20 de noviembre de 2018

Narradores de la historia

Por suerte o por desgracia, cada vez advertimos con mayor evidencia lo sufrida que es la historia; es decir, lo fácil que es tergiversarla en función de los intereses de quien la relate. Si ya, desde un ejercicio profesional en tanto que ‘historiadores’, es difícil realizar la tarea de releer los acontecimientos pasados con cierta objetividad científica, cuanto más fácil será su tergiversación cuando ya se lee la misma con cierto interés, por muy bienintencionado que sea. En continuidad con otro post en el que hablaba de quiénes eran los protagonistas de la historia, en este me centraré en sus ‘narradores’, o ‘relatores’.

Y, siguiendo el pensamiento de Bueno —que ya seguí en el aquel post—, nos damos cuenta de quiénes son los principales lectores de la historia, los que ‘guardan’ los hechos y las vidas socialmente significativas, así como los que nos la cuentan. En primera instancia podríamos pensar que el principal protagonista en este sentido es ‘la’ sociedad, pero a poco que lo pensemos nos daremos cuenta de que no es así, que los que mantienen el interés porque se mantengan determinados acontecimientos en la memoria colectiva no es ‘el’ pueblo, sino generalmente son ‘partes especializadas de ese pueblo’, a saber: los historiadores y los políticos profesionales, cada uno por sus respectivas razones. Los primeros, por el despliegue más o menos objetivo de su cometido profesional; su profesionalidad apunta en esa dirección: a relatar los hechos del pasado con objetividad científica. En los segundos, en cambio, la lectura y narración de la historia suelen estar más enfocados hacia el futuro, hacia sus proyectos, hacia donde entienden que ha de caminar la sociedad… y si presentan un interés por el pasado no es más que por la repercusión que pueda tener en sus planes de futuro (y no tanto por los afectados directamente por esos sucesos históricos, sean los que fueren).

Si realizar una interpretación adecuada de la historia, científica, lo más objetiva posible, es tarea ardua, ¡cuánto más lo será desde la perspectiva política! Por lo general, los políticos ofrecen ‘una’ versión de la historia, la que mejor se adapta a sus intereses; versión que rara y difícilmente coincide con lo que podríamos denominar ‘la’ Historia, condicionados como están por su propio éxito o mantenimiento en el poder, por conseguir el mayor número de votantes… para lo que suelen acudir a todo tipo de estrategias (crear divisiones, movilizar pasiones, generar identidades, etc.). Creo que todo ello es motivo más que suficiente para cuestionarnos sobre la legitimidad de tal lectura.

La Historia —nos sigue diciendo Bueno— no es asunto ni de recuerdos, ni de memorias, ni de interpretaciones, sino en todo caso «de contrastes de memorias y de otras muchas cosas, llevadas a efecto por el entendimiento y por la razón», y apoyadas críticamente en las evidencias existentes.

«La Historia no se diferencia de la memoria únicamente porque (se supone) ya ha depurado, mediante la ‘crítica histórica’, los recuerdos (reliquias y relatos), desde el punto de vista de su verdad, sino porque ella se mueve a otra escala. Si se prefiere, mantiene otra perspectiva, a saber, la perspectiva del pasado común o pretérito perfecto, y no la perspectiva del presente, de los presentes particulares, individuales o partidistas».

Es por ello que, estrictamente hablando, el carácter científico de la Historia consiste en suprimir todos los recuerdos y memorias en lo que tienen precisamente de recuerdos y memorias, para quedarse en la medida de lo posible con el dato objetivo, con el hecho histórico en cuanto tal. Los recuerdos, las versiones e interpretaciones están llamadas a desaparecer para dejar el paso a la Historia en cuanto tal. Lo cual nos lleva a dos consideraciones. La primera tiene que ver con la actitud que cada uno debe adoptar hacia ‘su’ interpretación de la historia, en el sentido de que uno ha de ser el primer crítico consigo mismo dada la facilidad con la que cualquiera de nosotros guarda en sus recuerdos determinados aspectos de lo que le ha ocurrido, no todos; seguramente los que mejor se adaptan a su relato. Lo contrario no sólo sería una actitud dogmática, sino también su resultado sería seguramente puro dogmatismo: la afirmación de algo que no se somete a ningún contraste crítico, ni se desea que se someta a causa del temor de que uno quede desmentido. Y la segunda consideración tiene que ver con el hecho de que, si nos damos cuenta, el tiempo por sí mismo hace las veces de crisol, propiciando que los recuerdos personales e individuales se vayan difuminando, para que ‘perviva’ el hecho objetivamente comprobable. En este sentido, y desde una actitud auténticamente profesional, la distancia histórica permite que se lean los hechos no con intereses partidistas sino con la objetividad propia del quehacer científico. Salvo que permanezcan vigentes otros intereses… sobre todo en los hechos más recientes. Pero aún en ese caso, esos intereses serán políticos, económicos, sociales… de la índole que sea, pero nunca históricos en sí. Porque esos intereses espurios están ligados a situaciones de la actualidad y del futuro práctico inmediato, y no pueden ser establecidos en nombre de la Historia.

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