30 de marzo de 2021

La filosofía: juego y necesidad

Tiene Eugenio d’Ors una idea preciosa de lo que es la vida en primera instancia, el esfuerzo intelectual (científico, especulativo) en segunda. Tiene que ver con la doble actitud que se debe adoptar, y que tan bien expresa en su filosofía del hombre que trabaja y que juega. Dice d’Ors que ni en la vida ni en la ciencia es todo necesidad, es todo ‘economía’, sino que interviene inevitablemente un momento radicalmente diverso, un momento de libertad, de juego, de sobreabundancia. Esta actitud lúdica a la que ya Schiller aludió en sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad, en la que Johan Huzinga profundizó con su Homo ludens, y a la que Gadamer hermeneutizó en su Verdad y método, también estuvo presente en nuestra tradición española, sobre todo de la mano de d’Ors y también de la de Ortega.

En la vida no todo es economía, interés, necesidad, sino que también es elegancia, actitud deportiva, disfrute, juego (nada que ver con la frivolidad, por otro lado). Pues bien, en opinión de d’Ors esto es algo que sólo compete a la vida, sino también a la ciencia, e indudablemente también debe participar de ello el pensamiento filosófico, en el que se debe conjugar armónicamente el trabajo, el esfuerzo, con la curiosidad, el juego, el disfrute, la belleza. Y esto es algo que se debe cuidar, la presencia de estas dos dimensiones, presentes tanto en el esfuerzo profesional e intelectual, como en los momentos más distendidos de la vida. Porque no se trata tanto de disfrutar de lo que hacemos interesadamente y de la belleza de nuestros resultados, sino de adquirir conocimientos mediante lo estético los cuales difícilmente podrían ser alcanzados de otro modo.

«¿Qué es meditar? Meditar es sacrificar una porción de sensaciones a un pensamiento. ―¿Qué es hablar? Es sacrificar una porción de pensamientos a otro. ―¿Qué es poesía? Es sacrificar una porción de palabras a una palabra en la cual se halla representado, además del valor propio, el de todas las palabras no dichas».

Estas páginas de d’Ors son realmente bellas. En la vida se ha de sacrificar parte de esfuerzo para jugar, parte del juego para trabajar. Y aún en el mismo trabajo, y aún en el mismo juego. No escatimemos en buscar momentos en que ofrezcamos en la pira un sacrificio a los dioses, en que podamos evadirnos del marco acostumbrado. Demos cabida a la abundancia, a la generosidad, que ya vendrán tiempos en que no sea oportuno. Pero cuando lo sea, quemémoslo todo, no utilitariamente, sino lúdicamente. Sólo ese debe ser su provecho, y no otro. No lo preveas, no lo calcules. No pienses que pierdes el tiempo, pues tan humano es lo uno como lo otro; y si hemos de vivir con necesidad y cálculo, no menos hemos de hacerlo con una pizca de sal y locura.

«Del trigo de mis cosechas echaré un diezmo al mar. Del pan de mi mesa desmigaré un poco para lanzarlo a la era, al pasto de los pájaros y al pasto del azar. Del oro de mi bolsa escaso y de las horas de mi estrecha vida, dilapidaré un poco, para santidad de lo que reste. De lo que escriba mi pluma, es justo que una parte se haga pavesas también, una parte que, no conocida de nadie, vuele por la ventana y suba, a lo alto, por la escalera de un rayo de luz, para que nos sea Apolo propicio», dice d'Ors.

Ni lo uno sin lo otro, ni lo otro sin lo uno; pues sólo con lo uno y lo otro, lo uno es uno y lo otro es otro. Idea de d’Ors que fue recordada en alguna ocasión por el propio Mircea Eliade, tal y como relata Rof Carballo: «En su madrileñísima vivienda de la calle del Sacramento, don Eugenio d’Ors, en la tarde final de diciembre, próxima la noche de San Silvestre, situado ante la chimenea daba de nuevo realidad todos los años, sin saberlo, a la bella ballada de Mestere Manole. Tras escoger de todo lo hecho en el año cuál era su obra mejor, su escrito más amado, lo arrojaba implacablemente al fuego. Decía don Eugenio d’Ors que el hombre moderno había perdido el sentido del sacrificio».

23 de marzo de 2021

Antes de la evolución

Decía John C. Eccles en el prólogo de su libro La evolución del cerebro: creación de la conciencia, que «la evolución de los homínidos hasta el homo sapiens sapiens es la historia más maravillosa que puede ser contada». Y puede que no le falte razón, conscientes de que, más que de una historia, no relatemos más que unos retazos suyos, seguramente imperfectos. Es por este motivo que, para poder dar debida cuenta de la misma, en no pocos casos no quede más remedio que echar mano de la imaginación, lo más científicamente fundamentada, como es evidente. Creo que esta misma idea la podemos extender de la evolución de los homínidos al proceso de la vida en general, desde el origen de la primera célula hasta, pasando por todas las especies vivas, la nuestra.

La primera comprensión de las especies vivas sobre la Tierra se la debemos a Aristóteles, mantenida tradicionalmente, no sólo por pensadores clásicos y medievales, sino también por científicos modernos (como Linneo o Cuvier). Según ella, las especies han vivido desde siempre como son. Para Aristóteles, si bien distinguía especies según grados de diferenciación entre ellas (plantas, animales, ser humano), no entendía que dicha gradación respondiera a una secuencia histórica. Este enfoque fue denominado muchos siglos más tarde como fijismo (defendido, por ejemplo, por Lyell), y que, en un contexto religioso fue trasladada al creacionismo (todavía mantenido en la actualidad por algunos grupos más extremos, interpretadores literales de la Biblia). Pero el fijismo como tal fue una postura estrictamente científica, obtenida a partir de una concreta visión sobre el mundo, según la cual la realidad (orgánica e inorgánica) no ha sufrido ningún cambio desde el origen de los tiempos. Si lo pensamos, es natural que se comprendiera así la vida pues, en el curso de lo que pueda durar cualquier vida humana, o en el de unas pocas generaciones enlazadas vitalmente, difícilmente se podían observar los procesos de la evolución, en ausencia todavía de una preocupación por el registro fósil. En este paradigma, lo único que evolucionaba a lo largo del tiempo eran los propios organismos, desde su nacimiento hasta su muerte; algo que, de hecho, fue considerado como paradigma del cambio natural dirigido a un fin, el individuo adulto. Pues bien, ésta fue la situación que predominó durante muchos siglos, y que de hecho fue aceptada por los biólogos hasta el siglo XIX.

Fue precisamente a causa de dar con un registro fósil cada vez más numeroso que esta teoría no se pudo sostener, y se comenzó a esbozar teorías explicativas en las cuales no estaba ausente una buena porción de imaginación para poder ir hilvanando los escasos conocimientos iniciales, en no pocas ocasiones fantásticas; aunque no todas.

Un ejemplo de las primeras podría ser el catastrofismo defendido por el francés Cuvier (1769-1832), y que hizo fortuna durante el siglo XIX. Desde esta postura se entendía el progreso «como una secuencia de formas vivas que era directamente determinada por las condiciones cambiantes de la superficie de la Tierra», explican Barahona y Ayala. Según este planteamiento, las especies desaparecían por catástrofes naturales tales como altas temperaturas, concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera, inundaciones por elevaciones de agua, o períodos de escasez, etc. Las especies desaparecidas debían ser sustituidas por otras. Esta sustitución se podría dar por dos procesos: bien por creaciones sucesivas ―como explica el profesor Alfonseca― de modo que «Dios no habría creado a todos los seres vivos de una sola vez, sino en oleadas, después de la destrucción de todas o parte de las especies anteriores en catástrofes globales», creando especies cada vez más superiores; bien por un proceso más natural, según el cual las nuevas especies habrían llegado de otras zonas del planeta de modo que, habiendo sobrevivido a la catástrofe, llenaron el nicho ecológico dejado libre por las que no. Este enfoque encajaba en el marco de las ideas fijistas y creacionistas, por lo que fue admitido durante mucho tiempo.  Incluso para algunos autores ―como Agassiz― el progreso sólo debía vincularse al plan que Dios había decidido seguir durante la creación; consciente de que las condiciones ambientales podían afectar al proceso evolutivo, pensaba que su influencia no podía condicionar el plan que Dios había decidido continuar durante la creación, cuyo culmen era la especie humana. Sin embargo, ese esquema resultó ser difícil de mantener cuando se hizo evidente cómo la historia de la vida ha ido modificándose a lo largo de la historia, lo que haría preceptivo una cantidad de catástrofes ciertamente enorme, y de difícil explicación para dar razón de toda la diversidad evolutiva.

Había que buscar otra explicación al fijismo y al catastrofismo, y ella vino de la mano de la evolución, según la cual, y desde sus formas más primitivas, la vida habría ido evolucionando a lo largo del tiempo. Curiosamente, ya san Agustín previó esta hipótesis que él denominó seminal, asumiendo que el relato del Génesis no había necesidad de tomarlo en sentido literal, y que muy bien Dios podría haber creado a los seres vivos con la capacidad de ir modificándose paulatinamente. Existe la idea colectiva de que el evolucionismo fue esgrimido como estandarte de posturas que se enfrentaban al orden imperante, caracterizado por un pensamiento científico-religioso anclado en la tradición; frente a él se situaban distintas figuras enarbolando la bandera del evolucionismo como representación del librepensamiento, ateísmo, etc. Pero lo cierto es que las cosas no fueron del todo así, prueba de lo cual es que la Iglesia como tal nunca condenó la teoría de la evolución, sin negar que estas dos posturas enfrentadas se dieran entonces entre distintas personas de ambas posturas, como también se siguen dando hoy en día desde algunos sectores, supongo que por amantes de estos enfrentamientos estériles.

16 de marzo de 2021

Desde la totalidad a la humanidad

Seguramente no todos compartan esa experiencia de felicidad a la que alude Ricoeur (y que vimos en este post); muchos podrán decir que muy bien podría darse una vida experienciando la felicidad, sin que necesariamente nos deba remitir a esa experiencia de totalidad a la que Ricoeur aludía. Pero la opuesta también es cierta: no puede dejar de afirmarse que muy bien puede darse esa experiencia conjunta, la de felicidad y la de totalidad. ¿Por qué esta diferencia en las experiencias de las personas? En su opinión, depende de la identidad narrativa de cada uno, desde la cual se propicia su lectura de la persona humana, su lectura de quién es. Este sentimiento narrativo de identidad no es necesariamente algo de lo que seamos plenamente conscientes, ni algo que se nos dé de modo inmediato; tiene que ver con la lectura que cada una tenga de la vida, de la comprensión de su vida; tiene que ver con lo que ser persona signifique para cada uno; tiene que ver con la tarea que cada uno se imponga a sí mismo en tanto que persona; tiene que ver con el ideal que cada uno se proponga con, en y para su vida. Ya digo, es fácil que no sea algo explícito, sino que esta comprensión de lo que es la vida y de lo que es nuestra vida, más que ser expresado en una proposición, se expresa por nuestro modo de relacionarnos con el entorno, por nuestro modo de interpretarlo cognitiva y afectivamente, y por nuestro modo de responder. Todo esto tiene que ver con eso, con nuestro sentimiento de identidad.

Hacernos eco de esta identidad de cada cual es de todo menos sencillo; ya no sólo porque no nos hayamos detenido a pensar exhaustivamente sobre ello, sino que, habiéndolo hecho, muy bien puede ocurrir que aquello que pensamos que somos, no sea para nada lo que realmente somos. Como se suele decir, es fácil que tengamos una falsa imagen de nosotros mismos, que nuestro ‘yo pensado’ no acabe de coincidir con nuestro ‘yo vivido’. Dos yoes diferentes, ambos importantes, y conectados. Porque el caso es que nosotros vivimos en base a ese yo nuestro pensado, pero no únicamente vivimos de él, sino que vivimos una vida en la que ese yo pensado se despliega y se transforma en un yo vivido. A lo largo de nuestro despliegue existencial se irá dando una dialéctica entre ambos, implicándose y corrigiéndose mutuamente, más afortunada o más desafortunadamente.

Pero ahí no acaba la cosa; en realidad hay otro yo, más allá del ‘yo pensado’ y del ‘yo vivido’: es el ‘yo contemplado’; o, mejor dicho, el ‘yo contemplativo’, según el cual la persona se representa no a sí misma, sino a la idea de humanidad, no tanto abstractamente, sino concretizada en su yo, a su ideal del yo.

Una vez superada la dimensión cotidiana de la vida, una dimensión que, si bien no carece de cierto nivel de reflexión, no es ésta su característica dominante, surge en cada uno de nosotros un ideal de persona que es al que se quiere aproximar con su propia vida. Este ideal de persona, más o menos explícito, aparece como fuera de nosotros, como una imagen que proyectamos, que está ante nosotros, y a la que nos queremos acercar, porque inicialmente está alejada de nosotros, incluso en ocasiones se opone a mi propio ser actual. Pues bien: a este ideal Ricoeur lo denomina humanidad, no entendida como la unión de todos y de cada uno de los seres humanos, no entendida cuantitativamente, sino cualitativamente, es decir, como aquello que para mí engloba todo lo que yo pueda entender como ser humano, como ser un ser humano: es la cualidad de ser persona. Una humanidad que define qué significa ser persona, según la cual soy capaz de orientar responsablemente mi vida, porque en el fondo quiero ser así: una significación regulativa de lo que significa ser hombre o ser mujer.

En nuestro modo de ser persona, se produce una doble circunstancia. Todos en la vida no paramos de hacer cosas, en sentido amplio. Pero todo aquello que hacemos no es gratuito, sino que revierte sobre nosotros configurando nuestra personalidad. Todo acto que realizamos nos configura, nos define. Y nuestra personalidad va siendo configurada por la acumulación de los efectos que cada una de las cosas que hemos realizado en nuestra vida posee sobre nosotros. No hay otro modo de forjarnos como personas: haciendo lo que hacemos en nuestras vidas, conseguimos a la vez hacernos como personas. Si lo pensamos, no forjamos nuestra personalidad haciendo nada diferente a lo que cotidianamente hacemos, todo lo contrario: sólo nos podemos hacer a nosotros mismos, sólo nos podemos realizar como personas, haciendo cosas, relacionándonos y enfrentándonos con el mundo. En nuestro día a día.

Esta circunstancia puede ser vivida esquemáticamente bajo dos paradigmas: como una propiedad humana condición de su libertad, de su felicidad, de su apertura trascendental, o como una limitación, como una coerción, como un encuentro inopinado con un mundo inhóspito y amenazador. Para Ricoeur, esta diferencia radical es debida a experiencias personales que nos inducen a revestir psicológicamente una aspiración de raíz antropológica y consecuentemente universal, en un sentido o en otro. Y, en función de ese revestimiento psicológico, uno irá alcanzando una sensibilidad u otra. Ciertamente, nuestras experiencias y nuestro entorno a veces (quizá frecuentemente) no nos permiten mantenernos en sintonía con esa experiencia originaria, sumergiéndonos en una especie de ‘apariencia de vida’ en la que los términos se invierten, y lo que debiera ser una experiencia liberadora y gratificante se torna en una experiencia amenazadora y petrificante.

9 de marzo de 2021

Del logos al mito

Ya vimos en este post que el mito no necesariamente se ha de considerar inferior al logos, como si fuera algo superado, que poco nos puede aportar ya; quizá la tarea consista precisamente en recuperar toda su poesía y toda su riqueza, y que la razón especulativa y científica cultive esta dimensión mítica que, lejos de ensoñaciones imaginarias, le permita aprehender la realidad en su totalidad.

En la historia antigua, el tránsito del mythos al logos se va realizando muy lentamente. Es el paso de lo inconcebible a lo concebible, aunque podemos preguntarnos: lo inconcebible y lo concebible, ¿según qué? El mito emplea lenguajes fabulosos, narraciones poéticas, para ofrecernos relatos de cómo han acontecido las cosas. Para el hombre antiguo, todo es posible. «El mito, con todos sus absurdos y enormidades, con todas sus desaforadas exageraciones y con toda la confusión de relaciones, con su despreocupada inconsecuencia y sus juguetonas variantes, no le choca nunca al primitivo como algo imposible», dice Huizinga en su Homo ludens. Pero, ¿se reduce esto a una mera fantasía de una mente ingenua, ajena al uso culto y serio de la razón?, ¿era el hombre primitivo tan ‘irracional’ como se nos quiere hacer pensar?

Quizá, en este uso ‘irracional’ de su razón, pudiera ser que confluyera una actitud hoy perdida, desde la cual afrontar los enigmas más radicales de la vida. Los mitos y los poemas originales responden más a una actitud lúdica que lógica. El poeta juega en y con la naturaleza, y por eso poetiza. Actitud que no por ser lúdica deja de ser seria, todo lo contrario. Sólo cuando, con el avance de la cultura, lo serio se identifica con lo lógico, sólo en ese mismo momento se produce la diferencia entre lo serio y lo lúdico, ajeno por lo demás al espíritu del hombre antiguo. La poetización original pertenecía al ámbito de lo lúdico, sí, pero no por ello era menos ‘serio’ que el discurso más racional.

Por eso los mitos tienen algo de misterio, porque nunca se podrá agotar lo que puede dar de sí; no según un conocimiento científico, verdaderamente, pero sí según un conocimiento de la vida. Dice Rof Carballo en Entre el silencio y la palabra que «los mitos ―por eso lo son, por condensarse en ellos el misterio― jamás agotan su significado y cuando muestran con engañosa claridad una de sus caras debemos estar ciertos de que es entonces cuando más se esquivan».

Dewey extrae una conclusión interesante en El arte como experiencia, donde nos dice que se equivoca quien ve en los mitos ensayos intelectuales del hombre primitivo, incapaz de estudiar científicamente su entorno. Porque, que el conocimiento que aportara efectivamente careciera de una dimensión ‘científica’, ajena sin duda al espíritu de la época, quizá propiciara modos de conocer la naturaleza y de comprender la realidad ajenos al espíritu científico. Quizá, más que el conocimiento que pudiera aportar sobre el mundo, su dimensión lúdica, el deleite en la narración, la incertidumbre de su desarrollo, se erigían en elementos primordiales. No es que los mitos fueran historias para niños: es que su dimensión histórica, afectiva, experiencial, vital, era la preponderante. Una dimensión estética, en definitiva, que también se encuentra presente ―no lo olvidemos― incluso en los pensamientos más abstractos del ser humano: todo pensamiento teórico no deja de ser también experiencial, no deja de ejecutarse en el tiempo, en determinadas circunstancias, en esta situación concreta. Nuestros pensamientos más elevados alcanzan también a nuestras entrañas, porque «si el mantenimiento de lo sobrenatural en el pensamiento humano fuera exclusiva y principalmente un asunto intelectual, sería insignificante»; si todo ello no interpelara a la vida, a nuestra sensibilidad, ¿hubiera tenido continuidad en la historia, no habría quedado olvidado por su poco valor? Y lo mismo cabe decir para el conocimiento científico: lejos de ser algo meramente teórico, «los vuelos de los físicos y de los astrónomos de hoy responden a una necesidad estética de la imaginación, más bien que a una demanda estricta de evidencia sin emoción para la interpretación racional». Algo con lo que sin duda d’Ors o Zambrano estarían totalmente de acuerdo.

2 de marzo de 2021

El primer acto del bebé

Cuando un bebé viene a la vida hay ciertos momentos, ciertos hitos de su todavía corta vida, que han sido especialmente importantes en la familia: la primera vez que fija su mirada en nosotros y nos reconoce, cuando sonríe ante alguna gracia, el día que comienza a gatear, o a andar… De todos los que hemos tenido la suerte de disfrutar de esas experiencias, ¿quién no recuerda alguno de estos momentos con especial agrado? De lo que no solemos ser tan conscientes es de que cada uno de estos gestos supone una auténtica revolución para ellos, un auténtico paso adelante en la configuración de su tierna personalidad. 

Al hablar de la relevancia para el niño de estos momentos no me refiero primariamente a lo que es su dimensión biológica. Nuestro organismo, como el de cualquier otra especie viva, por sí mismo va creciendo y desplegándose en la existencia, para lo cual necesita que vaya configurándose, consolidándose sus distintas partes, así como las funciones que estas partes desempeñan, en diálogo con su entorno. Desde este punto de vista cuando un bebé comienza a andar se puede considerar análogo a cuando un pajarito comienza a volar. Pero, como digo, no me refiero primariamente a esto, sino a la significación que tiene para el bebé estos ‘grandes momentos’ de su vida. Porque su importancia no reside tanto en el hecho de hacerlos, sino en su significatividad, en su valor relacional, en cuya ausencia fácilmente el niño no asuma el esfuerzo o la angustia de pasar por dicha experiencia hasta cierto punto ‘traumática’.

Si esto es así es porque —como dice Cyrulnik— cuando el niño está privado de un entorno de confianza, estos momentos no dejan de tener un valor meramente motor, biológico, lo cual no es suficiente para satisfacer el despliegue existencial de una vida humana. Es fácil que, al no contar con el ‘calor’ y el ‘apoyo afectivo’ según el cual estos actos adquieren significatividad para él, evidentemente de modo no consciente, no le atribuirá ningún valor relacional (independientemente de que su organismo ya esté lo suficientemente dotado para ello) y, en consecuencia, no acometerá esas aventuras, o las dilatará en el tiempo.

«Cuando el niño se ve privado del entorno, el esfuerzo de ponerse en pie es un mero acto motor sin valor relacional. Un niño sin medio humano nunca atribuirá una función de relación a ese impulso de sostenerse sobre las piernas. Posee todas las competencias necesarias para caminar, pero al carecer de la fuerza modeladora de la emoción del entorno, no intentará nunca el esfuerzo de caminar, desprovisto de sentido, para él, en dicho contexto», dice Cyrulnik.

A veces ocurre que los bebés no realizan sus grandes momentos (comenzar a gatear, comenzar a andar, señalar cosas con el dedo, etc.) en aquellas horquillas de tiempo en las que es lo acostumbrado hacerlo, según un desarrollo ‘normal’ en nuestra especie. Ello se puede deber a diversos motivos, aunque no es infrecuente —todo lo contrario— que ello se deba a un entorno humano inadecuado. Con esta inadecuación me refiero a entornos de imprevisibilidad, de desconfianza, de desconcierto, en los que el bebé no sabe a qué atenerse, se siente inseguro, de modo que tiende a quedarse en ‘lo conocido’, sin sentirse lo suficientemente motivado para emprender nuevas aventuras: la angustia y el temor vencen a la curiosidad por la novedad. Sus recursos los destina a mantenerse a salvo en ese entorno de incertidumbre, cuando si ese asunto estuviera ya salvado, los dedicaría a adentrarse en ‘lo desconocido’, buscando experiencias nuevas, recibiendo con gusto nuevos sabores, queriendo jugar con otros juguetes. Incapaz de asumir la ansiedad connatural ante lo desconocido, se centra en mantenerse a flote en la inestabilidad de su día a día; la aventura ya no le divierte, sino que le amenaza.

Esto no es algo que se dé únicamente en los casos más acentuados y que podemos calificar como ‘clínicos’ sino que, en mayor o menor medida, son frecuentes en nuestros hogares, en cualquiera de ellos, también en el nuestro. Sólo desde cierta preocupación y sensibilidad pueden detectarse. Todos hemos oído las escalofriantes historias de niños que han crecido encerrados en los sótanos de las casas de unos padres desequilibrados, los niños ‘bajo llave’ que se dice, y lo que les ha supuesto de negativo —como no podía ser de otro modo— para su personalidad. Pues bien, sin llegar a esos extremos, muchos niños de nuestra sociedad han sido víctimas de la ausencia de un entorno afectivo estable y de confianza inicial, lo que quedará como una huella en su personalidad futura, generando desequilibros que tenderán a satisfacer neurótica o psicóticamente: un deseo insaciable de hacerse querer, necesidad de seducir, de imponerse violentamente, etc., modos encubiertos de suplir una carencia afectiva que en su día no fue satisfecha adecuadamente, y que se hará presente tanto de niños como de adultos, hasta que posean la capacidad de enfrentarse a estas situaciones de conflicto para poder superarlas.