24 de septiembre de 2015

Lo que de verdad importa

En la vida hay personas pequeñas y personas grandes. Quizá un buen criterio para diferenciarlas sea ver qué hueco dejan tras su marcha; si dejan un hueco grande, es síntoma de que han formado parte importante de tu vida. Y si esto es así, si han dejado un hueco grande, ¿a qué se debe? ¿Qué es lo que queda cuando una persona deja de estar contigo? ¿Sus bienes y pertenencias, su cariño, su respeto,… su amor?

Reconocer a las grandes personas no es fácil. Normalmente no hacen ruido, no se les oye; son sutiles, delicadas, serenas,… Llenan tu vida sin apenas darte cuenta; te escuchan, te acogen,… te alimentan. A veces somos tan mezquinos que sólo las percibimos cuando ya no están. Porque las cosas más importantes suelen pasar desapercibidas: no solemos fijarnos en el aire que respiramos, por ejemplo. Y suele ocurrir que recibimos a menudo tantas muestras de cariño y gratitud, pequeñas muestras, que ya no nos fijamos en ellas. Las damos como por hecho. Y no caemos en la cuenta de que son una auténtica maravilla.

Porque a la larga esas pequeñas pero grandes cosas son las que llenan una vida: son ‘lo que de verdad importa’. ¿De qué me sirve tener un gran imperio (o uno minúsculo, me da igual) si no lo puedo compartir con aquellos que me rodean? ¿De qué me sirve vivir una larga vida si la vivo aislado en un mundo pequeño, repleto de… nada? ¿Dónde están los otros en mi vida? ¿Dónde estoy yo?

Es difícil trajinar con la vida cuando te golpea. Hace poco escribía en una píldora sobre las situaciones límite, tal y como nos las explicaba Jaspers. ¡Qué difícil es trajinar con las situaciones límite, qué difícil es sentirnos vulnerables! Y ¡qué fácil es adoptar cualquiera de las escapatorias que Jaspers nos decía! Refugiarnos enseguida en la rutina, hacer una huida hacia adelante buscando un activismo que nos impida pensar, renegar de todo y encerrarnos en nuestra desesperación, buscar consuelo en las creencias religiosas…

A nivel personal me cuesta comprender a las personas no creyentes; me cuesta comprender cómo pueden vivir con esa lectura de la vida. Tampoco me siento afín a aquellos que necesitan de un ‘cielo’ para hacer sus vidas aquí más llevaderas; “esta vida es un valle de lágrimas —dicen—, pero tengamos fe que en el cielo nos veremos recompensados”. Respeto ambas posturas (¿cómo no?) pero no las comparto, porque no las comprendo. Yo soy una persona de fe, pero creo que el planteamiento es totalmente al revés. Entiendo que no se trata de que esta vida sea más llevadera porque nos espere un cielo, sino todo lo contrario: porque esta vida es algo grande, tiene que haber algo después. Si no somos capaces de vivir con autenticidad la vida aquí, ¿no será la creencia en un cielo algo así como un bálsamo para tranquilizar nuestro dolor?

Esto dicho así puede sonar un poco ingenuo, o descabellado. Con la que está cayendo, ¿cómo se puede afirmar que la vida es algo grande? ¿Cómo puedes decir eso a alguien a quien la vida lo ha roto? No lo sé, pero sinceramente yo así lo pienso, y me siento muy afortunado por ello. No sé por qué pienso así. No es que no sepa de las durezas de la vida; pero sí sé que he podido afrontarlas desde un ámbito de confianza y serenidad gracias a los que me han querido (y a los que me siguen queriendo). Creo que no se trata tanto de experiencias buenas o malas, sino de cómo se viven esas experiencias. Claro que nos pasan cosas malas, terribles; pero también nos pasan cosas buenas, maravillosas. Y ambas son propias de la vida. Claro que nos gustaría que sólo nos pasaran cosas buenas pero… ¿es eso posible?, ¿pertenece esa posibilidad a nuestra condición humana? Es imposible vivir sin cosas malas, y también sin cosas buenas. Y ambas ocurren. Creo que de lo que se trata es de aprender a vivir la vida, de saber configurarnos como personas para, considerando lo bueno y lo malo que nos pueda ocurrir a nosotros o a los nuestros, poder dar lo mejor para nuestro bien y para el de todos los que nos rodean, cercanos y lejanos. Y cuando estamos próximos a ello, es algo grande.

Los lazos que unen a aquellos que se quieren no se pueden romper con nada; me refiero a los que se quieren de verdad, incluso cuando duele. Y poder vivir esto es una maravilla, porque te permite dar un sentido profundo a tu vida. Y es que cuando tienes la suerte de poder vivir la vida presente de modo más o menos pleno, es cuando piensas o sientes en lo más profundo de tu corazón que esto no puede acabar. Supongo que algo tiene que ver con esto lo que Julián Marías denominaba perduración. Tenía una idea preciosa. Decía que todo ser humano debe responder en su vida a dos cuestiones: ¿quién soy yo?, y ¿qué va a ser de mí?; y que si no se responde a la segunda, tampoco se acaba de responder a la primera. ¿Por qué? Pues porque de alguna manera el sentido de la vida está imbricado con lo que pensemos sobre la muerte, sobre lo que va a ser de nosotros. Como decía Unamuno, nos morimos, pero no nos queremos morir. Y esta cuestión hay que resolverla. Resolverla de verdad. Tanto si pensamos si hay algo como si no, una persona coherente y auténtica debe saber a qué atenerse con su muerte, y vivir dando razón de ello. Y para Marías la vida debía ser perdurable.

¿Que haya un ‘más allá’? Pues no lo sé. No sé si habrá un cielo fantástico, o nos fundiremos en el inmenso ámbito de la realidad acabándose todo. A nivel personal, creo que guardaremos nuestra identidad y que de alguna manera perduraremos no sé muy bien dónde ni cómo. Puede pensarse que esto no es más que una idea para aliviar los días presentes. No sé. Puede ser. De hecho, a nivel personal no dejo de tener dudas; ¡ojalá tuviera una mínima certeza! Pero de lo que no tengo ninguna duda es de esa sensación en lo más profundo de mi corazón de que todo esto tiene sentido, y de que la vida es grande gracias a esas personas que saben entregarse con sus vidas, día a día, sin hacer ruido; y ello me mantiene en mi convicción o en mi creencia de que esto no se acaba aquí. Como he escuchado recientemente, una vida es demasiado poco para amar.

Así que, no puedo acabar sin decir que siento una inmensa gratitud por aquellas personas que me han enseñado lo importante de la vida, y por aquellas personas con las que lo voy descubriendo y compartiendo día a día. Siento gratitud por no caer en la desesperanza ante los embates de la vida, y por poder combatirlos en compañía. Siento gratitud por poder reunirme con los míos estando todos presentes (los que están y los que no están), por vivir desde el amor las ausencias y las presencias, y por tener claro (con todos ellos) que ése es el camino. Que los momentos malos están, y duelen, y mucho; pero que no pueden con nosotros ni acaban de empañar el estar actual; un estar desde el que podemos transmitir aquello que hemos recibido. Lo que vivimos ahora se lo debemos en gran parte a los que no están; y es por ello que de alguna manera siguen estando. Sólo basta con detenerse un momento y observar. Y disfrutar de ello. Y continuar la cadena.

23 de septiembre de 2015

¿Qué tiene que ver tocar un saxofón con la educación emocional?

Hace ya unos cuantos años era aficionado al saxofón; en concreto al saxo tenor. Estuve bastante tiempo practicando, pero al final por distintas circunstancias me vi obligado a dejarlo. No se puede decir que la humanidad tuviera una gran pérdida por ello, pues la verdad es que no era ningún virtuoso; más bien todo lo contrario. Pero bueno, disfrutaba tocando (o haciendo como que tocaba). Mi ilusión era ser un saxofonista como Ben Webster, un clásico del jazz. Sus baladas eran antológicas: suaves, serenas, melódicas... Algunos me decían que ya me valía, pues tocar baladas era muy fácil (por aquello de que las teclas van más lentas). Pero no era así: mantener un soplido suave durante un tiempo más o menos largo es más difícil de lo que parece: hace falta un vientre muy potente, pues en estos casos se sopla más con el vientre que con los pulmones. Y Ben Webster era un especialista en eso.

¿Por qué digo todo esto? La otra tarde les conté a mis hijos que yo había tocado el saxofón, y me pidieron que les tocara un poco. Se me despertó el gusanillo. Camino de casa, pensaba en el ritual que solía hacer todos los días cuando iba a ensayar. Lo primero era montar el atril (plegable) con el libro de partituras de ejercicios o de melodías de ensayo; acto seguido, había que montar el propio saxofón: poner la caña en la boquilla y probar que suena bien; luego poner la boquilla en el tudel, y éste ya en el cuerpo grande del saxofón. Una vez montado, tenía por costumbre tocar a modo de calentamiento una serie de notas para mover todos los dedos y todas las válvulas. No era una secuencia ordenada a base de escalas musicales, sino una especie de melodía con la que sonaban todas las notas que podía emitir el instrumento. Y ocurrió que no era capaz de recordar esa melodía. Después de haberla tocado tantas veces, intentaba reproducirla en mi cabeza, pero no había manera. Es cierto que hacía ya muchos años que no la tocaba y tampoco tenía mucha importancia, pero bueno, me daba rabia no acordarme (por aquello de la edad).

Cuando llegamos a casa, desempolvé el saxofón, lo monté, me lo colgué y de modo espontáneo, sin pensar, toqué esa melodía inicial que no había sido capaz de recordar un poco antes. ¿Qué había pasado? ¿Por qué no la podía recordar, y ahora me salía casi que mecánicamente? Seguramente porque la melodía, al ser repetida tantas y tantas veces, había quedado grabada en mi cerebro, y aunque ya no podía recordarla conscientemente porque había desaparecido de mi memoria, de alguna manera se encontraba presente ahí. De tanto repetirla, había dejado como una huella en mis estructuras neurológicas. Y en cuanto comencé a tocar, dichas estructuras, por sí solas, hicieron el resto. ¿Por qué digo todo esto?

Este proceso que acabo de describir, se produce en nuestras vidas con infinidad de acontecimientos. Sobre todo en nuestras edades más tempranas, incluso desde recién nacidos, vamos aprendiendo una serie de pautas de comportamiento, no necesariamente de forma consciente, como respuesta a lo que va ocurriendo a nuestro alrededor. Cuando algo acontece, el niño (toda persona) reacciona a eso que ha ocurrido. Si ocurre unas pocas veces, la cosa no va a más. Pero si ocurre de forma muy continuada, el niño responde de aquella manera que le es más provechosa, generalmente del mismo modo todas las veces (ya que le ha sido fructífera). Son, digamos, conductas adaptativas, con las que los niños responden a aquello que sucede a su alrededor. Si a una situación respondo de un modo determinado y me va bien, ¿para qué la voy a cambiar? Al final, tras tanta repetición, ese modo de responder pasará a formar parte de la personalidad del niño, dejando 'huella' en sus estructuras fisiológicas.

Ello ocurre frecuentemente en el seno familiar, generalmente de modo ignorado o inconsciente. Los padres somos como somos, y nos comportamos como somos. Es en la rutina de cada día, en nuestro hogar, donde realmente nos comportamos como somos. Y somos iguales cada día (en general), y nos comportamos igual, y expresamos emociones similares, y reaccionamos de manera parecida, y hacemos las mismas cosas,… Y ante esas conductas repetitivas, los niños aprenden a adaptarse de modo adecuado para ser aceptados por sus progenitores en el contexto familiar; aprenden conductas, pautas de comportamiento que algunos denominan MOIs (mecanismos de operación interna).

Lo que aquí he descrito muy someramente es algo que se da en todos los niveles: en el conductual como decimos, pero también en el cognitivo y sobre todo en el emocional. Del mismo modo que aprendemos unas conductas determinadas, aprendemos a un modo de inteligir y a un modo de sentir. Es nuestro entorno el que 'nos dice' cómo nos hemos de comportar, comprender y sentir. Y el entorno de nuestros hijos es el que creamos los padres. ¿Cómo es nuestro entorno? La siguiente serie de posts he pensado dedicarla a todos estos procesos no conscientes de educación, que todos hemos padecido, padecemos e infringimos a quienes vivan con nosotros (no necesariamente hijos: también cónyuges, familiares,… y en sentido amplio con todos con los que nos relacionamos). Es fácil que incida más en lo emocional, pero su relación con lo conductual y lo cognitivo es tan íntima que necesariamente aparecerán también.

12 de septiembre de 2015

No fue todo tan fácil

Estos capítulos, en continuación con el anterior, los dedica Hannah Arendt a explicar cómo se fue dando la deportación de los judíos en el seno de cada uno de los Estados que el Reich se iba anexionando. Eichmann iba enviando ‘asesores’ a los distintos países para gestionar este asunto, gestores caracterizados por poseer la suficiente despiadada dureza para ‘tratar de estos asuntos tan desagradables para todos’. No voy aquí a hacer una relación de lo que ocurrió país por país (supongo que será mucho más interesante acudir al propio libro). Simplemente voy a destacar aquellas ideas que me han parecido más relevantes.

Por ejemplo, fue interesante observar los distintos comportamientos de cada país. La suposición de Hitler de que en general los países europeos iban a colaborar (o por lo menos no iban a poner demasiadas dificultades) en el ‘problema’ judío, no se cumplió. Hubo comportamientos verdaderamente ejemplares, aunque por desgracia también los hubo denigrantes. Se puede decir que la forma de actuar en general fue similar a la de Francia: ante la simple deportación de judíos apátridas no pusieron demasiadas pegas. Pero esta actitud cambiaba bajo dos circunstancias: cuando se trataba de judíos del propio país en cuestión, o cuando se conocía el terrible destino que les esperaba (que al principio no se sabía). También se generaba una oposición importante cuando los alemanes decían que en los convoyes se incluyeran también mujeres y niños. Desde estas condiciones, en general la actitud del gobierno sometido solía cambiar y empezaba a dificultar las deportaciones, cada uno fiel a su cultura nacional (estoy pensando en la actitud italiana, saboteadora, irritante,… incluso cómica a veces). Curiosamente, y este dato es muy importante, la actitud alemana solía fragmentarse cuando se encontraba con gente no dispuesta a colaborar; como dice Arendt, «en realidad, resultó que los nazis carecían de personal y de fuerza de voluntad para seguir siendo ‘duros’ cuando se enfrentaban con una oposición decidida».

Claro, los alemanes necesitaban de la colaboración de las instituciones locales (recordemos que a menudo echaban manos de propios grupos judíos para manejar a la gran masa). Y hubo casos, como en Bélgica en que esta colaboración no se dio: ni la policía, ni los responsables del tráfico ferroviario, etc. se lo pusieron nada fácil. Por ejemplo, «procuraban dejar abiertas las puertas de los vagones, e ideaban estratagemas de todo género para permitir que los judíos escaparan» (y supongo que a la vez, jugándose sus vidas los propios belgas). Genial. En Holanda (país que estaba totalmente a merced de los alemanes), por su parte, se dieron huelgas estudiantiles cuando sus profesores judíos fueron deportados. Sólo ocurrió allí. Pero por desgracia, allí había también un movimiento pro-nazi, e incluso entre los judíos había enfrentamientos (entre los apátridas y los nacionales), lo que favoreció la creación de Consejos Judíos que colaboraron con los nazis con la idea de que sólo los judíos extranjeros y los alemanes serían deportados. Nada más lejos de la realidad. El resultado fue terrible, similar a lo ocurrido en Polonia. No pongo cifras porque son escalofriantes; se habla de miles y de decenas de miles de personas como si nada.

Sorprendente (para bien) fue el comportamiento escandinavo. Recordemos que a pesar de que Finlandia se unió al eje, fue el único país en el que no se hicieron deportaciones, y que Suecia permaneció neutral. Hitler pensaba que en la península escandinava iba a encontrar todo tipo de facilidades, ‘hermanos de sangre’ como eran. Pero no fue así. Suecia no paraba de facilitar asilo e incluso la nacionalización a todo judío, en colaboración con Noruega… y con Dinamarca. La actitud danesa fue encomiable, tanto que los alemanes allí destinados no pudieron sino sucumbir ante el poder de su honestidad y comportamiento humanitario. Desde el principio, ya el rey se situó a favor de los judíos, poniéndose él mismo el brazalete amarillo; y desde el principio, obstaculizaron el trabajo alemán. Todo lo que intentaban allí los nazis fracasaba; por ejemplo, los trabajadores en sus astilleros se negaban a reparar los buques de guerra alemanes cuando más falta les hacía (y hacían lo que podían para embarcar por las noches a judíos hacia Suecia). Y lo sorprendente es que poco a poco la actitud de los oficiales alemanes fue cambiando, negándose a realizar órdenes que les llegaban de Alemania. «Cuando se enfrentaron con una resistencia basada en razones de principio, su ‘dureza’ se derritió como mantequilla puesta al fuego, e incluso dieron muestras de cierta auténtica valentía». Qué diferencia con Nuremberg, donde aunque la mayoría de los acusados sabían que iban a ser condenados, en general no tuvieron agallas para defender la ideología nazi.

Una actitud menos loable tuvieron en los países de la Europa del Este (quizá a excepción de Serbia, o de Bulgaria) o de la Europa Central, a los cuales Hitler les solía prometer aumentar su territorio o su independencia política. Los gobiernos utilizaron las circunstancias para aprovecharse de la situación, bien a nivel étnico bien a nivel económico. Destacable por su crueldad es el comportamiento de Ion Antonescu, mariscal de Rumanía. El celo por la deportación parecía superior a la de los mismos alemanes; y el horror que provocaban, indescriptible (como encerrar a miles de personas en vagones de carga, totalmente comprimidas, y rodar por los campos hasta que murieran de asfixia, durante días y días; por no hablar de los propios campos de concentración rumanos; o aprovecharse de su riqueza para ‘venderles’ la posibilidad de emigrar a la zona de Palestina). Dice Arendt, que Antonescu no es que fuera peor que Hitler, sino que sencillamente le precedía en el tiempo, siempre estaba un paso adelante. «Él fue el primero en privar a los judíos de su nacionalidad, y él fue quien comenzó las matanzas a gran escala, sin ocultaciones y con total desvergüenza, en una época en que los alemanes todavía se preocupaban de mantener en secreto sus primeros experimentos. Él fue quien tuvo la idea de vender judíos, más de un año antes de que Himmler hiciera la oferta de ‘sangre a cambio de camiones’, y él fue quien terminó, cual haría después Himmler, por suspender el asunto como si se hubiera tratado de una broma». Sin comentarios. También fue terrible lo ocurrido en Hungría, cuyas deportaciones (que incluso cuando ya no podían ser por vía ferroviaria se realizaban a pie) no podían ser absorbidas por los campos de concentración alemanes, y muchos de ellos eran utilizados como mano de obra en las fábricas que se habían levantado ‘estratégicamente’ en las cercanías de los campos.

8 de septiembre de 2015

Entre lo cognitivo y lo afectivo

En fin, llega la hora de finalizar esta serie de posts que sobre todo desde una consideración filosófica estamos dedicando al inmenso problema de la representación de la realidad. Hemos hablado de muchas cuestiones, y quedarían muchas más por comentar. Pero bueno, tiempo al tiempo. No obstante, hay un aspecto que hemos tocado por encima (un poco al final) y en el que quisiera insistir: la afectividad.

Hemos visto que cuando hablamos de realidad, para nada las cosas son sencillas. La distinción entre mundo, medio y entorno es muy significativa, y venía motivada (más o menos) por dos filtros que poseen (poseemos) los seres vivos en nuestro encuentro con ella, y que nos llevan a la cuestión de qué realidad es a la que nos estamos refiriendo. Partimos del entorno, que viene a coincidir con la realidad física que hay alrededor de cualquier cosa o ser vivo, de modo independiente a él. Hay un primer filtro, una primera criba, que es la propiciada por los sentidos fisiológicos. No percibimos toda la realidad, sino sólo aquella que podemos percibir. Cada especie tiene su propio filtro, sus propias estructuras perceptivas, su propio medio. Dos animales de diversa especie podían encontrarse en un mismo entorno, pero en distinto medio. Y también se daba un segundo filtro, en este caso propio de la especie humana, que es el provocado por los significados. Si en el caso del primer filtro aquello que pone el sujeto (sus estructuras fisiológicas) es de especial importancia, en este segundo no lo es menos. Podemos estar viendo lo mismo, la misma cosa, la misma situación, pero para nada son lo mismo para cada uno de nosotros. Los ejemplos serían innumerables.

Este segundo filtro puede ser peligroso, en el sentido de que este mundo propio de significados, de prejuicios (esto no hay que entenderlo necesariamente en sentido peyorativo), de intencionalidades, de creencias (tampoco hay que entenderlas estrictamente en sentido religioso, sino social o cultural),… lo tenemos tan metido en nuestra médula, que a menudo no somos conscientes de todo ello, mucho menos caemos en la cuenta de lo que nos condiciona. Supone un apoyo tan firme que viene a ser como el aire que respiramos, que a menos que pensemos positivamente en él suele pasar desapercibido. Pero por el hecho de que todo ese sistema de creencias pase desapercibido, por el hecho de no ser conscientes de ello, no se deduce que no esté ahí. Comentábamos hablando de la realidad radical orteguiana (mi vida) que no se trata de que tal subsuelo (circunstancias) pueda existir o no, sino de que inevitablemente existe; no podemos vivir sin ellas. Otra cosa es que podamos ser más o menos conscientes de ello y de lo que nos influye. Y es algo que inevitablemente ‘ponemos’ a la hora de confeccionar nuestro mundo.

El modo de vida más o menos inconsciente es la vida cotidiana, en la que las cosas no nos son problemáticas desde un punto de vista filosófico. Vivimos, y nos las apañamos para vivir (que no es poco). Para poder darnos cuenta de esto que estamos diciendo, de todo ese mundo de significados y de interpretaciones que hemos ido adquiriendo a lo largo de nuestras vidas, hemos de caer en la cuenta; hemos de hacernos un poco de violencia respecto de nuestro modo cotidiano de enfrentarnos a las cosas; hemos de hacernos cuestión de cosas con las que estamos habituados a trajinar, verlas de otro modo, como desde cierta distancia,… Se trata de ver las cosas, las personas, las situaciones,… como si nunca las hubiéramos visto antes, con la inocencia y la novedad de alguien que descubre algo por primera vez: se trata de adoptar una actitud filosófica.

Todo aquello que permanece en nuestro inconsciente, ese subsuelo desde el cual nos movemos en nuestro mundo (y desde el cual también intentamos salir de él a la ‘conquista’ de la realidad desde una actividad intelectual, científica o filosófica) está construido según un doble cimiento. El primero, el más obvio, es el intelectivo (que es al que me he referido antes). Pero hay otro no menos importante, y que hemos visto que es fundamental a la hora de aprehender la realidad en su globalidad: el afectivo. Si ser consciente de nuestro sistema de creencias es complicado, y precisa de un esfuerzo importante de auto-distanciamiento de nuestras vidas, por decirlo así, este segundo diría que es más complicado. Con él me refiero a nuestro modo personal de sentir, a cómo brotan nuestras emociones cuando vivimos distintas circunstancias, a tomar consciencia del tono vital que poseemos cotidianamente,… Esto que dicho así puede parecer obvio, para nada lo es. Todo lo relacionado con la educación emocional, tan en boga estos años, tiene que ver con ello.

Y ésa creo que es una buena pregunta: ¿qué es la educación emocional?, ¿en qué consiste? Unos dirán que consiste en saber por qué sentimos lo que sentimos, o cómo sentimos lo que sentimos. Esto, sin duda, es así pero… ¿es suficiente? Si hablamos de educación, implica un ‘actuar sobre’ el educando. ¿Cómo se educa emocionalmente a un educando? Estamos acostumbrados a hablar de educación en términos pedagógicos, conductuales,… sin que para nada eso quiera decir que hay un acuerdo unánime al respecto. Si nos preguntamos qué es educar, veremos que tampoco es una pregunta fácil de responder. Pues bien, mucho menos fácil es responderla en términos emocionales o afectivos. ¿Se trata de que ante una determinada situación, un niño deba sentir una determinada emoción y no otra? ¿Se trata de que tenga un tono vital razonable durante todo el día? ¿Se trata de que no seamos víctimas de nuestras pasiones, dominándolas o incluso suprimiéndolas? ¿De qué hablamos cuando hablamos de educación emocional?

La relación entre lo cognitivo y lo afectivo está fuera de toda duda. El correlato neurológico de los estados emocionales solicita elevados recursos cerebrales, algunos de los cuales se solapan con los cognitivos. Por ello, si bien situaciones emocionales intensas nos ayudan a centrar puntualmente la atención, si se extienden en el tiempo dificultan el ejercicio cognitivo. Los recursos cerebrales, si se destinan prolongadamente a mantener estados emocionales activos, no pueden ser destinados a acciones cognitivas, dificultándolas. Lo ideal sería que ambos tipos de procesos funcionaran de forma armónica y equilibrada. A menudo insistimos en lo cognitivo: sacar buenas notas, hacer bien un trabajo, comportarse adecuadamente,… actos que nos ayudan a vivir y a convivir, pero que dicen bien poco de nuestro equilibrio interior. Podemos llevar una vida ‘normal’ pero encontrarnos afectivamente desestructurados, con el sobrecoste que ello supone. Pero si logramos una armonía entre ambas, probablemente sigamos llevando una vida normal, con el añadido de nuestro bienestar interior, y su repercusión en una forma de vida más auténtica y realista. El reto está servido.

1 de septiembre de 2015

Del 'ego' al 'yo'; del 'yo' al 'tú'

Tenía pensado reanudar el blog siguiendo con la serie de posts que estaba escribiendo antes de agosto. Pero el pasado sábado por la noche decidí compartir las siguientes inquietudes. Aquella noche estuve cenando con la familia en una caseta de campo: una caseta sencilla (cuatro paredes y un techo de uralita, poco más), rodeada de viñas y pinos, y en esta ocasión bañada por la luz de una majestuosa luna llena. La caseta tiene un encanto especial. Nos reunimos en ella unas pocas veces al año, pero cuando nos llega el aviso para acudir pocos de nosotros dejamos de hacerlo; y cuando no podemos asistir nos sabe verdaderamente mal. Aparte de ser momentos en los cuales nos vemos casi todos, ¿cuál es el secreto? Pues una cena sencilla, un ambiente familiar, una conversación agradable y simpática, gente entrañable que se aprecia y que se quiere,… y ya está; poco más. ¿Acaso hace falta algo más?

Pensaba en todo esto cuando después de cenar salí a dar un paseo. Como os podéis imaginar, salir a pasear por un campo bañado por la luz de la luna es una experiencia muy gratificante. Conforme me alejaba de la luz artificial (dos bombillas alimentadas por un generador de gasoil), el campo comenzaba a ser iluminado únicamente por la luna. A diferencia de lo que ocurre otras noches, se veía con una claridad asombrosa, tanta como para poder ver los pequeños guijarros del camino. De vez en cuando aún llegaban los ecos de la conversación y el alboroto de las risas. Conforme me iba alejando, se iban apagando.

Mirando alrededor pensaba sobre qué sencilla puede ser la vida, en lo importante que es vivir estos momentos que en su cotidianeidad nos sumergen en una plenitud difícil de describir. Enseguida me vinieron a la cabeza todas estas personas que en la actualidad lo están pasando tan mal, tanto como para arriesgar sus vidas en busca de paz y dignidad. Y pensaba en lo lejanos que estamos en todos los aspectos de aquella realidad, de la de los que se vienen, y de la de los que se quedan.

Anhelamos aquí la pretendida felicidad, sin saber ni de cerca cómo alcanzarla. Pensaba en cuánto nos complicamos a veces la vida en tal empeño. Hemos escuchado infinidad de veces que la felicidad no se alcanza con el ‘tener’ sino con el ‘ser’; que no se trata de conseguir y de consumir cosas, sino de alcanzar nuestra más íntima profundidad. No nos damos cuenta de que nunca podremos llegar a satisfacer completamente al despiadado ego sino que, si queremos alcanzar a nuestro verdadero yo, lo que hay que hacer es cambiar de estrategia. Nuestro yo auténtico está como sepultado, silenciado por todos los pensamientos, costumbres, actitudes, prejuicios, creencias y apegos de nuestro ego. El ego es como esa costra superficial con la que normalmente nos desenvolvemos en la vida, y con la cual nos identificamos; una costra superficial que a modo de una segunda piel de cemento nos impide movernos, impide que aflore al exterior nuestro verdadero yo. Paradójicamente, pensamos ser aquello que no somos, y lo que verdaderamente somos permanece en la silenciosa penumbra del olvido.

No, no somos nuestro ego: somos mucho más que eso. Y cuando somos conscientes de ello, cuando dejamos de identificarnos con aquello que creemos que somos, empezamos a vislumbrar algo de nuestro verdadero yo. Caer en la cuenta de esto es algo grande, de lo más valioso que puede ocurrirnos en nuestras vidas. Aunque no es más que un comienzo, no es más que un primer paso de un camino que ya no tiene fin: el camino de nuestra propia reconquista. Si ya es importante ser consciente de esto, aún queda mucha tarea pendiente. Y aquí comienza verdaderamente el asunto, porque es un tránsito que no queremos hacer. Es fácil engañarse pensando que lo estamos haciendo, cuando lo más que hacemos es cambiar estratégicamente de lugar las fichas, sin avanzar de verdad porque no nos lo tomamos en serio; porque no nos tomamos en serio nuestras vidas.

No nos las tomamos en serio porque nos da miedo. Tememos perder nuestras seguridades, cambiar nuestros esquemas de vida, salir de las pequeñas fortalezas que nos hemos creado y tras las que nos parapetamos. No queremos dejar de vivir los roles que generalmente nos han dicho que tenemos que vivir. Preferimos vivir al son que nos marcan, antes que detenernos sencillamente a mirarnos desde la distancia y decidir por nosotros mismos. Una fortaleza es algo paradójico: si por un lado nos ayuda a defendernos de una amenaza externa, por el otro nos impide ir más allá de sus muros. Del mismo modo que no podemos vivir sin el ego, tampoco podemos vivir a la intemperie; e igual de peligroso es no ser consciente de nuestra esclavitud egoica, como de las murallas que nos ‘defienden’. Encerrados entre ellas nos pensamos a salvo, cuando quizá no sean más que nuestra cárcel de cristal. Quizá sea preciso abrir grietas por las que se pueda filtrar otra vida, pero para hacerlo hay que superar el miedo a lo desconocido.

Crearse una fortaleza es algo comprensible. Muchos vivimos confortablemente en ella. Lo difícil es caer en la cuenta de ese riesgo de que en su interior difícilmente podremos alcanzar todo nuestro potencial. No creo que se trate de vivir ‘al raso’, sino de alcanzar el equilibrio entre una protección sana y una apertura necesaria; y ponerse manos a la obra. Ante un peligro, levantamos muros de todo tipo: psicológicos, económicos,… y también de alambre y espino, como ahora mismo en Hungría. Hablamos de que Occidente tiene un problema: ¿qué hacer con todas estas personas que están viniendo a nuestras fronteras? Pero, por favor, ¿quién tiene verdaderamente un problema? ¿No serán todos aquellos que se han quedado sin hogar, y que arriesgan sus vidas desplazándose kilómetros para poder sencillamente vivir en paz?

Están llamando a nuestra puerta; y eso nos supone una contrariedad. No nos gusta; desestabiliza nuestro ‘bienestar’. Pero el caso es que nos están interpelando, y hemos de responder. Europa está en una posición en la que puede dar lo mejor de sí misma, o no. Podemos quedarnos en nuestra fortaleza narcisista, o sencillamente atenderles. Quizá incluso no sea más que mera justicia, pues puede que tengamos más responsabilidad de la que pensamos en las desgracias que asolan sus países. Y las decisiones que se adopten entiendo que han de ser tales que verdaderamente propicien un mejor estatus para todos. Se toman muchas decisiones cortoplacistas, agobiados por las presiones y los intereses creados; decisiones que a la larga se suelen volver contra nosotros, porque no responden a la verdad de las cosas. Podemos pensar que a base de alambre y espino, o mediante la mera expulsión, podemos resolver la situación. Pero aunque así se consiguiera que no entrara nadie a nuestra vieja Europa, ¿qué es lo que realmente habríamos conseguido como personas?

La vida nos enseña la importancia de intentar actuar de un modo digno y coherente con las cosas que están en juego. Si apuestas por la verdad de las cosas y por la dignidad de las personas, probablemente contribuyas a realizar un mundo mejor. Es difícil abstraerse de las circunstancias que como moscas revolotean a nuestro alrededor; pero… ¿no hay que intentarlo? La tentación de atender únicamente a nuestros intereses, a salvar nuestro pellejo, es grande; y el caso es que quizá lo que peor nos pueda pasar es conseguirlo, pues a pesar de alcanzar nuestro objetivo, ello no deja de perjudicarnos como seres humanos, de hacernos egoístas, desconsiderados, miopes,… y ello se volverá contra nosotros, incapacitándonos para vivir una vida auténticamente humana, permitiendo una vez más que nuestro ego venza a nuestro yo, y nos impida el encuentro con un tú.

Y bueno, en todo esto pensaba cuando escuché unas voces que me llamaban. Antes de irme quise hacer una foto del paisaje, pero mi modesto móvil no da para mucho: apenas para ver un punto luminoso en la oscuridad. Así que he buscado una foto más bonita para ilustrar este post, que da un aire a lo que veía aquella fantástica noche.