30 de abril de 2019

Hendrik Antoon Lorentz (1853 – 1928)

El concepto de ‘Física clásica’ surge en referencia al giro tan importante que sufrió esta disciplina entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, giro que usualmente está asociado a nombres como Einstein o Planck. Pero si este giro pudo darse, fue gracias a otros científicos más o menos conocidos, pero cuyas aportaciones han pasado desapercibidas excepto seguramente para los entendidos. Uno de ellos es sin duda al que dedico este post, figura a la que me han ayudado a acercarme unas bellas páginas que le dedica Louis de Broglie. Precisamente en estas páginas sienta las bases de este ‘cambio de época’ de la Física, reconociendo y agradeciendo los ‘trabajos prestados’ por los físicos hasta la fecha, así como la necesidad de cambiar de paradigma; dice de Broglie:

«Después de que la investigación de los fenómenos atómicos y las grandes revoluciones conceptuales ligadas a los nombres de Einstein y de Planck han revolucionado las bases de un edificio que se creía inquebrantable, aplicamos a este estadio de nuestros conocimientos el nombre de Física clásica queriendo así indicar a la vez nuestro respeto por una construcción muy bella y muy armoniosa y nuestra convicción de que se ha hecho insuficiente en la actualidad».

Vaya por delante que este mundo me fascina, y que, como ajeno a esta disciplina, me es incomprensible el alcance de todo esto. Se puede decir que no entiendo nada. Richard Feynman, ante todo este nuevo paradigma cuántico de la Física dijo que, si lo entiendes, entonces no se trata de mecánica cuántica. Bien, eso me tranquiliza un poco, pero no demasiado. Pero me fascina este mundo. Creo que el haber vivido y contribuido al avance del conocimiento científico en estos años debió ser una tarea maravillosa.

Es reconocido generalizadamente que este gran y hermoso edificio que es la Física clásica comenzó a fisurarse como consecuencia del trabajo de Maxwell (1831-1879), que fue capaz de reunir en unas pocas fórmulas los conocimientos ya extendidos sobre fenómenos eléctricos y magnéticos: son las conocidas ecuaciones de Maxwell. Bueno, tal y como cuenta Gómez-Esteban en este post de su blog (El tamiz), a lo visto no fueron estas las ecuaciones originales de Maxwell, sino que, partiendo de las aproximadamente veinte ecuaciones originales, fue Oliver Heaviside quien las fue puliendo y agrupando, hasta llegar a las que todos conocemos. Pero a lo que iba. Estas ecuaciones todavía surgieron en una mentalidad clásica, todavía pertenecían a aquella cosmovisión, pero, a diferencia de ella, ya no entendía los fenómenos físicos representables por figuras y movimientos, sino que los entendía de un modo bastante diferente, cuya comprensión o interpretación mecánica no era fácil de aprehender. Dichas ecuaciones serían sin duda el primer gran paso hacia ese aire abstracto que caracteriza a la física contemporánea.

Pues bien, a partir de 1875 numerosos jóvenes investigadores intentaron continuar la vía que Maxwell había abierto. Entre los más aventajados se encontraban Hertz y Lorentz. Si el primero tuvo el acierto de confirmar las intuiciones del maestro sobre la naturaleza electromagnética de la luz con el descubrimiento de las ondas que llevan su nombre, el segundo supo introducir en el electromagnetismo de Maxwell (de carácter continuo) la consideración corpuscular de la electricidad (de carácter discreto).

Según de Broglie, Lorentz fue la auténtica bisagra entre las dos concepciones de la física porque, si bien permaneció fiel al espíritu de la física clásica, sus investigaciones contribuyeron muy relevantemente al nacimiento de la física contemporánea. ¿Por qué? Pues «porque, al introducir el electrón como un cuerpo extraño en la teoría continua de Maxwell, ha establecido la noción de atomismo con todas las simplificaciones y también las dificultades que nuestro espíritu, a la vez ávido de la discontinuidad aritmética e incapaz de desprenderse completamente de la continuidad, percibe en ella inmediatamente». Pues bien, de la aportación de Lorentz no sólo se revisó la concepción de las últimas partículas de la materia, sino que surgió también la necesidad de revisar nuestras concepciones sobre el espacio y el tiempo, revisión que él no pudo hacer, fiel como era a la cosmovisión clásica, abriéndole la puerta a un por entonces joven Albert Einstein.

Tradicionalmente se explicaba la propagación de la luz como un movimiento ondulatorio, como una vibración, igual que el sonido. Pero ello conllevaba muchos problemas. El principal era identificar el medio sobre el cual se propagaba, de modo análogo a como lo hacía cualquier otro fenómeno ondulatorio. El sonido, por ejemplo, se puede propagar por el aire, o por el agua; pero era sabido que la luz podía propagarse por el vacío, cosa que el sonido no. Y la cuestión era: ¿cómo podía ser esto?, ¿cómo podía propagarse una onda sobre ningún medio que le sirviera de soporte? Consecuencia de ello, surgió la necesidad de pensar en un éter, un medio hipotético que estaría presente en el vacío, y que serviría de soporte. Pero con esto no se acabaron los problemas, sino que la cosa seguía complicándose; porque este éter debía ser rígido para que la luz se pudiera desplazar transversalmente en él, tal y como corresponde al tipo de onda lumínica. Y no sólo eso, sino que su dureza debía ser enorme, más que la del acero, para que la luz pudiera desplazarse por él a la velocidad a la que lo hacía; tremenda paradoja porque, por otro lado, el caso es que los cuerpos y nosotros nos movemos en el seno de dicho éter, por lo que no podía ser tan rígido. El éter debía ser más duro que el acero para permitir el desplazamiento de la luz a esa velocidad, pero lo suficientemente liviano para que los diversos cuerpos pudieran moverse en su seno.

En este marco es en el que se movía Lorentz. Estudió en su tesis la propuesta de Maxwell, y puso de manifiesto la diferente concepción que proponía para describir este fenómeno; aunque no acabó de llegar a una conclusión definitiva, hizo ver las bondades de este nuevo planteamiento. De hecho, su aportación propició un mayor interés por la propuesta de Maxwell, en la que vio ciertas carencias. Si las ecuaciones de Maxwell describían el campo electromagnético en una región del espacio a partir de las cargas que allí había y su estado, Lorentz se preocupó por qué ocurría a las cosas que hay allí a partir de la presencia de dicho campo electromagnético. Por ello se le ocurrió esa idea de introducir la concepción atomística en el planteamiento campal: «convencido de que la materia tiene una estructura atómica, Lorentz llegó a pensar que esta atomicidad se extiende también a la electricidad y admitió que a los campos de la teoría de Maxwell concebidos como propagándose en un éter homogéneo e inmóvil, precisaba yuxtaponer cargas eléctricas de estructura discontinua que servirían de manantiales a los campos y que sufrirían su acción».

Lo que hizo Lorentz fue aunar la teoría electromagnética de Maxwell con una nueva teoría atómica de la realidad según la cual ésta estaría formada por partículas elementales cargadas eléctricamente, las cuales serían a la vez las fuentes de las que manaban los campos de Maxwell. A estas partículas eléctricas elementales Lorentz las denominó electrones, término que nos suena, ¿verdad? Sólo que con él se refería a cargas eléctricas discretas en general (lo que hoy conocemos como iones), y no tanto a lo que nosotros estamos acostumbrados a identificar con tal término, a saber: el de partículas con carga negativa. En cualquier caso, la teoría con la que revisó a la de Maxwell la denominó así, Teoría de los Electrones, la cual resultó ser más afín a la realidad de las cosas que la de su antecesor. Recordemos que pocos años después, en 1897, J.J. Thompson confirmaría experimentalmente la existencia de estas partículas.

Hasta el momento, cuando incidía una onda electromagnética sobre la materia, sólo se estudiaba este efecto; pero gracias a Lorentz se pudo indagar más sobre lo que en el fondo ocurría. Porque claro, al incidir dicha onda, la materia sobre la que incidía quedaba polarizada eléctricamente, y esta polarización generaba a su vez un nuevo campo que revertía sobre el entorno, de modo que cada electrón se veía afectado tanto por la onda incidente como por todos los campos generados por las polarizaciones de cada electrón vecino a causa de dicha onda incidente. Aquí hay que situar el origen de la conocida como ‘fuerza de Lorentz’; de modo más de andar por casa, la recuerdo como la ‘fuerza que va bien’, regla mnemotécnica que me enseñó mi profesor en el colegio para memorizarla (a la cual habría que añadir el término correspondiente a la fuerza generada por el campo eléctrico, q · E):
No obstante, su teoría también era susceptible de matizaciones y correcciones, de las cuales se hizo eco el matemático Henri Poincaré. Pero el caso es que estas correcciones pudieron ser subsanadas (siguiendo las indicaciones del físico alemán Max Abraham) cambiando el marco desde el cual leer la Teoría de los Electrones. Y es aquí donde hay que encontrar el preludio de lo que en muy breve tiempo pasaría a engrosar la teoría de la relatividad.

23 de abril de 2019

El enfoque ético de la posmodernidad y ¿la vuelta a la premodernidad?

Con este post finalizamos esta pequeña serie en el que he tratado de esbozar las principales líneas éticas que se han dado (y se dan) en nuestra época contemporánea, el último de los cuales fue el dedicado a Richard Rorty siguiendo la explicación que la profesora Adela Cortina nos ofrece en el tercer capítulo de su Ética sin moral. Una de la claves para entender la filosofía moderna se sitúa —a mi modo de ver— en la giro tan radical que se dio en la cosmovisión generalizadamente aceptada. En el horizonte clásico no había confusión en tres elementos alrededor de los cuales se articulaba su ética, tal y como nos indica la profesora Cortina: el hombre como es, el hombre como debe ser y cómo se debe cruzar el puente entre ambos. Este planteamiento que en la época moderna y en la contemporánea es tan problemático, estaba pleno de sentido para el hombre clásico y el medieval. Si en el período clásico ese tránsito había que leerlo en el diálogo orgánicamente establecido entre el individuo y la polis, en la tradición medieval se recuperó con su característica teleología. Tanto en un caso como en otro, dicho puente había que ser transitado mediante una moral virtuosa, que había de ser seguida mediante la práctica de unos hábitos dirigidos a tal fin.

Comenzaron a aparecer fisuras a este planteamiento ya en la baja Edad Media, tanto en el ámbito católico como sin duda en el protestante, en el seno del cual fraguó la crítica moderna al teocentrismo característico de los siglos anteriores. Todos los cambios acontecidos en esta época, cambios sustanciales y radicales de todo tipo (geográficos, sociales, políticos, científicos, tecnológicos…) ofrecieron una importante relectura de las tradiciones, las cuales empezaron a ser dirigidas hacia el ser humano como centro de su existir. Tras los intentos de los grandes filósofos modernos, pronto se vieron las dificultades para fundamentar una ética en estas condiciones, sin negar ni un ápice sus importantes aportaciones a la historia de la moral.

Una de las consecuencias de todo ello es el planteamiento conocido como posmoderno. Nos dice Cortina: «En efecto, la crítica a una razón moderna totalizante, identificadora y sistemática, cuyas debilidades han ido siendo descubiertas paulatinamente (…), abonan la opción por el fragmento, la diferencia, el decentramiento. En universo decentrado, sin un punto fijo, arquimédico, la cuestión del fundamento carece de sentido».

La intención moderna de presuponer que se puede llegar antropológicamente a un ser humano auténtico ahondando en su propia esencia, aunque sea desde su razón autónoma, no deja de ser una ingenuidad, dice Bernard Williams. En la perspectiva posmoderna, no es coherente ni necesario pensar al hombre y al ser metafísicamente, desde de una profundidad que dé estabilidad y coherencia. Más bien, se percibe la moral desde la mera facticidad. Ni siquiera, como afirma Vattimo, es preciso un fundamento para defender ese valor tan básico como la igualdad pues, en su opinión, es precisamente que no hay ningún mundo metafísicamente real que podemos afirmar que somos todos iguales.

Pero no todos los posmodernos siguen este pensamiento débil, deconstruido… Una última corriente, esbozan una vuelta a la premodernidad, corriente cuyo paradigma puede ser MacIntyre. ¿En qué sentido hay que entender esta intención? Su punto de partida hay que situarlo en una especie de ‘esquizofrenia moral’ resultado del intento de armonizar dos polos, a saber: el modo de combinar el carácter impersonal de los imperativos éticos universales propios de la ilustración, y su uso o aplicación subjetiva desde una carga emocional más que relevante propia de una sociedad des-racionalizada; época esquizofrénica que no es sino el síntoma de una sociedad moralmente emotivista. Desde el universalismo abstracto de los deberes, la implicación del individuo no dejaba de ser también abstracta; consecuentemente, se ha producido un desplazamiento del péndulo al otro extremo, un individuo abandonado a su suerte ha echado mano de lo más cercano: sus sentimientos.

Pues bien, el mejor modo de recuperar la racionalidad moral sin perder su dimensión afectiva (en entredicho en la pura ilustración, a pesar de los intentos por tenerla presente, como en la Critica del Juicio kantiana) es para MacIntyre recobrar la moral de las virtudes a la luz de una vivencia comunitaria. Recuperar la ética aristotélica no por lo que tiene de metafísica, sino por lo que tiene de dimensión vital, práctica. No se pierde el enfoque contemporáneo, pero sí que se lee lejos de un pragmatismo radical o universalismo consensual, único modo de no perderse en una sin-moral característica de nuestra época. Paul Ricoeur, desde una tradición diversa, intentará hacer lo propio, a saber: enriquecer a una ética kantiana formalista con la dimensión aristotélica.

16 de abril de 2019

Tomás de Aquino y los orígenes de la ciencia moderna

En la Facultad de Teología de Valencia se inauguró recientemente una cátedra dedicada a Santo Tomás de Aquino, para conocer a fondo su pensamiento, así como para analizar qué puede aportar en la actualidad. Como dijo Martín Gelabert, «la cátedra no quiere hacer arqueología, sino situar a santo Tomás históricamente, en su contexto propio y en sus posibles prolongaciones en nuestro contexto actual». No es extraño que esta cátedra se abra en esta facultad, pues en ella la Orden de Predicadores tiene mucho peso.

Por suerte o por desgracia, la figura de este pensador, así como la de tantos otros pertenecientes a esa época conocida como Edad Media, es tozudamente desconocida, cuando no ignorada por los intelectuales de nuestra época, y el caso es que se pueden encontrar verdaderas joyas entre sus textos; uno sólo tiene que acercarse a ellos para comprobarlo, exactamente igual que ocurre con autores de otras épocas y de otros contextos, ni más ni menos. A nivel personal, en alguna de las asignaturas que imparto empleo textos suyos. Hay uno que me parece especialmente interesante: el que dedica a la verdad: en él se hace eco de problemas y de cuestiones que permanecen totalmente abiertos en la actualidad. Evidentemente, lo hace desde la postura realista, desde esa confianza de que el ser humano puede conocer la realidad tal y como ella es; pero no por ello dejaba de hacerse cargo de la dificultad intrínseca a esta tarea, interrogantes que hoy en día nos planteamos desde la hermenéutica, semántica o epistemología, por poner algunos ejemplos. La verdad es que Tomás de Aquino fue un verdadero revolucionario de la época, lo que le supuso más de un contratiempo.

Pero bueno, no quería hablar hoy de ello, sino de dónde situar el conocimiento, en su opinión. Me he apoyado para ello en el discurso que el dominico Michal Paluch realizó en el acto inaugural de esta cátedra, al cual he podido acceder gracias a la traducción realizada del inglés original por mi amiga Amparo, ya que no pude asistir. Sabido es que Platón acuñó su teoría de la anamnesis para dar explicación a esta cuestión, según la cual el conocimiento era innato en todas las personas, siendo la tarea del maestro actualizarlo, ‘despertarlo en el alma del estudiante’. San Agustín fue quien dio entrada a este enfoque en la tradición cristiana, manteniendo el esquema, pero modificando su fundamento, que pasó a estar en el Verbo. Decía el obispo de Hipona que es gracias a la Sabiduría Eterna que poseíamos en nuestro interior la verdadera sabiduría humana, de modo que el maestro lo único que podía hacer era ayudarnos a sacarla. Es fácil percibir aquí ecos de la mayéutica socrática. Así, «el acto más completo de adquisición del conocimiento es la contemplación interior por la cual, Cristo, el maestro divino, nos otorga su luz», explica Paluch.

Este esquema, desde sus orígenes en la Grecia clásica, perduró en Europa hasta poco después del primer mileno. Tomás de Aquino modificó sustancialmente este modo de entender el conocimiento. Sigue a Agustín en la presencia del divino maestro en el acto gnoseológico; se distancia de él en la dirección que se debía adoptar en dicho acto. En referencia a esta segunda cuestión, Tomás subrayaba de modo más preciso la necesidad de contar con la realidad externa ya que —para él— el conocimiento no se alcanza mediante la activación de lo que ‘ya’ poseemos de modo innato. Esto le obligó a replantear la primera cuestión: la presencia divina había que buscarla entonces en otro momento del conocimiento. ¿En cuál? Pues en nuestra capacidad de conocer, en la ‘luz intelectual’, la cual no puede sino recordarnos al ‘intelecto activo’ aristotélico. Lo que poseemos de modo innato no es el conocimiento, sino aquello que nos habilita y capacita para conocer, los primeros principios a partir de los cuales nuestra inteligencia puede ‘iluminar’ la realidad a nuestro alrededor.

Ésta es la chispa divina en nosotros, sentando así la base de nuestro conocimiento. La posibilidad de que podamos conocer la realidad, viene de que poseemos la capacidad para hacerlo.

La diferencia con Agustín estriba en que, según Tomás de Aquino, el intelecto activo no tiene tanto que iluminar nuestro interior como el exterior, la realidad, el mundo; «contiene en sí mismo una especie de marco para recibir todo conocimiento (los primeros principios) pero es sólo a través del contacto con el mundo exterior como nuestro conocimiento puede crecer y desarrollarse». La adquisición del conocimiento no se consigue entrando dentro de nosotros, sino volviendo al mundo externo. Lo que nos propicia el ser divino no es ya el conocimiento, sino una capacidad que nos permite, desde él, iluminar la realidad en torno.

Como muy bien vio Etienne Gilson, este giro fue fundamental en la tradición gnoseológica occidental, pues atender a la naturaleza ya no era algo accesorio al conocimiento, sino algo que se debía realizar necesariamente, abriéndose así el desarrollo de las ciencias experimentales, desarrollo que no tardó en dar comienzo y que cristalizaría en la ciencia moderna.

9 de abril de 2019

La maravilla de aprender a sentir (y ii)

Acabábamos el anterior post pensando sobre cómo aprendemos a ejercer nuestra sensibilidad. Pensemos por un momento en la maravilla que ocurre cuando los bebés vienen a la vida. Poseen una sensibilidad ‘en bruto’, recibiendo una información que no saben gestionar. Su desarrollo fisiológico va facultando a su organismo para sentir cada vez más y mejor, y sus órganos se van encontrando cada día que pasa en un estado cada vez con más posibilidades, cada vez más ávido de información, de estimulación, en orden a su sano desarrollo.

Todos nuestros sentidos están continuamente enviando la información que reciben al cerebro, y en él nos hacemos un ‘mapa’ del entorno. Sencillamente, es una cuestión de supervivencia: todas las personas (todos los animales) necesitamos poder reconocer las características de nuestro alrededor; percibir el mundo que nos rodea a través de los sistemas sensoriales y crearnos una representación del mismo que nos permita hacer valoraciones rápidas, detectar posibles peligros, identificar distintas posibilidades, etc. Nos encontramos ya en un segundo estadio: en el de la integración adecuada de toda la información que recibimos por nuestros sentidos, presuponiendo que estos ejercen ya su función correctamente. Y, como es fácil pensar, tampoco nacemos sabiendo hacer adecuadamente esta integración, sino que precisamos aprenderla. Este aprendizaje sigue diversas rutinas: saber seleccionar, de toda la información estimúlica disponible, aquella que nos sea útil o de interés; saber centrar la atención para evitar la dispersión, característica de edades o personalidades infantiles; optimizar la información necesaria en la percepción, desechando la sobrante; etc. Y es así como, poco a poco, vamos ‘tejiendo’ una representación del mundo, una imagen más o menos fiel.

El resultado de todo ello es (o debería ser) que nuestro mundo percibido se asemeje lo máximo posible a la realidad externa, y nos permita movernos en ella con solvencia y fiabilidad. Sería imposible hacer esto, poseer una imagen fiel del mundo real, sin que nuestro cerebro aprendiera exhaustivamente todos estos procesos. Si nos fijamos, esta imagen del mundo es el resultado de dos procesos, en alguna medida opuestos: de abajo arriba, y de arriba abajo. Por un lado, está la información que llega desde el exterior, a través de nuestros sentidos, hacia el cerebro; y por otro está la receptividad existente desde las estructuras neurales adquiridas. Ambos momentos están influidos por nuestros aprendizajes, contribuyendo a que podamos desenvolvernos con soltura y seguridad en nuestro entorno. Un desenvolvimiento que no es ‘puro’, que no es ideal, pues nunca tendremos una imagen del mundo perfectamente real, ni mucho menos. Un dato relevante es notar cómo todo esto que estoy comentando está mediatizado por el entorno en el que se dé, por el ambiente en el seno del cual puedan darse nuestras primeras experiencias.

Un ambiente que será percibido todavía sin saber muy bien qué es, ni qué valor tiene, mientras nuestras estructuras fisiológicas y cognitivas, todavía en período de formación, se van desarrollando a un ritmo frenético. De ahí su relevancia. Si éste propicia una integración desordenada, los sentidos procesarán la información desordenadamente, lo cual repercutirá negativamente en nuestra relación con el mundo y en nuestra socialización; tendremos una lectura distorsionada del entorno y de las situaciones, dificultando nuestras relaciones. Y viceversa.

Pero este aprendizaje dialógico no se da únicamente en el ámbito de lo fisiológico; de forma concomitante con él se da también un proceso mediante el cual los pequeños tienen que aprender el significado de aquella información que reciben, y que aún no saben interpretar: tienen que darle sentido. Pensemos por un momento la cantidad de información que le llega a un bebé diariamente: recibe infinidad de sonidos, colores, figuras, formas, gustos… sin que sepa todavía qué relevancia tienen para él, ni mucho menos qué significado poseen. Pero es éste un proceso que no se puede dilatar en el tiempo; con cierta premura, y paulatinamente, deberán ir dotando de significado a toda esa información.

Cuando hablo de significado no me refiero aquí a un significado conceptual; de lo que se trata es de otorgar un sentido a lo que acontece a su alrededor, sencillamente para poder integrarlo en sus vidas, y gestionarlo del modo adecuado. En estas edades tempranas, todo este tipo de aprendizaje, todo este dotar de sentido, se da todavía de modo preconceptual, de modo no consciente; preconceptual, pero significado, al fin y al cabo: no por el hecho de ser información pre-conceptual no consciente está ausente de significado, todo lo contrario. Seguramente se convertirá en uno de los aprendizajes que más relevancia pueda tener en su vida. ¿Por qué? Por dos motivos, básicamente: no sólo por el contenido de dichos aprendizajes, sino porque, junto con ese contenido, aparecerá el modo según el aprenderá a relacionarse con el mundo, interpretando la realidad, relacionándose con las personas… Fruto de sus experiencias y de la calidad de éstas, irá fraguando en él un horizonte de comprensión, desde el cual se relacionará con todo lo que le rodee.

Así, toda imagen creada dependerá de nuestros aprendizajes, de nuestra historia, de nuestra biografía. Cuando el cerebro recibe la información del exterior la procesa ‘a su modo’, y este modo suyo de procesarla revertirá en nuestro modo de ser conscientes de ese mundo exterior, es decir, en nuestra imagen del mundo. Una imagen del mundo que no estará libre de cierto desenfoque. Si dicha imagen será la que nos permita desenvolvernos con soltura y seguridad en el mundo, no será sin pagar un precio, como es precisamente generar a la vez esa ‘distorsión’ respecto del mundo real, pero que a nosotros ‘nos sirve’. Porque esa distorsión, si bien nos distancia de la realidad ‘pura’ de las cosas, nos permite movernos en unos márgenes razonables de seguridad, optimizando nuestros recursos y nuestros procesos, ahorrando esfuerzos en nuestra relación con el entorno, y permitiendo bien realizar otras tareas, bien no estar siempre en tensión procesando información. Ésta última opción es muy problemática para aquellas personas que no han vivido en un entorno lo suficientemente estable para poder crearse una imagen del mundo razonablemente estable, viviendo siempre con la ansiedad y angustia propiciadas por una falta de seguridad y confianza vital. Vivirán en un mundo distorsionado, con una actividad neural sobreexcitada para compensar precisamente la ausencia de una imagen del mundo lo suficientemente razonable para propiciar un despliegue vital sereno, armónico y sano.

2 de abril de 2019

La maravilla de aprender a sentir (i)

Hemos estado hablando en otros posts sobre las diversas formas que hay de ejercer nuestra sensibilidad: hablamos de sensaciones, percepciones, emociones, sentimientos… Decíamos que en todas ellas hay una dimensión cognitiva presente, a mi modo de ver más relevante conforme avanzamos en esa relación que acabo de escribir. Otra cosa es cómo articular esa combinación sensación-cognición. En el ejercicio más avanzado de nuestro entendimiento o de nuestra razón, es más fácil de ver la presencia de la cognición, evidentemente. Pero en esos procesos en los que ejercemos una sensibilidad más primaria —digámoslo así— es más complejo de ver. Quisiera detenerme en este punto, en dos aspectos: en el primero, reflexionando someramente sobre el proceso según el cual aprendemos a sentir; y en el segundo, sobre el modo de ejercer esa sensibilidad. Vamos con el primero, y dejaré el segundo para el siguiente post.

Creo que un buen punto de partida para aproximarnos a este asunto sea reflexionar un poco sobre cómo es el hecho de que, sencillamente, ejercemos nuestros sentidos fisiológicos de modo adecuado. Por lo general, y en un organismo sano, no solemos tener mayor problema para que lo que nuestros ojos ven, oídos oyen, etc., se corresponda con una representación adecuada de la realidad. Pero este ejercicio normal de nuestra sensibilidad no es algo que siempre haya sido así, sino que es preciso haber realizado un largo recorrido de aprendizaje; no nacemos ‘sabiendo’ ver, oír… sentir en definitiva; y es difícil hacernos eco de los procesos que se dan desde que nacemos hasta que nuestros sentidos son ejercidos de modo maduro, así como de la complejidad de los mismos. Y ya no sólo para ejercer bien un sentido fisiológico: para hacernos cargo del entorno que nos rodea, no sólo cada sentido debe funcionar correctamente, sino que hay que saber integrar adecuadamente todos los estímulos que nos llegan desde el exterior para ofrecer una sensación de conjunto, de unidad, todo lo cual es ciertamente una tarea descomunal.

Porque claro, cuando nacemos no tenemos ni los ‘conocimientos’ ni las ‘estrategias’ para hacernos cargo de nuestro entorno. Tenemos unas facultades que todavía no están facultadas, es decir, que todavía no pueden ejercer adecuadamente su función. Y para poder hacerlo, para que nuestras facultades puedan ser facultadas, necesitan primariamente dos ingredientes: sus potencialidades fisiológicas (que vienen de fábrica, con el código genético que se despliega en el seno de un organismo, que propicia la aparición del órgano en cuestión más su maduración para que pueda desempeñar su función) y el ambiente (desde el cual se reciben los estímulos necesarios para que dichas potencialidades puedan convertirse en ‘actualidades’). Porque el desarrollo de nuestros órganos sensitivos no depende únicamente del desarrollo del organismo, que también; precisan ser estimulados adecuadamente por el entorno. Y no sólo ser estimulados adecuadamente por el entorno, en el sentido de no ser ni sobre ni infra-estimulados, si no de ser estimulados en el momento preciso, justo cuando las células y los tejidos que forman parte y conforman dicho órgano se encuentran en el período adecuado para realizar ese ‘aprendizaje’. En el proceso de maduración de un organismo, los órganos sensitivos cuentan con una ventana en el seno de la cual pueden desarrollarse adecuadamente, contando con la estimulación adecuada; pasado ya el tiempo correspondiente a esa ventana, por muy estimulados que estén dichos órganos ya no podrán desempeñar normalmente su función, pues quedarán atrofiados. Por ejemplo, si nuestros ojos no son estimulados lumínicamente de modo adecuado y en el momento adecuado, se atrofiarán, y ya no podrán ver (de modo natural), por mucho que sean estimulados con posterioridad.

Pues bien, como decía el niño no nace sabiendo sentir; será con el tiempo que se irán desarrollando sus estructuras sensibles, ‘aprendiendo’ a sentir y a percibir en su interacción con el entorno. Y esto es un dato muy importante, pues el entorno que posea el niño se convierte así en una escuela de aprendizaje, que va a influirle notablemente en su futuro.

Los niños están en continuo diálogo con su entorno, contrastando su lectura del mismo (realizada gracias a la información recibida) con su modo de relacionarse con él, comprobando continuamente la validez o no de la misma. Si en un primer estadio este aprendizaje es más de carácter fisiológico —por decirlo así—, más adelante esta dimensión se irá enriqueciendo con la dimensión cognitiva, en la medida en que el desarrollo neural se lo vaya permitiendo. Tener esto presente es fundamental para comprender la importancia de qué ambientes propiciamos a nuestros hijos en los primeros momentos de su vida. Porque en función de qué ambiente seamos capaces de gestar alrededor suyo, sus aprendizajes serán unos u otros: vivirán abiertos confiadamente al mundo, o encerrados en una cárcel de la que sólo penosamente podrán salir. Su capacidad para percibir el mundo dependerá en gran medida de sus experiencias, de sus relaciones, de sus recuerdos y de los procesos cognitivos que hayan adquirido en estos primeros momentos de su vida. Nunca podremos determinar el modo en que cada niño gestione este aprendizaje, pero sí que podemos trabajar para proporcionarles un entorno adecuado (de serenidad, seguridad, confianza, estabilidad, razonablemente estimulante…) para que ellos acometan por sí mismos esa maravillosa tarea que es aprender a relacionarse con el mundo.