (de los paisajes, de las casas, etc.), cuánto más podemos hablar de ella en las personas. Y el caso es que sobre esta trama de fuerzas anímicas invisibles también suele recaer esa ‘conciencia generalizadora’ que acabamos de comentar, la conciencia conceptualizadora, gran enemiga de lo estético y de su riqueza enigmática. Ante una conciencia conceptualizadora, la percepción de lo anímico pierde riqueza, profundidad, calado, porque… ya no es necesario nada de eso. Para una conciencia conceptualizadora, toda percepción que ‘ya no sirve’ para identificar conceptualmente al objeto es desechable, vana.

El segundo flanco que comentaba tiene que ver no con la percepción de la dimensión anímica en los demás, como con el papel que está dimensión realiza en nosotros y afecta a nuestra percepción; con cómo el interés práctico que podamos tener en un determinado momento, selecciona o filtra la información que recibimos. En lugar de percibir el objeto en toda su riqueza, realizamos una lectura precipitada del mismo, a causa de una dimensión anímica personal que sesga la percepción por algo ajeno a la misma en su desarrollo propio: se sesga por un interés práctico.

Así, bajo la percepción, «se encuentra un principio selectivo dirigido por acentos existentes, que nosotros mismos introducimos al estar interesados. De todo lo vivenciable que aparece a nuestro alrededor sólo cae bajo la plena luz de la conciencia lo que ya lleva este acento; de ello depende la dirección que tome nuestra atención. Lo que así acentuamos y destacamos no es, pues, lo esencial en sí, sino lo esencial para nosotros», dice Hartmann.

¡Qué importante es este hecho! Interviene en nuestras vidas en una proporción nada desdeñable, con la preocupante consecuencia de que lo que acentuamos y destacamos de lo percibido (un objeto, un suceso) no es lo esencial del mismo, sino lo que es esencial para nosotros, bien porque lo queremos identificar para emplearlo en cualquier acción en orden a nuestros intereses, bien porque lo vemos desde un enfoque determinado (como puede ser el científico). Esto supone un salto cualitativo en la percepción que hay que destacar. En base a nuestra experiencia de vida a lo largo de los años y de nuestro trato con las cosas, se va imponiendo en nosotros la conciencia que podemos denominar ‘de lo general’, conceptualizadora, recortadora de la realidad, pero que es muy útil, ya que posibilita que el objeto sea pensable, cognoscible, expresable, manejable, controlable. La mala noticia es que, con este tipo de conciencia, no nos demoramos en la noticia sensible del objeto, ni nos deleitamos en ella; no la agotamos, sino que percibimos lo mínimo y suficiente para poder identificarla y manejarla de modo que, pendientes de la identificación y el manejo de la cosa, abandonamos su percepción, perdiéndonos no pocas experiencias que nos puede proporcionar, por lo pronto, la que tiene que ver con su dimensión estética.

12 de septiembre de 2023

Tucídides o el comienzo de la historia como ciencia

Tal y como vimos, si en un primer momento se creía en la verdad de los relatos legendarios, aunque de otro modo que los relatos más actuales, con la evolución y el progreso de la propia sociedad griega comenzó a surgir la necesidad de la historia como ciencia, más allá de su relevancia social o axiológica. Y aquí entra en juego nuestro segundo protagonista, Tucídides, como contraposición a Heródoto.

También Tucídides hace mención a Minos en las primeras páginas de su historia. Nos dice: «Minos fue el primero entre los que conocemos por la tradición oral (…) que gobernó sobre la mayor parte de lo que ahora es el mar Helénico». Si nos damos cuenta, aquí Tucídides ya se sitúa en una perspectiva diversa a aquella en la que se situaba Heródoto, ya que su referencia a Minos ya no es de carácter legendario, sino susceptible de ser contrastada científicamente: el estado del dominio marítimo del mar Helénico es una cuestión de hecho. Tucídides se sitúa ya en una perspectiva similar a la nuestra, ya es más como nosotros, históricamente hablando. Ciertamente hace mención a Minos, que no deja de ser un personaje legendario, pero no lo hace en el sentido de que mentarlo deba ser tratado del mismo modo a como se trata una cuestión de hecho; sin embargo, si lo menta es para introducir una consideración sobre él muy diferente a la de Heródoto. Tucídides podrá decir algo sobre Minos o cualquier figura mítica, pero ya no en el mismo sentido con el que nos referimos a hechos ocurridos. Con Tucídides —podemos decir— se inaugura el tiempo histórico; o quizá mejor, la historia como ciencia.

En la literatura de carácter mítico, en realidad no importa cuándo ocurrieron los hechos, ni si ocurrieron tal y como se recuerdan, pues no es esa su finalidad. Su finalidad sería mantener vivos ciertos relatos por su relevancia social y cultural, aplicables a un momento presente. Su mayor o menor exactitud con lo que realmente ocurrió no es tan importante. Con el giro que establece Tucídides la cosa cambia: se inaugura el ‘tiempo histórico’, con el que empieza a adquirir carta de presencia el concepto de verdad histórica.

Surge el interrogante de si esos relatos legendarios podían ser verdaderos del mismo modo que lo eran (o no) los relatos referentes a hechos sobre el pasado inmediato. No es que los relatos legendarios no fueran verdaderos, sino que lo eran (o no) en un sentido distinto al histórico. La verdad de los relatos legendarios no se ponía en duda, a pesar de su difícil verdad histórica: los relatos legendarios eran verdaderos, pero ya no lo eran en el nuevo sentido a que el giro de Tucídides dio entrada: como dice Bernard Williams, «Tucídides impuso una nueva concepción del pasado al insistir en que las personas debían extender al pasado más remoto la práctica que ya tenían en relación con el pasado inmediato: la de tratar seriamente como verdadero o falso lo que se decía acerca del pasado».

Es lo que Williams denomina el paso de una concepción local a una concepción objetiva. Este tránsito es sugerente, pues cuando nos referimos al pasado desde la concepción local, siempre en el seno de esta dimensión histórica, lo entendemos como algo pasado, anterior, y ya está, independientemente de su consideración desde un presente; pero cuando nos referimos a ello desde la concepción objetiva, lo hacemos considerándolo como lo pasado, pero en relación con nuestro presente, que es distinto. Y ello conlleva una segunda consecuencia, ajena en principio a la concepción local, porque resbala sobre ella: que ese pasado que es pasado respecto a nuestro presente, fue el presente de una generación determinada, evidentemente anterior a la nuestra. Desde esta perspectiva, habrá que plantearse si es lícito o no hablar de ese pasado remoto de modo indeterminado (como acontece desde la concepción local, englobándolo todo en el saco de los tiempos legendarios) o si habrá que hacer el esfuerzo científico de determinar históricamente, y en la medida de nuestras posibilidades, aquellos sucesos. El mantenerlos en ese estado de indeterminación (legendaria) se ha erigido ahora en un problema (histórico), que hemos de tratar de resolver. «O bien no hubo un tiempo en que existieran [los hechos que se relatan sobre los tiempos legendarios], de modo que no existieron en absoluto y se trata de meros relatos, o bien era reales, tan determinados en su tiempo como cosas parecidas lo son en el nuestro y simplemente somos nosotros los que no sabemos suficiente sobre ellos».

5 de septiembre de 2023

La suerte del carácter isomérico de los genes

Estuvimos viendo en el anterior post la importancia de dos fenómenos: a) de la existencia de moléculas isoméricas que permitan cierta posibilidad de cambio, y b) de que algunos de estos isómeros fueran lo suficientemente estables como para garantizar la vida segura de la molécula. Veíamos cómo Schrödinger realizaba este estudio a la luz de las moléculas que forman parte de nuestros genes. Una característica fundamental que es más que razonable suponer en nuestros genes, que no dejan de ser unas moléculas, es que sean lo suficientemente estables como para permitir la vida de las especies, y no sucumbir con demasiada facilidad ante los embates que le sobrevengan del exterior. Se pregunta Schrödinger: «¿Estas estructuras [los genes], compuestas de relativamente pocos átomos, son capaces de resistir durante largos períodos la influencia perturbadora del movimiento térmico a la cual queda continuamente expuesta la substancia hereditaria?».

Es decir: los genes, ¿son lo suficientemente estables como para poder asumir las variaciones energéticas que el entorno les pueda propiciar, sin por ello verse alterados? Si no fuera así, cualquier alteración energética originada en el entorno podría afectarlos, alterándolos considerablemente o incluso destruyéndolos.

Las moléculas biológicas deben estar hechas de tal modo que los aportes externos de energía térmica que le puedan llegar usualmente desde la naturaleza no les suponga, por lo general, cambios relevantes. O, como dice él: «los umbrales de energía que separan la configuración de energía de cualquier configuración isomérica posible, deben ser bastante altos (en comparación con la energía térmica media de un átomo) para hacer que los cambios de nivel sean un acontecimiento raro». Como es fácil pensar, entre esos ‘acontecimientos raros’ no están sino las mutaciones. Observando la figura del anterior post, interesa que los puntos tipo 3 sean razonablemente elevados: ni muy poco, porque entonces los genes serían muy inestables, pero tampoco demasiado, pues entonces el tránsito de un isómero al otro sería prácticamente imposible, impidiendo las mutaciones, y las mutaciones es un fenómeno biológico muy útil en determinadas circunstancias.

Pues bien, queda por comprobar si esto que estamos comentando se cumple efectivamente según el comportamiento de la materia viva. Y ciertamente los resultados apuntan en esta dirección. Por ejemplo, esos ‘valores de umbral’ que habíamos establecido desde un punto de vista físico-químico, son ratificados por la investigación biológica. Según la naturaleza de las moléculas génicas se comprueba que, efectivamente, suelen ser muy estables, lo que no es óbice para que una fluctuación fortuita de la energía pueda llevarlas a un estado isomérico diferente, acontecimiento lo suficientemente raro (pero que se da) como para poder ser interpretado como una mutación espontánea. «De este modo, debido a los principios mismos de la mecánica cuántica, explicamos el más asombroso hecho relacionado con las mutaciones, gracias al cual ellos atrajeron por primera vez la atención a de Vries: que son variaciones ‘a saltos’, sin que se produzcan formas intermedias».

Es razonable pensar que la naturaleza haya propiciado que los códigos genéticos de los organismos posean una estabilidad relevante, so pena de verse modificados por circunstancias menores, lo que pondría en entredicho la continuidad de la especie. Frente a los niveles de la radiación natural, las moléculas genéticas no presentan riesgo de mutación salvo en circunstancias muy puntuales: «no debemos extrañarnos mucho de que la Naturaleza haya logrado crear una serie tan sutil de ‘valores de umbral’ como la necesaria para hacer que la mutación sea un fenómeno poco frecuente». Se comprueba en el laboratorio que en condiciones energéticas más intensas (exposición a rayos X de los genes de la mosca Drosophila, por ejemplo) las mutaciones son más frecuentes, según la fórmula que ya vimos para el tiempo de expectación: t=τe^(W⁄kT). Se comprobó cómo la baja mutabilidad de los genes naturales quedó visiblemente aumentada por la sobreexposición energética. La conclusión a la que llega Schrödinger es que el modelo cuántico-biológico responde muy bien a los hechos experimentales.