29 de septiembre de 2020

Política contra virtud

Cuenta Michael de Montaigne en uno de sus ensayos una historia que da que pensar. El ensayo es “De si el jefe de una plaza sitiada ha de salir a parlamentar”, un texto que, a pesar de haber sido escrito en el siglo XVI, creo que su aplicabilidad a la sociedad occidental del siglo XXI es evidente, como creo que se verá. Lo transcribo literalmente: «Lucio Marcio, legado de los romanos en la guerra contra Perseo, rey de Macedonia, queriendo ganar el tiempo que aún necesitaba para aprestar a su ejército, hizo proposiciones de paz, por las que el rey medio dormido, concedió una tregua de varios días, proporcionando así a su enemigo ocasión y posibilidad de armarse, con lo que el rey se buscó su última ruina. Por el contrario, los ancianos del senado, respetuosos de las costumbres de sus padres, tacharon esta práctica de enemiga del antiguo estilo, que era, según decían, combatir con valor y no con astucia ni con sorpresas y encuentros de noche, ni con huidas simuladas y contraataques inopinados, emprendiendo la guerra sólo después de haberla anunciado, y a menudo, tras haber asignado hoya y lugar para la batalla».

¿Hasta qué punto ―se pregunta Montaigne― es más meritorio ganar en buena lid, que ganar por astucia o sutilezas fraudulentas de cualquier índole? El pensador francés se hace eco aquí de la sentencia de Virgilio en su Eneida: “Dolus an virtus quis in hoste requirat?”, que quiere decir, “Astucia o valentía en el enemigo, ¿qué importa?”. Uno puede pensar que, cuando lo que importa es la victoria, quizá se sea menos sensible a estas disquisiciones; que, cuando lo que importa es salir vencedor por el beneficio que ello va a reportar a los suyos, quizá sea ingenuidad no pensar así. De hecho, seguramente este modo de pensar queda avalado por los hechos: «pensamos ―dice el pensador francés― que las más ocasiones de sorpresa surgen de esta práctica; y a nuestro parecer no hay hora más propia que la de los parlamentos y tratados de paz para que un jefe esté ojo avizor, y por esta causa es regla en boca de todos los hombres de guerra de nuestro tiempo, que el gobernador de una plaza sitiada no salga nunca él mismo a parlamentar». No sé por qué, pero este modo de pensar me recuerda al modo maquiavélico de hacer política, donde parece que lo importante sea ganar, conseguir el poder, no importando en absoluto los medios empleados para alcanzarlo ni el ejercicio de las responsabilidades asumidas. ¿Hasta qué punto es lícito, en una vida, emplear medios viles para conseguir fines en principio legítimos? ¿Se puede hacer trampa cuando lo que está en juego es considerado importante por nosotros?

Completa Montaigne estas reflexiones con el ensayo siguiente, “La peligrosa hora de los parlamentos”, el cual comienza con las quejas de los que habían sido víctimas de esta treta, quienes «quejábanse de traición porque durante las mediaciones para el acuerdo y mientras aún duraba el tratado, hubiérenles sorprendido y desbaratado». Pero hace aquí otra reflexión que da para pensar, como es el hecho de que, uno (un jefe de unas tropas) puede muy bien tener unas intenciones, que luego el desarrollo de los acontecimientos puede no seguir; a veces, lo que ocurre no depende únicamente de uno sólo, por mucho poder que tenga, sino de aquellos que le rodean, y de los azares del destino. Me explico.

En toda negociación hay algo que se nos escapa. No sólo importa, como el mismo Montaigne hace mención, que sea bien distinto cuando uno negocia en posición de debilidad o de fortaleza; sino que también importa, en el desarrollo de la negociación y en el cumplimiento de los acuerdos adoptados, cómo nuestras decisiones y acciones ‘se nos van de las manos’ y, a causa de las consecuencias de todo ello, cambian las tornas.

Efectivamente, uno no puede saber cómo se van a desenvolver las cosas, más allá de los actos propios y de los efectos directos. Cualquiera que haya dirigido a un grupo de personas sabrá de qué hablo. A menudo, los acontecimientos nos desbordan, y no todo depende exclusivamente de nosotros, o de aquellos sobre los que recae determinada responsabilidad. El propio devenir de los acontecimientos enardece o amilana a los subalternos, tomando una autonomía ajena al sentir de los principales responsables, actuando por cuenta propia según criterios ajenos a los de sus superiores (lo cual no quiere decir que estos últimos se eximan de cualquier responsabilidad). ¿Hasta qué punto es responsable un general —por ejemplo— del saqueo que sus tropas realizan a una villa conquistada mediante un tratado de paz, cuando entran en ella victoriosas? Creo que no es una respuesta fácil de contestar. En cualquier caso, es una invitación para reflexionar sobre ello y evitar en lo posible este tipo de consecuencias no deseables, algo que sí que debe estar presente en cualquiera que ostente cierto poder.

22 de septiembre de 2020

El proceso evolutivo de la mutación: una suerte ruidosa

Un proceso paradójico es que, si bien por una parte parece que los cuerpos vivos mantengan cierta autonomía frente al entorno que les rodea, autonomía relativa ya que siempre dependen de su ambiente para poder vivir, por otro lado, su capacidad de reproducción parece que los lleva a compartirse, a ‘repartirse’ a sí mismos dando luz a nuevos organismos vivos. De hecho, la reproducción no es sino la génesis de un organismo nuevo con una parte, con un pequeño fragmento, de otro. El carácter individual de todo organismo no es tal; y ello en dos sentidos. El primero, en el que acabamos de comentar: que todo organismo está íntimamente inserto y vinculado con su entorno, sin el cual no podría sobrevivir; el segundo, en el sentido de que todo organismo presenta una tensión a darse a sí mismo en beneficio de lo que será su descendencia (independientemente de que tenga mayor o menor fortuna en tal empresa, algo que decidirán las leyes de la vida).

Sabemos que el código genético de una especie se transmite de individuo a individuo gracias al ADN, en cuyo seno hay fragmentos ‘con sentido’ —los genes— que poseen la información necesaria para que se puedan formar las moléculas fundamentales del nuevo organismo. Son como los moldes en los que sólo pueden encajar distintos tipos de moléculas. ¿Cuáles son, a grandes rasgos, los papeles que juegan los principales elementos que solemos manejar cuando hablamos de estas cosas? El profesor Manuel Alfonseca lo explica (en este post) de un modo muy intuitivo, en analogía con el funcionamiento de un ordenador, una analogía simplificada pero que puede servir para comprenderlo . En todo ordenador hay una CPU, una central de procesos en la que se ejecutan los programas, se recogen las variables, etc.; y una serie de recursos guardados según sus características: la información almacenada en el disco duro, la memoria caché (memoria intermedia empleada para acelerar los procesos), memorias externas para llevar información de un ordenador a otro. Pues bien, el ADN sería algo así como el disco duro del ordenador, en tanto que su principal función es almacenar el código genético; pero el caso es que no es capaz de ‘ejecutar los programas’, para lo cual necesitará el resto de la ‘maquinaria celular’. El ARN sería algo así como la memoria caché, en tanto que sirve de intermediario entre el ADN y la ‘maquinaria celular’, «trasladando del uno a la otra una copia de un solo gen». ¿Qué es lo que compone la maquinaria celular para poder procesar la información genética? Pues entrarían los ribosomas (que descifran la información del ARN y sintetizan las proteínas), las mitocondrias (que, oxidando la glucosa, proporciona los recursos energéticos necesarios), y los cloroplastos (en el caso de los organismos que necesiten realizar la función clorofílica). Una maquinaria, ciertamente descentralizada, pero extremadamente eficaz. Pero no todos los genes funcionan idénticamente, afirmación que hay que aclarar. Primero hay que decir que no está para nada claro —todo lo contrario— que cada gen esté asociado a una determinada funcionalidad; lo que hoy en día se piensa es que los genes no actúan por separado, sino estructuralmente, dato que es importante y que evita que se den simplificaciones reduccionistas, tal y como explica por activa y por pasiva el profesor Sanmartín (en Los nuevos redentores, por ejemplo).

Y a lo que iba. Cuando decía que los genes no funcionan siempre idénticamente, me refería al hecho de que, si bien los genes tienen en principio unas mismas potencialidades, no todos las actualizan por igual. Por ejemplo, si hablásemos del gen del color de los ojos, ese gen bien se puede actualizar en marrón, verde o azul. En todos los individuos se trata del mismo gen, aunque con distintas variantes, cada una de las cuales se denomina alelo.

Esto es algo que ocurre en todos los genes de todos los seres vivos. Y nos podemos preguntar por qué esto es así: ¿no sería más fácil que todas las personas, tuviéramos ojos marrones?, ¿por qué la diversidad de colores de ojos?... Preguntas que podemos extender a cualquier rasgo característico de cualquier ser vivo. Pues bueno, el caso es que más que una desventaja es una ventaja: si todas las especies gozaran de dicha uniformidad, tendrían poca flexibilidad, y ello dificultaría su posible adaptación a un entorno siempre cambiante. Porque una de las condiciones para poder adaptarse a estas condiciones cambiantes del entorno, es gozar de cierta holgura de respuesta, la cual se da precisamente gracias a la variabilidad genética; será esta variabilidad genética la que dote al organismo de una holgura de respuesta mínimamente exigible para poder adaptarse a su entorno. Esta holgura, esta flexibilidad que dota de posibilidades a un organismo para que se pueda adaptar al ambiente, se da gracias a la existencia de ruidos en el proceso de transmisión genética. Si dicha transmisión fuese siempre perfecta, no habría lugar a ‘errores’ en las replicaciones del ADN, es decir, no habría lugar a mutaciones, y todos los individuos serían exactamente idénticos. Pero no es así; y gracias a ello, la evolución es posible, y con ella el mantenimiento de la vida sobre la superficie de nuestro planeta.

Tampoco pensemos que estas mutaciones son todas provechosas o útiles. Muchas de ellas se perderán en el olvido de las generaciones, pero otras no, y persistirán en las especies a modo de alelos de los distintos genes, unos expresados morfológica o funcionalmente, otros en silencio esperando la ocasión para mostrar su utilidad. En este sentido es necesario que las poblaciones cuenten con el número de individuos mínimo para que esta variabilidad genética sea funcional; en números inferiores a este mínimo, es fácil que el grupo poblacional no sea viable y con el tiempo desaparezca.

Aunque estas mutaciones son útiles para la viabilidad de la especie, tampoco pueden ser demasiado frecuentes, tanto como para poner en peligro la estabilidad de ésta y de sus procesos reproductivos. Con tantas modificaciones, no habría ya información genética que transmitir, pues todo sería un aglomerado de moléculas sin más información orgánica, y sin utilidad real para que el organismo sea viable y la especie pueda continuar existiendo. ¿Cuál es el equilibro adecuado, entre estabilidad y variabilidad, entre código genético y mutaciones, para que la especie sea viable de modo óptimo? No hay ningún dato que nos pueda ayudar en este sentido. Será el propio devenir del tiempo el que irá diciendo si, el modo de darse esas variables en esta especie en concreto, fue adecuado o no, en cuyo caso ya no existirá para contarlo.

15 de septiembre de 2020

Los tiempos en la historia

Comentábamos en este post siguiendo a Bernard Williams hasta qué punto es legítimo entender por historia únicamente lo que hoy en día entendemos por tal, una disciplina científica, técnica, aséptica, desplazando todo relato sobre tiempos pretéritos que no cumplan tal requisito. Estos dos modos de hacer historia él los personifica en Tucídides y Heródoto respectivamente. Y nos planteábamos si los relatos de este último eran efectivamente historia o no. Creo que no me equivoco al afirmar que hoy en día se opina de modo generalizado así, es decir, que para que un relato histórico sea verdadero, o incluso para que pueda ser caracterizado así, como histórico, ha de contar con ese carácter técnico. De hecho, ¿no era esa la idea de Tucídides, intentando ofrecer más verdaderamente los hechos acaecidos anteriormente, mediante su expresión en prosa, científica?, ¿no pretendía así alejarse de esas narraciones míticas, meras leyendas, tal y como hacía Heródoto? Sin duda, este cambio de estilo ya fue una ‘declaración de intenciones’, para dar a entender que su modo de hacer era más legítimo que el realizado hasta entonces.

A ello contribuyó el hecho de que en la época de Tucídides la escritura ya estaba más implantada culturalmente, mientras que en la de Heródoto estaba todavía generalizada la transmisión cultural oral, abriéndose hueco en estas lides la escritura. Pero creo que esta circunstancia no entra en el meollo de lo que estábamos comentando, sino que hay que buscar, si no en otra dirección, sí profundizando un poco más. Porque el hecho es que —tal y como nos hace ver Williams— la generalización de un modo de comunicación oral o escrito tiene una consecuencia importante entre lo que es la concepción del pasado, el cual se puede entender bien desde una concepción local, bien desde una concepción objetiva; todo lo cual revierte a su vez, en el modo de entender la verdad (histórica, en este caso). No se puede comprender igual lo que sea ‘decir la verdad sobre el pasado’ en el caso de Heródoto que en el caso de Tucídides (más próximo a nosotros).

Creo que esta reflexión es muy importante, y que cuesta hacerse eco en toda su magnitud; porque es ciertamente complicado situarse en un marco hermenéutico distinto a aquel en el que uno está situado; para nosotros, personas del siglo XXI, inmersos en una sociedad tecnológica, cuyo tiempo está medido hasta la paranoia, es muy difícil situarnos en un horizonte de comprensión en el que esa dimensión cronológica del tiempo no es importante, ni siquiera presente, sino que el paso de las generaciones se mide según otros parámetros.

Pensemos en cada uno de nosotros: todos tenemos alguna noción del pasado, de nuestro pasado; pero no siempre la tenemos igual. Pensemos, por ejemplo, qué diferente es cuando somos niños a cuando somos adultos. En el primer caso, nuestra concepción del tiempo, el modo en que ubicamos en la línea del tiempo nuestros recuerdos, no tiene nada que ver a cómo lo hacemos con unos cuantos años más. De hecho, no deja de ser llamativo las dificultades de un niño para distinguir lo que ocurrió antes, de lo que ocurrió ayer, o anteayer, o la semana pasada, o hace un mes. Para un niño, todo hecho pasado ocurrió ‘ayer’, sin poder afinar más. No será hasta que ese niño vaya creciendo que podrá ir definiendo con más precisión tanto el tiempo pasado como el tiempo futuro, y que podrá ir haciéndose cargo con más precisión de la línea del tiempo. Pero el caso es que, por lo general, parece que el niño viva en un eterno presente, pensando que todo lo que ya pasó, pasó… ayer.

Pero, como digo, cuando crecemos ya vamos adquiriendo cierta noción del tiempo, el cual esbozamos a modo de una línea sobre la cual vamos situando mediante puntos los distintos sucesos del pasado, así como los que prevemos para el futuro. Y damos por hecho que todos los adultos alcanzan dicha concepción del tiempo. Pero ¿es así?, ¿es éste el único modo de entender el tiempo en el devenir de la historia?, ¿todo lo que no sea así considerado, hay que abandonarlo o desestimarlo?

8 de septiembre de 2020

Punto de partida de la metafísica de Driesch

Cuando uno se pregunta por cuestiones metafísicas, es frecuente que, llegado un punto se detenga en ese proceso de profundización, bien por comodidad, bien por prejuicios… pero no sé hasta qué punto cabe tildar a esta actitud como eminentemente filosófica. ¿Está cerrado todo camino teórico para plantearse la cuestión metafísica? Clásicamente, y aun en las culturas primitivas, existía una confianza en una razón que nos podía informar sobre este ámbito que está detrás de lo percibido, de lo mudable; es decir, sobre «cómo está propiamente constituido lo que ahora se nos ‘presenta’ así y después de otro modo», en palabras de Driesh. ¿Se puede apresar lo que, por definición, se escapa a nuestras estructuras aprehensoras? ¿Se puede apresar lo inaprensible? Sabido es que, ante la poca unanimidad sobre qué fuera eso, se planteó la posibilidad de que acaso no hubiera nada de eso, de modo que esa metafísica racionalmente aprehendida no pudiera alcanzar el rango legítimo de filosófica. Sin embargo, si nos fijamos, que ‘algo existe’ es una afirmación que realizan también los críticos de la metafísica clásica quienes, aunque desplazaran hacia el polo del sujeto el ámbito de lo metafísico (así Kant, para quien lo metafísico estaba emplazado allende el sujeto, no allende las cosas), no renegaban de él. También Kant hablaba en términos de metafísica, tanto como para titular así una de sus obras más importantes, La metafísica de las costumbres.

El problema que se plantea Driesch es si, en definitiva, es lícito afirmar que cualquier metafísica no es sino una creencia, partiendo de la base de que lo único completamente cierto es que el yo experimenta algo conscientemente: «lo único completamente seguro es que yo tengo conciencia de algo», parafraseando a Descartes. ¿Debería dedicarse la filosofía únicamente a aquello de lo que el yo tiene conciencia? ¿Debería erigirse la filosofía en una filosofía del orden, que trata de aquello que se nos presenta y en tanto que se nos presenta, aquello de lo que tenemos conciencia en tanto que se nos presenta y tal y como se nos presenta? Si esta fuera la opción, se llegaría a lo que Driesch denomina filosofía o teoría del orden, radicalmente y por definición a-metafísica; una teoría que sería profundamente solipsista, ya que, del mismo modo que nos impide conocer ‘cosas en sí’, nos impide también conocer otros ‘yoes en sí’.

Estrictamente hablando, esa teoría del orden no sería conocimiento, porque nos podríamos preguntar: conocimiento… ¿de qué? Se dedicaría a hablar de lo percibido y sólo en tanto que percibido; y lo más que podría hacer sería tratar de comprenderlo, comprender su estructura, su apariencia, su aparecer, pero sólo de lo percibido.

¿No se puede afirmar que esta teoría del orden no es sino una filosofía criticista llevada a su máxima expresión? Kant creía en la existencia de las cosas, pero entendía que su conocimiento en tanto que cosas ‘en sí’ era totalmente imposible. Driesch llama la atención sobre el hecho de que, aun así, hablara de conocimiento. Que el hombre corriente lo denomine así, es comprensible, pero que un pensador como Kant haga lo propio, es un desliz imperdonable. En su opinión, lo que Kant debería haber afirmado es que, no siendo posible el conocimiento (de la realidad en sí), de lo único que se puede hablar es de una ‘percepción del orden de las cosas’. También es cierto, y es una crítica que se le puede hacer a Driesch, que esta crítica Kant la realizaba sobre todo desde el punto de vista de la razón teórica, no práctica; pero, si consideramos la postura kantiana desde la razón teórica, creo que Driesch tiene toda la razón.

La opinión de Driesch es que, efectivamente, es complicado hacer una filosofía contemporánea metafísica, sobre todo al estilo clásico. Sin embargo, no todo está perdido, porque el hecho de que la filosofía del orden sea a-metafísica, no implica que sea anti-metafísica, porque esta teoría del orden ni puede afirmar ni negar nada de lo ‘en sí’: «como teoría del orden, no quiere, por de pronto al menos, saber absolutamente nada sobre el problema de lo en sí, ni aun lo quiere conocer como problema». Quizá, el gran error del criticismo moderno, y aun del contemporáneo, es negar la posibilidad de conocimiento de lo en sí.

Lo dicho: que la filosofía del orden sea a-metafísica, no implica que niegue lo metafísico, ya que eso sería una negación dogmática que escaparía a sus propios principios. Lo que pretende la filosofía del orden es, en definitiva, comprender el orden, no estrictamente conocerlo (¡no tendría sentido esta pretensión dentro de sus coordenadas!). Y, una duda que se plantea Driesch, y que da origen a esta ‘obrita’ es la siguiente: «Y ¿no podría surgir de la filosofía del orden el concepto de lo en sí?». Si fuera así, la filosofía del orden, una filosofía de carácter crítico, alumbraría de modo efectivo una metafísica. Sabido es que Kant emprendió esta vía no según la razón teórica, sino según la razón práctica, camino que no será el emprendido por Driesch.

1 de septiembre de 2020

El objeto de la filosofía es el mismo que el de la ciencia, pero no

Podemos afirmar que, desde la época moderna, la sociedad occidental ha situado a la ciencia en la cúspide del conocimiento humano, seguramente porque se piensa que es la metodología que una mayor certeza puede arrojar en nuestra relación con la realidad. No pocos autores se preguntaron, sobre todo en ese momento de auge del cientificismo, a comienzos del siglo XX (aunque también sigue siendo una pregunta pertinente hoy en día), qué lugar le corresponde ocupar a la filosofía en este escenario. ¿Acaso —como se pregunta Vollmer en su Teoría evolucionista del conocimiento— está destinada a ser una «fuente de problemas no solucionados que fluye de modo cada vez más débil hasta que finalmente se agota ante la imposibilidad fundamental de dar respuesta a algunas preguntas?». Ante el auge de la ciencia, ¿sólo le resta a la filosofía reconocer su insuficiencia gnoseológica de la realidad y, como mucho, ceñirse a asuntos éticos, a la estela de los avances científicos? Ciertamente, no son pocos los científicos que valoran y mucho la filosofía. No quisiera plantear este post, por tanto, en términos de oposición, sino más bien en términos de complementariedad. Para poder esclarecer esta cuestión, es importante ―en mi opinión― definir los ámbitos en que se sitúan los objetos de sendas disciplinas; hecho esto, quizá nos llevemos la sorpresa de que igual ni el conocimiento científico se opone al filosófico, ni el filosófico al científico. Todo lo contrario.

La gran crítica que se realiza a la filosofía es que, a diferencia de la ciencia, no ofrece (no puede ofrecerlo) un conocimiento verdadero de la realidad. ¿Para qué, entonces, continuar en esta tarea infructuosa? Ante el reto lanzado, sobre todo a finales del siglo XIX y comienzos del XX, no pocos filósofos replantearon el quehacer filosófico, desafortunadamente a la luz de la metodología científica. Y digo desafortunadamente, no tanto por la imposibilidad de dicha empresa sino porque, lo que tiene que hacer la filosofía para reivindicar su puesto, no es abandonar su idiosincrasia en beneficio de una metodología que no es la suya (la científica), sino hacerse valer con la suya propia, la cual seguramente ofrezca aspectos y dimensiones de la realidad ajenos al conocimiento científico. Quizá, antes de hablar en términos de metodología, deberíamos hablar en términos de ‘objeto de estudio’; porque lo cierto es que el objeto de la filosofía no está ahí, delante de nosotros, del mismo modo en que lo está el objeto de la ciencia, de modo que lo único que habría que hacer es dar con el camino más adecuado para llegar hasta él. La diferencia entre filosofía y ciencia no hay que buscarlo, pues, en el método que sería mejor para llegar a conocer ese objeto de conocimiento que está ahí; su diferencia es mucho más radical, y atañe primariamente al objeto al que enderezan sus esfuerzos.

Más complejo es definir el objeto filosófico el cual, por su propia índole, sólo puede mantenerse desde el propio esfuerzo filosófico. Esto que puede parecer una paradoja, constituye el gran reto de la vida filosófica: la constatación de que su objeto no es un objeto manifiesto y patente, sino todo lo contrario, latente y huidizo (fugitivo, como dice J.J. Garrido).

Pero no se debe pensar en que este objeto huidizo sea un objeto al modo de la ciencia, que se nos escapa, como esas partículas subatómicas que no duran sino apenas unos milisegundos; no, no es eso. Porque el objeto filosófico no se encuentra separado de cualquier otro objeto de la realidad; se da con ellos, se da en ellos, aunque no se identifica con ellos. Es latente en tanto que subyace al modo cotidiano de enfrentarnos a las cosas, también al modo científico. Y es fugitivo porque no se nos presenta palmariamente, sino que, en primera instancia, permanece oculto a la mente, permanece velado a una mente ante la cual sólo se podrá desvelar si ésta hace un acto mental que posibilite la presencia del objeto en esta nueva dimensión. Esta dimensión es la que permanece velada para el conocimiento cotidiano y aún para el científico; y, una vez obrada en nuestra mente esta conversión, se actualizará todo (las cosas, lo que hacemos, las personas, nuestras vidas, nuestro entorno, incluso el conocimiento científico) de un modo diverso, destacando en todo objeto esa nueva dimensión.

El conocimiento filosófico nos lleva a consideraciones de las cosas diversas de las habituales. Es una aprehensión que, sin obviarla, trata de trascender la aprehensión sensible, para adquirir una noticia diversa de ellas. No nos quedamos en la simple noticia, aunque busquemos más noticias tras las noticias primeras; es otra cosa. Dice Zubiri en Naturaleza, Historia, Dios: «es un modo de intelección que viene determinado por la visión de la interna estructura de las cosas y que, por tanto, lleva en sí los caracteres que le aseguran la posesión efectiva de lo que son aquéllas en su íntima necesidad». Como digo, también la ciencia va más allá de la noticia primera de las cosas, buscando más allá, buscando su estructura profunda; pero este buscar más allá siempre se realiza desde la misma clave, independientemente de que lo haga más profundamente, todo lo que su necesidad de precisión objetiva le permite avanzar. Pero no se acerca a esa necesidad interna que hace que las cosas sean como son, más allá de esta dimensión objetiva, que por necesidad es empírica.