26 de octubre de 2021

Días de silencio, días de contemplación

Uno de los grandes misterios de la persona, a mi modo de ver, es la experiencia que en ocasiones tenemos de nosotros mismos de un calado inusual, y que no sabemos muy bien cómo expresar. Hablamos de niveles de profundidad, porque esa experiencia no es asimilable al modo habitual en que nos situamos en nuestras vidas, más ‘de superficie’, sin que ello conlleve ningún matiz peyorativo. Este tipo de experiencias que comento, experiencias de profundidad, pertenecen a una dimensión con la que no estamos familiarizados y, sin embargo, suponen pequeños oasis en nuestras existencias en los cuales parece que, sin saber muy bien cómo, tenemos noticia de nuestra intimidad de un modo especial, inefable.

Estos estados no se pueden alcanzar a golpe de voluntad; lo más que podemos hacer es crear las condiciones para que se den, para que se silencien nuestras ajetreadas facultades, y permitan que nuestra intimidad se haga presente, una intimidad usualmente ahogada por el ruido ensordecedor de nuestras vidas. Y es que el silencio es el único camino para experienciar nuestra intimidad, más allá de las palabras, más allá de las emociones y más allá de nuestras acciones.

El silencio contemplativo nos ayuda a descondicionarnos, a eliminar todos esos ruidos que, acostumbrados a ellos, ya no nos molestan, pero que impiden una vivencia personal fresca, una vivencia originaria. Conforme nos descondicionamos aprendemos a entrar en el mundo de lo ‘no condicionado’, momento en el que empieza a darse un sorprendente proceso de personalización. De todo esto, lo más difícil es, sencillamente, darse cuenta. Días de silencio, días de contemplación.

19 de octubre de 2021

El 'conocimiento estético'

Como decía en este post, podemos plantearnos ampliar nuestro conocimiento de la realidad de distintos modos; no siempre nos contentamos con aquello que nuestros sentidos nos ofrecen primariamente, sino que tendemos ir más allá. Vimos que un modo de entender ese ‘más allá’ es el científico, el cual por su propia índole trata tanto de ahondar en la investigación de lo real, así como de situarle en un ámbito más amplio al que pertenece. Otro era el filosófico, el cual cambiaba la clave del conocimiento para, sin olvidar el conocimiento científico, tratar de trascenderlo buscando interrogantes sobre la realidad que ya no serían estrictamente hablando científicos, sino meta-científicos, metafísicos. Hoy quisiera presentar un tercero además del científico y el metafísico: el estético. Quizá sirva de puente entre ambos.

Pensemos en un cuadro. En primera instancia podemos aprehenderlo cognitivamente, como una serie de figuras dibujadas con unos contornos y con unos colores, que nos transmiten una determinada escena o una determinada imagen, que identificamos: un paisaje con unos árboles y con una casa, un bodegón con determinadas frutas, un retrato de una persona que nos recuerda a un pariente lejano… Pero el caso es no es éste el modo más recomendable para contemplar el cuadro: fijarnos en la información que contiene y ya está; podemos intentarlo de otro modo: viendo más allá de lo que en primera instancia nos ofrece.

Cuando realizamos esto, se genera en nosotros una noticia que se escapa a lo conceptual, a lo conocido, y que tiene que ver con lo que tradicionalmente se conoce como experiencia estética, en la que se produce no un conocimiento al uso, sino un conocimiento de carácter intuitivo, para lo cual hay que ser capaces de ejercer una mirada como de segundo orden, que diría Hartmann.

Si nos fijamos, en aquello que nos es ofrecido a los sentidos, no todo es susceptible de ser conocido cognitivamente, sino que aquello que se nos ofrece puede ser aprehendido desde otra clave. Me explico. Pensemos en un texto poético, o en un cuadro. En la época moderna ya se ponía de manifiesto que la contemplación de una imagen artística, despertaba en nosotros unos sentimientos que ya no eran como las pasiones inferiores tan denostadas en la época, sino que era un sentimiento diferente que no era rechazable sino que nos hacía participar de las cosas, pero de otro modo.

El cuadro que comentaba al principio (o una poesía, o una escultura, o la música,…) dice mucho más de lo que aparece ‘literalmente’ ante nosotros. Igual ocurre con un poema: puedo leer literalmente el texto, pero con ello probablemente me habré perdido todo; si soy capaz de leerlo desde esa otra clave, líricamente o estéticamente, alcanzaré una comprensión del texto totalmente diferente. A mi modo de ver, toda obra de arte nos remite más allá de sí misma, nos catapulta diciéndonos algo más de lo que físicamente nos presenta, transportándonos a otros ámbitos de relación o de encuentro.

Podemos plantearnos: ¿es real o no aquello a lo que nos remite una obra de arte? Físicamente es lo que es (un conjunto de dibujos, unas frases escritas, cuerdas vibrando en el aire…), pero ―como digo― el arte no es sólo eso, sino que es mucho más. ¿Qué es todo ‘ese más’? ¿Es algo real o no? ¿Se queda únicamente en mi experiencia interna, o me ofrece algo que efectivamente excede mi subjetividad? ¿Se acaba la realidad de la música, de la poesía, en todo eso que primariamente se nos presenta a los sentidos o hay algo más? Y si hay algo más, ¿qué es?

12 de octubre de 2021

Los modelos matemáticos y los mapas de la modernidad

Comienzo este post con dos ideas, que me han surgido a colación de una conversación que mantuvimos el otro día en clase. La primera tiene que ver con el hecho de que, para aquellos sistemas formales en los que el correlato con la realidad no es evidente, comentábamos que precisaban de un modelo que les sirviera de referente, en base al cual podían construir una imagen de dicho sistema, y le sirviera a la vez de criterio para establecer el valor de verdad de sus teoremas. Este modelo no es en absoluto algo evidente, sino que muy bien puede poseer un carácter abstracto que dificulte su representación, pues no necesariamente ha de adecuarse a nuestro modo natural de entender el mundo. En sentido amplio, el modelo podría entenderse como una representación construida a partir del sistema formal, y que a la vez sirve de marco de referencia. La segunda idea tiene que ver con el hecho de que los físicos son conscientes de que en la matemática hay muchos modelos, hay muchos mundos posibles, y no todos necesariamente nos pueden decir algo del mundo de la naturaleza, del mundo en el que vivimos y en el que nos movemos, que es el que ellos estudian. Ya de Broglie ponía de manifiesto cómo, desde la perspectiva matemática, los sistemas axiomáticos son simplemente sistemas cuyo valor estriba en la coherencia interna, cuando lo que busca el físico es si esos sistemas reflejen la realidad de las cosas. «Entre las teorías lógicamente posibles, las hay, sin embargo, que están más cerca de la realidad física, mejor adaptadas en todo caso a la intuición del físico y más aptas a secundar sus esfuerzos». Ello nos lleva a un segundo problema, como es el de la posibilidad de que ‘este modelo’ en concreto sirva para describir la realidad o no.

El reto es ciertamente complejo. Porque ese modelo matemático no se crea de buenas a primeras, sino que se va creando conforme el propio sistema formal se va desarrollando, y ya digo, por lo general con un carácter bastante abstracto. El modelo es como una foto: mediante el juego de los axiomas, las reglas de transformación, etc., se van obteniendo los distintos teoremas y, en consideración con todo ello se va elaborando el modelo. Para que el modelo sea adecuado, su construcción debe ser coherente; y así, una vez ha sido creado, sirve para contrastar las verdades de los sucesivos teoremas que se vayan demostrando. Y hay que ver si ese modelo construido únicamente a base de condicionantes internos (del propio ejercicio matemático) puede decirnos algo válido de la realidad natural, y en qué medida lo puede hacer. ¿Es verdadero? ¿Representa de alguna manera, aunque sea imperfectamente, la realidad de las cosas?

Si lo pensamos, parece que esto sea un contrasentido: elaboramos un sistema axiomático el cual nos da lugar a un modelo, el cual nos sirve posteriormente para calificar la verdad o falsedad de los sucesivos teoremas; estando por ver, además, que dicho modelo se adecúa o no a la realidad física. Pero es así. Estos modelos bien pueden llevarnos a realidades imaginarias, bien pueden llevarnos a nuevas representaciones de lo real ajenas a nuestra experiencia actual, ayudándonos a comprenderla mejor (caso paradigmático es el de la geometría de Riemann y la curvatura del espacio-tiempo según la teoría de la relatividad de Einstein).

Ya digo, comentando esto el otro día en clase se me ocurrió una analogía que puede ser útil para clarificarlo. Pensemos en un mapa geográfico; pero un mapa no de los actuales, sino de los de hace algunos siglos, cuando se comenzaron a surcar los mares. Si ahora observamos un mapa actual, seguramente obtenido mediante satélites, etc., veremos que son de una exactitud asombros; muy distinto es observar un mapa de los que elaboraron en su día los primeros navegantes. De hecho, cuando ahora vemos esos mapas, los vemos deformados. La diferencia está en que los mapas actuales son tan exactos porque se han podido elaborar ‘desde fuera’, desde un punto de observación distante, lo que permite una perspectiva óptima; pero estos navegantes aventureros sólo podían hacer sus mapas ‘desde dentro’, desde los mismos mares, costas y tierras que estaban tratando de representar.

Imaginemos que somos uno de esos primeros geógrafos, el famoso Abraham Ortelius, por ejemplo; y que, después de un período de intenso trabajo, elaboramos un mapa, mediante el cual representamos una zona geográfica del globo, según nuestras posibilidades. No necesariamente coincide con la realidad (de hecho, no coincide) pero a nosotros nos sirve. Incluso, una vez dibujado, muy bien lo podemos utilizar para medir distancias, ubicar pueblos y ciudades, etc. Tomándolo como referencia, podemos saber si es cierto que dos ciudades están cercanas, o si este golfo tiene esta extensión o no, etc. Pues bien, este mapa puede considerarse un modelo de la realidad. Seguramente otro geógrafo elaboraría un mapa diferente, obteniendo un modelo distinto. Pero todos estos mapas serían modelos de la realidad, representaciones suyas, independientemente de que algunos fueran más adecuados que otros, o que incluso no tuvieran nada que ver con ella. En todos los casos, haría falta contrastarlo con la realidad de las cosas (que es lo que hizo Einstein con la geometría de Riemann). De alguna manera el modelo se construye ‘desde dentro’, desde el trabajo del geógrafo o del matemático, con la idea en principio de que pueda ser de utilidad para comprender la realidad de las cosas, para lo cual hará falta calificarlo ‘desde afuera’.

Creo que esta idea nos puede servir para comprender mejor lo que es el modelo para las matemáticas. La utilidad que tiene el modelo es importante, como la tiene un mapa. Si queremos saber la distancia de una ciudad a otra, no hemos de medirla in situ sino que podemos medirla sobre el mapa, algo que desde luego es mucho más sencillo. Con el modelo matemático ocurre algo igual: una vez ha sido elaborado y contrastado, sirve de un modo más sencillo para calificar los teoremas y las proposiciones. En un sistema formal, todo modelo tiene que ver de algún modo con la interpretación del sistema; se va confeccionando a la luz de los axiomas, reglas, etc., y a la vez estos deben ser consistentes con tal interpretación. Una vez hecho esto, hay que seguir comprobando que todos los teoremas que surjan según las reglas de transformación, que las proposiciones resultantes continúen siendo verdaderas, para lo cual nos sirve dicho modelo: si el modelo es verdadero, y el teorema ‘encaja’ en él, será verdadero también. De este modo se puede afirmar, con Raguní, que «la regla [las reglas de transformación] cuando actúa sobre axiomas interpretados en el modelo, produce teoremas verdaderos en el modelo, sobre los cuales puede todavía actuar produciendo otros teoremas verdaderos. Y así sucesivamente producirá sólo teoremas verdaderos para el modelo». Así, cada vez más enunciados formales del sistema irán resultando proposiciones verdaderas, consolidando así dicho modelo.

Pero también tiene otra utilidad muy importante, como es la de ahorrarnos mucho trabajo a la hora de establecer o de aplicar la verdad de un teorema en un sistema de cálculo formal, el cual puede ser visto a la luz de distintos modelos; así, «cualquier teorema, aunque sea formidablemente largo y difícil (tal vez descubierto también gracias a la ayuda ‘visual’ de un modelo concreto), vale automáticamente (esto es, sin necesidad de repetir la demostración) para todos los modelos correctos con respecto a las reglas de deducción del sistema».

Esto es especialmente interesante, por dos motivos. Primero porque, para la confección de dicho sistema formal, no viene mal ‘echar mano’ de la experiencia que podamos tener con el entorno o con otros modelos, y que nos sirva para desarrollar ciertos teoremas a los cuales quizás no hubiéramos llegado de no contar con esa experiencia (procedimiento que, como se puede suponer, no es exclusivo, y muy bien los teoremas pueden derivarse según el desarrollo meramente formal, que es de hecho como suele ocurrir). Y el segundo porque, si nos fijamos, no tiene sentido hablar de verdad en el seno de un sistema formal. ¿De qué verdad estamos hablando? En principio, toda verdad lógica es una verdad inherente a un sistema, y sólo concierne a la coherencia interna del mismo. Pero ¿nos referimos a esto cuando hablamos de verdad?, ¿no pensamos en el correlato con la realidad de un pensamiento, o de un juicio? En este sentido y en este contexto, sólo cabría hablar de verdad según la interpretación que se dé a los símbolos y a las reglas del sistema formal; es decir, sólo cabe hablar de verdad cuando los referimos a los modelos, de modo que se puede afirmar que «la utilidad indiscutible del lenguaje matemático se pone de manifiesto sólo cuando éste viene interpretado por los modelos correctos, concretándose así en proposiciones significativas». Ya digo, otra cosa es que dicho modelo tenga que ver algo con la realidad. Nosotros podemos confeccionar un sistema axiomático, coherente en sí mismo, pero que, en definitiva, poco nos diga de la realidad. De eso ya se ocuparán los físicos.

Resuenan aquí las palabras de Russell, cuando dijo que los matemáticos no son sino un conjunto de personas hablando no se sabe de qué, ni sabiendo si lo que dicen es verdadero o no. Lo que hace un sistema formal no es sino establecer un lenguaje depurado de cualquier significado semántico, para quedarse en el mero valor simbólico que el propio creador le haya querido dar, separándolo de cualquier lenguaje al uso. Tendremos así, un sistema formal, coherente en sí mismo, que es susceptible de ser verificado por su consistencia ante modelos… verdaderos. A veces dirigirán el concierto los modelos verdaderos, a veces dirigirá el concierto el sistema formal, ofreciéndonos nuevos modos de comprender lo real.

5 de octubre de 2021

Un encuentro (literario) oportuno

Decía François Mauriac que, en su opinión, los encuentros en la vida casi nunca se dan en el momento favorable. Y lo justifica mediante su propia experiencia ―la verdad es que no muy afortunada en este sentido― que relata en un texto de su bloc de notas. Dice: «Un día en casa de una amiga, un amable austríaco me hizo grandes cumplidos que yo escuché, cortés y distraído; era Rilke, del que desconocía casi todo. Otra vez quizá hablé con Hoffmansthal, ¡pero ni siquiera estoy seguro de ello! Creo haber entrevisto en casa de Daniel Halevy a un inglés escuálido e hirsuto que se preparaba para morir: era D.H. Lawrence. No había leído nada de él y apenas le miré».

He leído esta cita en un libro delicioso e instructivo a la par, Medicina y actividad creadora, de una de las figuras intelectuales más potentes del siglo XX español, e injustamente de las más desconocidas: me refiero a Juan Rof Carballo. Un autor sorprendente, no sólo por sus conocimientos médicos y fisiológicos sobre el ser humano ciertamente avanzados para su época, sino también por sus amplios conocimientos literarios e incluso filosóficos, codeándose con la intelectualidad más destacada de la España de entonces. No en vano, y supongo que tampoco por casualidad, este libro que comento fue publicado en Revista de Occidente.

Con la sensibilidad que le caracteriza, dice Rof comentando este pasaje de Mauriac que, efectivamente, estos encuentros o desencuentros afortunados o desafortunados pesan sobre nuestras vidas, poseen efectos cuyo alcance desconocemos. Creo que todos tenemos experiencia de citas a destiempo cuyas consecuencias suelen ser difíciles de reparar. Sin embargo, el autor español es más positivo que el francés; Rof cree que, de hecho, no es tan cierto que el encuentro oportuno casi nunca ocurra, todo lo contrario: para Rof «aun sin darse cuenta de ello, la vida de la mayoría de los mortales está colmada de providenciales azares, de citas a las que, de manera inconsciente y sin merecerlo, llegamos con la precisa oportunidad». Y ello no depende de ser más o menos listos, pues hasta los más sabios (¡el mismo Mauriac!) pasan por delante de muchos encuentros que el destino les ofrece, sin percatarse de ello. La vida está repleta de huellas que no sabemos identificar.

La verdad es que Mauriac se caracteriza por cierto pesimismo. ¿Cómo lo sé? Pues aquí viene el origen del post, el cual hay que situarlo gracias a un encuentro (literario) oportuno, muy oportuno. Siendo joven, un sacerdote amigo mío ya fallecido, un hombre sabio, y con una mirada profunda y serena sobre la vida, a quien yo quería mucho, me recomendó un libro fantástico.

Que yo recuerde, durante todo el tiempo que compartimos sólo me recomendó tres: Esperando a Godot, de Beckett; Introducción al cristianismo, de Ratzinger; y al que me refería: Literatura del siglo XX y cristianismo, una obra escrita en seis tomos por el sacerdote belga Charles Möeller, y traducida por uno de los mejores traductores en España: Valentín García Yebra. Pues bien, creo que la lectura sobre todo de esta tercera obra fue uno de esos encuentros oportunos que el destino depara, en este caso en mi vida. En cada uno de los tomos analiza Möeller varios escritores contemporáneos (del siglo XX), agrupados en torno a un eje temático que los hilvana. El primero habla de Camus, Gide, Huxley, Weil, Graham Greene, Julien Green y Bernanos, en torno al tema del silencio de Dios. Otros tomos giraban en torno a la esperanza, la figura de Jesucristo, o en torno a la existencia humana articulada en torno al exilio y al regreso, en cada uno de los cuales analizaba la obra de diversos autores: Jean Paul Sartre, Marguerite Duras, Miguel de Unamuno (único español que aparece, por cierto), Kafka… en fin, la flor y nata de las letras del siglo XX.

Cuando una vez me preguntaron, si me fuera a una isla desierta, qué obra me llevaría, seguramente ésta sería una de las candidatas. Con una pluma cautivadora, y un conocimiento sorprendente, Möeller nos introduce en las vidas de los protagonistas, desde las cuales poder comprender mejor su producción literaria. Y me enseñó a leer; me enseñó a no contentarme con las obras más conocidas de los autores, sino a bucear en su universo literario de la mano de sus biografías, intentando mirar más allá de lo que a primera vista se ve. Estuve disfrutando de esta obra varios años (son seis tomos), pues a la vez que leía el capítulo correspondiente a un autor, intentaba, en la medida de mis posibilidades, leerme algunas de las obras comentadas.

Pues bien, en el último de ellos descubrí a François Mauriac, a quien describía (hablo de cabeza) como un hombre intelectualmente muy preparado, con un tono vital ligeramente melancólico, pero con una sensibilidad excepcional para descubrir las motivaciones profundas que nos mueven a las personas. Recuerdo muy bien cuando leí su Nudo de víboras, novela que me impactó al mostrar las intenciones ocultas que aparecían enfrentadas en el seno de una familia no muy bien avenida…

Este post venía motivado por esta paradoja. Frente a la opinión de Mauriac, me siento más afín a la de Rof Carballo, en lo que se refiere a que hay en la vida muchos encuentros oportunos, de la mayoría de los cuales no somos conscientes, pero que nos dejan huella indeleble, que podemos identificar cuando las canas empiezan a aparecer y uno mira hacia atrás. Y así fue cómo yo conocí precisamente a Mauriac, gracias a Möeller, para adentrarme literariamente de su mano en el que quizá sea ―como dice Rof― la mayor de las aventuras que nos han invitado a vivir los grandes hallazgos del siglo XX: el descenso a las profundidades del subconsciente.