30 de diciembre de 2015

Calabuch

Tenía pensado haber publicado anoche el último post del año, tal y como tengo acostumbrado. Mi idea era comentar en él unas reflexiones al hilo de un par de situaciones que me han ocurrido estos días. Y bueno, me ocurrió otra cosa que viene que ni pintada. El caso es que estaba tomando un café por la mañana, y vi que por la noche iban a emitir por La 2 un clásico del cine español: Calabuch. No sé si es muy pretencioso decir que es un clásico del cine universal; probablemente sí, aunque opino que esta película no tiene nada que envidiar a otras muchas que así son consideradas. A nivel personal me trae muchos recuerdos; de hecho, era una de las preferidas en mi casa. Como se dijo en la pequeña tertulia previa, es de esas películas que te acarician el alma.

Y es verdad: revestida con un halo de inocencia —que no de ingenuidad— Calabuch es una película simpática y tierna, que nos invita a plantearnos la vida de un modo diferente. Escenas como la del guardia civil, el ‘langosta’ y la cárcel son sencillamente espectaculares; o la de la partida de ajedrez entre el farero y el cura; o bueno, tantas y tantas mediante las cuales García Berlanga nos va describiendo a los diferentes personajes del pueblo y nos va introduciendo (atrapando) en su vida cotidiana. Calabuch tiene un aire a ese mundo pequeño en el que Giovanni Guareschi nos contaba las andanzas de Peppone y Don Camilo, y al que siempre he querido asomarme para acercarme a esa deliciosa relación de amor-odio que sostenían.

Es difícil vivir la vida con esa ilusión desenvuelta con que se vive en Calabuch. Con cierta facilidad tendemos a identificarla con una ingenuidad infantil, cuando quizá nada sea más alejado de la realidad. Cuando se piensa así, quizás es que no se ha comprendido en qué consiste una vida auténticamente ilusionada. Julián Marías se pregunta si es posible, de hecho, vivir una vida auténticamente humana sin ilusión. No se trata de un ilusionarse por cuestiones nimias, concretas, inmediatas, algo que me gusta… No, es otra cosa. Es aquella ilusión que cuando se vive vemos comprometida nuestra cosmovisión de toda la realidad, en la que se auto-implica también nuestro propio existir. Como nos dice Marías, uno tiene que vivir la vida desviviéndose; «y la forma plena y positiva de desvivirse es tener ilusión». Y no sólo eso, sino que la ilusión «es la condición de que la vida, sin más restricción, valga la pena de ser vivida». ¡Una vida que valga la pena de ser vivida!

Claro, siempre está el riesgo de ser un iluso. No faltan voces que se encarguen de recordártelo a cada momento, pero: ¿puede ser vivida una vida sin correr este riesgo?, ¿es mejor vida la del que, parapetado tras sus idas y venidas cotidianas, no es capaz o sencillamente no sabe dar un paso fuera de las murallas de la fortaleza en que se ha convertido su propio ‘yo’? Supongo que tener la oportunidad de poder siquiera vislumbrar ese otro mundo es una gran suerte (digo a conciencia ‘siquiera vislumbrar’, porque vivir en plenitud ese otro tipo de vida es privilegio de sólo unos pocos). Normalmente nuestros asuntos diarios, nuestra ‘lucha’ por la existencia y por ganarnos el techo y el pan,… la dureza que con frecuencia se presenta la vida nos suele dificultar ya no plantearnos esta cuestión, sino ni siquiera adoptar una disposición mínimamente adecuada para comprenderla. Schopenhauer lo expresa genialmente cuando afirma que,

«el fenómeno más sublime, más importante y significativo que puede producir la tierra no es el del vencedor del mundo, sino el del vencedor de sí mismo».

De lo que se trata es de, como nos explica el filósofo alemán, descorrer el velo de Maya. Dicho velo constituye una verdadera barrera que nos impide un encuentro con la realidad más allá de lo que en primera instancia percibimos, más allá de lo ‘fenoménico’, y que provoca ver al otro como un adversario o un obstáculo para la consecución de nuestros propios intereses.

Descorrerlo, si bien es algo para lo que todos estamos capacitados, sólo lo consiguen unos pocos. ¿Quiénes? Pues aquellos que se han dado cuenta de que la vida es mucho más que todo lo que a primera vista acontece; que saben que el que vive en un continuo enfrentamiento con el mundo y con el otro sufre una violencia personal que le daña y le atormenta gravemente; que sienten que cualquier daño infringido o sufrido se convierte o es al mismo tiempo un daño propio también. Y esto no tanto por haber ‘aprendido’ teóricamente una conducta o un modo de pensar y comportarse, sino por haberlo aprendido ‘experiencialmente’, vivencialmente, en su propia carne. Mientras no descorramos el velo de Maya, permaneceremos encerrados en nuestros propios deseos, intentando satisfacer indefinidamente necesidades inmediatas sin darnos cuenta de que con ese comportamiento potenciamos de alguna manera nuestras carencias; círculo vicioso y alienante que inevitablemente nos lleva a un dolor más acuciante que el que pensamos estar evitando. Nos ilusionamos por metas y proyectos que están llamados a desaparecer subsumidos en otros posteriores que los engullen.

A poco que nos fijemos, en la vida nos rodean infinidad (sí, digo bien, infinidad) de situaciones que nos invitan a descorrerlo. Es cierto que hay otras muchas que nos hacen sufrir, y que nos duelen; pero a mi modo de ver, en general, son más frecuentes las otras. Otra cosa es que nos asuste dar ese paso, que nos dé verdadero pánico cambiar nuestras estructuras de vida, acomodados como estamos en ellas. Quizá el hecho de ser tan frecuentes estas situaciones nos dificulte el ser conscientes de su valor. Como decía un profesor mío, lo que es verdaderamente importante aparece en nuestra vida sin que le demos ningún valor porque nos inunda tanto con su presencia que apenas nos damos cuenta de ello, comenzando con lo más básico de la existencia: el aire que respiramos, el agua que bebemos, el alimento que nos permite subsistir día tras día,… En otro orden de cosas podemos añadir el cariño de los nuestros, la alegría de una vida compartida, la satisfacción de la tarea bien hecha, o el disfrute de un encuentro inesperado (del que hace nada fui partícipe).

La vida es muy larga, y a pesar de que con alguna frecuencia las circunstancias no acompañan, creo que al final cada uno está donde ha querido estar (hablando en términos personales); uno acaba siendo aquél que (advertida o inadvertidamente) ha querido ser. Nos solemos quejar con frecuencia de nuestra ‘suerte’ sin detenernos a considerar cuál ha sido nuestra responsabilidad en nuestro propio destino. No solemos ser conscientes de nuestras verdaderas intenciones, sino que éstas se hayan soterradas entre un cúmulo de razonamientos que realizamos sencillamente para justificar una decisión que ya había sido tomada. Frecuentemente, el discernimiento llega tarde.

Ayer tuve la suerte de verme con una persona con la que, a causa de las circunstancias, tuvimos hace ya algunos años —digamos— una experiencia difícil. Fue un reencuentro que se convirtió en uno de esos regalos que te hace la vida, y que a veces piensas que no te mereces. Al hilo de la conversación, me dijo una cosa que me encantó. Decía que para él, el día del juicio debía consistir en algo así como en un hacernos conscientes de los verdaderos motivos o intereses puestos en juego en las distintas acciones que hacemos, y que a menudo desconocemos; y que en el juicio universal se harían públicos, todo el mundo sabría las intenciones de todos. Me encantó la idea. ¡Tan poco nos conocemos a nosotros mismos!

En la vida uno tiene que tener la capacidad de encontrar momentos, cuanto más frecuentes mejor, de poder encontrarse con las cosas de un modo diferente, de olvidar la tiranía del pasado y la esclavitud del futuro sencillamente para disfrutar del presente. Momentos que nos posibiliten descorrer —aunque sea un poquito— el velo, yendo más allá de nosotros mismos, dejándonos sorprender. ¿Será algo ingenuo o algo ilusorio? No sé, puede ser. Supongo que al final es una decisión de cada uno, pues en nuestras manos está desvivirnos ilusionadamente por la vida o no. Os deseo un buen 2016.

22 de diciembre de 2015

El gusto de la verdad

El punto de partida que establece Gadamer para comenzar su trabajo, tal y como vimos en el anterior post, es su apoyo en los grandes pilares de la tradición humanista. Ya vimos que el concepto de ciencia era insuficiente para hablar en términos de comprensión: «¿qué clase de conocimiento es éste que comprende que así ha llegado a ser?», ¿cabe aquí la ciencia? En un primer momento se veía la necesidad de hablar en términos distintos a los científicos al uso, pero también es cierto que ello se hacía desde una perspectiva de inferioridad, como si las ciencias del espíritu estuvieran todavía en un rango inferior que las ‘otras’ ciencias, las de verdad. La propia denominación de ‘ciencias del espíritu’ pone de manifiesto esta circunstancia. De lo que se trataba era de poner a éstas en su lugar, que no debía ser inferior al de las otras ciencias, ni mucho menos.

Sin embargo, estaba claro que no había un método propio de las ciencias del espíritu. Y en su esfuerzo por esbozarlo, el trabajo de los iniciadores de este camino todavía se movía en este ámbito de confrontación o de uso de las herramientas científicas, a pesar de su consciencia de que lo que hacían era algo tanto o más importante que el ejercicio científico.

Lo que hace Gadamer es rastrear qué elementos le pueden servir para articular su discurso en referencia a ese otro modo de hacer ciencia. Y encuentra grandes aliados en los conceptos ya existentes en el humanismo, sobre todo el renacentista. Es muy bonito apreciar cómo Gadamer realiza esta tarea, cómo nos va llevando poco a poco al terreno al que nos quiere llevar, mostrándonos todo ese gran ámbito de realidad humana al que los métodos estrictamente científicos, por su propia índole, no pueden hacerlo. Así, hablará de formación, del sensus communis, de la capacidad de juicio (entendida en este contexto, no en el sentido de juicio lógico) y del gusto. Estemos atentos porque no debemos quedarnos con su interpretación actual (error en el que fácilmente caemos), sino que es preciso ir al contexto en que fueron acuñados como tales para alcanzar todo su significado.

No me puedo detener a explicarlos. Pero se puede observar cómo alrededor de todos ellos gira una idea, a saber: que no se refieren a algo objetivo, a algo que está enfrente de nosotros, sino que de alguna manera en sus ámbitos de significado nosotros estamos implicados en aquello que pretendemos definir, en una especie de circularidad que si se obviara ya no estaríamos posibilitados para alcanzar los resultados esperados. Un caso paradigmático es el de la formación (es muy bonito leer el enfoque hegeliano de la formación, por cierto). Si nos fijamos, no hay un modo objetivo de formar a una persona, sino que en la formación está implicado el propio ser humano que se forma, permitiéndonos hablar de una ‘conformación’ de nuestro ser más allá de la formación que podamos recibir.

Y ello en dos aspectos. a) El primero, en el sentido de que en mi formación no sólo interviene lo que yo recibo, sino que interviene lo que yo hago con aquello que he recibido; yo tomo una parte activa en el asunto. b) Y el segundo —y en el que más se fija Gadamer— en el sentido de que todo lo que recibimos se va guardando en nuestro interior, lo conservamos. Esto es muy interesante, y a su vez ocurre en dos planos: el individual y el social. Lo que nos ha pasado no es algo que pasó y ya está, sino que es algo que de alguna manera se conserva en nosotros. ¿Cómo? Pues en nuestra personalidad, en los rasgos de nuestro carácter, en nuestros hábitos,… Aunque no nos demos cuenta, lo que nos ocurre queda ‘almacenado’ en nuestro interior, e influye en nuestras acciones posteriores. Y como digo, algo similar ocurre a nivel histórico. Si extrapolamos esta idea, todo aquello que ha precedido a una determinada civilización forma parte de ella en tanto que la tradición en la que vive se lo ha legado. Y ese legado se conserva como un cúmulo de posibilidades que se abren gracias precisamente a lo que le ha entregado la sociedad anterior, y la anterior, y la anterior… todas ellas.

Nos estamos moviendo en un ámbito de conocimiento ajeno al científico. No podemos fijarnos en algo en concreto, en un ‘objeto’ de estudio. Por el contrario, es preciso suprimir un interés particular que limite nuestro alcance. No nos estamos moviendo en el ámbito de lo necesario, sino en el de lo posible; no hablamos de certeza, sino de verosimilitud; no hablamos de causalidad necesaria, sino de comprensión. Tampoco pensemos que la objetividad del conocimiento científico es tanta; en su ejercicio interviene también el componente personal, los prejuicios que inevitablemente todos llevamos ‘puestos’; pero no deja de ser cierto que todo ello posee más peso en el ámbito de lo histórico y social, en el ámbito de lo humano y vital.

De ello hay que ser consciente, y lejos de ser un problema, es un acicate que nos lleve a saber desenvolvernos en estos ámbitos, tarea nada fácil. Es algo que se debe aprender; hemos de aprender a adquirir esa sensibilidad que de forma grácil y natural permita inicialmente caer en la consciencia de este fenómeno que comentamos, de que nosotros ponemos y mucho en aquello que pretendemos conocer; y posteriormente, intentar reducirlo al máximo, conscientes de la imposibilidad de tal empresa. Este es un proceso de formación que culmina en una madurez que hace posible esta comprensión de las cosas; madurez articulada alrededor de un tacto, de una sensibilidad, de un gusto,… todos ellos difícilmente definibles. Y esto es importante, porque el hecho de que sean difícilmente definibles o aprehensibles estos conceptos, es lo que permite precisamente esa movilidad especialmente libre que posibilita su desarrollo.


Sólo olvidando formas de vida previas (conceptivas, científicas,…) podemos dar cabida a este tipo de aprendizaje. No se trata de olvidar viejos prejuicios y viejos hábitos para sustituirlos por otros nuevos sino de, en la medida de lo posible, cambiar nuestros paradigmas para intentar ir más allá de los prejuicios y alcanzar una comprensión diversa de las cosas. Este modo diverso de comprensión, esta sensibilidad es lo que se denominó en la modernidad el sentido común. Hoy en día entendemos por ello algo mucho más reducido; lo que entonces significaba era algo así como un sentido antropológicamente compartido, adquirido no tanto por los conocimientos de las cosas como por la sabiduría de la experiencia, y que permite que en él verdadee (en feliz neologismo zubiriano) la comprensión real de las cosas. El sentido de lo justo y verdadero no es un saber causal; es un saber amplio, que se deja traslucir en nuestro decir y en nuestro hacer (al más puro estilo clásico: retórica y prudencia). El sentido común permite realizar una crítica de nuestro conocimiento y facilita reconocer cuándo nos hemos desviado del camino ya no de lo cierto, sino de lo verosímil.

Ello es así gracias a que se adquiere una capacidad de juzgar, estrechamente relacionada con el gusto estético. Si bien hay un germen de este tipo de gusto en lo que se considera una ‘sociedad cultivada’ o una ‘buena sociedad’, el enfoque kantiano va más allá, intentando distanciarlo de su referencia social. Un caso de esta referencia social es la oposición entre el gusto y la moda: la moda es algo que surge y a lo que la gente se somete, es algo que se impone; sin embargo el gusto se corresponde a otro tipo de discernimiento. Si bien es algo que se contextualiza en cada marco histórico, no es algo totalmente histórico; nadie sabe muy bien cómo concretarlo, pero en general se tiene una vaga idea de lo que pueda ser.

Kant destaca el hecho de que no se trata tanto de reconocer que algo es bello o no, como de ser capaces de identificar en la aprehensión de ese algo la totalidad de la realidad que en él resuena, incluso en el ejercicio de nuestras facultades al aprehenderlo. No se puede concretar, pero el gusto nos presenta un modo de aprehender la realidad que puede no ser poseído por el más grande de los científicos. El gusto es conocimiento, pero no expresable mediante conceptos. Gracias al gusto podemos aplicar de modo razonable las leyes generales al caso particular, aunque no lo podamos demostrar. El gusto nos permite acceder a aquellos lugares a donde lo lógico-científico no puede alcanzar. ¿Es lícito hablar de verdad ante una obra de arte, ante un hecho moral bueno,…? ¿Es posible… gustar la verdad?

15 de diciembre de 2015

El ‘tipo ideal’ de Weber

No, no es que Weber sea un tipo ideal (a lo mejor lo fue, no lo sé). A lo que se refiere este post es a un concepto sociológico muy interesante que Weber denominó así: tipo ideal. Independientemente de que se esté más o menos de acuerdo en el planteamiento sociológico de Max Weber, creo que no se le puede negar su intuición novedosa de las situaciones sociales. Creo que su aproximación al ‘fenómeno social’ y a las motivaciones de los agentes sociales manifiesta una sensibilidad diferente sobre la que es preciso llamar la atención. Esta sensibilidad, por ejemplo, se percibe claramente en sus ‘tipos ideales’.

¿Qué vemos cada uno de nosotros cuando atendemos a un hecho concreto, a un suceso cualquiera, el que sea? Ya Rickert puso de manifiesto que cuando uno se aproximaba a un suceso humano, no lo podía atender en toda su globalidad sino que necesariamente debía sesgar la realidad de los hechos, polarizando la atención hacia aquellos aspectos que primaban en su investigación o en su reflexión (circunstancia, por otro lado, que es perfectamente aplicable a las ciencias naturales también, aunque Rickert se refería aquí a las ciencias del espíritu). Y de ello, uno debía ser consciente; uno debía tener la precaución de saber que no posee una visión omnicomprensiva, diría que de nada, sino que necesariamente nuestra visión es limitada y reducida: poseemos necesariamente una visión parcial.

Weber siguió esta inspiración de Rickert. Una palanca importante en su pensamiento sociológico fue la relevancia de la razón, reconociendo que su aproximación a la sociología era eminentemente racional. Y lo curioso del caso es que él era consciente (así nos lo hace saber en sus textos) de que no todas las motivaciones humanas tenían que ser necesariamente racionales, sino que también podían responder a otros factores (costumbres, emociones, prejuicios,…). Sin embargo, como estas últimas no podían ser utilizadas para realizar una ciencia de la sociología, las entendía como ‘desviaciones’ de la motivación racional auténtica, a saber: la instrumental, la cual dirigía la acción del agente hacia un fin que pretendía conseguir. Para Weber, toda acción social debía estar racionalmente orientada hacia un fin: era la razón instrumental.

Siguiendo la línea marcada por Rickert, Weber definía los ‘tipos ideales’ como unas conceptuaciones realizadas sobre distintos hechos o sucesos dados en la historia de las sociedades; construcciones teóricas elaboradas por el sociólogo, necesarias para poder establecer teorías, interpretaciones,… y proceder así a la comprensión de los fenómenos sociales. No eran algo así como ‘esencias’ sociales bajo las cuales se debían subsumir los hechos sociales concretos, sino totalmente al revés: era la repetición de unos hechos sociales concretos (en principio no dependientes entre sí) los que reclamaban una conceptuación para identificarlos según un esquema conceptual.

En esta conceptuación tienen relevancia dos aspectos: la identificación de un mismo hecho del cual se ha comprobado empíricamente su repetición en distintas ocasiones, y la elección (en la línea de Rickert) de cuál es el aspecto de tales hechos en el que uno se va a centrar y que necesariamente va a suponer un sesgo de aquello que se está tratando. Si nos damos cuenta, estos dos aspectos no dejan de ser algo ‘puesto’ por el sociólogo desde un punto de vista estrictamente racional, lo que supone un doble sesgo: por un lado, el de dejar aparte todo lo ‘no racional’; y por el otro, dejar aparte todo lo que no pueda ser incluido en aquél criterio que va a definir mi tipo ideal.

Démonos cuenta de que los tipos ideales no existen como tales, sino que son construcciones conceptuales, dirigidas por una intención previa, sin ninguna pretensión de erigirse en una ley social ni nada por el estilo. Desde el momento en que la repetición histórica de un hecho ha dado pie a su creación conceptual, dicha conceptuación nos posibilita ya directamente su identificación si en el futuro se pudiera dar, nada más. Ésta es precisamente la diferencia entre la conceptuación propia del tipo ideal y la de los conceptos gnoseológicos tradicionales: si bien éstos responden a una lógica científica, no así aquéllos en tanto que pertenecientes a las ciencias del espíritu. En el ámbito social, detrás de los hechos no hay causas necesarias sino relaciones humanas motivadas por distintos factores: por eso no podemos hablar de conceptos sino de tipos ideales. Los tipos ideales no participan de esa estabilidad implícita en los conceptos físicos, sino que van evolucionando con el tiempo y con la sucesión de culturas, en cuyo seno cabe hablar de paradigmas diferentes y modos diversos de atender a problemas distintos. Y aquí es adónde quería ir a parar (lo que pasa es que me estoy extendiendo un poco demasiado).

Sabemos que en la historia se suceden distintas culturas; y sabemos también que cada cultura va evolucionando históricamente, van cambiando a lo largo de los años. También sabemos que en el seno de cada sociedad hay sub-culturas, cada una con sus características estructurales y sus ideas acerca de cómo debe ser una sociedad o dejar de ser, y que también evolucionan en el tiempo. Y el caso es que todos cuando vivimos en una sociedad lo hacemos a la vez en el seno de esa sociedad en sentido amplio, pero también en el seno de una de esas sub-culturas en sentido más específico. No pertenecemos a una sociedad pura, abstracta o etérea, sino en una sociedad concreta (o mejor, en un grupo cultural concreto de una sociedad concreta), situada en una época y geografía determinadas, con sus intereses políticos, económicos, artísticos,… es decir, situada históricamente.

Estas características estructurales y estas ideas de cada sub-cultura permean a cada nuevo individuo que se les incorpora (a cada uno de nosotros cuando nacemos, por ejemplo); y desde el punto de vista del individuo y en este sentido pueden ser consideradas pre-sociales, ya que antes de que tengamos uso de razón dichas ideas van a ir conformando nuestra personalidad, nuestro modo de pensar, nuestras simpatías y nuestras antipatías. Antes de que ni siquiera podamos decidir, dichas ideas van a dirigir nuestro trato o nuestra relación en el seno de nuestra sub-cultura, y también nuestros pensamientos hacia el resto de sub-culturas de nuestra sociedad: nuestra cosmovisión en definitiva. Aquí cabe situar el origen de ese amplio mundo de nuestras creencias (creencias sociológicas en sentido amplio, no específicamente religiosas) y de nuestros prejuicios, y que van a marcar sobremanera nuestras vidas.

Esta marca a menudo es inconsciente, y fruto de ello puede provocar numerosos enfrentamientos por entender que nuestra visión de las cosas es ‘la’ visión de las cosas, costándonos comprender otras cosmovisiones. De ello trataré en el siguiente post.

8 de diciembre de 2015

La educación funcional: una educación nutritiva

Hablando con un conocido de esta serie de posts, me preguntaba a qué me refería exactamente cuando comentaba lo de todos esos procesos emocionales internos, íntimos, que hemos ‘aprendido’ durante nuestra historia personal, y que tanto influyen en nuestro comportamiento. No acababa de comprenderlo. Le llamaba la atención la importancia en nuestras vidas del aparato emocional, y sobre todo dos cuestiones: ¿tanto dependía de nuestra historia personal?, y ¿cómo es que se va adquiriendo con los años, cómo lo vamos ‘aprendiendo’?

Ciertamente es una cuestión compleja: ¿cómo hemos adquirido unas determinadas pautas de comportamiento, cómo hemos adquirido esas pautas emocionales, esa inteligencia emocional? Lógicamente, todo ello pasa por nuestro trato con los demás, por todo el entramado de relaciones que se ha ido entretejiendo a lo largo de nuestras vidas. Porque claro, cuando tratamos con las personas —o cuando las personas tratan con nosotros— entran en juego muchas variables, no únicamente el diálogo, la comunicación hablada, la palabra. La comunicación o la relación interpersonal es algo mucho más amplio, una actividad muy compleja en la que intervienen muchos elementos: no sólo palabras, sino también tonos, posturas, miradas, gestos,… y ya no sólo estos aspectos más físicos o corporales, sino que a la vez se ponen de manifiesto de alguna manera nuestras actitudes, nuestras creencias, nuestros valores,… en definitiva nuestro sistema de convicciones profundas.

Lo que yo quisiera destacar de todo ello es que de algunos de estos factores que comentamos (o de muchos de ellos) no acabamos de ser conscientes. Ya no hablo de los grandes momentos o de nuestras grandes intervenciones, sino que me estoy refiriendo a la cotidianeidad, a esos momentos rutinarios en los que estamos tranquilamente en casa, o en cualquier ámbito de confianza, en los que brota de forma natural nuestro modo de ser auténtico. Esto puede parecer paradójico, pero en el grueso de la comunicación humana hay muchos elementos que pasan inadvertidos o desapercibidos por el emisor, pero el caso es que se transmiten; elementos que recíprocamente el receptor los recibe, y lo que es más curioso es que a menudo también de forma inconsciente. Esto es algo chocante, y es verdaderamente difícil ser conscientes de todos estos procesos que por su propia índole suelen ser… ¡no conscientes! ¿Cómo puede ser esto? El caso es que todo ello efectivamente ocurre, y es importante darse cuenta de cómo se dan estos procesos, sobre todo en lo que afecta a nuestros hijos, por la responsabilidad educativa que ello conlleva.

Cuando uno se introduce en este mundo, comienza a darse cuenta de muchas cosas que antes pasaban desapercibidas, y no siempre es bonito o agradable lo que uno comienza a ver (por lo menos esa ha sido mi propia experiencia). Uno comienza a darse cuenta de ciertos modos de comportamiento que no son muy recomendables, a la vez que empieza a tomar consciencia de que muchas de las reacciones que se dan a su alrededor son provocadas por él mismo, por su propio comportamiento. A menudo es fácil culpabilizar a los demás de ciertas fricciones, y cuesta mucho más ser consciente de la propia responsabilidad, de lo que uno ha puesto de su cosecha en un determinado conflicto, o incluso de las reacciones que uno ha provocado.

Estos procesos mediante los que recuperamos la consciencia de nuestro modo de comportarnos no son fáciles de llevar, y es frecuente de que haya momentos en que uno se encuentre un poco abatido. Sin embargo, es algo con lo que hemos de contar. Lo mejor que nos puede pasar es padecer esa especie de abatimiento, pues ello indica que hemos dado un gran paso (y que de otra manera permanecería totalmente inadvertido). Es como cuando para sanar una herida tienes que echar un buen chorro de alcohol: escuece, pero es lo mejor que podemos hacer. Pues esto igual. Y nadie se escapa de necesitar ese buen chorro de alcohol: todos tenemos que pasar por ahí.

Por eso me cuesta tanto hablar de buena o de mala educación: ¿quién puede auto-definirse como un buen educador?, ¿quién se puede atrever a decir de otro que es un mal educador? Creo que para plantearse todos estos temas hablar de ‘buena’ o ‘mala’ educación es contraproducente; creo que es mucho más adecuado hablar en términos de funcionalidad o no funcionalidad. Educación funcional sería aquella mediante la cual ayudamos a los niños a ser mejores personas en todos los aspectos de la vida, les nutrimos afectivamente, intelectualmente, socialmente,… Es una educación nutritiva. Una educación funcional consigue que los niños hagan las cosas y actúen por motivaciones intrínsecas a esos actos y no por otros (chantajes afectivos, premios materiales, castigos físicos,…). La educación funcional les respeta, les atiende en sus particularidades, en un entorno amoroso y estable y en todas sus dimensiones. Por  el contrario, un acto educativo será no funcional cuando no contribuya a esta finalidad. Creo  que una buena pregunta que nos podemos hacer ante distintas situaciones con nuestros hijos puede ser la siguiente: con esto que estoy haciendo, ¿estoy impartiendo un acto educativo funcional o no funcional?; esto es: ¿estoy ayudando a mi hijo a ser mejor persona, o por el contrario puedo estarle provocando una reacción que no es demasiado sana? Otra cosa es lo que entendamos por ‘contribuir a ser mejor persona’ o por ‘no ser demasiado sano’, y que a lo largo de los sucesivos posts intentaré ir dibujando (a mi modo de ver, claro).

Partimos de la base que ‘la’ educación funcional como tal, la educación funcional ‘perfecta’ no existe, es utópica. Pero ello no debería llevarnos a replegarnos sobre nosotros mismos, a abandonarnos, sino a motivarnos para aprender más cómo llegar a ella, proponérnosla como meta para así, en la medida en que podamos, ir acercándonos a ella poco a poco.

1 de diciembre de 2015

El número áureo y Ptolomeo

El número áureo es un número que presenta un atractivo estético ya descubierto en la antigüedad, y que expresa una relación armónica entre distintas partes de una obra de arte que le dota de un atractivo singular; atractivo del que participan también diferentes elementos naturales (como por ejemplo aquellos que responden a la conocida sucesión de Fibonacci —serie muy curiosa, por cierto— como ciertas figuras espirales). A pesar de que es un número peculiar, su descubrimiento no es tanto fruto de una investigación aritmética como por la relación o proporción que establece entre las partes a las que se refiere. Histórica y estéticamente se constata que cuando un elemento está dividido en partes que responden a una proporción áurea, su contemplación resulta agradable y equilibrada.

Pero a lo que me quiero acercar en este post es a hablar un poco de sus curiosidades geométricas más que de su relevancia estética. Su origen hay que situarlo en la búsqueda de la armonía del Universo, vista de modo singular por el mundo pitagórico en términos numéricos, y desde intereses no tanto científicos como sobre todo espirituales. Que la armonía era un elemento ineludible y necesario del cosmos era compartido por todos; pero que su fundamento, que el principio del Universo fuera establecido en un elemento no material a diferencia de lo que hicieron hasta entonces los jónicos (esto es, en lo numérico) fue algo original de los pitagóricos allá en la antigua Grecia.

Todo ello tuvo repercusiones en el ámbito estético: si el universo se caracterizaba por lo armónico y armonioso, la belleza tendría que ver a su vez con dicha armonía entendida como algún modo de proporción matemática. Esta armonía matemática se manifestaba maravillosamente en los sonidos producidos por las vibraciones de una cuerda la cual, en función de las distintas longitudes, podía emitir sonidos tónicos; pero no sólo en ella (en la música), ya que también la belleza de las obras artísticas plásticas (pintura, escultura e incluso arquitectura) tendrá que ver con ella (con la armonía). Según parece fue Fidias el primer artista que utilizó esto de modo más sistemático, y de ahí que al número áureo se le conozca con la letra griega φ (fi).

¿Cómo se define? El número áureo indica la proporción según la cual un segmento queda dividido armónicamente; esto es, cómo aquel número que divide un segmento en dos partes de modo que la relación entre la parte mayor y la menor es análoga a la de la totalidad del segmento respecto a la parte mayor.

¿Cómo se calcula su valor? Supongamos que tenemos un segmento que dividimos en dos partes a y b, de modo que el segmento total medirá a+b:


Decíamos que las razones entre los dos segmentos que hemos dividido (entre el mayor y el menor) y entre el segmento total y el mayor deben coincidir, ya que ésa es la definición del número áureo como tal. Entonces,


 De dónde resulta que:



Resolviendo la ecuación de segundo grado:


Si desestimamos el valor negativo, resulta que el número áureo toma el valor de:


Partiendo del número áureo, podemos hablar por ejemplo de rectángulo áureo (o sección áurea), aquél que sus lados presentan la proporción φ:



¿Y qué tiene que ver con todo esto Ptolomeo? Pues bastante. De hecho esto ha sido lo que me ha llevado a escribir este post (cuando leí otro del blog Chapuzas matemáticas). Ptolomeo propuso el siguiente teorema (cuya demostración si interesa se puede ver en dicho blog): sea un cuadrilátero cualquiera inscrito en una circunferencia; entonces el producto de sus diagonales es igual a la suma de los productos de los lados opuestos. O sea:


Lo curioso del caso es que, si en vez de un cuadrilátero cualquiera tenemos un rectángulo, el teorema de Ptolomeo se transforma en… ¡el teorema de Pitágoras!


Y lo que es todavía más curioso. Podemos identificar el número áureo a partir de un pentágono de lado igual a la unidad inscrito en una circunferencia. Si tenemos un pentágono (de lado = 1) inscrito en una circunferencia, hallemos lo que mide su diagonal.

Si nos fijamos en el cuadrilátero marcado en rojo, veremos que su lado superior equivale a una diagonal del pentágono, y su lado inferior y sus dos lados laterales valen la unidad ya que coinciden con lados del polígono. Si le aplicamos el teorema de Ptolomeo para calcular la diagonal (en azul) del cuadrilátero (y que coincidirá con la diagonal del pentágono) tenemos:

Ecuación que nos es familiar y cuyo resultado es precisamente,

O sea, φ: la diagonal de un pentágono de lado la unidad es igual al número áureo. Y a lo que iba: si dibujamos todas las diagonales del pentágono nos sale una estrella que ha servido de base para no pocas obras de arte:


Por ejemplo, en esta obra de Salvador Dalí: “Leda atómica”


Como se puede ver en la siguiente ilustración:


En fin, este es un ejemplo de su aplicación artística. Hay muchos más, así como de la sección áurea, etc. Pero me quedo con el gusanillo de la sucesión de Fibonacci. Tiempo al tiempo.

24 de noviembre de 2015

Arrancamos con la hermenéutica de Gadamer

Ya hemos dado comienzo a una nueva edición del Seminario Filosófico de Investigación Ética. Lo hacemos de la mano de un libro que no sé si considerarlo como un clásico, pues no hace tantos años de su publicación como para eso, pero de lo que no cabe duda es de su trascendencia en la segunda mitad del siglo XX: se trata de Verdad y método, de Hans-Georg Gadamer (mi hijo me dice que este señor tiene nombre de El Señor de los Anillos, je, je).

Esta primera sesión ha sido bastante distendida. Pero los saludos y demás han dado paso enseguida a anécdotas y comentarios relacionados ya con la obra que nos ocupa. El prólogo del libro no tiene desperdicio. Me refiero al prólogo a la segunda edición, en el que el autor ya recoge ecos de las distintas reacciones que suscitó la primera. Como nos dice el mismo Gadamer, el texto como tal ha variado poco, tan sólo para intentar dar respuesta o esclarecer pasajes que fueron criticados por lectores y colegas. 

La hermenéutica gadameriana surge como respuesta a una pregunta que permanece vigente desde hace ya muchos siglos, me atrevería a decir que desde siempre. Tan sólo que quizá sea en estos últimos tiempos cuando sea más pertinente dado el marcado carácter científico-positivo de nuestro conocimiento. La pregunta en cuestión se podría formular así: ¿hay algún tipo de verdad en las ciencias conocidas como ‘del espíritu’? O dicho de otro modo: ¿sólo hay un tipo de verdad, la verdad científica, de modo que toda pretensión de verdad se ha de ver reducida al uso de una metodología científica? Para Gadamer esto no es así, y según él podemos hablar efectivamente de otro tipo de verdad. Para introducirnos a ella, nos ofrece una idea muy bonita, y que tiene que ver y mucho con nuestra actitud personal, porque ese otro modo es una verdad ‘que sólo se hace visible a través de un tú’, y que además precisa que uno sienta la necesidad de ‘que se tiene que dejar decir algo por él’. Entonces, si la respuesta a esta pregunta es que efectivamente hay otro tipo de verdad: ¿cómo articularla filosóficamente, cómo fundamentarla?

Lo que se ha intentado hacer durante los últimos años ha sido extrapolar el modelo de verdad científica a las ciencias del espíritu. Pero si nos damos cuenta, en esta actitud se encontraba implícita la idea de que lo ‘no científico’ era algo inferior a lo científico, ya que había que encontrar en lo ‘no científico’ un modo de verdad similar de alguna manera a la científica. Gadamer intenta sustraerse de este planteamiento (de hecho lo hace), apelando a otro modo de aspirar a la verdad, o a otro modo de plantear el problema. Ello no quiere decir que no piense que haya herramientas científicas aplicables a disciplinas del espíritu, sino que no todo en las disciplinas del espíritu es reducible a lo científico; es más, quizá en su esencia sea algo radicalmente diverso.

Y es algo tan radicalmente diverso que incluso interviene en el propio hacer científico, a pesar de que en general los científicos no se hayan hecho eco de ello. No se trata de decir cómo han de hacer los científicos su trabajo, sino de alcanzar una mayor comprensión del modo en que lo ejecutan, por intervenir en su ejercicio elementos no estrictamente científicos. Es algo que lo subyace y que incluso es previo al desempeño científico; pero también —y esto es importante— al desempeño filosófico, y en general a cualquier modo de desenvolverse en la vida. Porque la hermenéutica es algo que nos afecta a todos, seamos científicos o no, seamos filósofos o no, aunque no nos demos cuenta. Como leí recientemente, «’hermenéutica’ es una palabra que la mayoría de la gente no conocerá y no necesitará conocer, pero a ellos les afecta en igual medida la experiencia hermenéutica». Pues sí.

Un primer paso es intentar alcanzar la comprensión de lo que estemos haciendo (ciencia, filosofía,…), pero no es suficiente; porque de lo que se trata es de comprender el proceso mismo de la comprensión. No se trata de una mera metodología para aplicar a diversos procesos para saber cómo se dan y cómo se ejercen sino de algo experiencial, en lo que nos vemos involucrados en el mismo proceso comprensivo. En palabras de Gadamer: «la comprensión no es nunca un comportamiento subjetivo respecto a un ‘objeto’ dado, sino que pertenece a la historia efectual, esto es, al ser de lo que se comprende» (frase, por otro lado, que no tiene desperdicio, porque aparecen en ella conceptos clave de su pensamiento: la relación sujeto-objeto, historia efectual, el ser de las cosas, la comprensión misma,…). Lo que Gadamer intenta decirnos con la frase es que seamos conscientes de que estamos inmersos en una especie de circularidad, según la cual somos hijos de aquello que queremos comprender, influyéndonos en el ejercicio de nuestra propia comprensión.

Esta circularidad es difícil de comprender, pues estamos acostumbrados a ser nosotros (sujetos) los que nos las tengamos que haber con las cosas (objetos) que están ahí, frente a nosotros; pero el caso es que nosotros estamos involucrados de alguna manera en el hecho de la comprensión del objeto (en la misma ejecución del comprender), de modo que la dualidad entre sujeto y objeto se difumina, alcanzando una especie de unidad sujeto-objetual. Esto es lo que quiere decir lo de la circularidad. Porque la aplicación metodológica implica ya un segundo estadio sobre lo que es el mismo fenómeno de la comprensión, del que depende.

Gadamer da un paso más de la hermenéutica de Heidegger, insistiendo precisamente este carácter circular. Si bien se apoya como su maestro en la fenomenología, no la considera tanto desde su carácter metodológico como desde este carácter experiencial. Y esto le dota de unas posibilidades verdaderamente asombrosas, y muy fecundas. Proyección que no es tanto la de un ‘saberlo todo’, sino la de un ‘situarse de un modo distinto’ desde el cual alcanzar una comprensión diversa (más global) que nos ayude a dar sentido a nuestra existencia. En Gadamer no encontramos grandes verdades dogmáticas, sino un ‘sentido’ que se va construyendo poco a poco, generación a generación, cultura a cultura,… y que gracias a su entronque con lo real (cuestión que a mí me suscita no pocas dudas, me refiero al entronque de la hermenéutica con la realidad según el pensamiento del autor) le impide caer en un relativismo fácil (postura que han seguido otros numerosos autores).

17 de noviembre de 2015

Para educar… empecemos por conocernos

¿Cuál es el principal motivo por el que un padre desea educar bien a sus hijos? Básicamente porque les queremos y queremos lo mejor para ellos. Es paradójico el hecho de que por un lado les queremos, pero por el otro somos conscientes de nuestras dificultades para poder llegar a ellos, y para poder educarles tal y como nos gustaría… Y es que para las relaciones entre padres e hijos —y por extensión para cualquier tipo de relación humana— no existen manuales. A veces echamos de menos saber cómo comportarnos ante determinada situación, ante determinado comportamiento del niño, pero no sabemos. Y no sólo no lo sabemos, sino que probablemente tampoco haya una única conducta correcta, sino un abanico de conductas que más o menos puedan ayudarnos a gestionar la situación. Porque para las relaciones humanas no hay recetas. A lo sumo, hay indicaciones, sugerencias, recomendaciones,… que nos ayuden a adquirir un determinado modo de comportamiento desde el cual podamos encontrar en cada situación una solución satisfactoria: es lo que podemos llamar una conducta educativa funcional.

Por lo general, queremos aprender el modo de adquirir una capacidad educativa funcional. Ello implica que es bueno para los educadores tener una mente abierta, receptiva, dispuesta para aprender; y eso no es fácil. Por lo general, los educadores ya somos adultos, tenemos una experiencia de la vida, manejamos unas herramientas en nuestras relaciones sociales y familiares, y nos cuesta revisar nuestras pautas de comportamiento para modificarlas y en su caso mejorarlas. No es fácil. Es más fácil modificar la conducta en una persona joven que en una adulta, aunque ésta también puede lógicamente, pero con un poco más de esfuerzo.

Tener una mente abierta no quiere decir que nos tenemos que contentar con cualquier cosa que se nos diga. Hemos de ser también críticos. Pero para ser críticos de manera consecuente, es menester esa apertura mental, plantearse las cosas que escuchamos, pensarlas; y ser capaces de repensar nuestras propias estructuras y creencias, superar nuestros prejuicios… y discernir. La idea es que seamos conscientes de que podemos hacerlo mejor con nuestros hijos y de que todos nuestros esfuerzos, aunque parezca que no dan frutos, para nada son en vano. Tarde o temprano serán aprovechados, aunque nosotros no estemos allí para verlo.

En todo proceso educativo hay dos claras premisas. La primera es que la educación no es una ciencia exacta. ¡No existen las recetas! Cada situación, cada familia, cada hijo, cada educador… es un caso singular. Lo que se precisa es adquirir una actitud desde la cual, en cada caso concreto, seamos capaces de discernir lo que creemos que va a ser lo mejor para ese caso concreto, ya que en función del niño, situación, estado de ánimo del educador, etc., será mejor una forma de actuar que otra. También influye la personalidad y la condición biológica de cada niño. Esto es importante. Y la segunda premisa a la que me refería es que… ¡no existe la educación perfecta! Nadie educa perfectamente. Esto es importante recalcarlo porque a veces una autoexigencia desmesurada nos bloquea creándonos un ‘atasco’ que intentamos deshacer de cualquier modo, impidiendo ejercer una educación funcional. Lo que sí se puede pedir es un esfuerzo a los educadores para intentar hacerlo mejor cada día, que posean una inquietud educativa en este sentido,… en un proceso de aprendizaje que no acaba en toda la vida. Y que incluso nos sirve en nuestra propia vida de adultos.

Nuestros actos educativos cotidianos, ya no las grandes teorías pedagógicas, se engloban en el seno de cualquier acción que hagamos. Sería conveniente, pues, detenerse un poco en ello. A la hora de pensar en cómo son los procesos desde los cuales actuamos, nos damos cuenta de que en ellos intervienen tres momentos básicos: a) un hecho primero que es el que nos impulsa a actuar; b) cómo nos afecta ese hecho; y, c) nuestra respuesta, nuestra actuación. El hecho primero puede ser de cualquier índole: externa —algo que vemos, algo que nos afecta,…— o interna —un recuerdo, algo que queremos hacer,…—. Ese hecho nos afecta de algún modo, de manera que nuestra conducta siempre dependerá de cómo nos ha afectado ese hecho. ¿De qué depende la manera en que ese hecho nos afecta? Esta cuestión no es baladí, pues de ello pende nuestra acción posterior.

Por lo general, cuando percibimos ese hecho —una mirada, un jarrón roto de un balonazo,…— tendemos a darle una interpretación, y esa interpretación genera en nosotros unas emociones determinadas. Pues bien, en función de esas emociones que se han despertado en nosotros, escogeremos una conducta u otra. Por lo general, este proceso se hace en la mayoría de los casos sin darnos cuenta; de lo que nos damos cuenta, cuando lo hacemos, es de lo que ‘ya’ hemos hecho. No podemos evitar sentir ciertas emociones ante ciertos sucesos, y actuar en consecuencia. Y esto no es negativo, todo lo contrario: es lo normal. Sin embargo, podemos percibir en este proceso que a veces las conductas realizadas no las percibimos adecuadas como respuesta a determinados hechos. A veces alguien nos interpela, y nuestra respuesta puede estar, como se suele decir, fuera de lugar, o sencillamente no respondemos como, visto un poco desde la distancia, nos gustaría haberlo hecho. Había algo en nuestro interior que nos llevó a actuar así, ‘a pesar’ nuestro.

No podemos —ni debemos— anular nuestras emociones, pero sí que podemos —y entiendo que debemos— expresarlas de forma adecuada, de forma moderada, sean positivas o negativas. Lo negativo de una emoción no es que sea negativa en sí, sino que se exprese de forma inmoderada. De hecho, lo que normalmente se suele entender como una emoción negativa —enfado, miedo— en sí puede ser positiva si se encuadra en una situación adecuada. Por eso creo que no es que haya emociones negativas, sino emociones mal gestionadas.

¿Se pueden ‘gestionar’ bien las emociones? ¿Se puede alterar este proceso? Y si se puede, ¿por qué hacerlo? El mejor motivo que se me ocurre para intentar modificar este proceso es porque no estamos satisfechos con los resultados, porque no nos gusta cómo nos hemos comportado. La cuestión es: ¿cómo hacerlo? En principio habría dos posibilidades: bien manteniendo nuestras emociones, e intentando modificar nuestra conducta; o bien modificando dichas emociones como consecuencia del hecho que nos ha afectado, de manera que nuestra conducta consecuentemente será modificada de forma natural.

A mi modo de ver, tradicionalmente se ha incidido más sobre la primera opción, intentando suprimir o soslayar nuestras emociones y actuar conforme nos dicta la ‘razón’ o la ‘voluntad’. Ciertamente es difícil trabajar en uno de los dos puntos en concreto; quizá lo razonable pase por realizar las dos a la vez. Pero todo ello pasa por algo previo, algo imprescindible sin lo cual nada de esto tiene sentido: ser conscientes de lo que nos ocurre, ser conscientes de nuestros procesos internos,… Y esto es algo mucho más complicado de lo que a primera vista parece. Y es que todos estos mecanismos de actuación están tan dentro de nosotros, están tan grabados en nuestro subconsciente, que lo normal es que en tanto que forman parte de nuestra personalidad nos hayamos acostumbrados a vivir con ellos. Forman ya parte de nosotros, no nos damos cuenta de que los tenemos y de que funcionamos así. Y sacarlos a la luz es complicado, pero muy importante pues suele ocurrir que no siempre son procesos adecuados. Normalmente, tenemos la tendencia a vernos mucho mejor de cómo somos realmente, pero tenemos que tender un puente entre cómo pensamos que nos comportamos, y cómo lo hacemos de verdad.

10 de noviembre de 2015

La banalidad del mal

Finalizamos ya esta serie de posts dedicados a Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt. Las últimas páginas del libro las dedica la autora a reflexionar sobre todo este proceso, y sus repercusiones éticas y políticas a nivel internacional. No fue sino en este proceso en el que la cuestión judía estuvo verdaderamente presente, más incluso que en Nuremberg o en cualquier otro lugar. La situación que se dio tras la guerra fue que todo lo que había que plantearse a nivel político tras las atrocidades cometidas, no tenía cabida en ninguna legislación vigente. Fue entonces cuando comenzó a tomar fuerza el término de crímenes contra la humanidad.

Se criticó a Israel que el hecho de juzgar a Eichmann allí era llevarlo directamente al patíbulo, ante lo cual se defendía diciendo que sus jueces eran tan legítimos y profesionales como los de cualquier otro país. ¿Acaso los polacos no juzgaron a alemanes que cometieron delitos en su tierra? ¿Acaso eran los jueces polacos —por ejemplo— ‘mejores’ que los israelitas? Y efectivamente, no había motivo aparente para que no pudiera ser así. Cierto era que en el momento de los hechos (durante la guerra) no existía el Estado israelita; pero también lo era que fue entonces (en la época de la captura de Eichmann) cuando los judíos podían juzgar por sí mismos los crímenes sufridos, sin tener que depender de autoridades de otros países para juzgar crímenes padecidos por judíos.

Insiste Arendt —y creo que con razón— en destacar la gravedad de las primeras leyes discriminatorias dictadas por los alemanes en 1935, leyes que ya quebraban el derecho internacional, pero que fueron pasadas por alto por el grueso de la comunidad internacional. Ésta empezó a preocuparse cuando comenzó a darse la ‘emigración forzosa’, sobre todo por lo que les suponía tener que recibir repentina e inesperadamente a miles de personas en sus territorios. Y el crimen más grande aconteció entonces: fue la declaración de los nazis de que no sólo no querían ningún judío en Alemania ni en el territorio del Reich, sino que la totalidad del pueblo judío debía ser exterminada.

Y digo que fue el más grande porque este crimen no fue sólo un crimen contra el pueblo judío, sino contra toda la humanidad (perpetrado, eso sí, en el pueblo judío en concreto). De ello se hizo eco Karl Jaspers, afirmando en una entrevista que al ser así —un crimen contra la humanidad— debía ser juzgado por un tribunal internacional ya que sólo un tribunal así, en tanto que representante del género humano, podía dictar sentencia. Como dice Arendt, «si en la actualidad el genocidio es una posibilidad futura de realización, ningún pueblo del mundo —y en especial el pueblo judío, tanto si es el de Israel, como si no— puede tener una razonable certeza de superviviencia, sin contar con la ayuda y la protección del derecho internacional». Claro ejemplo de este riesgo son los propios grupos (alemanes) de enfermos incurables o disminuidos psíquicos (genéticamente lesionados), a los que Hitler pretendía dar una muerte piadosa. No sería desmesurado imaginar que Hitler no tendría mayor problema en hacer extensivo ese trato de favor a otros grupos con distintas ‘taras’ (como al mismo pueblo judío).

Hay un aspecto que destaca Arendt y que según ella los jueces no acabaron de comprender del todo: la personalidad del acusado. Los israelitas seguían pensando que Eichmann era un monstruo, y según Arendt no era así. Y no era así porque de hecho hubo muchos hombres como él, hombres que no eran ni pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terroríficamente normales. Normalidad terrible, ya que la mayoría no era consciente del grado de maldad de sus acciones.

Si caemos en la cuenta, por suerte o por desgracia el mal no se da según los parámetros que uno normalmente espera: perversiones, crueldad, terror, abusos,… no. Esto sería la consecuencia de un mal previo y que normalmente pasa inadvertido, y que es el que se esconde en el engranaje cotidiano del funcionamiento de las cosas bajo distintos ropajes: el formalismo, la eficiencia, la rutina, lo políticamente correcto, los tópicos, la uniformidad, las generalidades,… ropajes todos ellos de una vida anodina y mediocre. Este maldad inadvertida se va ‘cocinando’ en las mentes de las personas antes que en sus actos públicos: vidas sin brillo sometidas a la complacencia y a las modas que nos dictan los medios, que traslucen mentes mudas de pensamientos oxidados incapaces de indignarse ante lo indignante.

Muchos de los acusados eran gente que sólo se dio cuenta de sus maldades cuando se confrontaban ante las acusaciones de un tribunal o de la opinión pública. ¡Antes no! Y se pregunta la autora: ¿lo habrían hecho, habrían sido conscientes de todo ello, en el caso de que hubieran ganado la guerra? Por lo general, estas personas no querían causar daño sino que… es que éste era inevitable, una obligación por el bien de su país. Y sin esta intención de hacer daño, ¿son verdaderamente culpables, reos de juicio?

No hay que decir que este libro levantó polémica, y dio lugar a muchas controversias. Incluso se crearon campañas organizadas para desprestigiarlo, buscando en él intenciones lejanas a las motivaciones de la autora. Ella insiste en que su principal motivación no fue ni hacer historia del holocausto, ni del III Reich ni del pueblo alemán, ni un tratado sobre la naturaleza del mal; tan sólo —y que no es poco— centrarse en el acusado, alrededor de quien giraba el proceso. Y esperar de ese proceso que efectivamente hiciera justicia de los hechos. Eichmann carecía de motivos personales contra los judíos, salvo aquellos derivados de su ‘diligencia’ profesional. Hubiera sido incapaz de asesinar a alguien a sangre fría por motivos meramente personales. Sin ánimo de catalogarle como un enajenado mental, Eichmann no acababa de ser consciente en toda su magnitud de lo que estaba haciendo. Era la personificación del conocido concepto de la autora: la banalidad del mal.

Lo que nos lleva a la siguiente cuestión, verdaderamente difícil si nos la planteamos en serio: ¿cómo saber cómo comportarse cuando los valores éticos de una sociedad se han invertido, cuando lo normal deja de ser lo bueno y se convierte en lo malo?, ¿desde qué parámetros juzgamos lo correcto y lo incorrecto, cuando lo incorrecto es lo normal y lo correcto es lo heroico? Por lo general, un juicio individual y honesto iba en contra de la opinión general; y aquellos que todavía eran capaces de poseer un juicio así, en realidad eran idénticos que aquellos que no lo hacían. Porque los que no lo hacía no eran seres depravados ni maleantes: eran el vecino de enfrente, el tendero de abajo, el repartidor,… Si uno ve que la gente de su alrededor se comporta de un modo en principio inmoral, pero que lo hace con toda normalidad, y que lo hacen muchos, ¿en qué apoyarse para mantenerse uno firme en sus convicciones? Quien responda fácil a esta pregunta es que no acaba de ser consciente de las limitaciones de nuestra condición humana.

Démonos cuenta de que con Hitler las máximas morales que rigen una sociedad buena, se habían vuelto del revés; y que ejercer un juicio honesto implicaba enfrentarse contra el sistema y contra todos aquellos seres normales como tú, pero que ya habían sucumbido. ¿Podríamos afirmar, cualquiera de nosotros, que si nos hubiésemos encontrado en la posición de aquella ‘buena gente’ alemana, no hubiéramos actuado igual, que no nos hubiéramos dejado arrastrar por la corriente, y que incluso no nos hubiéramos sentido orgullosos de hacerlo? ¿Pensamos que nuestras sociedades son mejores que la Alemania de entonces? ¿En qué nos apoyamos para decirlo? ¿Dónde acaba lo socialmente normal y comienza lo éticamente correcto? ¿Es únicamente una cuestión estrictamente social o es preciso realizar algún otro tipo de consideraciones? Si es así, ¿cuáles? Como podéis ver no son pocos los interrogantes que se abren, y que son de difícil respuesta. Simplemente, para pensar.

Bueno, acabo aquí esta serie de posts dedicada a Eichmann en Jerusalén. He de decir que su lectura me ha supuesto un enriquecimiento muy importante, no tanto para conocer pormenores de lo ocurrido durante la II Guerra Mundial en este contexto que nos ocupa (que también) como para crecer en lo que es la comprensión del comportamiento humano. Qué cierto es que no conocemos a nadie (ni a nosotros mismos) hasta que somos puestos en una circunstancia concreta, si es difícil mejor. Desde la retaguardia es fácil interpretar, juzgar, culpar e incluso perdonar, pero cuando uno está ahí, con las circunstancias en vida y su propia personalidad puesta en juego, las cosas cambian. Lejos de caer en reduccionismos y condenas fáciles es preciso —creo yo— esforzarnos por encontrar una comprensión global de las cosas y sobre todo de la condición humana, esa condición cuyos aspectos más oscuros tan fácilmente reconocemos en los otros pero nos cuesta quizá un poco más reconocer en nosotros mismos.

Me parece oportuno acabar con el siguiente vídeo que me refrescó una amiga virtual hace unos días. Si tenemos que padecer a algún dictador, por favor… ¡que sea como éste!

3 de noviembre de 2015

Del ‘sim leb’al ‘learn by heart’

No sé si os ha pasado alguna vez que alguna idea, algún pensamiento o alguna inquietud que os surgió en un momento determinado permanecía incubado en vuestro interior durante no se sabe cuánto tiempo cuando, de repente, una circunstancia totalmente ajena (en principio) os lo recuerda, haciendo presente aquello que se encontraba veladamente en vuestra memoria. Esto me ha pasado con este verbo inglés: learn by heart. Recuerdo que cuando aprendí el significado de esta expresión inglesa me llamó la atención. Viene a significar ‘aprender de memoria’, en contraposición a learn by doing que vendría a ser ‘aprender practicando’.

¿Qué tenía que ver ‘aprender de memoria’ con ‘aprender con el corazón’, o con ‘aprender a través del corazón’? A mí me parecía que poco, pues aprender de memoria tiene que ver poco con todas las connotaciones que acompañan al corazón como vida, fuerza, frescura,… Yo entiendo aprender de memoria como algo más mecánico, más inerte,… que impide una reactualización de lo aprendido precisamente por ser algo enquilosado, petrificado.

Pedagógicamente hablando, el aprender algo de memoria está mal visto hoy en día, y hay que buscar mecanismos de aprendizaje que estén más relacionados con el by doing que con el by heart. Supongo que la virtud está en el término medio, porque no creo que sea tan malo ejercitar el esfuerzo memorístico. Además de que para algunos casos creo que es imprescindible. Pero nada más lejos de mi intención entrar en esta discusión. Entonces, ¿por qué traigo todo esto a colación? Esto que hoy en día no está muy bien visto, antiguamente no sólo no estaba mal visto sino que era el medio por excelencia de aprendizaje, básicamente porque no era posible otro. Me refiero a muy antiguamente, cuando todavía no había ni siquiera comunicación escrita, y sobre todo en aquellas tradiciones en las que el recuerdo jugaba un papel importante. Y aquí es donde hay que buscar el enlace del aprendizaje de memoria con el corazón.

La tradición judía se caracteriza por ese cultivo de la memoria de su pasado, rasgo específico que igual es la que le ha permitido permanecer como tal tantos y tanto siglos. He de reconocer que a nivel personal he tenido la tendencia a entender este esfuerzo judío como muy vidrioso y aséptico, como muy seco, pero nada más lejos de la verdad. La tradición judía se basa mucho en el recuerdo, de acuerdo, pero no sólo en el recuerdo sino que hay paralelamente un auténtico esfuerzo hermenéutico para actualizar la comprensión de sus textos sagrados.

Es sabido que para esta tradición el texto bíblico es muy importante, no sólo desde el aspecto religioso sino también desde el social. La Torá posee una importancia radical en todos los sentidos para el creyente judío, desde siempre. Por eso existía una preocupación importante por su aprendizaje y transmisión, que inevitablemente debían ser orales. Para salvaguardar el mensaje revelado a Moisés, la pedagogía debía ser tal que mantuviera de generación en generación aquello que se quería conservar, hecho que se veía dificultado por tratarse fundamentalmente de una pedagogía oral.

Esta pedagogía se realizaba en tres lugares: casa paterna, sinagoga y escuelas elementales (normalmente adscritas a las sinagogas). La transmisión se realizaba, como digo, de memoria, utilizando para ello todo tipo de ‘herramientas’ mnemotécnicas (repeticiones, rimas, ritmos, entonaciones,…). Y aquí está la clave. Todo este aprendizaje era un aprendizaje de memoria, pero no sólo de memoria porque todo esto tenía que ver con algo verdaderamente importante para el creyente judío, con una vivencia no de algo pasado y lejano, sino con la reviviscencia en la actualidad de algo que ocurrió, sí, pero que de alguna manera sigue ocurriendo: una auténtica actualización del pasado. A esta reactualización es a lo que me refería cuando decía que la tradición judía no es el recuerdo mecánico de algo, sino su actualización viva en la fe del hombre (judío) de hoy. Desde este punto de vista, la memorización adopta un carácter totalmente diferente, pues ya no es un mero ejercicio mnemotécnico sino algo que afecta a lo más íntimo de la persona: a su corazón.

El corazón en la antigüedad no hay que entenderlo como lo entendemos hoy en día, desde su ‘enfrentamiento’ con el pensamiento (que residiría en el cerebro). Antiguamente se daban ambos (pensamiento y sentimiento) desde cierta unidad que permitía al ser humano acercarse a la realidad de modo compacto, unitivo, permitiéndonos hablar de una especie de ‘pensamientos del corazón’. Démonos cuenta de que el corazón antiguo no era el lugar de los sentimientos personales (como pueda serlo hoy en día), ni siquiera el lugar en el que nos sentimos en la verdad intelectiva (esa especie de complacencia), sino la herramienta con la que podemos entrar en verdadero contacto con la esencia de la realidad, que es distinto.

Curiosamente, en la Biblia hebrea no hay ningún término técnico con el que designar a este tipo de aprendizaje. Desde esta consideración de aprendizaje vivo y radical, surgieron verbos parafraseados tales como ‘proteger en el corazón’ (hazar leb) o ‘poner en el corazón’ (sim leb). Y desde ahí ha ido pasando a la actualidad en algunas lenguas. Por ejemplo, el par coeur francés, además del learn by heart inglés. En castellano tenemos un verbo especialmente bonito: el verbo recordar. Sabemos que cor, cordis (n) significa ‘corazón’ en latín; re-cordar tendría que ver con traer de nuevo al corazón, o hacer presente en él a algo o a alguien. Recordar implica no tener a alguien o a algo meramente en la memoria, sino tenerlo en mi corazón. Conforme nos acercamos a la realidad esencial, el aprendizaje memorístico deja de suponernos violencia para convertirse en un auténtico encuentro con la realidad.