30 de noviembre de 2021

La caída de una manzana o por qué la Tierra gira alrededor del Sol

Comentaba hace unas semanas en clase lo importante que es el pensamiento creativo en el seno del ejercicio científico. Estamos acostumbrados a pensar la ciencia desde esa metodología rigurosa, metódica, y seguramente sea así en buena medida; pero no es sólo así. Aunque en la ciencia contemporánea sea menos frecuente o llamativo que en los primeros pasos de la ciencia moderna, no dejan de estar presentes momentos de auténtica creatividad, en los que se enlazan unos fenómenos con otros sin una lógica evidente, saltando de un conocimiento dado a otro en ciernes por golpes de intuición. Y aquel día comentamos este caso.

Todos conocemos la ley de la gravitación universal de Newton, igual que todos conocemos la famosa historia, de dudosa credibilidad, de que se le ocurrió cuando, sentado plácidamente debajo de un manzano, le cayó uno de sus frutos en la cabeza. ¡Parece todo tan fácil y evidente! Efectivamente, no solemos hacernos eco del salto que supone que un objeto nos caiga encima de la cabeza, o que un objeto caiga siempre hacia la superficie de la Tierra, con la definición de la teoría de la gravedad. Parece que, de estas situaciones cotidianas a la ley de la gravitación universal, esa que rige la caída de los cuerpos, o la atracción de unos por otros, sea un paso fácil y evidente, cuando para nada es así. De hecho, hasta que llegó Newton la cosa estaba bastante verde.

Pero en esta clase que comento no nos detuvimos en ello, sino que se planteó la siguiente cuestión. La gravitación universal rige la caída de los cuerpos, sí; lo que no deja de ser un caso particular de la atracción entre unos y otros, sí; de hecho, sabemos que los planetas giran alrededor del Sol por la atracción gravitatoria, sí. Pero, si lo pensamos: ¿qué tiene que ver la caída de una manzana con el hecho de que la Tierra gire alrededor del Sol? Pongámonos en la época, en la que esto, si bien se barruntaba por algunas personas, para nada era algo evidente. ¿Cómo se le ocurrió a Newton? ¿Cómo hizo para enlazar la caída de los cuerpos con la explicación del desplazamiento de la Tierra alrededor del Sol? Pues fue una idea ciertamente sugerente, la verdad, para lo cual era necesario imaginarse un experimento mental, como dice Wilczek.

Dice Newton en su Principia: «El hecho de que, por virtud de las fuerzas centrípetas, los planetas puedan ser retenidos en ciertas órbitas podemos comprenderla fácilmente si consideramos el movimiento de los proyectiles». ¿Cómo puede ser esto? Pues tiene su sentido, vaya si lo tiene.

Pensemos en el lanzamiento de un proyectil, ese típico problema que estudiábamos en el colegio. Cuando lanzamos una piedra, ésta describe una trayectoria parabólica a causa de las dos fuerzas que actúan: la que le empuja por el lanzamiento (la componente horizontal de la fuerza del lanzamiento) y la vertical que le atrae hacia abajo (la fuerza de la gravedad, en sentido opuesto a la componente vertical del lanzamiento que la proyecta hacia arriba). Así lo explica Newton: «Cuando es proyectada una piedra, a causa de la presión de su propio peso está forzada a seguir la trayectoria rectilínea, que por la proyección inicial sola debiera haber seguido, y a describir una línea curva en el aire y, por virtud de esta línea encorvada termina por caer al suelo».

Y dice a continuación una idea que es de Perogrullo, pero muy interesante. Aquí está el meollo del asunto, la genialidad de su mente. Sabiendo que la piedra recorre esta curva, cuanto más fuerte se la lance, más tiempo tardará en caer y más distancia alcanzará. Evidente, ¿no? La curva parabólica se irá alargando, la piedra estará más tiempo en el aire, recorriendo más distancia. Dice Newton: «Podemos, por tanto, suponer que la velocidad aumente de modo que describiera un arco de 1, 2, 5, 10, 100, 1.000 millas antes de que llegue al suelo, hasta que al fin, excediendo los límites de la Tierra pasaría al espacio son tocar en ella». Es decir: si subimos a lo alto de una montaña, y lanzamos la piedra con cierta fuerza, alcanzaremos 10 millas; si la lanzamos con más fuerza, pues 20; así, cada vez con más fuerza, la piedra iría alcanzando más y más distancia, cayendo más y más lejos, hasta que, al final daría la vuelta al planeta para llegar al mismo punto desde el que se lanzó; si la velocidad de salida fuera aumentando, «llegaría al fin al otro lado de la circunferencia de la Tierra para volver a la montaña de que había partido». Es decir, habría recorrido una trayectoria circular alrededor de la Tierra; habría orbitado alrededor de ella. ¿No es eso lo que hacen los planetas alrededor del Sol?

Ciertamente este experimento mental, como cualquier otro, no prueba nada; pero si su resultado es razonable sí que puede indicar un camino a seguir, camino que tampoco es evidente. Wilczek nos cuenta cómo lo explica el mismo Newton con sus palabras, en las que, por cierto, no aparece ninguna manzana: «Empecé a pensar en la gravedad extendiéndose a la órbita de la Luna, y habiendo hallado cómo estimar la fuerza con que un cuerpo que giraba dentro de una esfera presiona la superficie de la esfera; de la regla de Kepler sobre los tiempos periódicos de los planetas… deduje que las fuerzas que mantienen los planetas en sus órbitas deben ser recíprocamente como los cuadrados de sus distancias a los centros sobre los que giran; y así comparé la fuerza requerida para mantener la Luna en su órbita con la fuerza de la gravedad en la superficie de la Tierra, y hallé que responden muy cerca».

Por otro lado, si lo pensamos, este paso de Newton desmentía la teoría de Galileo. Éste afirmaba que una piedra lanzada al aire describía en su movimiento libre una parábola (excepto, claro, en una caída libre vertical) pero, desde la perspectiva newtoniana, esto es falso porque, como acabamos de ver, cuando el proyectil posee la suficiente velocidad de arranque porque es impulsado con la suficiente fuerza, ya no describe una parábola, sino una elipse (como los planetas), de modo que sólo se aproximará a una parábola cuando la distancia total del proyectil sea despreciable respecto al radio terrestre. Así que lo cierto es que cuando lanzamos un proyectil la trayectoria es elíptica, y no una parábola, la cual es un caso particular que, en casos concretos, supone una aproximación excelente.

23 de noviembre de 2021

Los objetos del conocimiento humano

Berkeley comienza su famoso libro Principios del conocimiento humano cuestionándose qué es lo que conocemos cuando conocemos. Su pensamiento ha venido rodeado a menudo de cierta oscuridad, incluso de cierta incongruencia, cuando, a mi modo de ver, e independientemente de que se esté más o menos de acuerdo con él, esta valoración no es justa. Hay que entender bien lo que dice, en qué marco se sitúa, fuera del cual evidentemente sus afirmaciones pierden solidez; y esto no es sencillo, pues en ocasiones sus afirmaciones son sutiles, matizables, y depende mucho del contexto general de la obra y del autor para comprenderlas, y no hacer decir a Berkeley cosas que no ha querido decir. Ciertamente esta tarea es imposible llevarla hasta el fin (¿quién puede arrogarse tal pretensión?), pero quizá ayude aproximarse a este autor con cierta actitud crítica.

En mi opinión, la clave principal de su lectura está en que entremezcla de alguna manera la dimensión gnoseológica con la metafísica; es decir, cuando habla de existencia o de no existencia, de ser o de no ser, el asunto es primariamente la presencia de las cosas en un espíritu y, secundariamente, su existencia en cuanto tales. Esto da lugar a cierta confusión ¬―en mi opinión― ya que juega no únicamente con espíritus humanos, creados, sino también con el espíritu divino, cuyo pensamiento posee unas connotaciones muy diferentes al nuestro, por lo pronto es capaz de crear cosas reales, como se verá.

De lo primero que se preocupa Berkeley es de concretar cuáles son los objetos del conocimiento humano, y en su opinión son tres, a saber (§1): a) ideas impresas en nuestros sentidos; b) ideas percibidas mediante atención a nuestras pasiones u operaciones de la mente; y, finalmente, c) ideas formadas con ayuda de la imaginación o de la memoria, bien porque las traemos al presente mediante el recuerdo, bien porque las construimos a base de las que ya poseemos por haber sido percibidas según los dos primeros casos. Y ya está. El ser humano conoce gracias a las ideas que posee por noticia sensible (bien de las cosas externas, bien de sus estados internos), y por el modo que tiene de elaborarlas; y cualquier idea debe tener su origen en uno de estos tres casos. Démonos cuenta de que aquello con lo que juega el conocimiento no es tanto con las cosas consideradas en sí mismas, sino con las ideas que obtenemos gracias a la noticia que recibimos de ellas, que es algo muy diferente. Y a estas realidades percibidas por los sentidos las denomina tanto ideas como objetos del conocimiento, cosas sensibles, cosas reales o cosas no pensantes.

Si nos damos cuenta —tal y como explica Berkeley— en nuestro conocimiento no están las cosas (¿cómo podrían estarlo?) sino las ideas que nos suscitan, asunto ciertamente complejo y que sigue estando presente en los contemporáneos debates sobre la verdad.

Se puede distinguir entre ‘ideas del sentido’ e ‘ideas de la reflexión’. Entre las primeras cabría establecer claramente a las del apartado a), y creo que de alguna manera también a las del b), pues de también las sentimos de alguna manera; entre las segundas estarían las del apartado c). Las ideas del sentido son externas respecto a su origen, es decir, no son generadas desde dentro, desde la conciencia misma; las ideas de la reflexión, por el contrario, sí que son generadas por la propia actividad mental. Si las ideas del sentido no son generadas por la conciencia, ello implica que su origen es extramental, motivo por el cual son ordenadas y coherentes, y más consistentes, como que tienen más ‘realidad en sí’, lo que le permite aseverar que «hay algo ‘real’ que no depende de la voluntad del perceptor, es decir, que hay algo externo al espíritu (un entorno o mundo) que permanece estable pese a las posibles contingencias de los seres finitos», dice López. Asunto complicado en el que nos detendremos extensamente más adelante, porque habrá que dar razón de ese mundo estable. Pero bueno, lo que va delante, va delante.

En su explicación de las ideas ocasionadas por la impresión en nuestros sentidos, Berkeley es muy agudo. Es consciente de que cada sentido nos ofrece distintos caracteres de las cosas: la vista su color, su figura; el tacto su rugosidad, su dureza; etc. Y, ocurre frecuentemente que varias de estas impresiones se presentan de modo simultáneo; cuando esto ocurre «se viene a significar su conjunto con un nombre y ese conjunto se considera como una cosa» (§1). Así, cualquier cosa (manzana, piedra…) es el resultado de un conjunto de ideas sensibles que denominamos así, de modo que cada cosa tiene su combinación específica de ideas sensibles. Otra cosa distinta es que estas cosas nos sean agradables o desagradables, y despierten en nosotros diferentes pasiones, como la alegría o la tristeza, el enfado o la simpatía, o cualquier otra. Estas serían las correspondientes al segundo grupo.

Cuando Berkeley se pregunta por las del tercer grupo, se plantea qué o quién es exactamente el responsable de manejar las ideas mediante la imaginación o la memoria; o, lo que es lo mismo, ante qué o ante quién se hacen presentes estas ideas, pues en definitiva será el agente que las mantenga en el recuerdo o pueda manejarlas. En su opinión debe existir un ‘ser activo’, un principio activo que «es lo que llamamos mente, alma, espíritu, yo» (§2; algo que se ha denominado tópicamente como conciencia, aunque él no emplee aquí este término). Cuando habla de ‘mente’ Berkeley es consciente de que es algo ‘enteramente distinto’ a las ideas, ya que éstas existen en el seno de aquélla. Y dice a continuación una reflexión muy importante: con estas palabras (mente, espíritu, etc.), «no denoto ninguna de mis ideas, sino algo que es enteramente distinto a ellas, dentro de lo cual existen; o lo que es lo mismo, algo por lo cual son percibidas, pues la existencia de una idea consiste simplemente en ser percibida» (§2). La existencia de ‘una idea’ consiste simplemente en ser percibida. La existencia de ‘una idea’ consiste simplemente en ser percibida. Una idea no tiene existencia en sí misma, es pasiva por sí misma, existiendo únicamente en cuanto está presente en un espíritu activo.

16 de noviembre de 2021

Descartes ya intuyó los dos paradigmas fundamentales de la Física

Tras pasar la época del Renacimiento, comenzó a fraguar el espíritu científico moderno, que tantas sorpresas y conocimientos hubo de deparar en los siglos venideros. El paradigma clásico y medieval, de marcado carácter aristotélico, fue siendo desplazado a causa de un esfuerzo por la continua verificación experimental de las teorías, sometiendo a experimentación los hechos que trataban de describir. Ello trajo consigo también un desplazamiento del objeto de estudio: del gran interrogante aristotélico sobre el fundamento de la realidad, tan presente en la antigüedad y en el medioevo, comenzó a preocupar las leyes de su comportamiento, en tanto que éstas podían ser verificadas experimentalmente y no verse abandonadas a la ‘mera’ especulación teórica; tendencia que ya surgió a finales de la Edad Media y que, tras su acrisolamiento durante el Renacimiento, cristalizó en la Modernidad. Este tránsito es algo que muchos aplauden; no seré yo quien niegue sus bondades, ni mucho menos; lo que me planteo es si somos capaces de valorar lo que hemos perdido por haber dejado de plantearnos el problema de la realidad desde una perspectiva filosófica. Pero bueno, no quería hoy hablar de eso, sino de un asunto que concierne a los orígenes de la ciencia moderna, sobre todo la Física. Porque en esta primera época la ciencia por excelencia fue la Física, cuya finalidad estaba ya bastante determinada: describir los hechos de la naturaleza, tanto de la Tierra como del cielo. Esta tarea se asumió generalizadamente bajo dos variables: la descripción espacial y la evolución en el tiempo de estos fenómenos.

Ya Descartes, con su concepción mecanicista de la res extensa, afirmaba que la descripción de los fenómenos físicos debía articularse mediante ‘figuras y movimientos’. Tal y como explica Louis de Broglie, debido a ello la concepción mecanicista de la naturaleza podía interpretarse bajo dos paradigmas, que se pueden identificar con uno más limitado o concreto (el mecanicista) y otro más amplio o difuso (el campal).

El primer paradigma, la interpretación más limitada o concreta, consiste en asumir que la naturaleza se debía representar mediante cuerpos (o figuras) que se desplazan bajo la influencia de acciones recíprocas (fuerzas, energías) según las leyes de la Mecánica (de las cuales entonces ya se empezaba a tener un conocimiento bastante exacto). Esto es algo que se correspondía con todos los estratos de la naturaleza, erigiéndose la Mecánica en la base de todo conocimiento físico que se pudiera obtener. Desde este enfoque, era fácil acompañar el avance del conocimiento mediante la representación de ‘mecanismos’ cada vez más fieles a la naturaleza, formados por piezas más pequeñas cuyas conexiones facilitaban descripciones más flexibles y ajustadas a los procesos naturales, también a los procesos biológicos. La concepción de que la naturaleza estaba formada por infinidad de corpúsculos diminutos que interaccionaban entre sí cuadra a la perfección con este planteamiento. Es el caso de los típicos problemas de describir la trayectoria de una bala, por ejemplo.

Pero también cabía otra interpretación más amplia o más abstracta, según la cual la realidad física podía ser descrita no tanto por el comportamiento de sus partes, sino por el valor de distintas magnitudes (gravedad, electricidad, magnetismo, etc.) en los distintos puntos del espacio, así como por su evolución en el tiempo según ecuaciones matemáticas. Este paradigma más abstracto seguramente no figuraría en el imaginario del propio Descartes; ciertamente, es menos intuitivo, motivo por el cual tardó más en consolidarse. Ya no se atendía a representaciones de los cuerpos y sus movimientos, ni las leyes debían ser las conocidas leyes mecánicas: ya no se veía tan clara esta descripción como cuando nos imaginamos la parábola que describe la bala. Aunque, pensándolo bien, esta descripción también supone describir la naturaleza en el espacio y en el tiempo, no mediante la representación de imágenes representativas de los cuerpos de la naturaleza, sino mediante los valores de las magnitudes en cada punto del espacio y su evolución temporal. Esto tiene que ver, por ejemplo, con la distribución de las limaduras a causa del campo magnético alrededor de un imán, que a todos nos será familiar.

Si nos fijamos, cualquiera de estos dos paradigmas se corresponde de alguna manera con la inclinación natural del físico, que no es sino una extrapolación de nuestro modo natural de percibir las cosas, no sólo asociadas inevitablemente al espacio y al tiempo, sino también al entenderlas conectadas las unas a las otras, encadenándose los fenómenos de unas con los fenómenos de las otras, bajo leyes que se mantienen inmutablemente. Esta idea básica estaba en el origen de la nuova scienza, agudizándose poco a poco hacia un ‘determinismo riguroso’, según el cual «un conocimiento preciso del estado actual del mundo físico en un instante dado debe permitir prever exactamente lo que pasará inmediatamente después», como dijo de Broglie. Para todo ello hacía necesario un apoyo matemático cada vez más perfeccionado, paso que se dio con el descubrimiento del cálculo diferencial, cuyo honor se disputan Leibniz y Newton, y sin el cual difícilmente la ciencia podría haber progresado como lo hizo en esta época.

La interpretación que hizo fortuna inicialmente fue sin duda la primera; la segunda sólo fue imponiéndose precisamente conforme el análisis matemático pudo hacerla posible, paradigma de lo cual fueron sin duda las ecuaciones de Maxwell descriptoras de los fenómenos electromagnéticos.

9 de noviembre de 2021

El entusiasmo del filósofo

Una de las experiencias más generalizadas de los que nos adentramos por los caminos de la filosofía —a mi modo de ver— es nuestro interés por profundizar o por indagar en esa intuición inicial que nos ha sobrecogido y que nos ha embargado, motivo por el cual dirige inicialmente nuestros pasos. Por lo general, entusiasmados, estudiamos e investigamos, interesados más en su profundización y conocimiento que por su definición objetiva, por su análisis riguroso. Solemos descubrir un ámbito filosófico en el que se trata aquella primera intuición que no sabíamos definir muy bien, y nos zambullimos en él implicados, dispuestos a iniciar una aventura que no sabemos muy bien cuándo acabará ni cómo, sumergidos en un océano del que apenas podemos vislumbrar un entorno reducido. La filosofía se caracteriza inicialmente por ser más intuitiva, incluso difusa, con horizontes abiertos y argumentos incipientes seguramente susceptibles de ser precisados.

Pero los años van pasando y el filósofo, en su crecimiento, no se debe quedar aquí, sino que debe intentar, sobre todo, dar solución a dos cuestiones. La primera es delinear del modo más preciso posible los contornos de su idea, de su intuición, de su problema, algo que, aunque resulte paradójico, va aprendiendo a hacer con el paso de los años; la segunda, conectar dicha intuición con la realidad, enlazar su problema en el contexto más amplio de la siempre problemática realidad. Esto, que es algo fácil de comprender, es muy difícil de llevar a la práctica y, por lo general, sólo los grandes son capaces de hacerlo, frecuentemente poco a poco, madurando su propio pensamiento a lo largo de los años, dando lugar a las conocidas ‘etapas’. Estas etapas surgen de la propia evolución de los filósofos, tanto a nivel estrictamente académico como también personal, y seguramente, mientras están sucediendo en la práctica, ellos no las vivan como tales. Sólo con el poso y la serenidad que produce la experiencia de la vida, y echando la vista atrás, se podrán identificar períodos en los que el marco desde los que tratar esas cuestiones fundamentales que lleva arrastrando desde siempre poseen caracteres definidos.

Si quiere ser filosofía, aquello que vayamos averiguando no puede ser dicho de cualquier manera. No toda expresión de ideas es una expresión filosófica, pudiendo quedar reducida a mera opinionitis. Esto ocurre cuando, lejos de un mayor compromiso con el diálogo riguroso, nos limitamos a verter sobre el papel, sin mucha reflexión y con cierta premura, meras ocurrencias o ideas precipitadas; lo que en definitiva no es sino muestra de pereza intelectual. La filosofía requiere esfuerzo, es muy exigente, y solicita muchos recursos, si se quiere hacer bien.

A menudo estas ligerezas se esconden bajo una expresión elegante y fluida, debajo de la cual yacen errores de información, ideas apenas entrevistas, conclusiones precipitadas. La ocurrencia sustituye el esfuerzo tenaz necesario para expresar filosóficamente una idea original, primando el comentario superficial sobre el estado de las cosas en prejuicio del auténtico pensar filosófico. En ocasiones tiene más éxito el escritor atrevido, desafiante, que, saliéndose de los modos habituales llama la atención por su condición alternativa, que el humilde investigador y trabajador que siempre duda de si su idea está lo suficientemente elaborada o si, por el contrario, todavía requiere más trabajo e investigación.

El ensayo, el auténtico ensayo, tiene que ver con esto: surge de una idea original, aún difusa, cuya formulación no es explícita, por tratarse todavía de una idea en construcción, y que va definiéndose conforme se piensa y se escribe con el paso de los años.

2 de noviembre de 2021

Más allá del conformismo

Uno de los textos más enjundiosos de la historia de la filosofía es, a mi modo de ver, la pequeña carta que Kant escribió en 1784, apenas comenzada la que se conoce como su etapa crítica; me refiero a su “(Respuesta a la pregunta) ¿Qué es la Ilustración?”. Aparecen en ella muchos temas, de los cuales quisiera destacar hoy uno, que tiene que ver con el equilibrio que tiene que mantener cada ciudadano entre el ejercicio de su libertad y el hecho de deberse de alguna manera a la sociedad en la que vive, a la que se tiene que adaptar respetando sus normas; texto publicado ―no lo olvidemos― en un ambiente internacional bastante alterado, a causa de los sucesos que se estaban dando en Francia y que cristalizarían pocos años después en la revolución.

Kant conceptúa estos dos modos de nuestro comportamiento distinguiendo entre el uso público y el uso privado de la razón, respectivamente. La razón según el uso privado debe esforzarse por mantenerse dentro de los cánones establecidos por el sistema social, sobre todo para que dicho sistema pueda ser funcional; uno tiene que comportarse conforme se espera de él, no puede salirse del guión establecido, en el mejor de los sentidos. Por ejemplo, un funcionario no puede estar cuestionando continuamente su tarea, sino que se debe adaptar a lo que hay, y ejercer su función del mejor modo posible, para contribuir a la buena marcha de la sociedad. Este uso público es necesario, y no va en contra del progreso ilustrado, en estos términos que comentamos. Pero eso no quita que tal ciudadano pueda pensar por sí mismo: es lo que tiene que ver con el uso público de la razón, el cual puede ejercitar siempre que no suponga un padecimiento en lo que tiene que ver con sus ocupaciones anteriores. Un uso que es estrictamente libre, expresado o manifestado abiertamente, sin ánimos violentos, sino desde la reflexión crítica con las costumbres asumidas. Todo ciudadano, hasta el más vinculado con la administración del Estado, está solicitado a realizar cualquier observación que estime oportuno para someterla al juicio público: debe pagar sus impuestos, pero muy bien puede hacer un juicio crítico del sistema fiscal, por ejemplo.

A juicio de Kant, y con los vientos revolucionarios de la vecina Francia soplando muy próximos, este espíritu crítico —que daba por supuesto, aunque no ingenuamente— debía ser atemperado para no generar violencia en la consecución de sus éxitos: él entendía que una revolución suponía cambiar un naipe por otro, unos dirigentes por otros, manteniéndose en el fondo todo igual, y que el verdadero cambio (ilustrado) suponía la modificación de la sociedad pero con espíritu crítico, con serenidad y con seguridad.

¡Qué lejos queda en nuestra sociedad ese compromiso crítico y constructivo por su mejora y progreso, lejos de enfrentamientos polarizados! Aunque quizá lo más frecuente, independientemente de esos focos polarizados y extremistas, sea ―como ya denunciaba Rof Carballo hace unas décadas― un cómodo conformismo. Ciertamente, para poder vivir en sociedad un cierto grado de conformismo es necesario (lo que equivale al kantiano uso privado de la razón), pero seguramente en nuestros tiempos este conformismo, con todos los accidentados movimientos tanto políticos, como sociales y económicos, esté ciertamente acentuado. ¿Por qué? Pues porque es muy difícil hoy salirse de lo comúnmente establecido; se está cómodo dentro del pensamiento generalizado, y todo lo que se salga de ahí supone un heroísmo que no se está en condiciones de asumir.

La explicación que da Rof es interesante, y lo enlaza, en línea con lo que en su día hiciera Ortega, con el alivio que un individuo alcanza cuando se siente en el seno del grupo, de la masa. Dentro del grupo uno se siente seguro, y encuentra las seguridades que no encuentra… ¿dónde?, pues en sí mismo, en su propia persona. Es común que las situaciones novedosas generen cierta incomodidad, cuando no cierta angustia que sólo se puede superar cuando uno sabe lo que quiere y se siente capaz de conseguirlo.

Y el caso es que este tipo de seguridad no es la que propicia la sociedad, una sociedad que suele ofrecer, no la educación que uno necesita, sino la que necesita él (el Estado), entendiendo educación en sentido amplio. No es casualidad que cada vez se viva con más celeridad, con un exceso progresivo de información que impide el pensamiento crítico, con relaciones fugaces que dificultan establecer lazos de confianza, con inacabables ofertas de distracción y evasión… Como dice Rof, no hay así oportunidad de que la personalidad de uno vaya creciendo con sosiego, orgánicamente. Todo lo cual repercute en que somos mucho más manipulables: nuestro pensamiento es fácilmente dirigido por los refinados recursos de la propaganda y publicidad, tanto comerciales como políticos. Curiosamente, Hegel ya se quejaba de que la sociedad moderna (la de su tiempo) era una sociedad acelerada, burocratizada… todo lo cual le impedía poseer la serenidad suficiente para poder apreciar las cosas importantes del espíritu, con el subsecuente prejuicio para nuestras vidas. ¡Qué diría si levantara hoy la cabeza!