31 de enero de 2023

Un hombre de poder no es siempre un hombre de Estado

Toda comunidad se rige por escalas jerárquicas. Y no sólo las comunidades humanas, sino también las de ciertos animales. Desde la etología se identifica a aquel que goza un puesto jerárquico elevado en un grupo atendiendo a qué individuo es el más observado: por lo general, todos están más atentos a él. Este es un fenómeno que puede ser apreciado perfectamente en los patios de los colegios, por ejemplo, de modo que se puede identificar qué niños poseen un ‘rango’ más elevado aplicando el ‘criterio de atención’. Este rango más elevado suele ser otorgado por los demás según procesos habituales, en función de ciertas cualidades que posee un miembro y que pone al servicio del grupo; por ejemplo, dotes organizativas (para organizar juegos), o consideración por los más débiles (defendiéndolos, o acompañándolos), o destreza en algún deporte, etc. Una vez el estatus ha sido concedido, los demás se apoyan en ellos preguntándoles cosas, buscando su protección o su apoyo, o pretendiendo ganarse su amistad.

En el comienzo de los cursos, sobre todo cuando no se conocen los niños entre ellos, suele haber un período de desconcierto, de roces, midiéndose unos a otros. En el seno de una familia en la que el niño se siente querido, ya sabe a qué atenerse, ya sabe qué lugar le corresponde, acumulando experiencias nutritivas, viviéndolo con normalidad y serenidad. Pero el desconocimiento del contexto activa otro tipo de estrategias, formando grupos, originándose enfrentamientos en ocasiones conflictivos, y generándose estructuras de liderazgo. Con el tiempo, los ánimos se serenan, pero las estructuras suelen permanecer. Es frecuente la imagen de un niño que tiene cierto temor a ir a un colegio en el que no conoce a nadie; cómo cambia cuando ya tiene uno o varios amigos que le saludan al llegar. En opinión de Eibl-Eibesfeldt, estas estructuras de grupo se suelen formar sobre todo por las cualidades prosociales del individuo (del líder) que hemos comentado. Y estos ajustes se deben a procesos sociales generalizados e identificados. Pero a veces ocurre que es tal la necesidad de amparo, de amistad, de seguridad, que uno no es capaz de ‘elegir’ al buen líder, y el resultado de esos procesos sociales muy bien puede ser desafortunado.

Como decía, cuando falta esa proximidad, esa amistad cercana, uno se siente desubicado, sin saber a qué atenerse, activando otro tipo de estrategias, más defensivas, sin la serenidad que propicia la confianza de sentirse aceptado. Por este motivo, cuando convivimos con personas desconocidas, solemos ser más desconsiderados; ya no nos importan tanto, sino que el protagonismo lo adquieren nuestros propios intereses. Por suerte o por desgracia, esto es algo común en las sociedades de nuestras grandes urbes, que facilitan esta actitud, la cual dinamita a la vez su cohesión. Las grandes sociedades anónimas se convierten con facilidad en sociedades ‘de lucha’, de combate, aunque sea un combate con chaqueta y corbata, en vez de con espadas y escudos.

No es casualidad que los candidatos políticos se dejen ver y se hagan fotos con los grupos sociales más frágiles (ancianos, niños, enfermos). Ciertamente, el posible elector no puede saber la honestidad del político que realiza tales acciones; del mismo modo, y en sentido opuesto, al elector no le llegan muchas de las acciones prosociales que pueda hacer un político. Nuestra sociedad es así, y difícilmente puede ser de otra manera, pues lo que une a política y sociedad es un ‘contrato’ en virtud del cual se espera por parte de ambas partes una contribución mutua para beneficio del Estado. En realidad, esta contribución mutua debe ir más allá de lo estrictamente ‘contractual’, de manera que todo político y todo grupo social debe favorecer la buena marcha del Estado, y hacia ahí debe encaminar sus esfuerzos, hacia un sentimiento de comunidad que repercuta positivamente en ese sentido. Cuando lo cierto es que es una tarea que está siendo postergada. Con frecuencia, ni los miembros de los distintos grupos sociales ni los de los distintos partidos políticos tienen verdaderamente en mente dicho objetivo: generar cohesión en una sociedad para el beneficio colectivo, beneficio en todos los aspectos posibles.

Por lo general, en las sociedades modernas hay una necesidad de amparo de la que se aprovechan los partidos políticos para subir al poder. Es más, hay una tendencia generalizada hacia la erosión de lazos afectivos profundos, hacia la ruptura de relaciones personales (familiares y conyugales), hacia la supresión de narraciones que llenen de sentido nuestras vidas; tendencia cuyo resultado no es otro que la existencia de individuos aislados, que huyen de su soledad mediante escapismos, y que necesitan sentirse adheridos a una persona, a un proyecto, a una idea, del modo que sea, incapaces de distinguir críticamente qué le pertenece al político, qué le pertenece a la sociedad, qué le pertenece al Estado. Lo que siembra la posibilidad de que el político pueda no deberse a su sociedad o a su Estado, sino sólo a sí mismo, con el aplauso de los que se le han adherido.

«La necesidad de integración en una comunidad conduce con frecuencia a que se dé a un partido mayor importancia que al Estado. En una situación así, las personalidades marcadamente orientadas hacia el poder tienen ventajas de salida. Con ello, una comunidad corre el riesgo de delegar su soberanía en hombres de poder, que terminan sustrayéndose al control parlamentario», dice Eibl-Eibesfeldt.

No siempre un hombre de poder es un hombre de Estado. Y, cuando es el caso, campa a sus anchas, embelesado de sí mismo.

24 de enero de 2023

La presentación de la realidad por parte de los sentidos

William James explicaba hace ya más de cien años una idea que, apoyándose en un hecho que hoy en día nos es familiar, lo cierto es que nos abre un horizonte muy interesante. El hecho familiar al que me refería, y del que ya me he hecho eco en algún post, tiene que ver con el hecho de que lo que percibimos habitualmente de la realidad no es sino una pequeña porción de todo aquello que realmente existe, que la realidad es más rica de lo que podemos percibir de ella. Ciertamente esto es así, aunque la consideración de James va más allá; efectivamente, la realidad es como un vasto océano del que ni siquiera podemos imaginar su existencia, «cuyas olas se estrellan continuamente contra los arrecifes que ha erigido a modo de barreras nuestra percepción cotidiana… hasta que, espontáneamente, las rompen e inundan esa isla con el conocimiento de un nuevo mundo de conciencia, tan vasto como inexplorado, pero intensamente real». No recuerdo de dónde extraje la cita. Lo que me sugiere es que, efectivamente, no podemos percibirlo todo, pero sí que podemos ir más allá del uso acostumbrado de nuestros sentidos, lo que nos permite vislumbrar modos de realidad que hasta ese momento nos permanecían velados, y que nos sorprenden y enriquecen. Pero para eso, hay que caer en la cuenta, y educar a nuestra sensibilidad.

Porque los sentidos no sólo nos ofrecen distintos ámbitos de la realidad, sino que nos permiten aprehender la realidad en distintas modalizaciones; los sentidos no sólo nos permiten aprehender distintos ámbitos de realidad, cada uno el suyo, sino que proporcionan distintos modos de intelección, es decir, distintos modos de ejercer nuestra aprehensión de la realidad.

Con la vista no sólo percibimos cosas que no podemos percibir con el oído, sino que percibimos la realidad de otro modo, visualmente; lo propio cabe decir de otros sentidos, del tacto, por ejemplo: tocando las cosas tenemos una noticia sensible distinta a la que nos ofrece la vista o el oído, pero no sólo eso: la cosa queda ante nuestra sensibilidad de otro modo. Pensemos, por ejemplo, en una persona que es ciega de nacimiento. Su mundo no es como el nuestro, compuesto mayoritariamente de imágenes: esta persona vive en ‘otro mundo’, un mundo auditivo, olfativo… nada que ver con el nuestro. Esta persona, como cualquier otra, se relaciona con el entorno en virtud de lo que su sensibilidad le permite, mediante los sentidos fisiológicos de que disponga. Que viva en ‘otro mundo’ no quiere decir que viva en un mundo disfuncional, ni mucho menos, sino que se trata de un mundo diferente, un mundo diverso al de las personas que ven, en el seno del cual identifican las cosas no mediante imágenes, sino mediante perceptos táctiles, auditivos... ¿Qué hace una persona ciega para reconocer algo? Pues la toca, la acaricia, la huele, la sopesa… construye una imagen no-visual, dinámica. Evidentemente, está entre las mismas cosas que nosotros, vive en el mismo entorno, pero su concepción del espacio y del tiempo es muy distinta a la nuestra. ¿Cómo perciben ellos, por ejemplo, la profundidad de una habitación? Nosotros abrimos la puerta, y de un golpe de vista nos hacemos con ella; ellos necesitan recorrer la habitación, ‘midiendo’ la distancia a través del desplazamiento que han de realizar, de la sensación del tiempo que emplean en sus desplazamientos.

La maravilla de todo ello es que las personas que no pueden ver, como consecuencia de su falta de visión, desarrollan de modo sorprendente el resto de sentidos, algo que las personas que podemos ver tenemos, si no atrofiados, sí bastante infrautilizados. Las personas sin visión tienen también una ‘imagen’ del mundo que, no por no ser visual, deja de ser imagen; una imagen levantada gracias a los ecos sonoros, táctiles, olfativos, etc., que son capaces de percibir con una sensibilidad que para cualquiera de nosotros es desconocida, y seguramente inaccesible. Esto es algo que Helen Keller expresa fenomenalmente en El mundo en el que vivo: ««A veces parece como si la sustancia misma de mi cuerpo fueran muchísimos ojos mirando a voluntad un mundo recién creado cada día. El silencio y la oscuridad que, según dicen, me encierran dentro de mí abren mi puerta, de una manera mucho más hospitalaria, a una infinidad de sensaciones que me distraen, me informan, me amonestan y me divierten. Con mis tres guías fieles, el tacto, el olfato y el gusto, hago muchas excursiones a esa región limítrofe de la experiencia que se encuentra a las puertas de la ciudad de la luz».

Ciertamente, es difícil que las personas que vemos seamos capaces de ponernos en su lugar, y hacernos eco de su imagen del mundo. Lo que pone en evidencia cuánto más podríamos emplear nuestros sentidos, y que no lo hacemos, cuando si lo hiciéramos, seguramente obtendríamos no sólo una mayor noticia sensible suya, sino modos de presencia muy diferentes.

17 de enero de 2023

Existencia real vs. existencia mental en el pensamiento de Berkeley

Qué duda cabe que esta cuestión es una de las más presentes entre los estudiosos de Berkeley. En el imaginario de la época, tanto para Berkeley como para tantos otros (desde Platón hasta Locke) la mente era una receptora de la información que pudieran reunir los sentidos, limitándose a ser reflejo, en este sentido, de la realidad exterior (nada que ver con lo que nos enseña la psicología fisiológica actual, con todo lo que el cerebro construye en el proceso perceptivo, con sus procesos abajo-arriba y arriba-abajo, etc.). Lo cierto es que hay que ser prudentes ante esta afirmación que acabo de hacer. Entonces se entendía que la realidad estaba formada a base de cosas, y esas cosas eran llevadas a la mente por los sentidos, los cuales imprimían en aquélla las imágenes. Lo que alberga la mente, pues, son ideas, ideas obtenidas a partir de la noticia sensible de las cosas, de modo que el conocimiento se realiza siempre de modo mediato, no inmediato: de modo mediato precisamente a través de las ideas. En aras de una gnoseología crítica, lo que se buscaba hallar era no lo mediato, sino lo inmediato; y, en este sentido, lo que se presenta de modo inmediato a la mente no son los objetos, sino las mismas ideas (como veíamos aquí); por eso dirá Berkeley que los objetos de conocimiento son las ideas, son las representaciones de las cosas, y no las cosas mismas: el objeto inmediato de conocimiento no es la cosa, sino la idea, la imagen mental. El asunto que dirige el discurso de Berkeley es precisamente la naturaleza de estas imágenes mentales; o mejor, su fundamento, su origen, algo que ―en su opinión― no está tan claro.

El punto de partida para Berkeley es que la existencia de las ideas no es posible sin la mente, algo que ―dice― todos admiten. Efectivamente, nadie puede dudar que pensamientos, productos de la imaginación, etc., pueden existir sin la mente. Pero no sólo esas, sino también las ideas que provienen de sensaciones que nos afectan, que se imprimen en nuestra mente. Dice: «Y, a mi parecer, no es menos evidente que las varias sensaciones o ideas impresas, por complejas y múltiples que sean las combinaciones en que se presenten (es decir, cualesquiera que sean los objetos que así formen), no pueden tener existencia si no es en una mente que las perciba» (§3).

A mi modo de ver, Berkeley realiza aquí una diferenciación que, si bien es implícita, es muy interesante. Distingue ―como ya vimos― las ideas resultado del juego de nuestra mente (pensamiento, imaginación, etc.) de las ideas resultado de impresiones externas, ideas sensibles o del sentido. Y en ningún caso pueden existir ambas sin una mente. Si no hay mente, si no hay espíritu activo, no pueden existir las ideas pues estas se hacen actuales precisamente en una mente. Y continúa con una idea sutil, que es a donde quería llegar, y es que podemos hacernos eco de este tipo de existencia, de carácter ideal, si observamos «lo que significa el término existir cuando se aplica a las cosas sensibles» (§3). Es decir, si lo interpreto bien, no es la misma existencia la de las cosas sensibles que la de las ideas: éstas dependen de su presencia en un espíritu activo, de su actualidad en una mente; aquéllas, pues habrá que verlo. Pero por lo pronto, el carácter de su existencia es muy distinto al de las ideas, y parece que no depende de su presencia en un espíritu. O no del todo.

El asunto pasa por indagar cómo nos hacemos eco de las cosas materiales. La opinión más común, la opinión ‘del vulgo’ ―como él la denomina― es como sigue. Pensemos en un objeto cualquiera, por ejemplo, en una mesa. ¿Qué queremos decir cuando decimos que una mesa, que ‘esta’ mesa, existe? Decimos que esta mesa en la que estamos leyendo o escribiendo existe, porque la vemos y la sentimos; o, cuanto menos, porque la hemos visto y la hemos sentido. Y no dudamos de que, cuando salgamos de la habitación la mesa seguirá estando allí, de modo que cuando volvamos a entrar nos volveremos a encontrar con ella, la podremos volver a percibir; y, del mismo modo que nosotros, cualquier otra mente que estuviera allí presente la podría percibir realmente. Cuando percibimos esa mesa, lo que hacemos es verla, tocarla, olerla.

Ahora bien: cuando afirmamos que existe un olor, es porque lo hemos olido; o un sonido, porque lo hemos oído. Es decir, que el olor, o el sonido, o la imagen, etc., fueron percibidos por el olfato, el oído, la vista, etc. Tenemos noticia de las cosas en tanto que son percibidas por nuestros sentidos, y damos por sentado que, cuando no las percibimos, siguen existiendo. Si saliésemos fuera de la habitación, diríamos que la mesa sigue existiendo, queriendo decir con ello que si volviésemos a entrar la percibiríamos de nuevo, o que cualquier otra persona podría hacerlo también.

Y es así como podemos afirmar ‘la existencia absoluta de los seres que no piensan’, percibiéndolos; es incomprensible afirmar su existencia si prescindimos de que sean percibidos. Es decir: no tiene sentido afirmar que existan cosas de las que no tenemos noticia sensible, e incluso mientras no tengamos noticia sensible de ellas, aunque la hayamos tenido previamente. Y dice enseguida: «Su existir consiste en eso, en que se los perciba», de modo que «no se los concibe en modo alguno fuera de la mente o ser pensante que pueda tener percepción de los mismos»

Esta 
Esta frase tiene su meollo. ¿Qué quiere decir con esto Berkeley? ¿Quiere decir que es la mente con su percepción la que dota de existencia a las cosas, la que hace que las cosas existan en sí mismas, como si nuestra mente hiciera las veces de un demiurgo creador? ¿O quiere decir que es sólo en cuanto tenemos noticia sensible de ellas en nuestra mente que podemos afirmar su existencia, y sólo en tanto que la tenemos? Se trata de dos cosas muy diferentes: en un caso estaría hablando de las cosas materiales, y en el otro de las ideas en virtud de las cuales nos hacemos eco de las cosas materiales. Y lo cierto, por lo menos para un servidor, su discurso es confuso, por lo menos a estas alturas del libro, que no ha hecho más que comenzar. Que las ideas no existan más que en una mente pensante, parece evidente; decir lo mismo de las cosas materiales, es diferente. ¿Cuáles son las intenciones de Berkeley? Pues habrá que ir averiguándolo.

¿Qué está pasando aquí? En mi opinión Berkeley está tratando de ofrecer una nueva filosofía, faltándole aún el marco conceptual adecuado, ofreciendo por este motivo un mensaje en ocasiones contradictorio; además de que, esclavo de su propio sistema de marcado carácter dualista, en el seno del cual la relación entre la sustancia extensa y la sustancia espiritual es problemática, se ve en ocasiones abocado a un callejón sin salida. Todo lo cual no debe impedirnos percibir lo sugerente de su reflexión.

En el siguiente parágrafo afirma: «es ciertamente extraño que haya prevalecido entre los hombres la opinión de que casas, montes, ríos, en una palabra, cualesquiera objetos sensibles tengan existencia real o natural, distinta de la de ser percibidos por el entendimiento» (§4). ¿A qué se refiere aquí Berkeley? ¿Se refiere a la posibilidad de afirmar o no su existencia, o a la posibilidad de concebirlos, posibilidad que es patente cuanto tenemos noticia de las cosas en nuestra mente? ¿Qué quiere decir exactamente ‘existencia real o natural [de los objetos] distinta de la de ser percibidos por el entendimiento’?, ¿que no hay existencia real o natural de un objeto si no es percibido?, ¿el ser real o natural de un objeto es ser percibido por una mente activa? Para él hay una contradicción manifiesta en pensar que los objetos poseen una existencia real o natural distinta de la de su ser percibidos. ¿Qué quiere decir esto?, ¿qué quiere decir aquí ‘distinta’? Esta contradicción él la argumenta diciendo lo siguiente: «Pues ¿qué son los objetos mencionados sino las cosas que nosotros percibimos por nuestros sentidos, y qué otra cosa percibimos aparte de nuestras propias ideas o sensaciones?» (§4). Y continúa: «Y ¿no es una clara contradicción que cualquiera de éstas [ideas o sensaciones, entiendo] o cualquier combinación de ellos [objetos, entiendo], puedan existir sin ser percibidas?».

Ciertamente, no podemos afirmar la existencia de algo cuando no es percibido, pues no tenemos ninguna noticia suya; en realidad, no podemos afirmarla ni negarla, no podemos decir nada. Entiendo que tampoco podemos afirmar la existencia de algo que hemos percibido previamente, pero ahora no lo estamos percibiendo; podemos intuirlo, inferirlo, pero críticamente entiendo que no lo podemos afirmar de modo absoluto. Pero no sé si Berkeley se refiere a esto, creo que no. ¿Qué quiere decir? Si releemos la frase anterior completa, dice así: «Pues ¿qué son los objetos mencionados sino las cosas que nosotros percibimos por nuestros sentidos, y qué otra cosa percibimos aparte de nuestras propias ideas o sensaciones?». Creo ―como decía― que el modo de expresarse Berkeley es problemático, entremezclando el plano gnoseológico-ontológico con el metafísico. Efectivamente, de las cosas reales sólo podemos tener noticia en virtud de las ideas sensibles que despiertan en nuestra mente, pero nuestras ideas sensibles despertadas en nuestra mente no son las cosas reales, sino nuestra noticia de ellas en la mente. De qué está hablando: ¿de las ideas, o de las cosas reales? Efectivamente, inmediatamente conocemos ideas; el asunto pasa por identificar cuál es el fundamento, el origen de dichas ideas: ¿podemos afirmar críticamente, absolutamente, que son los objetos extramentales? Poco a poco iremos avanzando en su discurso.

10 de enero de 2023

La materia: estructura y proceso

Los individuos de a pie podemos tener una idea más o menos compartida de lo que sea la materia. La identificamos primariamente con las cosas que nos rodean, cosas de todo tipo. También tenemos asumido, por ejemplo, que se componen de partes más pequeñas, de átomos; y no sólo eso, sino además algunas ideas generalizadas, como que no sólo hay átomos sino también partículas subatómicas que los componen, o que hay unas fuerzas y energías que inundan ese microuniverso, o que la energía no es continua sino discreta… Asimismo, tenemos noticia de que se está investigando todo este ámbito empleando una tecnología que para cualquier investigador de tan sólo hace unas décadas sería propio de películas de ciencia ficción: aceleradores de partículas, energías medidas en gigaelectronvoltios, velocidades de las partículas próximas a las de la luz, así como también en sentido cósmico, midiendo distancias imposibles de imaginar, nacimientos y muertes de estrellas, y un montón de cosas más que para la mayoría de nosotros a menudo se nos escapan.

Efectivamente, esta imagen de las cosas que existen es más que reciente. Sin ir más lejos, los científicos de finales del siglo XIX tenían una visión muy diferente de la materia. Empezaba entonces a aceptarse ya generalizadamente que la materia estaba compuesta a base de átomos, pero fue una apuesta que no pocos científicos rechazaron, hasta que comenzaron a darse las primeras evidencias empíricas que dificultaba su no aceptación. Se empezó a generalizar la idea de que la materia estaba compuesta por átomos, los cuales formaban moléculas, y que se veían sometidas a acciones mecánicas, gravitatorias y electromagnéticas. Hasta entonces no eran sino especulaciones científicas, pues tampoco existía la tecnología necesaria para poder confirmar experimentalmente las predicciones teóricas.

Pero no podemos olvidar que, incluso esta idea decimonónica de materia que comenzó a entrar en crisis a partir del siglo XX, tampoco era ni mucho menos la que ha imperado durante tantos siglos de tradición científica (y filosófica); durante largo tiempo la idea que ha prevalecido es la de cuño aristotélico.

Curiosamente, los autores presocráticos ya tuvieron la intuición de la existencia de átomos y de elementos, pero el concepto de materia que se impuso fue el aristotélico, un concepto más metafísico y que junto con el de forma daba razón de las cosas. La materia se erigía así en un principio de la realidad. No sería a partir del Renacimiento y seguramente gracias a la alquimia, que comenzó a trabajarse la materia desde un punto de vista más ‘material’ (valga la expresión) y no tanto desde un punto de vista más metafísico o filosófico. La materia comenzó a ser objeto de estudio y de conocimiento empírico.

Lejos queda el planteamiento clásico, de modo que lo que hoy en día podamos entender por materia poco tiene que ver con el enfoque clásico, debido sobre todo al giro moderno. Ello tiene la repercusión positiva de que se ha avanzado mucho en su investigación, pero también la negativa de que la respuesta por las preguntas últimas a las que trataba de dar respuesta la filosofía se han desplazado. Prima conocer la materia según sea aquí y ahora, y la pregunta por su origen se trata de responder apelando a estados causales que se remontan cada vez más en la línea del tiempo, hacia aquel momento inicial que denominamos big bang, y del que hoy por hoy poco se puede decir.

Pero ―como digo― la agudización de la investigación que propició el giro moderno también ha tenido su parte positiva. Gracias al crecimiento de la ciencia y al desarrollo de la tecnología se puede ahondar cada vez más en el estudio de la materia, para alcanzar… ¿qué? Pues no lo sabemos muy bien. De hecho, cada vez se van encontrando más cosas, y las cosas que se van encontrando no dejan de sorprendernos cada vez más. ¿Tiene sentido decir que nuestra meta es la identificación de aquellos ladrillos indivisibles a partir de los cuales y de sus combinaciones adecuadas surge todo? ¿O lo tiene afirmar que la meta es identificar a ese ladrillo universal (aún desconocido) que compone a su vez estos ‘ladrillos indivisibles’? Quién sabe. Qué duda cabe de que ese telos estaba presente en el espíritu moderno, pero ¿es legítimo mantenerlo hoy en día? ¿Hay alguna meta en la investigación científica de la materia?

Esta atención prestada a la materia en sí misma también nos ha ayudado a comprenderla filosóficamente desde claves distintas, y ello en diálogo próximo con el conocimiento científico. En la actualidad, lejos ya de ese concepto de la materia como un continuum, se enfoca desde su carácter estructural, enfoque que permaneció inadvertido no sólo para el hombre clásico y medieval, sino también por los intelectuales y científicos de la época moderna; sí, de los creadores de la nuova scienza. Este carácter estructural cabe estudiarlo en sí mismo, es decir, en tanto que estructura, pero también en su aspecto deviniente, en su devenir a lo largo del tiempo: son el carácter sistémico de las estructuras, y su carácter procesual. Y ello nos lleva a consecuencias muy interesantes, también para hacer filosofía.

3 de enero de 2023

El hombre experimentado posee un buen juicio

Veíamos aquí cómo, aunque Hegel se acercaba al modelo de experiencia propuesto por Gadamer, no lo lograba del todo. ¿Cuál sería una aproximación adecuada a esta experiencia hermenéutica? Pues aquella que salvaguarda la vivencia de nuevas experiencias, pero en una total apertura, sin tender hacia ningún objetivo ni presupuesto ni propuesto; es decir: una apertura ateleológica, que propicie una apertura inespecífica, en el seno de la historicidad propia del ser humano, y que nos abre a dimensiones de lo real específicamente humanos. Como dice el profesor Conill, «así pues, en una concepción hermenéutica, la apertura a la experiencia forma parte del carácter histórico del ser humano, es ahí donde vivimos la ‘negatividad’ y la ‘finitud humana’, donde aprendemos a ‘reconocer lo que es real’». Esta actitud de total apertura es la fundamental para Gadamer, tanto que para él «la persona a la que llamamos experimentada no es sólo alguien que se ha hecho el que es a través de experiencias, sino también alguien que está abierto a nuevas experiencias».

El hombre experimentado no es aquel que ya lo sabe todo, ni el que sabe más que nadie, sino aquél que se mantiene en total apertura a nuevas experiencias; el hombre experimentado no es el que posee un saber concluyente (y a menudo dogmático) sino aquel cuyas experiencias le llevan a estar permanentemente receptivo a nuevas experiencias (y aprendizajes), siempre desde la actitud no de ‘ya lo sabía’ sino de un ‘dejarse sorprender’.

Thomas Danthony: "Lady with a hat"
Es por ello que esta experiencia, intrínsecamente histórica, suponga que muchas expectativas propias queden defraudadas. A menudo es inesperada en su acontecer, rompiendo nuestros esquemas, los cuales a partir de entonces quedan en suspenso, por no decir necesitados de replanteamiento. De hecho, las experiencias más importantes son las que nos suponen una ruptura de esquemas más que considerable. La apertura al otro implica siempre la posibilidad, o el reconocimiento inevitable, de que debo estar dispuesto a dejar valer en mí algo contra mí. Y gracias a esta sucesión de experiencias vividas en espíritu de apertura se va alcanzando esa especie de buen juicio que comentaba Bacon en el experimento científico, y que ahora podemos extender a la vida. El buen juicio es más que un conocimiento de la realidad, por muy exacto y adecuado que sea éste; es otra cosa. Es un ir de la mano entre un auto-conocimiento y un saber orientarse en la vida, sin saber muy bien por qué.

Es algo que ya el viejo Esquilo nos decía: ‘aprender del padecer’, fórmula que quiere decir no aprender esto o aquello por las situaciones dolorosas, sino un aprender los límites de lo humano, una comprensión de nuestras barreras, un conocimiento propio plenificador. Con palabras del propio Gadamer: «La experiencia es, pues, experiencia de la finitud humana. Es experimentado en el auténtico sentido de la palabra aquél que es consciente de esta limitación, aquél que sabe que no es señor ni del tiempo ni del futuro; pues el hombre experimentado conoce los límites de toda previsión y la inseguridad de todo plan. En él llega a su plenitud el valor de verdad de la experiencia». Una verdad que no responde a algo objetivo (saber científico), ni aunque eso objetivo sea llevado a lo absoluto (Hegel); es el antídoto a todo dogmatismo, sin necesidad de caer ni en el relativismo ni en el escepticismo, pues no todo vale: «La experiencia enseña a reconocer lo que es real. Conocer lo que es, es pues, el auténtico resultado de toda experiencia y de todo querer saber en general. Pero lo que es no es en este caso esto o aquello, sino ‘lo que ya no puede ser revocado’ (Ranke)». Sólo la conciencia de la limitación humana posibilita una auténtica experiencia abierta a otra verdad que la propia, verdadera barrera a la razón planificadora y a la actitud dominadora.