29 de junio de 2021

Las matemáticas penetran las ciencias naturales

Las matemáticas son definidas por la RAE como la “ciencia deductiva que estudia las propiedades de los entes abstractos, como números, figuras geométricas o símbolos, y sus relaciones”. Si lo pensamos, se trata de una disciplina poco práctica, cuya utilidad en este sentido parece en primera instancia fútil. Pero a la vista está que esto no es así. Destaca en ella cierto carácter individualista, en tanto que no es un saber en el que se prime el trabajo colegiado. No es que los matemáticos no cuenten con el trabajo de otros, o que huyan de los grupos de trabajo, sino que buena parte del ejercicio matemático en sí mismo depende mucho, seguramente más que en otras ciencias, de espacios individuales.

Basta con que un matemático coja un lápiz y un papel para que, si dispone del tiempo necesario, pueda sorprendernos con cualquier teorema. En otras disciplinas científicas se necesita un equipamiento más prolijo para hacer avanzar su conocimiento; así en física, química, biología, etc., pero nada de eso se necesita en las matemáticas. Y su originalidad no sólo está en esto sino en que, si bien las matemáticas no necesitan a las demás ciencias para poder desarrollarse, la opuesta no es cierta, siendo aquéllas menesterosas de los avances matemáticos para poder avanzar en su objeto propio de conocimiento. Sobran los ejemplos en los que un conocimiento de cualquier ciencia se ha podido desarrollar gracias a los desarrollos realizados por los matemáticos (en muchos casos realizados sin buscar alguna aplicación directa). Tanto es así, que no sólo el avance, sino también la credibilidad de las demás ciencias es cuestionada cuando no cuenta con una base matemática fundada. No es ninguna locura afirmar que, sin el avance de las matemáticas, el desarrollo de las demás disciplinas sería cuestionable o, cuanto menos, no podría llevarse hasta el máximo que es posible cuando van acompañadas de las matemáticas según los conocimientos disponibles. En este sentido, se puede afirmar que lo importante de las matemáticas no es tanto ir almacenando nuevos teoremas continuamente, ir acumulando conocimientos matemáticos nuevos, como su capacidad para crear nuevos marcos, nuevas interpretaciones, nuevos sistemas formales de expresión simbólica que, mágicamente, revierte positivamente sobre las ciencias naturales.

Se produce así un diálogo poco menos que curioso entre las matemáticas y las demás ciencias. Por un lado, como digo, los avances matemáticos determinan o condicionan avances paralelos en otras disciplinas; aunque, el desarrollo de las matemáticas es tan amplio que no pocos de sus resultados no poseen una aplicación directa en este sentido (por lo menos en primera instancia; no han sido pocos los casos que, con el tiempo, se han encontrado aplicaciones reales de teoremas en principio no aplicables). Por el otro lado, los avances de las demás ciencias se convierten fácilmente en retos que espolean a los matemáticos para avanzar en sus investigaciones, las cuales cristalizan en ámbitos tales como la teoría de números, de conjuntos, geometría, topología, álgebra, estadística, lógica, análisis matemático, así como la aplicación de todo ello a las ciencias humanas de todo tipo, tanto naturales como sociales.

Ahora bien: si las matemáticas son tan abstractas, ¿cómo es que pueden ser de utilidad para las ciencias que estudian la realidad?, ¿cómo es que, no sólo puedan ser empleadas por ellas en sus experimentaciones, sino que, además, parece que con ellas se alcanzan resultados que describen de modo más riguroso el comportamiento de los procesos naturales? Pudiera parecer que las matemáticas y las ciencias naturales se desarrollen como en planos paralelos, según sus respectivas metodologías para atender a sus objetos de estudio: unas mediante experimentaciones continuas con las cosas reales, otra mediante reflexión abstracta; si esto es así, ¿cómo puede ser que, en un momento dado, esos dos planos paralelos pueden entrar en conexión?, ¿cómo una ciencia que se dedica a relaciones abstractas entre entes ideales (números, figuras geométricas, etc.) puede ser aplicable a las ciencias naturales que experimentan con las cosas que existen realmente en la naturaleza?

Seguramente porque este enfoque no sea tan así: ni las ciencias naturales son tan, tan empíricas, ni las matemáticas tan, tan abstractas. Aunque, evidentemente, las unas sean más empíricas y la otra más abstracta, en las unas hay presencia de lo abstracto y en la otra presencia de lo empírico.

La presencia de lo empírico en la matemática, lo acabamos de ver; la presencia de lo abstracto en las ciencias naturales lo podemos apreciar en los conceptos de masa, gen, voltaje…, en el enunciado de distintas teorías, etc. Como dice Castillo, «en realidad, la abstracción es característica de toda ciencia, incluso de toda actividad mental», por lo que no es adecuado apelar a ella para definir lo específico de la matemática. ¿A qué entonces?


22 de junio de 2021

La imaginación creadora

En el fondo, cuando escribía el post anterior tenía en mente otra idea, a saber: el ejercicio de nuestra creatividad. A mi modo de ver, la creatividad no sólo se pone de manifiesto cuando hacemos algo ‘artístico’, novedoso, sino, sencillamente, en el uso cotidiano de nuestras facultades a la hora de enfrentarnos con el mundo. Establecía en ese post la diferencia existente entre lo inteligente y lo mental, entendiendo esto último como un uso consciente, deliberativo, de nuestro pensar, y que tradicionalmente (sobre todo en la modernidad) se enmarcaba en el seno del ‘yo’, de la ‘conciencia’. Lo mental es aquello de lo que tenemos consciencia y que, en cuanto tal, al hacernos consciencia de ello, entra dentro de lo conceptual, de lo discursivo, del entendimiento, de la razón. Pero lo inteligente es más amplio que el yo conciencia, aunque no sea explícito y a menudo se mantenga en niveles subsimbólicos o superobjetivos: es precisamente ese fondo de conocimiento gracias al cual nuestro pensamiento puede darse. Decía que la conciencia, lo mental, viene a coincidir con el ejercicio de nuestra cognición, lógica, reflexiva, etc., gracias a lo cual podemos comprender e interpretar lo real; pero a veces, esa comprensión se da como una centella, de golpe, fenómeno que podíamos identificar con la intuición. Pues bien, a donde iba es a que, tanto una como la otra, si no quieren permanecer en la cadena de lo conocido y de lo acostumbrado, poco podrían hacer si no contaran con un rasgo que comparten: la creatividad.

Tanto en el pensamiento discursivo como en la intuición es necesario tener dispuesta nuestra creatividad. Solemos vivir mucho más apoyados en lo primero, en lo mental, en lo cognitivo; y su rutina a menudo nos lleva a una mecánica uniformidad. Solo el fondo inteligente, de marcado carácter vital, orgánico, biológico, tiene el impulso necesario para abrirnos a nuevos horizontes, dispuestos por nuestro encuentro con el mundo. Sin ese fondo inteligente, la intuición se apaga, el discurso se anquilosa. Es ese interés vital que trabaja por debajo el que alimenta la productividad discursiva y alimenta el fogonazo intuitivo. Sin la riqueza de ese fondo inteligente, no podemos ensanchar nuestro horizonte, no podemos ampliar nuestra comprensión del mundo ni de quiénes somos. En ese caso nos convertimos en seres sin imaginación.

La imaginación permea todo lo que hacemos, y nos ofrece la savia que necesitamos para conocer el mundo, y no adaptarlo a nuestros intereses. La imaginación permite que veamos la novedad en lo nuevo, nos ayuda a sorprendernos incluso de lo viejo, descubierto ahora con matices ignorados. Imaginación supone que lo mental no ahogue a lo inteligente, significa vivificar el fondo inteligente con experiencias nutritivas, funcionales y enriquecedoras. Quien es capaz de descubrir lo nuevo en lo viejo, tiene imaginación; y, para quien tiene imaginación, nada nuevo le es extraño, y cualquier encuentro se torna en aventura del conocimiento. Sólo creativamente podemos abrirnos al mundo, y podemos desplegar nuestras vidas en él.

La creatividad de la imaginación no es fantasía, o no es 'mera fantasía': es la capacidad para poder integrar la novedad con los materiales ya asumidos como propios, dando origen a algo original, no conocido previamente, pero verdadero. Nuestro fondo inteligente se ha liberado de las rejas de lo mental, ha volado según pautas recónditas capaces de escudriñar el fondo de lo real ante el cual nuestro pensar reflexivo languidece. En la fantasía hay violencia, hay manipulación de entes que flotan en nuestros sueños, con un desencuentro de fondo entre lo mental y lo real, ya que lo mental se desarraiga deviniendo en elaboraciones ajenas a la realidad. Cuántas veces un pensar meramente conceptual es fantasía, porque lo nuevo no es capaz de despertar las energías adecuadas de un fondo que permanece entumecido, encadenado por una mente que no le deja esponjarse y aflorar a la superficie. En la fantasía se manipula a lo real, no se lo escucha, no se lo siente.

El primer contacto con lo real es físico, es sentiente: y la inteligencia es primariamente sentiente. Y el pensamiento y la razón, o son sentientes, o son emborrachamiento de conceptos y teorías. La imaginación permite combinar creativamente el fondo inteligente con la novedad de lo real, aflorando a la consciencia pensamientos y conceptos con cuerpo, con peso, ya no encerrados en sí mismos, sino en diálogo con la objetividad de lo aprehendido.

Por lo general, tendemos a la rutina, a lo acostumbrado, a la inercia de aquellos modos de actuar y de discurrir que nos ofrecen menos esfuerzo, y que realizamos sin resistencia. Vivimos según los modos acostumbrados de hacer y de mirar, y en toda ocasión buscamos lo familiar que nos ofrece la seguridad de lo conocido. Preferimos la distracción de barajar conceptos antes que el esfuerzo de crearlos nuevos. A menudo, el éxito viene por ofrecer distracciones, por juguetear con la rutina, y no por mostrar novedades. El hábito es mal compañero de la imaginación; pero no tanto el hábito de unas sanas costumbres adquiridas como el hábito de nuestra conciencia, la inercia mental que nos lleva a preferir lo fácil conocido que lo difícil por conocer. Lo imaginativo es costoso de comprender, por eso no es bien acogido.

Lo imaginario curva la realidad sobre su subjetividad, lo imaginativo se curva sobre la objetividad inespecífica de lo real. El hombre imaginativo supera la inercia del hábito, buscando nuevas posibilidades para enriquecer su aprehensión de lo real.

15 de junio de 2021

Lo inteligente es más que lo mental: la intuición

Quisiera reflexionar en este post sobre un aspecto que me parece fundamental, como es la diferencia entre lo mental y lo inteligente, algo que, lejos de matizaciones sutiles, creo que es muy importante para comprender nuestro estar en el mundo. Cuando pensamos en lo mental, solemos considerarlo como aquello que tiene que ver con el ejercicio de nuestro pensamiento, de nuestro raciocinio… e incluso con aquello que tiene que ver con todo de lo que somos conscientes, es decir, de la conciencia. Pero toda nuestra actividad inteligente no se agota con ello, sino que lo inteligente es mucho más que eso. Lo mental pertenece a lo inteligente, pero no lo agota; lo mental sería algo así como la punta del iceberg de lo inteligente, aquello que se torna visible en nuestra continua relación con el entorno, aquello que aflora a la superficie de nuestra actividad global. Pero por debajo hay algo más. ¿Qué es lo inteligente?

Cuando pensamos en la génesis del organismo humano, desde una consideración evolutiva, nos damos cuenta de cómo la inteligencia no es primariamente la facultad con la que pensamos, sino aquella facultad que nos permite hacernos cargo de la realidad, tomar distancia de las cosas, lo que nos abre cierta holgura para poder optar, y así suplir nuestra carencia de una legalidad instintiva. Siguiendo a Zubiri, la función primera de la inteligencia no es cognitiva, sino biológica: hacernos viables como especie, independientemente de que de modo ulterior la inteligencia pueda ser ejercida como entendimiento y razón. En este sentido, la inteligencia recoge o asume todo el dinamismo biológico y orgánico según el cual el resto de animales despliegan sus vidas: lo eleva. La inteligencia no es algo ‘otro’ a nuestro organismo, sino una facultad que emerge de sus estructuras biológicas y que, manteniéndolas, es capaz de llevarlas a un nivel distinto al del animal: el nivel inteligente. En nosotros se mantienen los dinamismos según los cuales los animales se relacionan con el entorno, aunque transfigurados o elevados precisamente por la presencia de la inteligencia, no sustituidos. Por eso podemos afirmar que el ‘puro sentir’ animal se transfigura en un ‘sentir inteligente’, en el cual no por ser inteligente deja de ser un sentir, con toda la carga fisiológica que ello conlleva.

Pues bien, en el seno de toda esa carga física que ello conlleva cabe situar eso de más que es lo inteligente frente a lo mental, toda esa carga de significatividad que posee el individuo y que va más allá del yo conciencia. Tiene que ver con esa sabiduría orgánica resultado de nuestra relación con el mundo, de nuestras acciones y de nuestras afecciones, cuyas consecuencias y resultados se van depositando en nosotros a modo de memoria orgánica, de horizonte de significados, de cosmovisión comprensiva, tornándose en una especie de capital con el que nos desenvolvemos en la vida, con el que advertimos, decidimos, actuamos, valoramos… un fondo desde el cual vivimos la vida y al cual revierten sus consecuencias. Ese fondo orgánico no es estático, sino que está en constante evolución: en su actividad ―como dice Dewey― supone una asimilación y reconstrucción tanto del fondo mismo como de aquello que se incorpora y digiere. Pues bien, a ese fondo orgánico que asimila y reconstruye, en virtud del cual desempeñamos nuestras vidas es lo que podemos llamar razonablemente lo inteligente, o lo sentiente-inteligente, como esa especie de sabiduría de la vida, no siempre consciente, pero sí actual, y que nos lleva a inclinarnos o a interesarnos por unas cosas y no por otras.

Este juego de nuestro fondo orgánico con el entorno, en virtud del cual se ajusta y se reconfigura continuamente, es lento, pausado. En el ámbito de lo mental ocurre al contrario: es rápido, trepidante, pues es ahí donde se da el reajuste más agudo e intenso en nuestro comercio con el mundo. Pero, si lo pensamos, lo mental siempre es ulterior, siempre es secundario: lo primario es lo inteligente, normalmente de carácter experiencial y no consciente.

Lo inteligente no se agota en lo mental, sino que lo mental es una parte de lo inteligente, aquella parte que tiene que ver con el discurso, con la reflexión, con lo cognitivo, con la conciencia. Pero que lo inteligente sea más amplio que lo consciente o que lo cognitivo no implica que no posea cierto carácter racional, sino que escapa a nuestra razón lógica, discursiva, que es distinto. Es más: este ejercicio racional lógico brota de ese fondo inteligente, configurado por todas y cada una de nuestras experiencias y de nuestras decisiones. El raciocinio no se monta sobre sí mismo, sino que se monta sobre unas estructuras fisiológicas que le preceden, y que ya tienen su propia historia.

Por lo general, identificamos lo racional con aquello que emerge de modo consciente y deliberado en determinadas situaciones de la vida: es lo que comúnmente denominamos el ejercicio de nuestra razón. Por ejemplo, hay conceptos que se nos resisten, situaciones que no comprendemos, retos a nuestro conocimiento; y pensamos y reflexionamos sobre ello, para poder conceptuar lo nuevo y poder comprenderlo. Pero hay veces que no, sino que el nuevo concepto nos viene de modo repentino, inopinado, súbito, sin saber muy bien por qué: es lo que podemos llamar intuición. En lo intuido no hay una elaboración discursiva, sino que hay un encuentro entre lo inteligente y la nueva situación que surge de modo espontáneo: como un relámpago, sin reflexionar ni pensar, ya sabemos qué es aquello que se nos presenta y que desconocíamos.

Pero no es algo mágico: esta intuición no sale de la nada, sino que es el modo en que cristaliza nuestro fondo inteligente fraguado por tantas y tantas experiencias y denodados esfuerzos. No todos tienen intuiciones, sino aquellos espíritus fraguados en miles de batallas con la vida. Unas veces, la mayoría, el encuentro con la novedad se realiza a través de reflexiones y conceptuaciones; otras veces, las menos, como una exhalación inesperada. En ambos casos surge de ese fondo de significados organizados, superobjetivos, subsimbólicos: cuando entre ambos polos salta la chispa, decimos que hemos tenido una intuición; cuando la energía fluye lentamente mediante un frágil hilo conductor, el pensamiento discursivo.

8 de junio de 2021

La justa felicidad

Ayer, tras un examen, me quede hablando con uno de mis alumnos sobre Schopenhauer, filósofo habitualmente definido como pesimista, aunque, a mi modo de ver, su filosofía es una filosofía de la esperanza. Si traigo esto a colación es porque su pensamiento se me ha refrescado leyendo unos sugerentes párrafos de Helen Keller en su libro La puerta abierta, una recopilación de textos en los que reflexiona sobre la vida; en el texto al que voy a hacer referencia habla en concreto sobre la felicidad. ¿Qué es lo que me ha llevado a enlazar ambos pensamientos? Pues una sospecha cabal por parte de Keller, y que no puede sino recordarnos a Schopenhauer; dice Keller que «la humanidad nunca se volverá perezosa o indiferente por exceso de felicidad», porque, más tarde o más temprano, el fracaso, la separación o la muerte, harán acto de presencia; es decir, nada más próximo a lo que el filósofo alemán engloba bajo el concepto de dolor.

En un principio ―hablaba yo con este alumno― el dolor es visto como algo negativo, pero si lo pensamos bien, no es así del todo; porque el dolor es algo que nos avisa de nuestros límites, unos límites inherentes a todo ser finito, a cualquiera de nosotros. El dolor nos avisa de que nuestra existencia está en riesgo: si no sintiéramos el corte de un cuchillo en el brazo, seguramente lo perderíamos amputado sin darnos cuenta; si no nos quemara el fuego, arderíamos inconscientes de que nos estábamos consumiendo. Dolor tiene que ver con ruptura o desgarro de un tejido o de un órgano, y también con cualquier necesidad que podamos experimentar: tan dolor es para Schopenhauer que algo desgarre nuestro cuerpo, como tener sed, por ejemplo. El dolor no es ni bueno ni malo en este sentido, sino que es natural. Ciertamente, en nosotros las posibilidades de experimentar dolor crecen exponencialmente, tanto como deseos somos capaces de forjarnos, o como necesidades somos capaces de crearnos. En este sentido afirma Keller que las posibilidades se tornan cada vez más amenazadoras conforme aumentan los productos de una imaginación no siempre bien encaminada. Algo de lo que es legítimo escapar… ¿Lo es? ¿En qué medida?

Para Keller la seguridad absoluta es una superstición: no existe ni en la naturaleza, ni ningún ser humano la tiene bajo su poder. Se hace eco esta gran mujer de las vidas malgastadas huyendo obsesivamente de riesgos y peligros, quedando atrapadas en las redes pegajosas del temor y de la evasión. Y es que ―como dice― muchas personas tienen una idea equivocada de lo que constituye la verdadera felicidad. «La vida es una aventura atrevida o no es nada», algo que, dicho por la persona que lo dice, cuya vida fue de todo menos fácil, da que pensar. En su opinión, muchos la buscan en la gratificación, bien por satisfacción de necesidades bien por evasión de dolores; pero el caso es que, en ambos casos, no se está siendo fiel a la verdadera felicidad, sino que uno está cayendo en el abismático pozo del más hondo dolor: el sufrimiento. Porque ese modo de vida, aun cuando parezca que las cosas nos vayan bien, supone alcanzar no la felicidad, sino un bienestar tan pasajero como lo que duren las situaciones que lo proporcionan. Nada que ver con ‘la’ felicidad, de cuyo trasunto uno vive habitualmente ajeno, preocupado como está en satisfacer necesidades y huir de dolores.

La felicidad tiene que ver con una vida que valga la pena, con una vida conquistada fielmente según un propósito; no tanto el de alcanzar ciertas metas y evitar ciertas situaciones —que también—, sino el de ser fiel a uno mismo, conquistando el propio derecho a vivir nuestra propia vida, siendo coherente con nuestra libertad responsable a la hora de ser persona. Esto tiene que ver con lo que Schopenhauer denominaba ‘metamorfosis trascendental’: este tránsito de las satisfacciones pasajeras a ‘la’ felicidad supone un cambio de clave tan radical que pocas personas están en condición de afirmar que andan por ese camino, por mucho que así lo pensemos la mayoría.

Esta felicidad no es una felicidad dada, recibida, sino conquistada esforzadamente, poniendo en juego nuestros mejores recursos, esgrimiendo nuestras mejores armas para ser capaces de, sin dejar de vivir nuestras vidas, hacerlo felizmente. De hecho, si nuestra felicidad es una felicidad heredada, no es auténtica felicidad. Es más: dice Keller que, de hecho, «nadie tiene derecho a consumir la felicidad sin producirla», nadie tiene derecho a ‘cargar su felicidad’ sobre los hombros de los demás, seguramente por dar pábulo a sus deseos personales. Pensar que nuestra felicidad es posible sin haber realizado el tránsito de la metamorfosis trascendental, es egoísmo: es una felicidad injusta, además de imposible. Tal y como decía el filósofo de Danzig, no es utopía, sino ingenuidad, pensar que nuestra felicidad es posible sin haber asumido descarnadamente dicha tarea sobre nuestros hombros, en esa soledad que uno siente a veces ante la vida cuando sabe que es un asunto que ha de resolver él, y nadie más que él, so pena de convertirse ya no en una carga para los demás, sino en una carga para sí mismo. La felicidad o es conquista, o es engaño.

La vida así vivida, cuando uno es capaz de enfrentarse a los riesgos y cambios de la vida con ‘espíritu libre’, no gregario ni interesado, movido únicamente por la fe de que ése es el camino, adquiere una fuerza invencible, muestra de lo cual es la misma Helen Keller. ¡Cuánto daño hace la idea de seguridad!, nos dice. No tanto porque no sea necesario vivir con ciertos márgenes de seguridad, sino por caer en la trampa de pensar que las seguridades son permanentes, inamovibles, lo cual revierte en «un debilitamiento de la imaginación y de la autosuficiencia que la ha vuelto inapropiada para dirigir su destino de manera independiente». Paradójicamente, sólo la aceptación del cambio y la aceptación de una crisis permanente nos eleva a un estado de vida en cuyo horizonte comienza a vislumbrarse la felicidad, la justa felicidad. Una felicidad que no existe sino en la superación de obstáculos, en la asunción de la transfiguración de una vida, la propia, que se eleva sobre la línea del dolor y del bienestar.

1 de junio de 2021

El espíritu de verdad

Una de las grandes conquistas de la filosofía contemporánea es, a mi modo de ver, el haber visto que, tras destronar a la razón pura ilustrada, la razón que la sustituye, la razón impura como le gusta llamarla al profesor Conill, no nos remite irremisiblemente al relativismo, sino que, a pesar de ser el modo de ejercer la razón por parte de un ser humano siempre situado en una perspectiva, puede contribuir al crecimiento personal y gnoseológico de la especie humana, porque para nada está claro que haya perdido su vinculación con la realidad de las cosas, independientemente de que está vinculación ya no sea de carácter absoluto, sino problemático. De modo que esa pretendida ‘objetividad’ del conocimiento ‘siempre se dará en el seno de un marco de sentido o de un modelo de racionalidad compartido’, como dice el profesor Garrido; es decir, no será absolutamente objetivo, pero no será tampoco absolutamente subjetivo.

Es este un rasgo que, si lo pensamos, es propio de toda palabra; decía William von Humboldt en Sobre la diversidad de la estructura del lenguaje humano y su influencia sobre el desarrollo espiritual de la humanidad, que ninguna palabra significa lo mismo dicha o escuchada por dos personas distintas. Una diferencia que, sea lo significativa que sea, se extiende a todo el idioma. Ninguna palabra, ningún enunciado, ningún texto, es igualmente comprendido por dos personas distintas.

Pero, por el mismo motivo que en toda palabra hay algo de incomprensión, también lo hay de comprensión. A pesar de toda diferencia, hay un nexo que nos une en el seno de la razón impura, de la comunicación impura, y que posibilita el encuentro, el diálogo, así como la riqueza de una pluralidad que, aunque no deje de sorprendernos, no nos aísla en una torre de Babel en la que todos hablan y nadie entiende. Siendo conscientes de ello, el esfuerzo pasa por pensar bien, argumentar bien, razonar bien, fundamentando aquello que digamos (tanto desde la crítica como desde el asentimiento) y, sobre todo, aquello que hagamos, porque, quizá sea más importante que decir verdades, ser verdaderos, como ya dijo Unamuno. La verdad no se piensa primariamente, sino que se es.

Puede que sea esto lo que le llevó a Ricoeur a afirmar que muy bien se puede vivir en una sociedad contemporánea, plural, diversa, desde lo que denomina espíritu de verdad. Frente a un totalitarismo de la mentira, un espíritu de la verdad. El filósofo francés, lejos de utopismos ingenuos, aboga por la recuperación de un espíritu de verdad, capaz de respetar la complejidad de los distintos órdenes en que la verdad se mueve, reconociendo su riqueza plural, nada que ver con el relativismo o con el conformismo. Porque el reconocimiento de la pluralidad no implica la mera arbitrariedad ni el uso torticero de la libertad amparado por un concepto débil de tolerancia (equivalente, en última instancia, a la indiferencia). Una sociedad crítica, es una sociedad comprometida; y una sociedad comprometida lo es si lo son todos y cada uno de sus integrantes.

La sociedad crítica y comprometida vive en el espíritu de verdad; y sabe que no toda verdad pertenece a un mismo ámbito, sino que es poliédrica. Hay verdades científicas, propias de un ejercicio de la ciencia desde su especificidad, capaces de aportar a la sociedad, la cual las valora sin menospreciarlas a base de prejuicios acríticos. El espíritu de verdad sabe reconocer la bondad de una verdad científica, así como sabe discernirla de una mera creencia científica. La sociedad critica adivina cuándo se hace un mal uso del arte y de la literatura para defender ideologías de cualquier índole, ajenas a su nobleza propia. El artista se debe al propio arte, y no claudica ante su instrumentalización: el arte no se vende a la utilidad. Sólo así podrá descubrir nuevas realidades y mostrárselas a aquellos que poseen la hondura suficiente para aprehenderlas, iluminando vías que probablemente la sociedad deba conocer. El espíritu de verdad también es crítico con la conciencia política de su época. Es consciente de que la política no es una ciencia exacta, así como de que el político tampoco posee una ‘varita mágica’ para solucionar los problemas de una sociedad. No hay una única comprensión de los problemas suscitados en una dinámica social plural y diversa, no hay recetas ni soluciones perfectas. La sociedad crítica y comprometida sabe distinguir cuándo lo que anima a la clase política no es su capacidad de esfuerzo honesto y denodado en diálogo con las distintas corrientes públicas que cruzan la realidad social de un país, sino la sucesión de claudicaciones y cesiones cada vez más inverosímiles que van en contra de los valores democráticos que les han permitido ostentar el poder que esgrimen.

El espíritu de verdad es propio de una sociedad crítica y comprometida; lo contrario es dogmatismo, una mentira totalitaria que engaña y tergiversa para generar confusión y enfrentamiento en beneficio de quien la sostiene. Y, como dice Stefan Zweig en su Castellio contra Calvino, por suerte o por desgracia, el uso torticero del poder, bien mediante la fuerza bruta bien mediante la mentira y el engaño, produce sus frutos. Desde el momento que una pequeña pero activa minoría muestra el suficiente arrojo y no escatima en desafiar a la verdad, es capaz de engatusar e incluso de intimidar a una gran mayoría que, sin embargo, se comporta de modo perezoso. Como muy agudamente dice el fantástico escritor, la humanidad pocas veces sucumbe a la ecuanimidad y serenidad de los pacientes y justos, antes bien sucumbe «ante lo sugestivo de grandes monomaníacos que tuvieron la osadía de anunciar su verdad como la única posible, y su voluntad, como la fórmula de la justicia en el mundo». Pero siempre hay opción.