27 de diciembre de 2022

La existencia real frente a la ‘existencia’ lógica

Hilbert, gran defensor de la logificación de la matemática, entendía, como tantos otros, que la consistencia (matemática) era sinónimo de existencia (matemática). Aunque, evidentemente, esta existencia matemática no podía entenderse al modo en que las ciencias naturales la entendían. ¿Cómo se entiende la existencia en las ciencias naturales? Pues mediante la experiencia sensible, mediante el contacto directo, mediante la resistencia que ejercen ciertos entes a nuestra sensibilidad, afectándola. Claro, esta opción no tiene aplicación en las matemáticas, pues no podemos tener experiencia empírica de los entes con los que trabaja. ¿Cómo establecer su existencia? Hilbert entendía que no había otro camino que el de su ‘encaje consistente’ en el sistema al que pertenecía: la existencia de un ente matemático dependía de su consistencia formal.

Esto es algo que Hilbert defendía desde la confianza de que la verdad matemática consistía en su demostrabilidad en el sistema formal. Pero claro, si, como decía Gödel, la consistencia no puede probarse, ¿dónde queda la opción de Hilbert? Ya vimos cómo Gödel mostró que esta pretensión de Hilbert no era posible; no es otra cosa lo que indican los teoremas gödelianos: «que no existe ningún sistema formal completo para la Aritmética que, siendo consistente, pueda ser descrito con rigor formal», explica Lorenzo. Si esto es así, como dice Peña Páez, «es imposible que alguien al mismo tiempo pueda establecer un sistema bien definido de axiomas y reglas, y percibir con certeza matemática que todos los axiomas y reglas son correctos y contienen a toda la matemática». La consecuencia de esto, tal y como vimos, es que es imposible conseguir la certeza de que no haya contradicciones matemáticas con medios estrictamente matemáticos; o, dicho de otro modo, no existe método formal que pudiera hacerse eco de todas las verdades matemáticas. Lo dicho: ¿dónde queda entonces la definición de Hilbert de existencia matemática?

Para salvar este hueco, esta distancia entre axiomatización lógica (en la que todo está determinado), y matemáticas (en la que no lo está), es para lo que Gödel echó mano del concepto de intuición. Es aquí donde hay que situar este ‘algo más’ del que hablábamos en el anterior post. Si no es posible demostrar la verdad de todos los enunciados de un sistema, si no es posible establecer lógicamente la verdad de todos los enunciados, ¿cómo establecerla? Intuitivamente. Porque claro, que un enunciado no sea demostrable no implica que no sea verdadero, ya que demostrabilidad y verdad no son dos propiedades equivalentes.

Muy bien un enunciado puede ser matemáticamente verdadero, aunque lógicamente no se pudiera demostrar. El problema que surgió de esto no fue baladí: cómo hacerse eco matemáticamente de la intuición, asunto al que Gödel le prestó atención dada su desconfianza (evidente) hacia los intentos lógicos de formalizar la matemática.

Esta inquietud de Gödel tiene que ver con su acepción como realista, y que, en su caso, se puede articular en torno a su concepto de intuición, que él emplea en el sentido de que, mediante ella, algo se impone al matemático, y ello que se impone no es estrictamente la percepción del objeto, sino algo a partir de lo cual el matemático forma los objetos matemáticos. Esto que se impone al matemático, a partir de lo cual el matemático puede formar, crear, definir, postular, objetos matemáticos, enlaza de alguna maneara la existencia matemática con la existencia real de las cosas, más allá de su consistencia lógica. Gödel tenía una idea interesante para explicar esto: decía que la intuición puede entenderse análogamente a la sensación física, a la cual se añade (de modo análogo a como ocurre en las ciencias naturales) «el apoyo indirecto que presta a una hipótesis el hecho que se sigan de ella consecuencias verificables difíciles de obtener sin ella y de que no se sigan de ella consecuencias indeseables». Es decir: la intuición no es estrictamente un método de conocimiento, aunque es indispensable para hacer matemáticas, en virtud de la cual las verdades matemáticas se nos imponen de alguna manera, sin poder manejarlas a nuestro antojo, idea que, como veremos cuando hablemos de Zubiri, es fundamental.

20 de diciembre de 2022

La nebulosa del pelícano

La pareidolia es un fenómeno que nos es sumamente familiar, aunque su denominación nos suene un tanto extraña. ¿Quién no ha reconocido alguna vez un animal en una nube, o un rostro entre las sombras de un pavimento? De eso se trata, de la capacidad de reconocer figuras o patrones en algunos objetos. De hecho, la pareidolia se utiliza también para denominar a galaxias, como es el caso: me refiero a la nebulosa del pelícano. ¿Por qué digo esto?

Hace escasamente un par de meses, estuve tomando una cerveza con un viejo amigo de la universidad. Yo ya sabía que tenía el hobby de escudriñar el firmamento y reconocer constelaciones, identificar estrellas, etc. Pero el otro día me sorprendió, una vez más, contándome que había dado un nuevo paso, como era fotografiarlo. Le pedí que me contara un poco, pues la verdad es que personalmente me fascina ver fotografías del universo, de los planetas y de las estrellas, de las constelaciones y de las galaxias. Me gusta soñar viéndome surcando el espacio, o flotando cerca de las estrellas, con mi traje espacial y mi propulsor en la espalda. De hecho, hay una preciosa escena de Wall-E, esta película de animación de hace ya unos cuantos años, que la guardo en la memoria porque me parece deliciosa, y en la que aparecen Wall-E y Eva bailando por el espacio:


Pero bueno, a lo que iba. Me estuvo explicando mi amigo la cantidad de preparación y trabajo que lleva cualquiera de estas fotografías que vemos publicadas de los planetas, o de las estrellas, etc. Yo pensaba que, pues bueno, con un buen objetivo, y un buen enfoque, pues se hace la foto y ya está. Pues nada más alejado de la realidad: obtener una imagen de esas tan bonitas que vemos por ahí, lleva detrás mucho trabajo, muchas horas de exposición, muchas imágenes superpuestas y filtradas, hasta conseguir la deseada. Claro, le dije que me enseñara algunas de las fotos. Y quedé sorprendido al ver algunas de ellas. Incluso había ganado algún premio. Porque claro, esto es un mundo: hay reuniones, jornadas, etc., en la que aficionados y profesionales comparten su trabajo, tal y como ocurre con otras tantas cosas.

Si cuento todo esto es porque, casualidades de la vida, en uno de sus trabajos fotografió la ‘nebulosa del pelícano’. Y a mí, enseguida se me activaron las antenas. Le dije que me la enviara, y me encantó. Le pregunté si la podía poner como cabecera del blog, y le pareció bien, motivo por el cual le estoy muy agradecido. Al parecer, y según me he informado, esta nebulosa pertenece a la constelación del cisne, y se encuentra a unos 2.000 años luz de distancia; vamos, ahí al lado. Como esta imagen la voy a poner en la cabecera del blog, he pensado ilustrar este post con otras dos, también suyas: la primera de otra nebulosa, la del velo, y la segunda que no es otra que aquella con la que ganó el concurso, de la luna. Las dos preciosas. La verdad es que es una auténtica maravilla cómo cada cual es capaz de ejercer su creatividad en aspectos tan diferentes: unos, tecleando palabras, frases y pensamientos, o intentándolo, mirando a una pantalla; otros, mirando al firmamento para descubrir nuevos universos o, por qué no, soñando nuevos modos de vida en éste que ya conocemos.

¡Feliz Navidad!

13 de diciembre de 2022

La teoría del orden o cómo se puede hablar de ‘algo para mí’

Veíamos en el anterior post la situación de partida de Driesch, como es la crítica a tres posturas, inviables en su opinión, que tratan de dar solución al ‘problema de la metafísica’, para, acto seguido, emprender él la marcha críticamente. El gran reto ―y repito las mismas palabras con las que acabé el post anterior― es encarar la siguiente cuestión: es evidente que solo puede hablarse de algo en tanto que ‘algo para mí’; la cuestión es si ese algo se puede tratar en tanto que ‘algo en sí’. ¿Es posible, pues, la metafísica?

Lo primero que hace Driesch es analizar cómo es posible, siquiera, hablar de lo que existe ‘para mí’. ¿Por qué podemos decir algo así? En su opinión, si esto es así, si podemos hablar de algo en tanto que ‘algo para mí’, es a causa de una ‘particularísima intuición’, un saber originario, inmediato e inexplicable acerca de que hay un algo del que yo tengo conciencia. Es el hecho primario que puede definirse como ‘tengo conciencia de algo’. Pero el caso es que ese algo del que tengo conciencia no se me presenta de cualquier modo, sino que se presenta con cierta consistencia, con cierta estructura… Driesch dirá: es algo ordenado. ¿Qué quiere decir ‘ordenado’? ¿A qué nos referimos cuando hablamos de ‘orden’? A priori no es posible definirlo, sin dar por supuesto aquello que se pretende definir: el concepto de orden; el concepto de ‘orden’, pues, también pertenece a ese grupo de intuiciones particularísimas, gracias a las cuales podemos, sencillamente, relacionarnos con nuestro entorno. Hay una intuición originaria gracias a la cual tenemos confianza en cierto orden de las cosas que nos son presentes, sin poder definir exactamente en qué consiste dicho orden, ni por qué se da ni cómo se da. Es una confianza en que aquello que existe no es algo amorfo, o casual, o arbitrario, sino que presenta cierta estructura, cierta consistencia.

De esta manera, el hecho primario ‘tengo conciencia de algo’, se puede ampliar afirmando que ‘tengo conciencia de algo ordenado’. Y, si bien no sabemos muy bien que significa ese orden, conocido es el empeño humano por desentrañarlo, por hacer una Teoría del orden. Desentrañar ese orden será tarea de la Lógica. Y para hacerlo, se ha de contar necesariamente con un conjunto de significaciones, significaciones que parece que van más allá de las que pueda alcanzar el individuo desde sí mismo; porque, precisamente, a esas significaciones, todavía en un nivel primario, debemos que se pueda hablar de un algo ordenado. En opinión de Driesch, el tener conciencia de algo, y el tener conciencia de que ese algo posee cierta entidad, cierto orden, no es algo elaborado por las facultades humanas, sino que son datos primarios, que no pueden ser analizados o descompuestos en elementos más simples o previos. Estas intuiciones se dan primariamente, de modo análogo a que estas significaciones básicas no son construidas por nosotros, sino que, a este nivel primario, se descubren: «las veo como existiendo en el Algo, en el ‘objeto’».

Lo que pretende Driesch es desmarcarse de la postura psicologista, en virtud de la cual el orden es puesto por las facultades humanas, y aun de la criticista de corte kantiano, poniendo en duda la categoría del entendimiento puro. En su opinión, es razonable y legítimo asumir que el orden es debido a ese algo del que tenemos conciencia, y que no está puesto por la conciencia humana, ni por el sujeto trascendental. Ciertamente el orden, que es razonable pensar que se debe a ese algo del que tenemos conciencia, es intuido, es decir, también se da en nuestra conciencia, pero no aparece primariamente como algo puesto por nuestra actividad gnoseológica, sino que como algo perteneciente a la cosa que me está presente en la conciencia. Driesch lo explica así:

«La teoría del orden contempla, pues, en el objeto, o hablando más propiamente, yo como Lógico, veo en el objeto lo que hace de él un Algo ordenado. El objeto sigue siendo aquel algo que está dentro del marco primitivo: yo vivo algo (tengo conciencia de ello). Sólo dentro de ese marco le interesa el algo al Lógico; no busca más, no pregunta tampoco, por de pronto al menos, esto es, hasta que se ve obligado por el objeto mismo, sobre si el Algo existe ‘en sí’. Para él entra en cuestión el Algo solo como existiendo ‘para mí’, y esto en principio y deliberadamente».

El primer paso de Driesch ha supuesto la toma de consciencia de que algo me está presente a la conciencia, que ese algo que me está presente a la conciencia posee orden, y que ese orden que posee ese algo que me está presente a la conciencia es algo que le pertenece y no tanto puesto por el sujeto que conoce. ¿Puede la Filosofía en general superar ese solipsismo metódico de la teoría del orden de un modo críticamente legítimo, sin dar un salto dogmático?

6 de diciembre de 2022

Newton ya fue reacio a considerar el espacio vacío: la respuesta, la Voluntad de Schopenhauer

Una de las ideas con los que Newton nunca se sintió a gusto fue con la de que el espacio quedase como algo vacío, a pesar de que él no pudo sino llegar a dicha conclusión. Para él no tenía ningún sentido, y no se sentía satisfecho con ello. Si una de sus grandes aportaciones fue la Ley de la gravitación universal, según la cual deben pulular por dicho espacio las fuerzas gravitatorias, ¿cómo iban a poder ser efectivas, si no poseían ningún tipo de soporte material para ello? Si el espacio es nada, ¿cómo iba a poder transmitir las fuerzas de atracción gravitatorias?, ¿cómo se transmitirían las fuerzas? Y si es cierto que las fuerzas decrecen con la distancia, ¿por qué sucede esto si, en definitiva, entre los cuerpos no hay nada? ¿Qué tiene que ver que haya más nada o menos nada?

Éste fue un problema que le preocupó, tal y como explica F. Wilczek en El mundo como obra de arte. Dice Newton: «Que un cuerpo pueda actuar sobre otro a distancia a través del vacío sin la mediación de ninguna otra cosa, mediante la cual su acción y su fuerza pueda transmitirse de uno a otro, es para mí un absurdo tan grande que, según creo, ningún hombre que tenga la facultad de pensar con competencia en asuntos filosóficos podría jamás pensar en él». De hecho, buscó distintas alternativas y estableció diversas hipótesis, pero el caso es que, de todas ellas, ninguna pudo superar su propia Ley de la gravedad. ¿Cómo, entonces, se transmitían las fuerzas? Creo que es oportuno recordar que, de las cuatro fuerzas del modelo estándar, hoy en día la fuerza de la gravedad sigue siendo un gran misterio para la ciencia.

El caso, es que él no pudo dar solución a este problema. Muy a su pesar, no le quedaba más remedio que unirse a la mentalidad clásica que venía a decir, con Lucrecio, que donde no hay materia, no hay nada, sólo vacío. Entre los pensamientos de Newton, Wilczek extrae otro que aparece al final de sus Principia, que me parece muy significativo. Aunque es un poco largo, creo que vale la pena leerlo, ahora luego diré por qué:

«Y ahora podríamos añadir algo que concierne a cierto Espíritu de lo más sutil, que permea y se esconde en todos los cuerpos sólidos; por cuya fuerza y acción las partículas de los cuerpos se atraen unas a otras a corta distancia, y se cohesionan si son contiguas; y los cuerpos eléctricos operan a mayores distancias, ya sea repeliendo o atrayendo a los corpúsculos vecinos; y la luz se emite, se refleja, se refracta, se declina y calienta los cuerpos; y toda sensación se excita, y los miembros de los cuerpos animales se mueven por orden de la voluntad, es decir, por las vibraciones de este Espíritu, propagadas mutuamente a lo largo de los filamentos sólidos de los nervios, desde los órganos sensoriales externos hasta el cerebro, y del cerebro a los músculos. Pero estas son cosas que no pueden explicarse en pocas palabras, ni estamos equipados con los suficientes experimentos que se requieren para una determinación y una demostración precisa de las leyes por las que opera este Espíritu eléctrico y elástico».

El caso es que, a la postre, tras Newton se fue mostrando cómo la consideración del espacio vacío fue útil para poder conocer mejor los fenómenos eléctricos, magnéticos, viéndose que sus comportamientos eran análogos a los gravitatorios, así que los escrúpulos de Newton al respecto fueron rápidamente superados. Según parece, y como suele ocurrir no pocas veces, sus seguidores eran más newtonianos que el propio Newton.

Pero a donde yo quería llegar es al parecido que tiene esta idea con otro concepto conocido en la filosofía moderna: me refiero a la ‘Voluntad’ de Arthur Schopenhauer, en la cual distingue dos aspectos. En primera instancia, en su dimensión más primaria, la Voluntad es el fundamento de la realidad, y en este sentido la trasciende, pertenece a unas categorías ajenas a las del mundo, está fuera del espacio-tiempo, y del principio de razón: es metafísica. En segunda instancia, habla de la Voluntad ‘objetivada’, es decir, que toma cuerpo en la materia, encarnada podríamos decir, dando lugar al mundo tal y como lo conocemos, a la naturaleza. Desde su cosmovisión panteísta, no es que se trate de dos cosas distintas (la Voluntad como tal, y la Voluntad objetivada), sino de dos momentos, de dos aspectos de una única Voluntad: la no objetivada, y la objetivada.

¿Por qué digo todo esto? Si lo pensamos, esta Voluntad objetivada enlaza muy bien ―creo yo― con el planteamiento de Newton, ayudando a dar razón de todos estos fenómenos que nos describía, y que asociaba a un ‘Espíritu sutil, que permea y se esconde en todos los cuerpos sólidos’. Schopenhauer también era consciente de la pulsión, de la energía que vibraba por debajo de toda la naturaleza, sea animada o inanimada; la naturaleza era dinamicidad, fuerza, energía… y su origen no era otro que la Voluntad (objetivada, en segunda instancia, en sí misma, en primera).

29 de noviembre de 2022

Una naturaleza de orden bio-hermenéutico

Concluíamos este post anunciando la antropología de carácter bio-hermenéutico que nos explicaba el profesor Conill, tal y como nos explica en su libro Intimidad corporal y persona humana, mediante la cual trata de dar salida a las inquietudes contemporáneas sobre este tema. Es consciente de que el concepto de ‘naturaleza humana’ se ha tornado problemático en el contexto contemporáneo; quizá sea ―siguiendo a Gadamer― porque la ‘naturaleza’ del ser humano rebase su propia condición de ‘natural’. Idea que secunda a la polémica afirmación de Ortega y Gasset en su Historia como sistema (malinterpretada con frecuencia cuando es extraída de su contexto) de que el hombre no tiene naturaleza, sino historia. Con todo ello no se quiere poner de manifiesto sino el hecho de que lo específicamente humano de la persona no es sino sobrevolar las propias condiciones biológicas y orgánicas con que le ha dotado la naturaleza.

Ante la insuficiencia de las propuestas clásicas, consideradas como dogmáticas, no han faltado propuestas contemporáneas, también desde la neurociencia. La ciencia, por su propia metodología, trata de atender a los procesos tras el hallazgo de su explicación causal. Lo mismo la neurociencia, cuyo objeto de estudio es básicamente nuestro sistema nervioso, el cerebro en especial. Mediante el estudio de nuestros procesos nerviosos, parece que ya no hace falta pensar más en lo que sea el ser humano, ya que desde estos resultados se nos puede ofrecer una imagen fiel de lo que somos, una imagen objetivamente fiel.

Lo que hay que plantearse es si desde estos parámetros se puede dar debida razón de nuestra especificidad; si nuestro carácter en tanto que humanos cabe en una concepción metafísica clásica, antropológica moderna, o neurocientífica contemporánea. La respuesta del profesor Conill es negativa, ya que «esta actitud supone un regreso a posiciones filosóficamente anacrónicas, por cuanto implica una deshermeneutización de nuestra autocomprensión de la realidad humana», apelando a la necesidad de la transformación hermenéutica de la filosofía (según el famoso libro de Apel). Ya no sólo es que desde las incursiones cientificistas a la filosofía se empleen de un modo poco riguroso conceptos con una larga tradición filosófica, o incluso anacrónico, sino que no desde algunas filosóficas no se acaban de hacer eco del marco hermenéutico que impera ya en buena medida (dentro del cual, con las debidas distancias, podríamos incluir incluso los ‘juegos del lenguaje’ wittgenstenianos).

El error principal de las primeras opciones (tanto metafísicas como naturalistas) es la ‘objetivación’ de lo humano, siendo problemática la respuesta que se pueda dar a nuestra experiencia ‘subjetiva’, a la experiencia de la intimidad. Como dice Habermas, se produce en el sujeto un desdoblamiento entre dos aspectos: el del ‘observador-explicador’, y el del ‘participante-autor’; y lo común ha sido que este segundo aspecto haya pasado desapercibido. No es que desde otras tradiciones no se hicieran eco de nuestra intimidad, aunque seguramente lo hicieron desde la dualidad sujeto-objeto, y no desde la experiencia hermenéutica de la intimidad.

Así las cosas, muy bien puede ofrecer este camino un buen acceso para repensar aquello en que consista ser persona. Tal es la opción del profesor Conill: «de ahí que, a mi juicio, el único modo de retornar a la naturaleza humana sea por una vía hermenéutica que sea capaz de articular las diversas perspectivas que ofrece la experiencia humana, superando así los regresos naturalista y tecnocrático, que está siendo los caminos de la objetivación instrumental contemporánea (…)».

No se puede pensar el ser personal de modo ajeno al mundo de la vida, en el que se sitúa y que contribuye a abrir; un mundo de la vida que, para ser comprendido en toda su profundidad, es preciso atenderlo ―a mi modo de ver― en clave hermenéutica. Es esta base experiencial la que nos proporciona un horizonte de sentido partiendo de las innumerables vivencias que lo conforman, y sobre la cual se ‘montará’ la ciencia, además del resto de disciplinas humanas (como el arte, la filosofía, o la religión). Desde este perspectivismo hermenéutico se puede evitar cualquier interpretación dogmática, unilateral, sin caer necesariamente en un relativismo. Con esto tiene que ver la otra dimensión que estábamos comentando, la biológica, la relacionada con nuestra supervivencia, con nuestra vida: porque no hay duda de que una experiencia primaria es la de nuestro cuerpo, la de nuestra dimensión fisiológica y orgánica sin la cual no podríamos sencillamente vivir, y que nos ayuda a ‘tener los pies en el suelo’.

¿Es suficiente la ciencia (biología, neurociencia) para dar razón de nuestra dimensión corpórea, orgánica? Para responder a esta cuestión debemos hacernos eco, no sólo de aquellas disposiciones naturales que nos especifican del resto de especies vivas en tanto que humanos, sino, sobre todo, de cómo nosotros formamos parte de la naturaleza, del mundo. El hombre no sólo existe, sino que ‘existe para sí mismo’, determinando su propio ser. Esto es lo que se quiere decir cuando se afirma que el ser humano no es sólo biología, sino también biografía, conciliándose ambas dimensiones en un todo unitario que no es sino nuestro ser personal: ni somos sólo biología, ni somos sólo biografía.

En nuestra dimensión biológica, no hace falta destacar y agradecer los grandes pasos que se han dado durante el siglo XX sobre todo en la genética contemporánea, partiendo de los primeros estudios iniciáticos de Gregor Mendel. Una ciencia, tanto a nivel fisiológico como neural, a la que todavía le queda mucho por andar, pero que está ofreciendo inestimables aportaciones para conocernos y comprendernos mejor en los fenómenos de conciencia, de percepción, afectivos, etc. Ante ello caben dos posturas: bien la de aquellos neurocientíficos que se erigen en nuevos filósofos, bien la de aquellos neurocientíficos que colaboran con los filósofos. Los primeros suelen considerar que la experiencia subjetiva, en la que se sitúan categorías tales como libertad, inteligencia, etc., son explicables mediante el conocimiento neural; los segundos tratan de hacerse eco de este problema, al cual no ven tan fácil solución; en su opinión no es tan sencillo afirmar cómo, desde una experiencia en ‘tercera persona’ que es como los científicos tratan a la naturaleza para poder conocerla (dualidad sujeto-objeto) se puede dar razón última de las experiencias en ‘primera persona’, tratando de establecer puentes entre ambos ámbitos.

22 de noviembre de 2022

Del salto cuántico a las mutaciones

Veíamos aquí cómo, desde el punto de vista molecular, el hecho de que la energía se transmitiera a golpes tenía sus ventajas, ya que ello propiciaba la estabilidad de la molécula ante ciertas variaciones energéticas pequeñas, siendo necesaria que éstas superen un determinado umbral para provocar un cambio en su estructura; en el ámbito que nos ocupa, moléculas orgánicas, ese cambio estructural se traduciría en una mutación. El hecho de que las mutaciones, o cambios estructurales moleculares, se hagan a golpes, va a ser fundamental para la vida.

Este suministro de energía a las moléculas biológicas se realiza sobre todo mediante el calor: es necesario ‘calentar’ la molécula para sacarla de su estado estable y llevarle a otro. Los efectos de la energía calorífica son un poco irregulares; es decir, no es estrictamente cierto que, a una temperatura exacta, siempre la misma, se produzca el salto; sólo se puede estimar ese salto probabilísticamente. Con otras palabras: cuando se ‘baña térmicamente’ a moléculas similares, no todas saltan exactamente igual, sino que cada una lo hace cuando lo hace, siendo imposible prever cuándo ‘esta molécula en concreto’ va a saltar. Lo que sí se puede hacer, como se hace en casos similares a éste, es hablar de valores medios; en nuestro caso, la variable que se emplea es el tiempo de expectación, es decir, «el tiempo medio que hay que esperar hasta que se produzca la elevación».

Unos pocos datos técnicos. Polanyi y Wigner investigaron a fondo este tiempo de expectación (t), y averiguaron que dependía de dos variables energéticas, a saber: la primera relacionada con la cantidad de energía a suministrar para propiciar el salto (W), y la segunda con la intensidad del movimiento térmico propio, el cual depende de la temperatura en que se encuentre la molécula previamente (si la temperatura es T, este valor se define como kT, siendo k la constante de Boltzmann). Decíamos que el tiempo de expectación dependía de estas dos variables, de W y de kT. Es fácil pensar que, cuanto mayor sea W, cuanta más energía haya que suministrar, mayor será dicho tiempo; y que cuanto mayor sea kT, más ‘agitadas’ estarán las partículas, por lo que dicho tiempo será menor. Por lo tanto, el tiempo de expectación será proporcional a W/kT. Se ha comprobado que para W/kT = 30, el tiempo de expectación es de una décima de segundo; para un valor de 50 aumentaría hasta casi un año y medio; y para un valor de 60 hasta nada menos que treinta mil años.

Se observa claramente una escala logarítmica, según la cual se puede expresar así al tiempo de expectación: t=τe^(W⁄kT), siendo τ una constante muy pequeña, del orden de 10⁻¹³ – 10⁻¹⁴ segundos. Esta ecuación tiene una importancia fundamental, pues viene a indicarnos la probabilidad de que una determinada molécula cambie de estado ante una incidencia accidental de energía; probabilidad que ―como decía― depende del cociente W/kT, aumentando exponencialmente conforme crece linealmente este cociente, lo que tiene una relevancia en el mundo de la vida fundamental.

Pues aquí está el meollo. Cuanto menos agitada esté una molécula orgánica, y más energía haya que aplicarle para que dé el salto, más estable será, y menos facilidad tendrá para mutar; y viceversa: cuanto más agitada esté, y menos energía haya que suministrar, más inestable será y más fácil será que mute. Por lo general estas mutaciones no son sino modificaciones en el seno de la molécula; más que cambiar sus componentes, se suelen reconfigurar atendiendo a órdenes distintos, algunos más relevantes que otros. Es fácil pensar que las moléculas orgánicas tienen una estabilidad suficiente que les posibilite existir con cierta garantía, siendo preciso algún fenómeno anómalo para que la mutación se dé. En caso contrario, no existirían moléculas lo suficientemente estables para posibilitar la existencia de especies o de individuos, o de la misma vida.

15 de noviembre de 2022

El encanto de lo hondo: la tercera vía en la génesis del lenguaje

La idea nuclear en la que se apoya Merleau-Ponty es que, como vimos, el pensamiento no es una representación; un pensamiento, o un discurso, no lo es de algo previo ya definido, que en un momento dado lo expresamos bien mental bien oralmente, sino que es algo en construcción durante su pensarse o su decirse. Por eso afirma: «el orador no piensa antes de hablar, ni siquiera mientras habla; su discurso es su pensamiento». Algo análogo ocurre en el que escucha o en el que lee: que el pensamiento que surge en su interior no es algo distinto a la comprensión de las palabras que va escuchando o leyendo. Evidentemente que luego podrá reflexionar lo que estime oportuno sobre lo escuchado, pero eso será una vez se haya roto el encanto de la lectura o de la escucha. Mientras dura el encanto, la comprensión sucede sin un solo pensamiento explícito, el sentido está presente en todo momento.

Conforme vamos armando un discurso, escogemos los vocablos no como productos en un escaparate, sino que afloran según lo que se necesita expresar, con la confianza de que se sabe que están allí, del mismo modo que sabemos que hay ciertas cosas de la casa a nuestras espaldas aun cuando no las estamos viendo. Los vocablos disponen un campo de expresión que necesita concretarse en un nexo de sentido determinado, el cual irá precipitándose conforme a su cristalización, del mismo modo que no nos representamos explícitamente los movimientos de nuestros brazos y manos para tocarnos la pierna, sino que, sencillamente, lo hacemos.

La palabra no es el ‘signo’ del pensamiento (como el humo lo es del fuego); tampoco es su envoltura, su revestimiento. Los términos están envueltos entre sí, son como distintas dimensiones de una única realidad: se puede decir que el vocablo es la encarnación (lingüística) del pensamiento en su expresión. Los significados de las palabras no se deben situar ‘horizontalmente’ según su definición de diccionario, sino sobre todo ‘ortogonalmente’ entroncándose con la vivencia originaria del sujeto hablante. Por este motivo «la operación de expresión, cuando está bien lograda, (…) hace existir la significación como una cosa en el mismo corazón del texto, la hace vivir en un organismo de vocablos, la instala en el escritor o en el lector como un nuevo órgano de los sentidos, abre un nuevo campo o una nueva dimensión de nuestra experiencia».

Esta experiencia es fácilmente reconocible en el arte, sobre todo en la música: los distintos sonidos no son ‘algo otro’ a la melodía, sino que son la melodía misma en su ejecución, la cual se nos hace presente mediante ellos. En eso consiste lo estético del arte, en establecer esa coincidencia entre lo que se quiere decir y su decirse, transponiendo los signos empleados de su significado acostumbrado hacia otros nuevos, porque pasan a pertenecer a otro mundo. Lo mismo ocurre en el uso de la palabra, y no sólo en la poesía, sino en todo discurso que se precie de serlo.

¿Cómo se da un pensamiento nuevo? ¿Cómo es su génesis? No se trata de un pensamiento puro el cual, una vez ya configurado, lo expresamos mediante palabras, sino que es un proceso creador que no se sabe muy bien cómo va a discurrir, sino que se va averiguando conforme se va construyendo. «La intención significativa nueva no se conoce a sí misma más que recubriéndose de significaciones ya disponibles, resultado de actos de expresión anteriores. Las significaciones disponibles se entrelazan a menudo según una ley desconocida, y de una vez por todas comienza a existir un nuevo ser cultural», de modo análogo a como nuestro cuerpo se presta a emprender un gesto nuevo, o nuestra conducta a una acción novedosa.

Cuando un pensamiento nuevo me es suscitado al escuchar un discurso, ello ocurre apoyándome en vocablos cuyos significados ya conozco. Pero este pensamiento no es construido mediante una combinación diferente de dichos vocablos, de modo que conseguiría así la ‘representación original’ que me ha transmitido el que habla; con lo que me hago es con un estilo de ser del hablante, con el mundo tal y como él lo enfoca, en este caso mediante sus palabras. El discurso del hablante no colma todo lo que quiere decir, así como su escucha por parte del interlocutor tampoco lo alcanza en su totalidad; el discurso apunta a un mensaje más amplio y profundo, cuyas palabras no son sino la punta del iceberg, anhelantes de ser completadas por el marco lingüístico referido a su comprensión del mundo. «Así como la intención significativa que ha puesto en movimiento la palabra del otro no es un pensamiento explícito, sino cierto hueco que quiere colmarse, igualmente la prosecución por mi parte de esta intención no es una operación de mi pensamiento, sino una modulación sincrónica de mi propia existencia, una transformación de mi ser». La comunicación no es algo meramente intelectual, sino que lo intelectual deja traslucir una honda intención que podría ser dicha seguramente con otras combinaciones de vocablos; por eso es tan importante no quedarse en el mero discurso, sino ser capaz de trascenderlo para acceder a ese vasto mundo hacia el que él apunta.

8 de noviembre de 2022

Los complejos comienzos del cálculo de sistemas complejos

Se podría pensar que la teoría del caos pretende introducir el azar en la física de los cuerpos cotidianos, en la física macroscópica. Pero no debemos dejarnos llevar a engaño: en realidad, los procesos caóticos no son tan caóticos, o no son tan azarosos, sino que más bien su carácter es determinista. ¿Por qué, pues, su carácter caótico? Pues porque es tal su complejidad que, en la práctica, no somos capaces de poder conocerlos a la perfección, y de ahí su impredecibilidad. Por la misma causa, por su complejidad, provoca que pequeñas variaciones iniciales pueden dar lugar a resultados muy dispares. Tampoco podemos olvidar que en muchas ocasiones —a decir verdad, casi siempre— la realidad es más compleja de lo que pensamos, y la capacidad de predicción de la ciencia parece diluirse poco a poco. Sabemos cómo cae del árbol la famosa manzana de Newton; pero ¿podemos adivinar la trayectoria de una hoja que se desprende de ese mismo árbol empujada por una ligera brisa? En este caso, diminutas variaciones tienen importantes repercusiones en el resultado final y dificultan enormemente las predicciones. Si lo pensamos, como la vida misma: con frecuencias, pequeños sucesos sin aparente importancia pueden cambiar por completo nuestras vidas, e incluso el curso de la historia.

La teoría del caos nace con la vocación de detectar ciertas pautas y orden donde antes sólo veíamos azar e irregularidad. Si nos remontamos unas pocas décadas atrás, todavía prevalecía el espíritu de la nuova scienza, paradigmáticamente representado por el gran Newton. Según este espíritu, se tenía la convicción de que, aplicando las leyes y modelos correspondientes, se podría describir cualquier fenómeno natural, siempre que se tuviera la suficiente información: sólo era cuestión de tiempo y de operar. Por complicado que fuera el problema, siempre se podía conseguir un sistema de ecuaciones lo suficientemente fiable que reflejara la influencia de todas las variables que aparecieran en él. No hay que decir que la invención de los ordenadores a mitad del siglo XX supuso un gran impulso en este sentido, ya que agilizó y amplificó exponencialmente la capacidad de cálculo.

Impulsados por la inestimable ayuda de los ordenadores, y por el devenir propio de la ciencia, se fueron encarando problemas cada vez más complicados, los cuales se trataron también de expresar mediante las ecuaciones correspondientes. Ello ocurrió también con el fenómeno del tiempo meteorológico, aunque presentó una gran resistencia. No obstante, su afrontamiento dio pie a una circunstancia providencial como suele ocurrir (y que he conocido gracias a este post).

Lorenz (de quien ya hablé aquí) fue el primer meteorólogo que trató de formalizar matemáticamente el tiempo, lo que le llevó a un descubrimiento imprevisto. Según parece, trabajando sobre el modelo matemático que empleaba, repitió unos cálculos que ya había realizado, aunque en este segundo caso lo hizo redondeando las cifras a un número menor de decimales. Cuál fue su sorpresa cuando los resultados del programa fueron muy diferentes a los que había obtenido introduciendo los datos con más cifras. Lo acostumbrado era que los resultados matemáticos confluyeran a pesar de que los datos de entrada variaran un poco. Pero la experiencia de Lorenz iba en un sentido totalmente opuesto: una pequeña variación en los datos de entrada provocaba amplias diferencias en los resultados. De un modo totalmente casual, Lorenz había ideado un modelo matemático capaz de reproducir el conocido efecto mariposa, lo que a la postre se convirtió en el primer modelo capaz de representar de alguna manera un sistema complejo. Como es fácil pensar, este modelo se fue perfeccionando con el tiempo, lo que ha contribuido a afinar los partes meteorológicos, ofreciendo cada vez pronósticos más fiables (¡aunque aún sigue habiendo predicciones desafinadas!).

1 de noviembre de 2022

Ámbitos de la realidad

Tal y como hemos estado viendo en una buena serie de posts, se puede hablar de realidad —a mi modo de ver— en términos más amplios que los de materia; podríamos distinguir aquella realidad que de alguna manera nos es dada (está ahí y nosotros nos damos cuenta de ella en virtud de nuestra sensibilidad), de aquella otra en la que de alguna manera intervenimos nosotros en su existencia (creaciones literarias, postulaciones matemáticas, teorías científicas…). La primera sería la realidad física, material, la del universo y la de la naturaleza, la de los átomos y la de los genes, la de la piedra y la de nuestro coche… La otra, la de la conceptuación, la del arte, la de las relaciones humanas, la del sentido…

Para las posturas más naturalistas, este segundo ámbito de realidades es más que discutible. Por lo general se les niega su existencia interpretándolo según su correlato fisiológico humano. El asunto pasa por si dicho correlato es suficiente para dar razón de dicho ámbito y, si no lo es, si es cuestión de tiempo que lo pueda hacer o si es tarea imposible, aunque se disponga de todo el tiempo del mundo, por tratarse de fenómenos cualitativamente diversos. En cuyo caso es tarea harto interesante intentar comprender su origen o su génesis, y cómo afecta a nuestras vidas. Que las realidades pertenecientes a este segundo ámbito tengan un correlato material, o cierto sustrato fisiológico, creo que es más que razonable aceptar. La cuestión es si dicho correlato material o fisiológico es suficiente para dar explicación de dicha realidad. Por ejemplo, un pensamiento posee sin duda un correlato neural a base de sinapsis, etc.; pero ¿es suficiente apelar a esa combinación de sinapsis y neuronas para ‘atrapar’ todo lo que es un pensamiento?

Esta es la cuestión que se abre, y en la que pueden entrar a dialogar científicos y filósofos (a mi juicio), porque si para unos la existencia de estas realidades no tiene sentido plantearla, para otros explicarlas a partir de su sustrato fisiológico y material no es suficiente.

Pues bien, a la luz de estas consideraciones (y otras tantas que se pudieran añadir), se comprueba que la búsqueda de la estructura de lo real es un topos en el que pueden confluir la actividad científica y la filosófica, de modo que si se va por una vía adecuada el saber científico podrá leerse a la luz de las estructuras meta-físicas o trans-físicas; y viceversa, los argumentos filosóficos pueden apoyarse sin duda en los avances científicos para adquirir mayor rigor y profundidad. Y ello porque en definitiva ambos saberes (y cualquier otro) se apoyan en un mismo fundamento: la verdad real (en sentido zubiriano).

Con ello no se quiere decir que haya un solapamiento de objetos de estudio. Los problemas filosóficos no son los problemas científicos, ni los problemas científicos son problemas filosóficos; y no sería correcto confundirlos, a pesar de la cercanía, identidad en ocasiones, de sus objetos de estudio. Muy bien se puede atender a un mismo objeto de conocimiento, pero desde flancos distintos, lo cual puede redundar en un mejor conocimiento en todos los sentidos. Lejos de un enfrentamiento, se debe tender —a mi modo de ver, frecuentes muestras hay de ello— a una colaboración, a una complementariedad. Lo cierto es que esa realidad que queremos conocer, en la que también estamos incluidos nosotros mismos, así como las posibilidades que tenemos de relacionarnos con ella y de conocerla, es tan compleja, que seguramente cualquier disciplina de conocimiento no llegue por sí misma a agotarla. A menudo tenemos la experiencia de que el lenguaje (ya sea el habitual o el científico) no llega a describirla en toda su profundidad, ya no tanto porque no se ha llegado a tal riqueza y profundidad, sino porque hay ámbitos de lo real que no caben en un esquema conceptual o lógico-matemático; parece que en estas ocasiones hay que forzar los lenguajes, estirarlos, hacer que den de sí más de lo que podrían razonablemente, llevarlos al límite para poder expresar lo inexpresable. A su vez, tampoco tendría sentido subestimar la importancia del conocimiento conceptual o lógico-matemático en nuestras vidas. Toda colaboración es poca.

En fin, se pueden abrir así varios ámbitos: el de la realidad física y el de la realidad no física (números matemáticos, personajes de ficción, teorías científicas, proyectos de sentido), la de la realidad en tanto que perteneciente a la vida humana y la realidad metafísicamente considerada (si esto es posible). Todo lo cual requiere una aproximación crítica para no dar pasos en falso, y para no cerrar posibilidades a causa de prejuicios infundados.

25 de octubre de 2022

La dialéctica hegeliana todavía no es una experiencia hermenéutica (pero se acerca)

Estamos acostumbrados a que en nuestras vidas haya novedades. Y, si las hay, si en nuestras vidas ha lugar para algo novedoso, es porque surge de lo acostumbrado, de lo rutinario. ¿Qué tiene de particular eso novedoso? Pues la novedad que emerge de la rutina nos ofrece una noticia de nuestro entorno diversa a la que teníamos por costumbre; por lo general, nos ayuda a corregir o a ampliar nuestro conocimiento, yendo más allá de lo que sabíamos o creíamos saber. Este diálogo con las cosas que nos ayudan a aumentar el conocimiento en contraste con lo sabido es el fundamento de la dialéctica, instituida como sabemos por Hegel. La novedad nos obliga a reconfigurar nuestro marco mental, a ampliarlo y a rearmarlo, creciendo tanto en conocimiento como en nuestra capacidad de conocer.

Hegel ―tal y como Heidegger y Gadamer se hicieron eco― no pensó la experiencia desde la dialéctica, lo que supondría imponer a la experiencia ya un marco pensado desde la razón, sino al revés, pensó la dialéctica desde la experiencia, posibilitando así la dialéctica como tal. Como explica el profesor Conill, para Hegel «la experiencia tiene la estructura de una inversión de la conciencia y precisamente por eso tiene carácter dialéctico». Es por esto que, para Gadamer, la experiencia posee un valor en su negatividad, en su oposición, que es lo que le dota de productividad.

Con ello se introduce en el fenómeno del conocimiento un aspecto que hizo fortuna durante el siglo XX: me refiero al aspecto de la historicidad. Estrictamente hablando, nunca tenemos dos veces la misma experiencia; es imposible, aun en el caso de los experimentos científicos. Toda experiencia deja un bagaje en el sujeto, nos cambia, y nunca somos los mismos ‘antes de’ que ‘después de’, por leve que sea. Y cuando hemos tenido una experiencia, lo novedoso pasa a convertirse en algo conocido, su carácter de novedad se reduce; ahora se puede prever. «El que experimenta se hace consciente de su experiencia, se ha vuelto un experto: ha ganado un nuevo horizonte (…)», dentro del cual deberá ocurrir algo distinto para poder tener una nueva experiencia. El mismo suceso ya no generará una novedad, sino que comenzará a formar parte de lo acostumbrado; toda novedad deberá ser ahora algo diferente.

Albert Gyorgy: "Melancholy"
Y es así como se van abriendo nuevos horizontes, y como la conciencia se va forjando a sí misma. Este aspecto es fundamental, y en relación a él destaca Gadamer un punto en el que Hegel resulta un testigo importante, a saber: «en la Fenomenología del Espíritu Hegel ha mostrado cómo hace sus experiencias la conciencia que quiere adquirir certeza de sí misma». La conciencia se va forjando según aquellas experiencias que vive, de modo que lo en sí de la realidad se encuentra íntimamente ligado a la conciencia que experimenta: «el en-sí del objeto es en-sí ‘para nosotros’». Es preciso que la conciencia esté en ello que trata de conocer, porque sólo se sabe a sí misma conociendo el en-sí de las cosas; y conociendo el en-sí de las cosas no sólo se sabe a sí misma, sino que se va configurando. De esta manera, mi conocimiento de mí mismo va parejo a mi conocimiento de la realidad, pues aquello que yo sea influye en aquello que conozco, y aquello que conozco influye en aquello que yo sea. La construcción de la conciencia se da simultáneamente al conocimiento del mundo, tiene que ver con ese proceso según el cual cada individuo se va forjando en diálogo con su entorno. Y esto acontece en todos los organismos. No se trata de pensar que un organismo crece y se desarrolla, y posteriormente se relaciona con su entorno, sino de que dicho proceso de crecimiento y desarrollo no puede darse sino en diálogo con su entorno, el cual si bien no lo determina sí que lo condiciona. Así también con nosotros: somos como nuestro mundo, nuestro mundo es como somos. Por este motivo, en Hegel, el saberse a sí mismo de la conciencia, llevado a su máximo infinito, le llevará a un saber de la Naturaleza; y viceversa. Es el final del despliegue del Espíritu Absoluto, que vuelve a encontrarse a sí mismo. Si este encuentro entre conciencia y realidad es posible es porque, en definitiva, no son dos elementos extraños, sino que ya en su origen se encontraban unificados, y fue tan sólo en el desarrollo dialéctico que se separaron para volverse a encontrar al final. Es la identidad entre conciencia y objeto, entre razón y realidad.

Sin embargo, tal planteamiento, a pesar de incluir la historicidad, y a pesar de incluir esta novedad dialéctica desde lo experiencial, todavía permanecía ajeno a la experiencia hermenéutica que defiende Gadamer, en tanto que participaba de una cierta teleología: la establecida por el devenir del Espíritu Absoluto; a juicio de Gadamer, «la esencia de la experiencia es pensada aquí desde el principio desde algo en lo que la experiencia está ya superada». La experiencia en Hegel remite a su superación hacia el Absoluto, por lo que no hace justicia a una conciencia hermenéutica.

18 de octubre de 2022

El porqué del concepto de intuición en Gödel

El hecho de que Gödel tuviera razón, y las intenciones logicistas del viejo Frege y compañía no pudieran llevarse a cabo, implica la existencia de una diferencia radical entre matemática y lógica, la cual pone de manifiesto que tratar de subsumir lo matemático en lo formal no es sino un reduccionismo insostenible. Esta situación nos lleva a indicar la existencia de dos materias distintas (aunque no desconectadas): la lógica y la matemática; es decir: ha aparecido un abismo donde Frege sólo veía una diferencia de nivel. El asunto pasa por determinar dónde situar esa diferencia radical, aunque algo hemos visto ya de eso.

Si lo pensamos bien, si un sistema real, sea el que sea, pudiese ser formalizado perfectamente, en el fondo ambos sistemas, el real y el formal, tratarían de lo mismo, serían dos sistemas isomorfos, de modo que todo lo que hubiera en uno estaría también en el otro, y viceversa. Pero ya sabemos que no es el caso. A lo más que puede llegarse es a cierta correspondencia estructural entre ambos, en el sentido de que ciertas proposiciones del sistema lógico pueden ser traducidas en proposiciones verdaderas en el real, y viceversa; pero no totalmente. ¿Qué ventajas aporta, pues, el programa logicista, a sabiendas de que nunca podrá agotar el sistema real? Básicamente que permite un cálculo más fácil, y con mayor rigor, posibilitando una aplicación en la ciencia. Pero insisto: esta formalización, que puede ser positiva, no es absoluta, dada la limitación intrínseca a todo formalismo, tal y como Poincaré ya vaticinó y Gödel demostró.

Este ‘algo más’ que hay en la matemática es precisamente lo que impide su formalización completa, porque ‘no cabe’ en el molde logicista, y es lo que tiene que ver con aquello de la ‘solidez’ de la matemática. Vimos en este post cómo a Gödel cabía calificarlo como un autor realista, aunque hacerlo en sentido platónico era problemático; y que, para comprender su postura, era interesante aproximarnos al pensamiento que Zubiri expresa en su Inteligencia y logos.

Pues bien, el concepto gödeliano que podemos emplear para la aproximación entre ambos autores puede ser el de intuición, con el cual trata de poner de manifiesto un algo más que posee el hacer matemático frente al marco de cálculo establecido por la lógica. Entender esta diferencia entre lógica y matemática puede sernos muy útil para comprender su postura.

Recordemos que lo que Gödel probó fue, en palabras que Jesús Mosterín escribió en el prólogo a la primera edición de sus obras completas que él editó, lo siguiente: «En 1931 probó que todo sistema formal que contenga un poco de aritmética es necesariamente incompleto y que es imposible probar su consistencia con sus propios medios». Esto implica ―a mi modo de ver― una idea muy importante, como es que lo lógico y lo matemático no son reducibles entre sí; o bueno, que la matemática no es reducible a la lógica, que ha sido la tendencia más acentuada durante las primeras décadas del siglo pasado. Que esto es así es lo que probó Gödel, lo que supuso, evidentemente, una buena estocada al logicismo: la lógica no es absoluta, no es completa. Y, si esto es así, si la matemática no puede ser reducida a la lógica, ello quiere decir que la matemática posee un ‘algo’ (habrá que ver qué es ese ‘algo’) que no es lógico, que no pertenece a la esfera de la lógica; y ello implica que en la matemática hay cabida para ‘algo’ de una naturaleza no lógica. Este ‘algo’ es lo que Gödel trata de establecer mediante el concepto de intuición, concepto que adquirirá matices diferentes a los de otros autores que también siguen esta línea de pensamiento como, por ejemplo, Poincaré que lo enfoca más desde el momento creativo intrínseco al hacer matemático (espero que esto lo podamos ver en su momento).

11 de octubre de 2022

El fracaso del poder: los fascinadores

Cuenta Eibl-Eibesfeldt que uno de los rasgos que caracteriza a la vida en todos los niveles es la competencia: las plantas compiten por el sol y por los nutrientes de la tierra, los organismos y los animales por su alimentación, supervivencia y reproducción, siempre en el seno de un entorno de recursos limitados. En su opinión, en tanto que etólogo, el hombre no es una excepción a ello. En nuestro caso, sobre todo, la competencia va unida indefectiblemente a la consecución de algún tipo de poder, estableciendo dos modos básicos para adquirirlo (y ejercerlo): por la violencia y por el prestigio.

El primero, como es fácil pensar, suele darse en sociedades en cuyas relaciones está presente algún tipo de violencia, mediante la cual se somete al otro atemorizándolo o amenazándolo. Aunque parece más propio de sociedades antiguas, no pocos son los ejemplos recientes. Más propio de sociedades democráticas puede ser el segundo, un poder adquirido por el asentimiento, por un reconocimiento de ciertas características que elevan a posiciones de prestigio a la persona en cuestión, bien como resultado de las relaciones establecidas bien como resultado de un proceso electivo.

Sin embargo —como decía— en las sociedades actuales ‘democráticas’ es frecuente ver que ambos tipos de poder se entremezclan. Las sociedades anónimas en las que vivimos no favorecen precisamente las relaciones de confianza, y la tendencia que tenemos de alcanzar posiciones estables que nos den seguridad se apoya fundamentalmente en conductas de carácter competitivo y agresivo.

Muchos son los casos en los que tanto empleando violencia explícita como mediante amenazas sutiles, tratamos de lograr y mantener nuestro sitio en la sociedad, o dar pábulo a nuestras aspiraciones. Por el contrario, en grupos sociales más reducidos, se posibilitan relaciones de confianza ya que todos conocen a todos; surgen relaciones de aprecio o de desprecio fruto del contacto real, dirigiéndose nuestros afectos hacia aquellas personas que destacan por cualidades positivas, tanto a nivel personal como profesional, y que contribuyen positivamente a la cohesión y al éxito del grupo. De alguna manera, a estas personas se les va concediendo poco a poco un poder, un poder que no es el resultado de la violencia para alcanzarlo sino del prestigio que se ha ganado con su comportamiento. Las personas van adquiriendo el prestigio poco a poco, y no tanto como un objetivo en sí mismo, sino por su actitud original ante la vida y ante los demás. Este aumento de prestigio se percibe en la atención que van despertando a su alrededor gracias a su carácter prosocial. Mientras el desconocimiento suele generar actitudes desconfianzas y agresivas, el trato cercano genera confianza y amables.

También es cierto que el interesado puede conseguir fraudulentamente este prestigio, aunque estos ‘fascinadores’ (como dice Eibl-Eibesfeldt) a la larga tienen pocas posibilidades. Los fascinadores tratan de generar esta confianza torticeramente, aprovechándose de la necesidad de líderes y de ídolos que tienen tantas personas que precisan encontrar un amparo a causa de su inseguridad radical. En el fondo, los fascinadores que anhelan el poder como prestigio pertenecen de algún modo al primer grupo pues, a causa de su falsa estrategia, intercambian los propósitos, generando inevitablemente violencia e inestabilidad. Son violentos, pero revestidos de un pseudo-prestigio. Escudándose en una búsqueda de valores y defensa del grupo, en la práctica se apuntalan en los puestos de poder, imponiendo al poco tiempo un modo de ver las cosas que ya no responde al beneficio de sus conciudadanos, sino a su interés personal. Los resortes internos que verdaderamente los mueven, hace que a estos fascinadores se les nuble la vista realizando promesas utópicas que en ningún caso están en condiciones de cumplir, ni siquiera de planteárselo. Como dice fantásticamente Stefan Zweig en su Castellio contra Calvino estos fascinadores, fatalmente, «se revelan casi siempre como los peores traidores al espíritu, pues el poder desemboca en la omnipotencia, y la victoria, en el abuso de la misma». Los fascinadores caen con facilidad en la tentación de transformar la mayoría en totalidad (Ricoeur), desestimando la riqueza de lo plural, estigmatizando opiniones que difieren del discurso oficial, incluso convirtiéndolas en delito. Cada vez en mayor medida provocan intromisiones y vejaciones sistemáticas de la intimidad, tejiendo una red cada vez más densa de prohibiciones y penalizaciones sobre cualquier conducta divergente, generando una sensación de culpabilidad que deviene en un estado de miedo permanente. Como muy agudamente insiste Zweig, «precisamente aquellos que no tienen ningún miramiento a la hora de forzar la opinión de los otros son los más sensibles ante cualquier oposición hacia su propia persona». Hay que desconfiar de todas las respuestas obligatorias, sean de una autoridad religiosa anacrónica o de un nuevo mesías político, que dicen lo que hay que pensar y opinar.

4 de octubre de 2022

Pensando lo cuántico (para la vida)

Como comentábamos en este post, Schrödinger nos explica que era preciso que tanto la mecánica cuántica como la teoría del mecanismo genético de la herencia maduraran antes de poder estudiar su posible contacto. Quizá el punto de inflexión se diera con la teoría de Heitler-London (de 1926-27), la cual estudiaba el enlace químico de las partículas en sus principios más generales (orbitales, electrones desapareados, etc.), asumiendo los conceptos propios de la mecánica cuántica. El conocimiento cuántico de la materia estaba ya lo suficientemente consolidado como para poder aplicarlo, en este caso, al comportamiento de la materia viva. Es lo que Schrödinger trató de hacer pensando el fenómeno de las mutaciones.

La gran revelación de la teoría cuántica fue poner de manifiesto cómo, a fenómenos que se mostraban continuos a la observación, les subyacían estados discretos; y ello en un contexto (energetista) en el que todo aquello que no fuera ‘continuidad’ era visto poco menos que absurdo. Aunque los experimentos propiciaron que lo cuántico se fuera imponiendo por la fuerza de los hechos. No es de extrañar esta reticencia. Lo cierto es que, en el espíritu de una época en la que la realidad de los átomos todavía no estaba asumida, era evidente que, por ejemplo, la energía, cambiaba de modo continuo en los cuerpos: cuando el calor fluía de un cuerpo a otro, cuando la energía potencial se convertía en cinética, etc., todos estos fenómenos aparecían continuos a los ojos del observador. ¿Cómo podía ocurrir que en los ‘cuerpos’ de escala atómica no sucediera lo propio?, ¿por qué, a nivel microscópico, ocurrían las cosas de modo diferente a como sucedían a nivel macroscópico? No era fácil dar respuesta a esta pregunta, respuesta que permanecía incomprensible para la mayoría de la gente de la época.

Pero ―como decía― los hechos se fueron imponiendo, y el salto cuántico se fue erigiendo en algo corriente: se asumió que, «un sistema pequeño, a causa de su misma naturaleza, posee sólo determinadas cantidades discretas de energía, llamadas sus niveles de energía particulares. La transición de un estado al otro es un acontecimiento bastante misterioso, y se llama, por regla general, un ‘salto cuántico’», explica Schrödinger.

La consecuencia es que no toda disposición de las partículas subatómicas es posible en la configuración de un átomo, sino que, por su propia dinámica sistémica, sólo pueden adquirir unas disposiciones y no otras. El paso de una disposición a otra es lo que tiene que ver con el salto cuántico, salto en la medida en que no hay estados intermedios que le sirvan a modo de peldaños, o mejor, de rampa, sino que ese paso sólo se puede hacer a una, ‘a la brava’ como decía un querido profesor mío. Dada una disposición o estado inicial, si el otro supone un estado energético más elevado, será necesario proveer de energía desde fuera al sistema en una cantidad como mínimo la diferencia entre ambos niveles; si supone un estado energético menos elevado, la transición podrá darse espontáneamente emitiéndose el sobrante de energía a modo de radiación. Cuanto más alta es la montaña, más difícil será superarla; y viceversa.

Esta idea extraída del comportamiento de un átomo podía ser extendida al ámbito molecular. En una molécula, los átomos están dispuestos según una situación energética estable; para que la molécula pueda existir, es condición indispensable su estabilidad, de modo que no cambie su configuración a menos que se le suministre energía suficiente desde el exterior; energía suficiente para llevarle a un estado de nivel energético superior. De alguna manera, esta diferencia de nivel define el grado de estabilidad de la molécula: cuanto más grande sea la diferencia de nivel con respecto al estado superior, más estable será la molécula. Si lo pensamos, la repercusión biológica de esto es importante, ya que esta estabilidad estará estrechamente vinculada con su capacidad de sufrir alteraciones, léase, mutaciones.

27 de septiembre de 2022

¿Es posible la metafísica? Crítica de Driesch a otras posturas contemporáneas

A mi modo de ver, el planteamiento de Driesch es uno de los intentos más serios de pensar la metafísica desde una perspectiva contemporánea. Parece razonable pensar que lo ‘en sí’, objeto de conocimiento de la metafísica, está íntimamente relacionado con el concepto de real. La idea que se tiene de real, como cuando se afirma de algo que es real, es que ese ser existe por sí mismo, «sin referencia a un yo que lo aprehenda por medio de la percepción o del pensamiento». En principio, que existan cosas reales no es cuestionado, así como que el significado de ‘real’ esté vinculado a las cosas ‘en sí’. El problema radica en otro punto, a saber: si podemos afirmar algo sobre el modo ‘en sí’ de ser de las cosas. Si esta respuesta fuera afirmativa, cabría plantearse cómo es efectivamente este ser de las cosas ‘en sí’, cuestión que sólo tiene sentido cuando la primera ha sido respondida afirmativamente; si la primera cuestión fuera respondida negativamente, no tendría ningún sentido la segunda, opción que es la que ha asumido canónicamente buena parte de la filosofía contemporánea.

Frente a la actitud cotidiana que no duda del significado ni del sentido de ‘real’, la filosofía, si quiere ser seria, se debe hacer eco de ello con una actitud crítica, pues, de tres cuestiones: a) si se puede hablar con sentido del ‘ser real’ en general; b) si lo real puede ser conocido; y c) la constitución de lo real. Démonos cuenta de que, cuando se habla de conocer, este concepto va indisociablemente unido al concepto de real; ¿qué otra cosa conoceríamos si no?

Para Driesch, «conocer significa aprehender conscientemente lo real en su modo de ser». Las preguntas anteriores podrían ser formuladas, entonces, en torno al concepto de conocer: ¿es posible el conocimiento?, ¿cómo lo es? Driesch se va a hacer eco aquí de tres posturas que él no comparte para, a partir de ahí, empezar con su propuesta, que iremos desgranando.

El neokantismo asume que el concepto ‘real’ no tiene un significado claro; pero, el caso es que, a pesar de ello, se pueden establecer sobre lo percibido una serie de aserciones absolutamente valederas. Lo fenoménico posee cierto valor objetivo, pero sin ningún fundamento metafísico definido. Pero ¿no encierra ello una metafísica encubierta, una cripto-metafísica? ¿Cómo, si no, se pueden realizar afirmaciones valederas universalmente sobre meras apariencias fenoménicas? Y valederas no tanto para todos y cada uno de los hombres como para la ‘conciencia en general’, otro modo de denominar al ‘sujeto trascendental’ kantiano. ¿Qué es la conciencia en general? Ciertamente es un asunto confuso, que Driesch denuncia con facilidad: «Las escuelas neokantianas que hablan de una validez universal para la conciencia en general penetran de un salto y sin crítica en una muy extraña doctrina metafísica, doctrina que será verdad en todo o en parte, cosa que no nos importa, pero que en todo caso no puede asentarse sin razonarla al principio de toda filosofía».

No seguirá Driesch otra corriente metafísica, dogmática en su opinión: la que denomina teoría del objeto. Según ella, se acepta la existencia ‘en sí’ de ciertos conceptos y predicados, de carácter ideal, llevando en sí mismos el criterio de verdad, y que sólo necesitan ser aprehendidos. Se trata en el fondo ―piensa Driesch― de un viejo realismo platónico defendido de una nueva forma por autores como Bolzano, Meinong (escuela objetiva) y Husserl (fenomenología). Si el neokantismo flirteaba con lo metafísico con su ‘conciencia en general’ o sujeto absoluto, estos autores harán lo propio desde ciertas significaciones o conceptos pensados como esencias existentes que serían por sí mismos portadores de dicho carácter absoluto.

Una tercera opción sería la de aquellos que entienden que pueden aprehender lo real por una especie de intuición o ‘contemplación intelectual’, tales como Spinoza, Schelling, Hegel incluso, y también Bergson. El gran problema que aquí se plantea es que, en caso de que esto fuera cierto, el protagonista nunca podría ni convencer ni compartir su conocimiento con sus prójimos, ni siquiera demostrar esa capacidad que dice poseer, opina Driesch (afirmación con la que no sé si estarían de acuerdo estos autores).

Pues bien, lejos de renunciar a la empresa, Driesch se propone avanzar con pasos contados por las sendas de la metafísica, no dando gato por liebre, ni asumiendo como a-metafísico presupuestos que no los son, error en el que caen tanto los neokantianos como los partidarios de la teoría del objeto; ni tampoco apoyándose en esa intuición válida de modo absoluto para el yo. Su punto de partida será el mismo que el de la filosofía criticista: el hecho de que yo tengo conciencia de algo, que tengo conciencia de un objeto que está delante de mí. Si bien ese tener conciencia es punto de arranque de toda filosofía, también ha de serlo de la metafísica como ciencia de lo real, en caso de que sea posible tal disciplina. Para emprender este camino es preciso afrontar ciertas dificultades, siempre bajo la directriz de no cometer ningún error por haber dado un paso en falso, un paso acrítico. Este salto acrítico lo describe Driesch del siguiente modo: «llegar inmediatamente a la afirmación de lo ‘absoluto’ e introducir sin demora el concepto de la existencia platónica de los ‘objetos’, que yo vivo o el concepto de la validez universal o simplemente el principio de que ‘algo’ existe». El gran reto es encarar la siguiente cuestión: es evidente que solo puede hablarse de algo en tanto que ‘algo para mí’; la cuestión es si ese algo se puede tratar en tanto que ‘algo en sí’. ¿Es posible, pues, la metafísica?

20 de septiembre de 2022

Los esbozos atomistas de Boyle

Cuando Robert Boyle enunció su famosa ley (que vimos aquí), en mi opinión el verdadero mérito de la misma no fue la ley en sí (que también), sino la explicación que le dio, o que barruntó. La verdad es que los grandes personajes de la historia seguramente son tales por preguntarse cuestiones que los demás, por sernos obvias o por estas tan familiarizados con estos fenómenos, no nos las hacemos. Sabemos que él jugaba con los volúmenes y las presiones de los gases, llegando a la conclusión de que su producto se mantenía siempre constante. Partiendo de este dato, lo que a él le suscitó interés es cómo hacía un gas para ejercer presión sobre las paredes del recipiente que lo contenía, en toda la superficie por igual. Más allá del paradigma clásico, Boyle pensaba que los gases debían estar compuestos por infinidad de pequeñas partículas que no paraban de moverse y que chocaban contra las paredes del recipiente, ejerciendo presión sobre él. Pensaba que desde este planteamiento era más plausible dar explicación a los fenómenos que él observó en el comportamiento de los gases. Como dice Heisenberg, «ya Robert Boyle consiguió demostrar que las relaciones entre presión y volumen de un gas resultan inteligibles admitiendo que la presión representa la multitud de choques de los átomos singulares contra las paredes del recipiente».

Así continuó sus investigaciones desde este nuevo enfoque de la materia, tratando de demostrar su hipótesis teórica de que los gases estaban compuestos por pequeños corpúsculos. Ello lo hizo observando las reacciones químicas, en las que se encontró con un problema que no sabía muy bien cómo podría resolverse desde el paradigma clásico. Trabajó sobre todo con los compuestos del nitrógeno, tal y como explica en su obra Ensayo sobre el Nitro. Allí describe una experiencia interesante, trabajando con el ‘nitro’ (en aquella época se denominaba ‘nitro’ al nitrato potásico, KNO3). Observó que, si al nitro se le añadía carbón incandescente, se producía una reacción química resultando otro material (carbonato potásico, K2CO3); si al carbonato potásico se le añadía ‘espíritu del nitro’ (es decir, ácido nítrico, HNO3), se volvía a producir de nuevo nitro.

Y éste es el asunto: ¿cómo podía ser que un compuesto que se había deshecho, que había desaparecido (el nitro) volviera a surgir de repente tras nuevas reacciones? Para Boyle no tenía sentido que una sustancia que, en un momento dado, había desaparecido, luego volviera a aparecer de la nada. ¿A santo de qué?

A no ser ―pensó hábilmente― que, efectivamente, las sustancias no fueran sustancias puras, sino que estuvieran compuestas por partículas más pequeñas las cuales, combinándose adecuadamente, les darían lugar. Así, si dicha combinación original desaparece, la sustancia inicial dejaría de estar; y combinándose de otro modo estas pequeñas partículas, darían lugar a otra sustancia. Combinándose y descombinándose, unos mismos corpúsculos podrían dar lugar a unas o a otras sustancias. Si los compuestos ‘perduran’ a través de los distintos cambios cualitativos de la materia, es decir, si inicialmente partimos del nitro y, tras varios pasos en los que el nitro no está, vuelve a aparecer, se debe a que el nitro está compuesto por partículas más pequeñas que siguen intactas a través de todo el proceso. Como es razonable pensar, esta hipótesis de la existencia de estas partículas más pequeñas rompía radicalmente con el planteamiento clásico en virtud del cual se postulaba la existencia de los cuatro elementos tradicionales de Aristóteles (tierra, agua, aire y fuego) o de los de Paracelso (sal, sulfuro y mercurio).

La nueva hipótesis de Boyle dejaba en evidencia las formas sustanciales de la cosmovisión aristotélica, las cuales ya no podían ofrecer una explicación plausible de la composición de la materia; sin duda, fue ésta una de las más importantes aportaciones de Boyle: que las propiedades de los cuerpos no venían determinadas por las propiedades de los elementos (aristotélicos) que los formaban, sino que eran resultado de las agregaciones de partículas que los constituían. Se establecían así las bases de lo que sería ya la química moderna, algo que, como suele ocurrir en estos casos, fue difícil de aceptar. El mismo Lavoisier no llegó a sentirse cómodo con este enfoque atomista, a pesar de todo lo que él aportó al nacimiento de esta nueva ciencia.

También es cierto que el fundamento de sus hipótesis todavía eran un tanto burdas. En la opinión de Boyle, si bien las propiedades de los cuerpos, constituidos como agregados de corpúsculos, venían definidas por estos, el modo en que estas propiedades de las sustancias eran originadas se debía a caracteres tales como las formas, los tamaños y sus movimientos. O sea, que la diferencia de propiedades físicas y químicas de las sustancias, si bien se deben a los corpúsculos que las componen, el por qué se debe más a factores mecánicos (formas, movimientos, etc.) que a causas estrictamente químicas. De alguna manera, todavía le influía el enfoque clásico, quien hablaba de los átomos desde esta perspectiva, pensando que las partículas eran todas de la misma naturaleza, propiciando distintas propiedades en función de su disposición o de sus propiedades mecánicas. No obstante ―como digo― su hipótesis supuso un paso importante para superar el enfoque clásico; tanto se quería distanciar Boyle de él, que no denominó ‘elementos’ a estas partículas constitutivas de las sustancias, para evitar cualquier parentesco con el planteamiento de Empédocles o de Aristóteles.

A pesar del poco rigor de esta fundamentación científica, lo cierto es que su aportación dejaba la puerta abierta al estudio e investigación de la transformación química de las sustancias, algo que entraba en clara contradicción con las pruebas experimentales de la época. Algo que, si lo pensamos, parece que va en contra del sentido común. En la época, sus colegas observaban en efecto cómo unas sustancias se convertían en otras, pero no lo que ocurría en el interior de estos procesos; ¿cómo poder pensar que las sustancias aparentemente continuas, estaban compuestas por partículas más pequeñas? Ni siquiera se conocía la naturaleza de estas partículas que componían las respectivas sustancias. Pero, como dice Laín, no cabe duda de que los elementos con los que ya trabajaba con normalidad la ciencia del siglo XIX tenían su precedente en los trabajos de Boyle; su nombre puede muy bien situarse junto con los grandes iniciadores de la ciencia moderna, como Galileo, Descartes y Newton.

13 de septiembre de 2022

Del lenguaje ‘en paralelo’ al lenguaje ‘que bulle en mi interior’

Gracias a su investigación sobre la anartria (que estudiamos aquí), Merleau-Ponty cuestiona las dos posibilidades que analizó según las cuales el lenguaje funciona como ‘en paralelo’ frente al pensamiento (y que vimos aquí), a saber: que el vocablo sería el resultado mecánico de una cierta estimulación fisiológica, o que la conciencia sería la responsable de asociar un concepto a un determinado estímulo. Tanto un caso como otro es criticado por el filósofo francés, pues cuestiona el hecho de que todo pensamiento deba tender a su expresión lingüística como su culminación. Y es que, se exprese en un discurso o no, en el fondo todo pensamiento tiende hacia su formulación lingüística; no existe un pensamiento no lingüístico porque, el pensamiento, es una experiencia: un pensamiento es un discurso interior que muy bien puede (o no) expresarse exteriormente mediante la palabra hablada. Esta idea es interesante, y viene a decir (tal y como hiciera también Gadamer) que no se trata de que pensemos algo y de que luego lo expresemos, sino que el propio pensar va acompañado del discurso, aunque este discurso permanezca en el interior de nuestra mente y no lo comuniquemos a terceros. No existe un pensamiento al margen de las palabras que empleamos en su pensarlo.

La idea que hay de fondo es que tanto el pensamiento como el lenguaje no forman parte sino de una misma génesis. Algo análogo ocurre cuando identificamos a cualquier objeto : en su opinión, no se trata de que reconocemos un objeto y luego lo nombramos, sino que su denominación va a la par con su reconocimiento: «cuando observo un objeto en la penumbra y digo: ‘Es un cepillo’, no hay en mi mente un concepto del cepillo, bajo el cual yo subsumiría al objeto y que, por otra parte, estaría ligado por una asociación frecuente con el vocablo ‘cepillo’, sino que el vocablo es portador de sentido, y, al imponerlo al objeto, tengo consciencia de alcanzarlo». O sea: cuando reconozco al cepillo como cepillo, es porque su percepción e identificación van a una con la denominación.

Consecuencia de todo ello es que la expresión es algo vivo, no algo mecánico, mera transcripción de un pensamiento ya acabado, lo cual posee una gran relevancia por dos motivos. Un discurso no traduce un pensamiento ya hecho, sino que lo consuma; el que escucha recibe así un pensamiento en ejecución, dando origen así a su propio pensamiento (también en ejecución) al mismo ritmo con el que escucha el discurso. El que escucha no recibe el mismo pensamiento del que habla; en ese caso, seríamos como máquinas que transmiten ideas que el otro recibe tal cual.

A menudo tenemos la sensación de que esto no es así, de que no podemos comprender del discurso del otro más de lo que ha puesto en él, pero no ocurren las cosas de esta manera. Ni tan siquiera ocurre que el discurso que escuchamos lo que hace es despertar de nuestra conciencia cosas que ya estaban en ella, que ya sabíamos de antemano y estaban esperando salir a la luz. No. «El hecho es que tenemos el poder de comprender más allá de lo que espontáneamente pensábamos». Esto no se da tanto hilvanando unas ideas con otras según un razonamiento lógico, porque a menudo no sabemos a dónde hemos de llegar, sino que nos solemos dirigir hacia algo indeterminado que no podemos saber ni predecir, de modo que sólo mirando retrospectivamente una vez alcanzada una conclusión podremos ver la convergencia de toda la información, no antes.

Todo esto es algo que despierta un discurso, en el cual se emplea un lenguaje que comprendo, y en el seno del cual los vocablos significan más que su significado concreto, ofreciéndonos una cosmovisión propia del lenguaje empleado. Todo discurso posee un estilo, un aire, que ya me está diciendo algo, que ya aporta conocimiento. El lenguaje no es sólo un conjunto de significados que se hilvanan y yuxtaponen, sino un todo a la luz del cual los términos particulares alcanzan su sentido completo. Esto es algo que ocurre en el arte: las obras artísticas evocan múltiples significados y nexos de sentido por su carácter abierto; así en la música, las artes plásticas, también la poesía, aunque en ella, como en la prosa, es más difícil de apreciar, porque pensamos que el sentido que poseemos de los términos es ‘el’ sentido, y que ya no tienen que aportarnos más. Pero sí que hay un ‘más’, pero un ‘más’ que no está tanto en otros posibles significados como en los que evocan por el modo en que son combinados en el conjunto total. Como muy agudamente dice Merleau-Ponty, «a decir verdad, el sentido de una obra literaria más que hacerlo el sentido común de los vocablos, es él el que contribuye a modificar a éste». Un intelectualista no es capaz de alcanzar toda la riqueza que alberga este poético mundo que bulle en nuestro interior clamando por ser expresado.

Pues bien, si esto es así, hay que buscar una tercera alternativa a la génesis de las palabras, tanto en nuestro pensar como en nuestro decir, más allá de aquellas dos que, en el fondo, trataban el asunto según procesos externos.