29 de noviembre de 2016

La retórica de la metafísica o la metafísica de la retórica (i)

Hace tiempo escribí un par de posts sobre las falacias (éste y éste) que tenía pensado completar con un tercero, que es precisamente éste, cuyo objetivo es reflexionar sobre si ‘se puede decir la metafísica’ o es una empresa poco menos que de mentes alucinadas. Podría plantearse qué tiene que ver la metafísica con las falacias, cuando para algunos es una cuestión más que obvia. Recordemos la postura del neopositivismo lógico según la cual las proposiciones metafísicas son proposiciones ‘sin sentido’ que y sólo sirven para marear, enredar… y desviarnos de lo verdaderamente importante, a saber: las proposiciones con sentido, las verificables experimentalmente; esto es, el saber científico.

La retórica es una disciplina que tradicionalmente es vista con cierta desconfianza: retórico sería aquel que, o bien tiene la capacidad de manejar las herramientas y los argumentos lingüísticos con la suficiente maestría como para engatusarnos, o bien es aquel que llena de verborrea un discurso con la finalidad de agotarnos y de derrotarnos por agotamiento mental. Pero la retórica no consiste en ser la técnica de la persuasión ni el arte del orador profesional; menos aún el arte de hablar de aquello que carece de fundamento. Este no sería sino un enfoque torticero, ya que daría por hecho que el diálogo y la búsqueda de la comprensión mutua (y de la auto-comprensión) a través de la deliberación y el discurso no pertenecerían de suyo a esta disciplina, cuando seguramente es uno de sus principales fines.

Precisamente, compete a la retórica auténtica investigar y analizar cómo hacen todos estos ‘engañadores de la palabra’, cómo hacen aquellos que tratan de persuadir o manipular a los oyentes, utilizando al respecto incluso discursos sin fundamento teórico, con la finalidad de ponerlos en evidencia. Pero claro, para poder dar explicación de estas maniobras tan poco retóricas, debe haber una idea previa de lo que sea un discurso adecuado, un buen hablar, un bene dicendi; para poder identificar que algo está mal dicho es preciso tener una idea de lo que es decir algo bien, tarea por otro lado harto complicada. Pero a pesar de su complicación, esta tarea se erige inevitablemente en una empresa a considerar para no dejarse llevar por la palabrería imperante en las sociedades occidentales en las que prima el discurso tecnocrático, la presencia calculada, la imagen premeditada,… con el único fin de atraer prosélitos a las filas del orador. Porque la retórica no es solamente el arte de hablar bien, sino también el arte de escuchar bien. El paradigma contemporáneo de la racionalidad retórica está caracterizado por una única posibilidad de acuerdo articulada alrededor del consenso. Este paradigma se explica desde la postura claramente post-moderna (o tardo-moderna, como ya comienzan a afirmar algunos autores) de desencuentro esencial entre retórica y metafísica. Hoy se da por hecho generalizadamente que toda retórica es de por si anti-metafísica, y que toda metafísica es de por sí anti-retórica; y ello apuntalado relevantemente por la dificultad de hablar de un ‘concepto metafísico de verdad’.

La pregunta que cabe hacerse es si es suficiente ese concepto de ‘verdad’ por consenso, o podemos aspirar a otro tipo de verdad fundamentada de modo diverso. ¿Sólo es viable en una sociedad democrática el acuerdo por consenso? Ésta es la cuestión.

Quizá, si se replantease la relación entre ambas disciplinas no sólo se podría dar lugar a un entendimiento entre retórica y metafísica, sino que posiblemente se propiciaría un auténtico auto-entendimiento de la propia disciplina retórica. A lo mejor resulta que lo retórico no es independiente de lo metafísico, ni una herramienta más o menos necesaria para poder hablar de ella, sino un aspecto fundamental de su propia esencia. En este sentido, este acercamiento sería la vía para poder iniciar un cambio de mentalidad discursiva, con implicaciones directas en los conceptos actuales de cultura y Estado, según el cual podría superarse esa visión endógena de la retórica que se alimenta de los topoi consensuadamente aceptados en un mundo fluido que resbala sobre sus propios fundamentos. Porque, ¿puede una retórica endógena generar un discurso capaz de ofrecer conclusiones no deducibles de las meras opiniones, mejor o peor formuladas?

El problema que aparece manifiestamente es el de plantear siquiera la posibilidad de que el lenguaje apunte a algún tipo de realidad que trascienda lo ‘decible’, lo ‘que se puede decir’. ¿Cómo se puede siquiera pretender decir lo metafísico, si por su propia esencia se presenta como algo indecible? Ya se encargó Wittgenstein de poner sobre la mesa tal dificultad. Pero en vez de desistir en el empeño, ello nos puede llevar a otra consideración: cuando hablamos de lo que se puede y no se puede decir, se hace desde una pre-comprensión del tipo de lenguaje que manejamos. Será en base a este tipo de lenguaje que nos plantearemos si algo es ‘decible’ o no. Todo dia-logos está condicionado por el logos. Y qué duda cabe de que nuestro logos está muy condicionado por nuestra capacidad lingüística; pero condicionado no quiere decir limitado o determinado. ¿O sí?

Efectivamente, parece que no podemos conceptuar, hablar, pensar algo que no esté mediatizado por nuestro lenguaje; todo aquello que concibamos y pretendamos expresar debe realizarse desde él, como ya decía Fichte. Parece evidente que con el discurso demostrativo lógico-lingüístico no es posible siquiera apuntar a una realidad de carácter diverso; no es planteable siquiera la cuestión de si se puede decir la metafísica o no. Parece un sinsentido. Y si nos fijamos, este tipo de discurso también posee otra limitación manifiesta, menos metafísica y más vital, pero de una índole análoga. Las limitaciones del lenguaje conceptual-discursivo se evidencian también a la hora de expresar una vivencia personal o un estado emocional interior. Cualquiera de nosotros habrá experimentado ese sentimiento de ansiedad o angustia al darse cuenta de que con las palabras que dice no acaba de explicar esa intensa vivencia interior, o ese sentimiento recién experimentado. Solemos apelar a frases del tipo ‘es como si…’, ‘¿nunca te ha pasado que…?’, ‘es lo que sientes cuando…’. En estos casos, el lenguaje meramente conceptual se torna insuficiente, viéndonos en la necesidad de superar ese modo de expresión acudiendo a recursos retóricos tales como la tautología, el pleonasmo o el oxímoron que generan un efecto paradójico que, en el desconcierto subsiguiente da pistas (no perfectamente definidas) de aquello que se quiere transmitir. Los recursos líricos, poéticos, retóricos, nos permiten aproximarnos a otros tipos de realidad que se sitúan allende lo lógico-conceptuable, difícilmente expresables mediante las herramientas lingüísticas cotidianas; no se trata de representar fidedignamente sino de evocar, invitar, sugerir,… Algunos dirán que estas experiencias personales carecen de realidad precisamente por no ser expresables mediante el lenguaje lógico-conceptual, o bien las reducirán a combinaciones de elementos que puedan expresar así. Pero otros no.

23 de noviembre de 2016

Inteligencia sentiente: proceso o momento

Ortega y Gasset decía que el uso primario de la razón no es el científico, ni siquiera el gnoseológico, sino el vital, el existencial: lo primario que debía hacer el ser humano con la razón era ‘dar razón de su propia vida’, esto es, saber dónde está, de dónde viene y hacia dónde quiere ir, teniendo presente para ello su historia (su biografía) y su contextualización social, cultural,… próxima y lejana. Otros usos que pudiéramos hacer de la razón (como el científico, el lógico-matemático, etc.) no son sino medios que proporcionan un conocimiento de la realidad y de las cosas al servicio del primero. Toda esta serie de posts que estoy escribiendo en torno al sentir inteligente zubiriano tiene como finalidad argumentar la posibilidad de ejercer un uso más amplio de razón que el meramente racionalista, con la idea de contribuir felizmente a que esa razón que puede ‘dar razón de nuestra vida’ es una razón en sentido amplio, más allá de lo meramente racional.

Para ello hablaba de la inteligencia sentiente zubiriana, o como prefería denominarla, del sentir inteligente, pues de alguna manera la inteligencia humana (tal y como la entiende Zubiri) no está montada sobre sí misma sino que se ‘monta’ sobre unas estructuras fisiológicas que la soportan y la posibilitan, y que poseen mucho en común con las estructuras fisiológicas animales. La diferencia cualitativa estaría precisamente en la inteligencia, la cual permite que las cosas queden ante el sujeto aprehensor como ‘otras’, como ‘de suyo’, según la formalidad de realidad, frente a la formalidad de estimulidad propia de los animales. Ya hemos hablado de ello.

Pero antes de continuar en mi línea argumentativa, hago un alto en el camino, porque quisiera poner de manifiesto una duda sobre cómo elaborar conceptualmente lo siguiente. A ver si me consigo explicar. Decía que la inteligencia humana, entendida como aquella facultad humana que le permite tomar distancia ante la realidad y aprehender las cosas como ‘de suyo’, está montada sobre unas estructuras fisiológicas animales, las cuales ya estaban capacitadas para ejercer el proceso sentiente animal según el cual pueden precisamente vivir, cada uno según su especie. Distinguíamos en dicho proceso tres momentos: la afección, la modificación tónica y la respuesta; que, permeadas ‘humanamente’ daban lugar a la inteligencia, el sentimiento y la volición. Decíamos que el sentir animal o el puro sentir, pasaba a ser sentir inteligente (o sentir humano, podríamos decir). A decir de Zubiri, esta inteligencia posee esa función primordial que hemos comentado, y podía modalizarse ulteriormente en otros usos que son los que nos son más familiares, y que él denomina logos y razón (además de una cuarta que no es muy conocida pero que Zubiri también comenta: la comprensión, pero no es nuestro tema ahora).

Ahora bien, y aquí es a donde quería llegar: ¿qué posibilita la inteligencia frente a la modesta cognición animal? O visto desde abajo: ¿cuál es el límite de la cognición animal, que se ve desbordada o transformada por la inteligencia sentiente?

Si la vemos desde arriba, parece que la capacidad cognitiva humana crece, digamos, según dos líneas: a) la primera es la que comentamos, permeando todo el proceso sentiente animal haciéndolo consciente de sí mismo así como de las cosas entre las que se está, adquiriendo esa capacidad de alteridad propia de la formalidad de realidad; y b) dotando más alcance a la capacidad cognitiva animal, posibilitando una reflexión sobre sí misma, recuperando el pasado de largo alcance (memoria a largo plazo), elaborando teorías sobre las cosas, planeando proyectos y estableciéndose objetivos a largo plazo, incluso imaginando, fantaseando… es decir, una elaboración cognitiva cualitativamente distinta de la animal (aunque soy consciente de que no todos piensan así). A mi modo de ver, es en este segundo aspecto en el que Zubiri sitúa logos y razón (y comprensión).

Si nos situamos en el nivel animal (esto no deja de ser una suposición) efectivamente el animal realiza el proceso sentiente dejándose llevar por sus instintos, los cuales le van marcando (con un margen mayor o menor de holgura) lo que tiene que hacer, y que le sirve para desenvolverse en la vida, aunque no sean conscientes de que lo saben. Como decía Bergson, los animales saben lo que tienen que hacer en cada momento aunque no sepan que lo saben. Dicho proceso se da en ellos según la formalidad de estimulidad, empastados en la realidad que diría López Quintás, sin esa capacidad de alteridad, de distancia. Y en cuanto a la cognición, pues creo que también se puede afirmar que poseen cierta cognición: tienen memoria, reconocen a personas, situaciones, sucesos,… Yo creo que también tienen cierta capacidad de previsión: cuando están esperando a que la presa pase por delante de ellos, ¿no implica eso un poco de imaginación, de previsión del futuro?, ¿cómo si no iban a estar esperando a que pasara la presa delante de ellos, o a que saliera de su madriguera? Sin embargo, toda esa actividad cognitiva se da, como digo, empastada en la realidad, sin acabar de ser conscientes de lo que están haciendo.

¿A dónde quiero llegar? Si nos fijamos, el sentir inteligente no es sino el sentir animal (puro sentir) permeado por la inteligencia, por esa capacidad de alteridad. Si la inteligencia permea todo el proceso, la cognición animal se transformaría en cognición humana, la modificación tónica animal en sentimiento humano y la respuesta animal en voluntad humana; las primeras según la formalidad de estimulidad y las segundas según la formalidad de realidad. Es por esto que no sé si es adecuado hablar de que las tres facultades humanas sean inteligencia, sentimiento y voluntad; creo que no es apropiado denominar inteligencia sentiente a la primera de ellas (recordemos que Zubiri las denomina inteligencia sentiente, sentimiento afectante y voluntad tendente), sino que lo que sería la inteligencia sentiente (o sentir intelectivo) sería el proceso sentiente humano global, en el seno del cual se darían esos tres momentos: el cognitivo, el sentimental y el volitivo.

Consecuentemente se me ocurren tres opciones. a) No sé yo si habría que re-denominar al primero de ellos que en vez de llamarse así, inteligencia sentiente, debería llamarse de otro modo (pienso yo, lo digo sin tenerlo claro), algo relacionado más específicamente con la actividad cognitiva. Para ello habría que pensar qué ocurre exactamente en el animal en este momento (cuál es su elaboración cognitiva, cómo funciona, etc.) y ver cómo se transforma en el caso humano, análogamente a cómo la modificación tónica y la respuesta se transforman en sentimiento afectante (o afectar sentimental) y voluntad tendente (o tender volitivo). Quizá algo relacionado con la intelección, o con la cognición: frente a lo inteligente (que cubre todo el proceso) lo intelectivo o lo cognitivo (que describe el primero de los tres momentos). O b), mantener inteligencia sentiente para ese primer momento y denominar de otro modo al proceso global. Aunque esta opción me gusta menos. O c), como tercera opción mantenerlo así, dejando que la inteligencia sentiente se extienda horizontalmente sobre todo el proceso, y a la vez pueda ‘extenderse’ más en cuanto tal hacia logos y razón. Al fin y al cabo, fue lo que hizo él.

15 de noviembre de 2016

La obra de arte en su mundo

Veíamos en el anterior post la validez óntica de la imagen diferenciándola de la mera copia, y nos quedaba el siguiente apartado que consistía en referenciarla a su mundo. Veremos cómo en la relevancia de esta referencia coinciden distintas artes (pintura, escultura, arquitectura), desde las cuales Gadamer dará el salto a la literatura y nos introducirá en el problema hermenéutico, finalizando así esta primera parte para dar entrada a la segunda.

La duda que se plantea Gadamer tiene que ver cómo se da este aparecer, esta representación ‘creadora de ser’ que también se da en la imagen: si de una vez por todas o paulatinamente, de modo que cada espectador (cada sociedad, cada momento histórico) puede descubrir algo nuevo en ella. Gadamer es partidario de esto segundo, y para ello apela al concepto de ocasionalidad: «ocasionalidad quiere decir que el significado de su contenido se determina desde la ocasión en que se presencia, de manera que este significado contiene entonces más de lo que contendría si no hubiese tal ocasión». Ello lleva implícito que en la propia obra hay una pretensión de sentido que no se da en su plenitud cuando se creó, sino que precisa de distintos momentos más allá del de su creación desde los cuales se pueden extraer ‘esquirlas de su ser’, esquirlas que no es que las ponga el espectador como si se las hubiera con un objeto olvidado, sino que se encuentran de algún modo en la pretensión de sentido de la propia obra de arte y que no podrían darse sino fuera desde esa ocasión en que dicha obra es contemplada. La ocasionalidad es el topos en el que se manifiesta esa comunicación óntica en la que se hace presente la realidad profunda que evoca la propia obra, y que no podría darse sino a través de una (de esa) dicha ocasión.

Esto de la ocasionalidad es más patente en el caso de las representaciones musicales o dramáticas; en éstas, se percibe claramente cómo cada representación siempre será diferente a cómo fue pensada por su autor original: «en consecuencia forma parte de la esencia de la obra musical o dramática que su ejecución en diversas épocas y con diferentes ocasiones sea y tenga que ser distinta». La cuestión es: ¿ocurre algo similar en el caso de las artes plásticas? Podríamos pensar que en todas las épocas la obra como tal no cambia, y lo que es distinto no es más que sus efectos en el espectador de una determinada época. ¿Es así? A decir de Gadamer no, ya que entiende que la obra ofrece aspectos distintos en épocas distintas, aunque ello no entrara en la consciencia del autor: «el espectador de hoy no sólo ve de otra manera, sino que ve también otras cosas», cosas que incluso permanecieron ajenas a las intenciones del autor. Es legítimo considerar entonces a la imagen plástica (pintura, escultura) como una representación en la que cabe también la analogía del juego como un proceso óntico más allá de la mera aprehensión subjetiva.

No caigamos en el error de pensar que todas las formas de representación sean arte, pues como ya se vio también son formas de representación las señales y los símbolos, pero no son arte en este sentido que comentamos. En ellos su sentido es algo dado por convención (Gadamer le denominará fundación) que será lo que sustente su sentido referencial, ya que este sentido no reside en su propio contenido. No así en la imagen artística, en la que precisamente a causa de su contenido no puede asumir de modo arbitrario (convencional) una referencialidad a una realidad, sino que sólo puede asumir aquella referencialidad real que le es propia, y no otra.

Esto es algo que acontece de modo singular en la arquitectura, en la que lo que prima ya no es únicamente su carácter de representación sino también su ubicación en un contexto espacial así como la función del nexo vital que desempeñe: «un edificio nunca es primariamente una obra de arte», ya que en él prima sobremanera su propio objetivo en tanto que utilizable vitalmente además de su papel como representación artística. Por su propia índole, supone además un ‘dar forma al espacio’: por un lado lo conforma pero por el otro lo libera otorgándole nuevas posibilidades. En ello juega un papel especial la decoración, mediante la cual por un lado se atrae la atención del espectador pero por el otro se le remite al espacio más amplio que dibuja el monumento artístico y en el que se incardina su comportamiento en la vida. Lo decorativo (cuyo extremo sería lo ornamental) no tiene un fin en sí mismo sino el de ‘agilizar’ la función artística del monumento en el que se encuentra; de hecho, su valor se sitúa en esta referencialidad: «el adorno no es primero una cosa en sí, que más tarde se adosa a otra, sino que forma parte del modo de representarse de su portador»; así se incluye en ese proceso representativo de toda obra de arte, en este caso de la obra arquitectónica.

¿Qué conclusión podemos obtener de todo ello, pues? Si este ‘aumento de ser’ es más fácil de ver en las representaciones dramáticas y musicales, no es menos real en las artes plásticas. La representación en tanto que proceso óntico no es algo meramente vivencial que sucede en los momentos de la creación de la obra de arte o de su aprehensión por parte de un espectador. Es en la propia ‘reproducción’ en lo que consiste el ser originario del arte, en el que participa también —tal y como se acaba de ver— la imagen pictórica y la escultura. Queda la cuestión de cómo dar el salto a la obra escrita, a la literatura, salto que Gadamer hábilmente se ha dejado para el final y desde la cual nos introducirá específicamente al problema hermenéutico.

8 de noviembre de 2016

La formalidad… de realidad

No todos los seres vivos se relacionan según la formalidad de estimulidad que veíamos en otro post. Los seres humanos poseen, gracias a su inteligencia, una capacidad de relación con su entorno que es radicalmente distinta (aunque soy consciente de que no todos los autores piensan en estos términos, y hablan de diferencia cuantitativa más que cualitativa). Cómo surge y por qué la inteligencia en la cadena evolutiva es algo no sólo que no sabemos, sino que quizá nunca lleguemos a saber. A lo más que se puede llegar es a establecer hipótesis al respecto, tarea a la que se dedica la antropología biológica fundamentalmente.

Según se piensa, llegó un momento en la evolución de los homínidos en la que sus estructuras instintivas se tornaron ineficaces para poder guiar su comportamiento, tal y como había acontecido en los miles de años previos. Llegó un momento en que el primer humano se encontró ante una situación en la que ya no sabía qué hacer de forma primaria, fruto de lo cual surgió la necesidad de adoptar ante la realidad una forma de estar diversa: digamos que se tuvo que ‘hacer cargo’ de la realidad, sencillamente para saber a qué atenerse y poder seguir manteniéndose en la supervivencia. Es aquí donde hay que situar el origen de la inteligencia. En este sentido, la inteligencia adopta una función primaria eminentemente biológica (independientemente de sus usos o posibilidades ulteriores), como facultad que posibilitó la vida a una especie que se había visto desprovista en un momento dado de las conductas pautadas que le proporcionaban sus instintos acostumbrados.

La inteligencia proporciona a los seres humanos una posibilidad de relacionarse con su entorno según la cual las cosas que le afectan ya no quedan en el sujeto aprehensor (nosotros) como meros estímulos que se agotan en su función estimúlica, sino que quedan ante el sujeto aprehensor como algo ‘otro’ que, independientemente de que le afecten y desencadenen en él un proceso homeostático (al igual que ocurriría con cualquier otro ser vivo) el ser humano es consciente de que eso está ocurriendo, y que efectivamente eso que le ha afectado es algo que es ‘de suyo’, es decir, que posee una existencia en principio independiente a él, y que la seguirá teniendo tras dejar de afectarle.

Este hecho aparentemente tan nimio, abre un horizonte de posibilidades amplísimo al ser humano, pues ya no posee su conducta determinada por sus estructuras constitutivas, sino que lo que le caracteriza precisamente es la no especificación de su conducta. Ante lo que le afecta, el ser humano puede suspender su respuesta para discernir y optar por lo que estime más oportuno. No todos los procesos que realiza el ser humano observan esta dinámica, pero se puede afirmar que aquellos actos específicamente humanos, sí. No es una total indeterminación, pero sí una determinación inespecífica.

Y lo fundamental de todo este proceso que estoy comentando es que la inteligencia humana no surge como algo desconectado de lo propiamente fisiológico que nos constituye, no aparece desligado de nuestra parte animal, podríamos decir, sino que se monta sobre todo ello, manteniéndolo de algún modo. La inteligencia humana no posee primariamente una función meramente cognitiva (aunque a la postre sea la función que predomine), sino que en sus orígenes posee una función biológica apoyada en las estructuras fisiológicas que la sustentan. Y este dato es importante. Este arraigo fisiológico es lo que se quiere poner de manifiesto con el calificativo de sentiente a la inteligencia: se trata de una inteligencia sentiente.

Pero recordemos que también podíamos denominar a esta facultad humana como sentir inteligente. Quizá con esta denominación se ponga más de manifiesto esa idea de que la inteligencia se monta sobre unas estructuras constitutivas sin las cuales —no podemos olvidarlo— no podría darse. Porque esa estructura unitaria que denominábamos ‘sentir’ o ‘proceso sentiente’ en el que podíamos identificar tres momentos (afección, modificación tónica y respuesta) es algo que compete a todo ser vivo, humano o no, aunque no siempre se da desde el mismo carácter formal. Para ello hemos distinguido dos formalidades: la de estimulidad y la de realidad, cada una de las cuales nos lleva a hablar bien de puro sentir bien de sentir inteligente. Desde el proceso sentiente cuyo carácter formal es ‘de realidad’ hablamos entonces de que la afección, la modificación tónica y la respuesta están —podríamos decir— como permeadas por la inteligencia, dando lugar a las tres grandes facultades humanas. Insisto en el carácter unitario del proceso, aunque hablemos de facultades distintas; entiendo que si hablamos de facultades distintas es más como herramienta conceptual que por el hecho de que efectivamente se comporten así en la realidad. Las tres facultades no son sino tres momentos de un proceso unitario: el sentir inteligente, cuyo carácter formal es el de realidad.

Todo ello puede llevarnos a pensar que nuestro ejercicio cognitivo no es un ejercicio meramente cognitivo sino que se encuentra fuertemente vinculado a nuestras estructuras fisiológicas. Por suerte o por desgracia, en la actualidad se trata de dos esferas que se encuentran aparentemente distanciadas.

2 de noviembre de 2016

El reverso de la moral de la globalización

El desempeño de nuestra vida como individuos en el seno de una sociedad está fuertemente influenciada por nuestra pertenencia a la misma. Tal y como comentaba en un post anterior, supongo que la mayoría de nosotros nos movemos en esa tensión existente entre la pusilanimidad y la heroicidad, tensión a la luz de la cual hemos de ir haciendo nuestras vidas y tomando las decisiones pertinentes. Todo aquello que hagamos posee así un doble carácter: por un lado va dibujando una trayectoria vital (‘nuestra’ trayectoria vital) y por el otro posee unas repercusiones sobre nuestro propio carácter y sobre cómo vivimos nuestras relaciones sociales.

Si por algo se caracteriza nuestra sociedad occidental es por su complejidad. Lejos quedaron ya esos modos de vida definidos y estables propios de otras épocas. Vivimos en un entramado de relaciones de diversa índole, cuyo funcionamiento a menudo se erige como un verdadero enigma para el individuo de a pie: muchos de nosotros opinamos sobre cómo funcionan las cosas, tanto a nivel político, como económico,… cuando sencillamente lo cierto es que ignoramos más que conocemos. Nuestras sociedades son infinitamente complicadas, y en ellas intervienen factores de todo tipo. Sobre su funcionamiento y su modo de ser (de nuestra sociedad) no podemos sino forjarnos opiniones superficiales confeccionadas a partir de informaciones usualmente recibidas de segunda, tercera o cuarta mano; con frecuencia ni eso. Opinamos sobre lo que ocurre, sin tener en realidad ningún tipo de conocimiento más o menos exacto de todos los elementos, intereses, factores, decisiones, etc., que efectivamente hayan llevado a tal desenlace. Y no es menos cierto que, por otro lado, ante lo que ocurre el ciudadano de a pie normalmente no puede hacer nada, a sabiendas de que le va a afectar de alguna manera. Cotidianamente escucha noticias o comentarios a nivel nacional o internacional (el euríbor, el brexit, la guerra en Siria,…) y, a sabiendas que de ello va a repercutirle en su vida, se encuentra totalmente inánime. Ante esta situación de indefensión, no le queda sino recurrir a la estabilidad y seguridad que le proporciona su entorno cercano, afectivo y querido.

En el seno de esa complejidad, podemos distinguir en el individuo tres niveles de moral, tal y como nos propone Gehlen: el institucional, el profesional y el individual. El nivel institucional tiene que ver con el funcionamiento de aquellas entidades que garantizan el funcionamiento a gran escala de una sociedad humana, tanto a nivel nacional como internacional. El profesional tiene que ver con lo específico de la profesión, en la que a causa de nuestra implicación directa aparece una tensión entre lo más general y el comportamiento individual; a nivel personal no siempre coincidimos con las prácticas y las costumbres establecidas en nuestra profesión (a menudo sí, pero en ocasiones no), y si somos inquietos moralmente, ello provocará sin duda conflictos éticos personales. Y por último se encuentra ya el nivel individual o relacional, nivel en el que ya nos movemos con una importante carga de responsabilidad personal, pues tomamos parte activa en su desempeño.

Sin embargo, quizá sea preciso añadir un cuarto nivel, que ha sido determinado por nuestra situación de globalización. Desde este sentido moral, la globalización puede ser un arma de doble filo, pues puede llevarnos a conflictos para los que quizá no estemos preparados, y que incluso sea inapropiado plantearlos tal y como se plantean. Se trata de la preocupación que nos suscitan situaciones correspondientes a poblaciones y países que ni siquiera sabíamos que existían, de las cuales usualmente desconocemos las causas verdaderas por las que se encuentran en dicha situación. Continuamente nos llegan noticias terribles de lugares lejanos de nuestro planeta (y que en ocasiones nos atañen directamente), noticias que nos afectan a nivel personal por la tragedia que llevan aparejadas, y ante las cuales inevitablemente nos sentimos responsables. Qué duda cabe de que esta preocupación es sana y legítima, y nos honra como personas; el problema adviene cuando nos quedamos en una mera sacudida emotivista, que más allá de una honda preocupación nos lleva a silenciar una conciencia que en definitiva no se cuestiona nada. A menudo nos preocupamos por problemas extremadamente lejanos, cuando no somos capaces de convivir éticamente ya no en nuestra propia sociedad, ya no con nuestro propio vecino, sino en nuestra propia casa y con nuestra propia familia. Incluso no somos capaces de configurar en nosotros una vida auténticamente humana.

Preocupados por los problemas del mundo (preocupación que, como digo, es totalmente legítima y pertinente, y nos dignifica como personas), nos olvidamos con frecuencia de llevar una vida éticamente comprometida en nuestro entorno cercano, limitándonos a la queja y a la exigencia en lugar de un compromiso sacrificado y solidario. La auténtica preocupación por lo lejano surge cuando se da sobre el cimiento de una auténtica preocupación por lo cercano. Cuando no es así, se convierte en un mero escapismo de nuestra inconsecuencia personal, con el cual creemos aliviar nuestras alienaciones y paranoias. Mientras tanto, con nuestra incoherencia seguimos alimentando el desequilibrio y la injusticia, inconscientes de nuestra propia irresponsabilidad, enajenados entre el emotivismo y el bienestar.