27 de febrero de 2024

La percepción de lo vital

Ya vimos cómo nuestra percepción (sensible) cotidiana no es la más recomendable para adentrarnos en lo que sea una percepción estética, y ello por lo que dificulta que podamos adoptar una actitud fundamental, a saber: la demora en lo percibido; o mejor, la demora en el ‘estar percibiendo’. Comentamos dos casos. El primero tiene que ver con que su identificación, bien se trate de una identificación conceptual o de una identificación anímica. Una vez identificado lo percibido, algo que suele ocurrir antes de agotar su percepción, pues ya no es preciso continuar, ¿para qué? El segundo tenía que ver con nuestra actitud práctica, que sesgaba lo percibido en función de nuestros intereses, impidiéndonos también percibir el objeto en toda su riqueza, pues nuestro interés no está en lo que son las cosas, sino en lo que las cosas son para mí, en función de dicho interés. De este segundo hablaré más adelante. Hoy me quería detener en el segundo aspecto del primero, en el hecho, nada baladí, de que, efectivamente, seamos capaces de percibir estados de ánimo en otras personas. O algo más primario: su dimensión vital.

Ortega y Gasset escribió un texto no muy largo, titulado “Sobre la expresión fenómeno cósmico”. Si lo traigo a colación es porque en él lanza una pregunta que, aunque dicha en un contexto diferente, y con otra finalidad, creo que en aquí nos puede venir muy bien. La pregunta es la siguiente: «cuando vemos el cuerpo de un hombre, ¿vemos un cuerpo o vemos un hombre?». Con esta cuestión se quería hacer eco de que el hombre no es sólo un cuerpo, no es sólo su cuerpo, sino que también es psique, conciencia, alma, espíritu, yo, es decir, todo aquello de la persona que es memoria, sentimiento, volición, sensación, vitalidad. Y que, precisamente por ello, cuando vemos un cuerpo humano no vemos algo meramente material, sino que vemos algo materialmente animado. Es la misma diferencia que se puede establecer cuando vemos un cuerpo de una persona fallecida al de otra cuando está dormida: su aspecto es el mismo, pero para nada percibimos lo mismo. Es en este sentido que Ortega entendía que no podemos afirmar del cuerpo que es material en el mismo sentido en que lo es un mineral. ¿Dónde estriba la diferencia?

Pues que cuando uno ve a un cuerpo humano, prevé que hay algo más que lo que ve a primera vista: que hay un interior, un interior que nos presenta precisamente el cuerpo exterior. No hablamos igual del interior de un cuerpo vivo que del interior de un mineral, porque lo interior de un cuerpo vivo, estrictamente hablando, nunca se puede hacer externo, sino que es, por esencia, intimidad. Por eso la carne tiene un verdadero ‘dentro’ y no el mineral . Intimidad que llamamos primariamente ‘vida’ y que, en el caso del hombre, alcanza una riqueza exponencial.

Y esto es interesante. Podríamos pensar que ello se debe a su movimiento, pero no es así del todo, pues podemos ver objetos inanimados que se mueven, y no pensamos que estén vivos. Incluso podemos ver androides moviéndose como humanos, y darnos cuenta. Se puede decir, en este caso, que es que los androides no se mueven tan perfectamente como un humano como para que pueda engañarnos. Démosle la vuelta: cuando vemos a un humano imitar a un androide, por muy bien que lo haga ¬―y algunos lo hacen muy bien― hay un ‘no sé qué’ que nos indica que no es un androide, sino una persona, me parece a mí.

Ese ‘no sé qué’ tiene que ver con el hecho de que, percibiendo, podemos percibir algo más de lo percibido, podemos percibir lo vital. De hecho, no podemos conocer lo vital, lo anímico, lo íntimo, sino es a través de tal percibir. Y de manera que ello no se presenta ‘después de’, tras pensar o reflexionar sobre lo percibido primariamente, sino a la vez que con el percibir sensible, del modo más natural. Se da a una con la percepción. ¿Cómo es esto? ¿Cómo puede ser esto? Lo anímico —llamémosle así— no es algo otro a lo sensible —llamémosle también así— en el sentido de que no son dos percepciones distintas, pero el caso es que esa doble dimensión emerge de la misma y única percepción. Porque la percepción de lo anímico no se obtiene extrayéndola de su unión con la sensible, sino todo lo contrario: emerge de ella, pero con ella, no sin ella. Y es en el seno de esta unidad que ocurre todo en la percepción, sea lo que sea lo que se haga presente a nuestra conciencia.

20 de febrero de 2024

La flexibilidad de la ética frente a la rigidez de la jurisprudencia

Cuando Adam Smith reflexiona sobre el modo de encarar la ética en su Teoría de los sentimientos morales, distingue dos modos, a saber: el flexible y el rígido. Smith establece una analogía intuitiva, como es el uso del lenguaje. Para hablar un idioma es necesario conocer las reglas de la gramática, pero también es pertinente conocer las reglas de la buena redacción, de la expresión adecuada, de la interpretación de textos, etc.; y cada una de estas dos cosas se enseñan de modo muy distinto: mediante el detalle exhaustivo y la memorización la primera, y mediante el ejemplo y la práctica la segunda. Serían el método rígido y el flexible, cuyo correlato en la ética se verá enseguida.

El modo flexible tiene que ver con una descripción más o menos general de los principales conceptos de la ética, insistiendo en los beneficios del comportamiento bueno y en los perjuicios del comportamiento malo, todo ello sin pretender detallar criterios detallados, reglas precisas a seguir en todas las ocasiones. De lo que se trata es de hacerse eco de que cómo se concrete lo moral en una vida humana es complejo y delicado, dependiendo mucho de la situación y de la persona, lo que no impide un acercamiento con algún grado de exactitud. Pero no absoluta, ya que hacerse eco de todas las variables que puedan presentarse en las vidas de las personas, así como de las situaciones a las que tengan que enfrentarse, no es posible. Incluso aunque sólo fuera por el hecho de que los sutiles procesos y vivencias personales que se ponen en juego en el actuar moral difícilmente se pueden expresar con palabras en toda su profundidad. Las obras que tratan de estos principios generales sólo pretenden ―que no es poco― describir de modo general las consecuencias, formas de vida, etc., que acompañan al comportamiento moral.

Y ―como agudamente observa Smith― ello no es baladí pues con frecuencia estas obras suelen inflamar nuestros sentimientos naturales hacia la corrección de la conducta. El modo flexible, pues, no es exacto como tampoco lo es la interpretación de textos, aunque nadie duda de su utilidad y del acierto de sus sugerencias.

El modo rígido lo asocia Smith a los ‘moralistas’, muestra de los cuales pueden ser los representantes de la casuística medieval o de la jurisprudencia moderna, aunque sigan un enfoque distinto. Los segundos se ocupan sobre todo de lo que a la persona le es obligado hacer desde el derecho, algo que puede ser acompañado por la coacción. A diferencia de ellos, «los casuistas no examinan lo que puede ser con propiedad extraído a la fuerza sino más bien lo que la persona obligada ha de pensar que debe realizar a partir del respeto más sagrado y escrupuloso a las normas generales de la justicia, y del pavor más consciente tanto a perjudicar a su prójimo como a quebrantar la integridad de su propio carácter» (Smith, 2013: 561). Es decir, aunque emplean la misma metodología, prescribir reglas para diversas situaciones, el marco y el fin son distintos: en el marco del derecho y de la jurisprudencia para que los jueces y abogados puedan tomar sus decisiones, en el marco moral y de la casuística de la vida para la conducta buena de la persona. Son dos cosas muy distintas: «Si cumplimos las normas de la jurisprudencia, suponiendo que fuesen plenamente perfectas, no mereceríamos más que el quedar libres de sanción externa. Si cumplimos las de la casuística, suponiendo que fuesen como deberían ser, tendríamos derecho a una caudalosa alabanza merced a la recta y escrupulosa sensibilidad de nuestra conducta», dice Smith.

Esta diferencia de objetivos es muy importante, tanto como para que Smith estime que la casuística, tal y como está planteada, no sea adecuada en el ámbito moral, y sí a la jurisprudencia. Vamos a ver por qué. Hemos visto que el ‘modo rígido’ trata de fijar reglas exactas y precisas para que podamos ajustar nuestros actos concretos a las normas morales. Lo que se plantea Smith es que no todas las virtudes se prestan a ello; él cree que, de hecho, la única que lo hace es la justicia, y que hacerlo con el resto es una incongruencia. Un casuista, en el fondo, no demanda respeto a las normas generales, sino que trata de abarcar muchas otras consideraciones de la vida moral; pero claro, la rigidez de su metodología implica que esas otras consideraciones no las pueda abarcar, de modo que la moral quedaría reducida a aquellos aspectos que puedan ser circunscritos dentro de las normas, y cuya transgresión supondría bien un remordimiento de conciencia o bien un castigo. Desde este enfoque difícilmente puede cumplir su cometido moral la casuística, dado que el carácter bueno no se hace penalizando el mal, sino enderezando hacia el bien. ¿Cómo? Pues mediante el trato continuado, mediante la compañía enriquecedora, es decir, por aquellos encuentros en que hay una cierta correspondencia de sentimientos y opiniones, una armonía de mentes que, como los instrumentos musicales en una orquesta, van al mismo ritmo, acompasadamente. Como muy agudamente ve Smith, «esta deliciosa armonía no puede lograrse si no hay libre comunicación de sentimientos y opiniones», que es lo que no ocurre desde la casuística. Y, precisamente por ser algo tan personal, aunque la casuística se ocupe de bastantes de estos asuntos (más allá de la justicia ―que también― la casuística se ocupa del respeto a la propiedad y a la verdad, del deber de restitución, de las leyes de la concupiscencia y de los compromisos con terceros, etc.), nunca podrá contemplar todas las variaciones que se dan en el comportamiento de las personas, así como en los contextos en que se encuentren: «a pesar de la multitud de casos que recopilan, dado que la variedad de particularidades posibles es aún mayor, sólo por azar se encontrará entre todos esos casos uno que encaje exactamente con el que se está considerando». Y, desde esta perspectiva, difícilmente se nos puede animar hacia lo bueno, sino más bien se nos enseña a trampear con nuestra conciencia. Por este motivo entiende Smith que la ética ha de seguir la metodología flexible, y la jurisprudencia la rígida.

13 de febrero de 2024

La experiencia subjetiva del movimiento

Esta experiencia subjetiva del movimiento, que hemos estado viendo con Jonas, la trabaja muy bien Merleau-Ponty en un apartado de su Fenomenología de la percepción dedicado al efecto. En él se pregunta qué es exactamente lo que se nos da en el movimiento, es decir, qué experimentamos cuando nos sabemos moviéndonos, cuestión que, si para contestarla tratamos de ponernos en una postura crítica u objetiva, esta actitud nos imposibilitará dar una respuesta adecuada, pues supone una reducción del fenómeno ‘movimiento’ impidiéndonos alcanzarlo en su originariedad y génesis. La objetivación del movimiento nos oculta cómo nace efectivamente en nosotros.

Por lo general, cuando pensamos el movimiento lo pensamos teniendo en mente ‘algo’ que se mueve, una piedra, por ejemplo, en un entorno dado; y lo identificamos como un cambio entre las relaciones de la piedra y su entorno. Hablamos de movimiento cuando esa piedra, la misma piedra, persiste mientras la relación establecida con el entorno va cambiando, de modo que «no hay movimiento sin un móvil que lo vehicule sin interrupción desde el punto de partida hasta el de llegada», dice el filósofo francés. El entorno permanece, y la piedra también; lo que cambia es la relación existente entre la piedra y el entorno, y es entonces cuando decimos que hay movimiento, que la piedra se mueve. El movimiento no lo podemos identificar atendiendo estrictamente al objeto, sino atendiendo al cambio de cómo ese objeto está situado respecto a su entorno, siendo necesaria esa referencia exterior para poder identificarlo.

Hasta aquí podemos estar todos más o menos de acuerdo, ¿no? Pero Merleau-Ponty da una vuelta de tuerca más. Lo que se plantea es si la piedra ‘que se mueve’ es exactamente la misma piedra ‘que no se mueve’; es decir, lo que trata de pensar es si puede hacer recaer el movimiento, no sobre algo que le sucede a un objeto, sino sobre ese mismo objeto. Si sólo pensamos en algo que le sucede a un objeto, pero perdemos de vista al objeto mismo, ¿no se está negando así lo más importante del movimiento, el objeto que se mueve? ¿Es, pues, la misma piedra la que se mueve que la que no se mueve?
 
Si pensamos el movimiento, no desde ‘dentro’ de la piedra, sino desde ‘fuera’, como algo que le ocurre a la piedra, la trayectoria que describe no es más que una sucesión de estados que dan la ilusión de movimiento, tal y como ocurre con las imágenes en una película cinematográfica. Cada estado es una ‘parte de’ su movimiento, el cual puede ser perfectamente identificado, y distinguido del resto. De eso y no otra cosa se ocupa la cinemática, por ejemplo. Y por muy bien que la cinemática pueda describir el movimiento desde esta perspectiva, ¿nos permite situarnos ‘dentro’ de la piedra? «Incluso inventando un instrumento matemático que permita hacer tomar en cuenta una multiplicidad indefinida de posiciones e instantes, no se concibe en un móvil idéntico el acto mismo de transición que está siempre entre dos instantes y dos posiciones, por muy aproximadas que se quieran».

Enfocado así el movimiento, de modo objetivo y claro, es difícil de comprender lo que significa para la piedra el movimiento. Claro, pensar esto en términos de una piedra puede dejarnos perplejos, pero, si lo podemos hacer, es porque ese desdoblamiento podemos experimentarlo en nosotros: si lo podemos pensar así, es porque sabemos lo que el movimiento significa para nosotros. Porque es un hecho que nos movemos, que nos sabemos moviéndonos, y que tenemos experiencia subjetiva del movimiento, independientemente de que ese movimiento pueda ser visto y descrito desde ‘fuera’, objetivadoramente; y es precisamente porque tenemos esa experiencia subjetiva del movimiento, que podemos pensar el movimiento de la piedra, no desde fuera, sino desde la misma piedra.

La diferencia más relevante es que, desde este punto de vista interno, ya no nos hace falta referencia externa ni nada de eso, pues nos sabemos moviéndonos. Y esto es muy interesante, porque es esta experiencia subjetiva de sabernos moviéndonos la que nos permite proyectar que entre dos fotogramas estáticos de una película hay una continuidad moviente de los personajes. En caso contrario, ¿cuál sería el origen de semejante ilusión? Si no tuviéramos nosotros esa experiencia interna, difícilmente podríamos proyectarla en dos imágenes estáticas que se suceden con mayor o menor proximidad (que era lo que le acontecía a la semilla de Jonas que vimos en el anterior post). Es por eso que, cuando vemos a alguien realizar un movimiento, lanzar una piedra, nos podemos hacer eco de su experiencia subjetiva del movimiento del brazo durante el lanzamiento; es más, ¿no es éste el único modo de poder percibir adecuadamente el movimiento? De hecho, cuando vemos en una película (una sucesión de imágenes estáticas) a alguien lanzando una piedra, proyectamos en esa situación que está ocurriendo exactamente lo mismo que lo que ocurre cuando una persona de verdad, también nosotros, lanzamos una piedra, algo que no deja de ser falsa, pues la película es eso, una sucesión de imágenes estáticas. Es la diferencia entre la descripción objetiva del movimiento y la experiencia subjetiva; entre la perspectiva desde ‘fuera’ y la perspectiva desde ‘dentro’.

«La percepción del movimiento no puede ser percepción del movimiento y reconocerlo como tal más que si aquélla [la conciencia] lo aprehende con su significación de movimiento y con todos los momentos que son constitutivos del mismo», dice Merleau-Ponty. La consideración de una piedra que se mueve en el jardín no es diferente en cuanto a su relación de la de un jardín que se mueve respecto a la piedra; si decimos que es la piedra la que se mueve es porque tenemos la experiencia del movimiento, y sabemos que el movimiento ‘habita’ a la piedra, no al jardín. 

Si no se tiene la experiencia subjetiva del movimiento, no es posible ‘componerlo’ a partir de imágenes estáticas, y no se alcanza su esencia en toda su radicalidad, pues lo propio del movimiento no es su definición geométrica o matemática, sino la experiencia en primera persona del móvil y que es quien constituye en definitiva su unidad, aunque el móvil como tal no pueda sentir conscientemente su ‘moverse’. Esta unidad no tiene su origen en otro sitio que en nosotros que vivimos los movimientos, que los recorremos. Se trata de pasar de un ‘pensar objetivamente’ el movimiento, y que en el fondo lo destruye, a un ‘experienciarlo subjetivamente’ que trata de dar razón de su génesis, de su fundación, de su despliegue; y que será la que posibilite, en segunda instancia, que pueda ser pensado y definido geométrica y matemáticamente. Un científico no puede hablar del movimiento como experiencia, sino de movimiento en sí mismo, abstrayendo a aquél que lo hace posible: a ‘este’ objeto que se desplaza ‘aquí y ahora’ de esta manera. No se trata de que identifiquemos a un objeto que se mantenga idéntico bajo las fases del movimiento, sino que se trata de que es el móvil el que se mantiene idéntico en ellas: el movimiento lo define el móvil, no es el móvil el que es identificado por el movimiento que se describe.

6 de febrero de 2024

El concepto de ‘arte’ en la Antigüedad y en la Edad Media

El término ‘arte’ deriva del latín ars, el cual deriva del griego téchne. Sin embargo, ni ars ni téchne significaron en su época lo que hoy en día significa ‘arte’ para nosotros. Lo que significaban en la Grecia antigua y en la Edad Media, así como incluso en el Renacimiento, no era otra cosa que ‘destreza’, en el sentido más amplio. Se trataba de la destreza para acometer diversas tareas: construir un barco o una casa, fabricar una silla, hacer una estatua, dirigir un ejército, cultivar un campo, etc. Y lo artístico no estaba tanto en el producto alcanzado, sino sobre todo en la destreza de su artífice durante el proceso de producción, en el modo de ejecutarlo; para lo cual se debía apoyar en su conocimiento y manejo de las reglas de su arte para ‘este’ caso en concreto. Todo ello, según el caso, se identificaba como el ‘arte de’. Y todo arte venía acompañado necesariamente del conocimiento y del cumplimiento de unas reglas. Clásicamente no se entendía ningún arte sin normas a seguir: si no había reglas que respetar, sencillamente no era arte; si la práctica se debía a una mera inspiración o a la fantasía, no era arte para los antiguos. Quintiliano ―por ejemplo― definía el arte como aquello basado en un método y en un orden. Por este motivo, la poesía, directamente inspirada por las Musas, como la propia música, no era reconocida inicialmente como arte. La poesía se asociaba más al oráculo o al profeta que al artista: el poeta era un vate, mientras que el escultor era un artista. Tanto la poesía como la música tenían algo de maníaco, ubicándolas en el ámbito de lo mistérico antes que en el de lo racional, lo que les hacía ocupar un estatus superior.

En la Antigüedad, pues, se tenía un concepto de arte más amplio que el que tenemos hoy en día, más circunscrito éste a lo que se conoce como ‘bellas artes’. De hecho, su idea de arte, de téchne, la asociamos más a nuestras artesanías, a nuestras destrezas ‘técnicas’. Nuestro término ‘técnica’ se aproxima más a su concepto de ‘arte’ que nuestro concepto de ‘arte’. Para ellos no había diferencia entre nuestras artes y artesanías, motivo por el cual no las designaban con un término diferente, sino que era más importante lo que las unía que lo que las separaba: todas eran arte, en tanto que todas se amparaban en el seguimiento a sus respectivas reglas. El arte tenía que ver con un sistema de métodos regulares para fabricar o hacer algo, y eso estaba a la base de la fabricación de una silla, o de la de una estatua.

Si el arte tenía que ver con la fabricación de objetos según ciertos métodos sujetos a reglas, se comprende que el arte tuviera un fuerte carácter racional por definición, en tanto que implicaba un conocimiento. Para Aristóteles, por ejemplo, como explica Tatarkiewicz, el arte tenía que ver con la ‘permanente disposición a producir cosas de modo racional’. Las ciencias también pertenecían, pues, al reino del arte: disciplinas como la aritmética o la geometría eran áreas de conocimiento sometidas a reglas racionales, y que podían aplicarse a la hechura o fabricación de cosas.

Se estableció así una diferencia entre las distintas artes, según el tipo de esfuerzo que hiciera falta durante el proceso de producción: unas más mental, otras más físico, lo cual estaba relacionado con las clases sociales griegas. Fueron respectivamente las artes liberales (liberadas del esfuerzo físico) y las vulgares. Las primeras eran mucho más valoradas que las segundas. Pero no nos engañemos: no pensemos que todas las ‘bellas artes’ eran liberales; la escultura, o la pintura, por ejemplo, eran artes vulgares, no liberales. 

La idea de arte como destreza, o como ‘hábito de la razón práctica’, perduró durante la Edad Media, en la que la dimensión racional seguía siendo relevante. Así Tomás de Aquino, para quien el arte era ‘el recto ordenamiento de la razón’, o Duns Escoto, para quien el arte era ‘la recta idea de aquello que ha de producirse’ o como ‘la habilidad de producir basándose en principios verdaderos’, explica el historiador de arte. El medieval, igual que el clásico, entendía el arte como una producción regida por el conocimiento de reglas y reglamentos. Lo que no hay que interpretar como un impedimento a la libertad artística, como habitualmente se cree, sino el cauce para guiar la creatividad, que es distinto.

La división entre las artes liberales y las mecánicas (modo en que pasó a denominarse a las vulgares) se mantuvo, entendiéndose directamente como ars a las artes liberales, las racionales, y que para ellos fueron gramática, retórica, lógica, geometría, aritmética, música y astronomía. Estas eran las disciplinas que se enseñaban en las Universidades, en la Facultad de Artes, englobadas en los famosos trivium (las tres primeras, referidas al lenguaje y a la argumentación) y quadrivium (las cuatro últimas, referidas al cálculo). Si nos fijamos, entre las artes liberales ya aparecía la música, ya que en ella se descubrieron prontamente las reglas que le subyacían (algo que ya comenzó con los pitagóricos). Con la poesía la cosa era distinta, ya que ella sí que no aparecía en ninguna clasificación, ni siquiera en las clasificaciones más importantes de las artes mecánicas.

Se trató de mantener un esquema análogo al de las artes liberales para las mecánicas, reduciéndolas también a siete, algo que no fue sencillo, dado el gran número existente de artes de esta índole. Hubo varias propuestas, siendo quizá la más afortunada (con permiso de la de Hugo de San Víctor) la de Radulf de Campo Lungo, en el siglo XII. Él distinguió las siguientes artes: victuaria, referida a la alimentación; lanificaria, a la vestimenta; arquitectura, para dar cobijo; suffragatoria, para los medios de transporte; medicinaria, para las enfermedades; negotiatoria, para el comercio; y militaría, para defenderse del enemigo.

Como vemos, en ninguna de ambas listas medievales aparecen claramente identificadas nuestras bellas artes, sino que aparecen entremezcladas (las que aparecen). La arquitectura era mecánica, y había otras que no estaban, como la escultura y la pintura: tal era la importancia que tenían entonces. Ciertamente se consideraban como artes mecánicas, pero, para ser fieles a la estructura de la clasificación, escogieron las siete más importantes, sobre todo en términos de utilidad. Este es el esquema que se recibió en el Renacimiento, siendo necesario una serie de procesos para que, poco a poco, el concepto de arte se fuera adecuando al contemporáneo.