27 de noviembre de 2018

Homo Ethicus

Una de las categorías clave para comprender la estética hermenéutica tal y como Gadamer la entiende, es la de transformación en construcción (y que en este post explico con mayor extensión). Lo que nos quiere explicar el autor alemán es la capacidad para extraer de los objetos artísticos todo ese fondo ontológico que albergan, y que sólo puede ser aprehendido (construido) por el espectador que ha sido capaz de asumir las categorías estéticas, ya que son las propias para aprehender adecuadamente el objeto artístico. Gracias a la transformación en construcción podemos aprehender a un objeto artístico no por lo que tiene de objeto, sino por lo que tiene de artístico, que es harto diferente. Porque la capacidad para permitir que en nuestra aprehensión emerja toda la profundidad ontológica que alberga una obra de arte, supone que en el espectador se ha dado lo que Schopenhauer denominaba una metamorfosis trascendental, en la que el objeto artístico posee una doble implicación. Por un lado y, gracias a él, a su aprehensión, podemos educarnos estéticamente, con lo que ello contribuye a dicha metamorfosis. Por el otro lado, y gracias al proceso que hemos experimentado o estamos experimentando, podemos a su vez aprehender estéticamente a dicho objeto artístico con mayor profundidad. Es una dinámica circular, experiencial, de la cual formamos parte.

Todo este proceso tiene, para Gadamer, una repercusión no sólo en nuestra dimensión estética sino sobre todo en nuestra dimensión vital: dicha metamorfosis supone un enriquecimiento óntico por nuestra parte. Un enriquecimiento óntico que, como digo, no se ve reducido a la experiencia estética puntual, sino que, gracias a la dimensión impura de lo representado, puede ser trasladado a nuestras categorías vitales según las cuales nos relacionamos con la realidad y con las personas, con nuestro mundo. Ésa es una de las grandes lecciones que podemos aprender del arte. Si no experimentamos una metamorfosis en nuestras categorías cotidianas de la vida, no podremos extraer toda la dimensión ontológica que subyace tras la obra artística la cual, a modo de punta de un iceberg, manifiesta y anuncia todo un ámbito del ser que se escapa a una aprehensión demasiado rápida o superficial, porque permanece velada para aquél que no se implica verdadera y honestamente en la dinámica estética. Podemos estar rodeados de objetos artísticos, y no haber rozado ni siquiera de cerca toda la carga de profundidad que poseen. Si traigo a colación esta reflexión es porque no he podido encontrar una reflexión que se acercara más certeramente a la obra de Antonio Camaró. Y es que en su obra se cumple de modo palmario —a mi modo de ver— la transformación en construcción gadameriana. Si algún artista apunta a que se dé en el espectador esa metamorfosis trascendental, que nos habilita estéticamente y, fundamentalmente, vitalmente, existencialmente, éticamente, es sin duda Camaró

Hoy quería dedicarle este post a mi amigo Antonio, y a un proyecto que ha lanzado y del que felizmente me ha hecho partícipe: Homo Ethicus. El tránsito del Homo Erectus al Homo Ethicus es, efectivamente, un camino a recorrer; así reza el subtítulo del mismo. Y, ¿qué clase de camino es ese? Acudiendo al propio texto, diré que se trata de un periplo épico en la medida en que es «un periplo ético de integración de los instintos y la razón». Una superación que se puede alcanzar gracias al arte, el cual nos permite extrapolarla a la vida. Porque la obra de Camaró es un alegato a la vida, «una vida que merece la pena vivirse sublimando sus oscuridades». Frente a dogmatismos e injusticias, de lo que se trata es de crear bellos y dialogantes encuentros que alberguen las mayores posibilidades de relación humana, en los que desaparecen los temores y se posibilita el amor.

Que este proyecto se denomine así no es extraño, más cuando su obra en general sólo se puede leer si se une lo estético con lo ético: es capaz de representar los más profundos abismos del hombre, así como sus más excelsos paraísos. Tiene Antonio —por este motivo— algo de vidente, de soñador, de creador… pues es capaz de generar con su obra una atmósfera en la que el espectador se siente absorbido, y de la que difícilmente puede escapar, de la que difícilmente pueda salir indiferente.

La obra de Antonio es como un faro en una noche que cada vez es menos oscura, pues se encuentra iluminada con la misma luz que encontramos en sus cuadros. Invita a descubrir al otro, y descubriéndolo a redescubrirnos a nosotros mismos y a nuestro entorno. No de un modo puro, sino en la significatividad de narraciones biográficas que se entretejen en una trama conformando el tejido humano. Ello no es algo primariamente explícito: es preciso transitar el trayecto, cada uno debe recorrer su camino en el que encontramos las mismas etapas que Dante nos describió en su Divina comedia, a saber: la sombra, la tierra y el cielo. Si el hombre ético es el que se conoce a sí mismo, este conocimiento es «la mayor aventura que podamos recorrer» la cual, una vez recorrida, nos ayuda a superar las diferencias superficiales para alcanzar las esencias que nos unen, y posibilitar así relaciones de amor entre seres entre los que las diferencias se minimizan.



La obra de Camaró nos invita a superar rupturas y cicatrices, resistencias y egoísmos… para llevarnos al lugar donde la imaginación y la realidad se alían en la proclamación de un mundo posible, poblado por los que han sabido dejar atrás su viejo modo de ser, anunciando una nueva ética.

20 de noviembre de 2018

Narradores de la historia

Por suerte o por desgracia, cada vez advertimos con mayor evidencia lo sufrida que es la historia; es decir, lo fácil que es tergiversarla en función de los intereses de quien la relate. Si ya, desde un ejercicio profesional en tanto que ‘historiadores’, es difícil realizar la tarea de releer los acontecimientos pasados con cierta objetividad científica, cuanto más fácil será su tergiversación cuando ya se lee la misma con cierto interés, por muy bienintencionado que sea. En continuidad con otro post en el que hablaba de quiénes eran los protagonistas de la historia, en este me centraré en sus ‘narradores’, o ‘relatores’.

Y, siguiendo el pensamiento de Bueno —que ya seguí en el aquel post—, nos damos cuenta de quiénes son los principales lectores de la historia, los que ‘guardan’ los hechos y las vidas socialmente significativas, así como los que nos la cuentan. En primera instancia podríamos pensar que el principal protagonista en este sentido es ‘la’ sociedad, pero a poco que lo pensemos nos daremos cuenta de que no es así, que los que mantienen el interés porque se mantengan determinados acontecimientos en la memoria colectiva no es ‘el’ pueblo, sino generalmente son ‘partes especializadas de ese pueblo’, a saber: los historiadores y los políticos profesionales, cada uno por sus respectivas razones. Los primeros, por el despliegue más o menos objetivo de su cometido profesional; su profesionalidad apunta en esa dirección: a relatar los hechos del pasado con objetividad científica. En los segundos, en cambio, la lectura y narración de la historia suelen estar más enfocados hacia el futuro, hacia sus proyectos, hacia donde entienden que ha de caminar la sociedad… y si presentan un interés por el pasado no es más que por la repercusión que pueda tener en sus planes de futuro (y no tanto por los afectados directamente por esos sucesos históricos, sean los que fueren).

Si realizar una interpretación adecuada de la historia, científica, lo más objetiva posible, es tarea ardua, ¡cuánto más lo será desde la perspectiva política! Por lo general, los políticos ofrecen ‘una’ versión de la historia, la que mejor se adapta a sus intereses; versión que rara y difícilmente coincide con lo que podríamos denominar ‘la’ Historia, condicionados como están por su propio éxito o mantenimiento en el poder, por conseguir el mayor número de votantes… para lo que suelen acudir a todo tipo de estrategias (crear divisiones, movilizar pasiones, generar identidades, etc.). Creo que todo ello es motivo más que suficiente para cuestionarnos sobre la legitimidad de tal lectura.

La Historia —nos sigue diciendo Bueno— no es asunto ni de recuerdos, ni de memorias, ni de interpretaciones, sino en todo caso «de contrastes de memorias y de otras muchas cosas, llevadas a efecto por el entendimiento y por la razón», y apoyadas críticamente en las evidencias existentes.

«La Historia no se diferencia de la memoria únicamente porque (se supone) ya ha depurado, mediante la ‘crítica histórica’, los recuerdos (reliquias y relatos), desde el punto de vista de su verdad, sino porque ella se mueve a otra escala. Si se prefiere, mantiene otra perspectiva, a saber, la perspectiva del pasado común o pretérito perfecto, y no la perspectiva del presente, de los presentes particulares, individuales o partidistas».

Es por ello que, estrictamente hablando, el carácter científico de la Historia consiste en suprimir todos los recuerdos y memorias en lo que tienen precisamente de recuerdos y memorias, para quedarse en la medida de lo posible con el dato objetivo, con el hecho histórico en cuanto tal. Los recuerdos, las versiones e interpretaciones están llamadas a desaparecer para dejar el paso a la Historia en cuanto tal. Lo cual nos lleva a dos consideraciones. La primera tiene que ver con la actitud que cada uno debe adoptar hacia ‘su’ interpretación de la historia, en el sentido de que uno ha de ser el primer crítico consigo mismo dada la facilidad con la que cualquiera de nosotros guarda en sus recuerdos determinados aspectos de lo que le ha ocurrido, no todos; seguramente los que mejor se adaptan a su relato. Lo contrario no sólo sería una actitud dogmática, sino también su resultado sería seguramente puro dogmatismo: la afirmación de algo que no se somete a ningún contraste crítico, ni se desea que se someta a causa del temor de que uno quede desmentido. Y la segunda consideración tiene que ver con el hecho de que, si nos damos cuenta, el tiempo por sí mismo hace las veces de crisol, propiciando que los recuerdos personales e individuales se vayan difuminando, para que ‘perviva’ el hecho objetivamente comprobable. En este sentido, y desde una actitud auténticamente profesional, la distancia histórica permite que se lean los hechos no con intereses partidistas sino con la objetividad propia del quehacer científico. Salvo que permanezcan vigentes otros intereses… sobre todo en los hechos más recientes. Pero aún en ese caso, esos intereses serán políticos, económicos, sociales… de la índole que sea, pero nunca históricos en sí. Porque esos intereses espurios están ligados a situaciones de la actualidad y del futuro práctico inmediato, y no pueden ser establecidos en nombre de la Historia.

13 de noviembre de 2018

El autismo como un problema de sensibilidad

Este post lo quiero dedicar a un tema que desconozco, pero que me ha parecido muy interesante, y que está muy relacionado con la sensibilidad, asunto de especial interés para un servidor. Ya distinguía en otro post que una cosa es la sensación y otra la percepción. Podríamos definir la percepción como el proceso según el cual dicha experiencia sensible adquiere un significado. No se trata sólo de recibir información, sino de configurarla adecuadamente de modo que nos sirva para nuestras vidas, una configuración que no sólo es cognitiva (dotar de sentido, de significado) —que también— sino que previamente es de carácter fisiológico. En este sentido, qué duda cabe de que un primer paso para poder percibir bien, consiste en una sensibilidad que funcione correctamente. A menudo es complejo hablar en términos de ‘normalidad’ en estos casos, pero bueno, creo que más o menos se pueden establecer ciertos márgenes holgados en el seno de los cuales se pueda hablar así.

El caso es que, con cierta frecuencia, no ocurre de esta manera, sino que los procesos perceptivos fisiológicos se salen de esa normalidad, generando ciertos problemas, como trastornos de aprendizaje, o incluso el autismo, tal y como nos explica O. Bogdashina (en un libro que descubrí gracias a una alumna: Percepción sensorial en el autismo y síndrome de Asperger; un libro interesante para los que tengan esta inquietud). Y esto me parece muy atractivo pues, conforme la investigación avanza, se van realizando averiguaciones en la línea de que ciertos trastornos tienen su origen no en procesos cognitivos, sino en problemas en su sensibilidad, en problemas fisiológicos.

Según parece, el autismo está relacionado de alguna manera con estos procesos defectuosos. Según testimonios de personas autistas, sus conductas rituales, extrañas para nosotros, responden a la necesidad de seguridad surgida al sentirse desubicados en un entorno que sus sentidos no acertaban a esclarecer. Estas formas de comportamiento obsesivas les ayudaban a situarse y a sentirse seguros. La línea de investigación que nos sugiere Bogdashina (entre otros) va en este sentido, en el de que sus sentidos fisiológicos no les proporcionan la información fiable del entorno que les rodea, ya que pueden estar dañados de alguna manera. Del mismo modo que nosotros confiamos plenamente en nuestros sentidos, ellos no pueden hacerlo; y, quizá, aquí esté la causa (o una de ellas) de su problema. Como digo, testimonios de personas autistas vienen a corroborar que una percepción anómala es uno de sus principales problemas.

Es importante notar que, la mayoría de autistas, no son conscientes de lo que les pasa hasta ya una avanzada edad. En un principio, cuando niños, no saben que su imagen del mundo es distinta, porque no tienen ningún parámetro con el que compararse. Con el tiempo comienzan a verse diferentes, pero no saben muy bien por qué. Sólo cuando poseen cierta edad (por lo general hacia el final de su adolescencia), empiezan a ‘darse cuenta’ de que sus percepciones son distintas a las de la mayoría de la gente. Si nos fijamos, no es fácil ser consciente de ello.

Cada uno nace con una forma de estar en el mundo, y percatarse de que su modo de hacerlo presenta alguna anomalía no debe ser un proceso fácil, pues supone un vuelco radical al modo en que uno está situado, creo yo.

Es sabido que las personas con autismo tienen problemas a la hora de reconocer personas y cosas; pero su problema no es primariamente éste, sino otras habilidades perceptivas más básicas, como puede ser dar significados a estímulos visuales o auditivos. Para poder comprender una palabra, antes tienes que poder procesar adecuadamente los sonidos. Pues bien, las personas autistas pueden tener problemas a este nivel: comprender una frase, realizar una acción, etc., supone la conjunción de muchas tareas más simples y sencillas, las cuales se han de coordinar debidamente, y a una velocidad adecuada que permita salvar el ritmo de entradas y salidas, de inputs y outputs; y las personas con autismo parecen no poseer estas habilidades que, en cualquier otra persona, se da por hecho. Ellos, por el contrario, suelen ejercer una percepción literal, es decir, perciben su entorno sin esas construcciones mentales mediante las cuales solemos percibir el mundo, sino que perciben todo ‘tal como es’: no configuran ni prefiguran, no distinguen entre primer plano y fondo, no filtran la información… sino que procesan toda la información que encuentran a su alrededor, vengan de donde vengan, lo cual a menudo les bloquea, o les irrita, generando conductas desafiantes o irascibles. Es por ello que tienden a procesar por partes, con retardo…

El reconocimiento de este hecho nos sitúa con respecto a ellos de un modo diferente, a saber: siendo conscientes de que el mundo de estas personas no es mundo equivocado, erróneo, sino un mundo diferente, del cual hay que hacerse cargo para poder tratarlos adecuadamente. No se trata de ‘llevarlos a nuestro terreno’ sino de hacernos nosotros con el suyo, que es totalmente distinto. Es decir, se trata de, partiendo de su situación, ayudarles a desarrollarse en la medida de sus posibilidades, según su configuración sensible del mundo. Porque entre ellos se entienden, comparten ese mundo que es tan ajeno a nosotros. Digamos que, desde el punto de vista autista, sus respuestas fisiológicas son adecuadas, aunque ciertamente diferentes y poco convencionales —digamos—, pero no por ello equivocadas. De lo que hay que ser conscientes es de que no podemos emplear con personas autistas métodos destinados a personas sin autismo.

6 de noviembre de 2018

Schrödinger y la vida

Cada uno de nosotros, en tanto que organismos vivos, contamos con distintos sistemas (respiratorio, digestivo, sanguíneo…), los cuales están constituidos por órganos, éstos por tejidos, éstos por células, éstas por distintos elementos celulares… y si seguimos llegaremos a hablar de moléculas, de átomos, de partículas subatómicas… Es interesante pensar cómo puede ser que elementos inertes puedan conformar elementos orgánicos dotados de vida. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser que, elementos inertes sujetos a las leyes mecánicas propias de la materia inerte, puedan estar a la base de elementos orgánicos sujetos ya a las leyes biológicas correspondientes a la materia viva? Esta cuestión estuvo muy presente en Erwing Schrödinger, uno de los padres de la mecánica cuántica. Él la planteaba en estos términos:

«¿Cómo pueden ser explicados por la física y la química, los acontecimientos que en el tiempo y en el espacio, se producen dentro de las limitaciones materiales de un organismo viviente?».

Schrödinger era consciente de que, a la altura de sus tiempos, la física y la química poco podían aportar a este conocimiento biológico de la materia; pero creía que en un futuro podía no ser así. De hecho, en su libro ¿Qué es la vida? atiende a esta cuestión. No era fácil conciliar el comportamiento ‘estadístico’ de la materia en cuerpos inertes con su comportamiento en organismos vivos. Como muy bien dice, «resulta poco menos que inimaginable que leyes y regularidades así descubiertas puedan aplicarse inmediatamente al comportamiento de sistemas que no presentan la estructura en la que están basadas tales leyes y regularidades».

Personalmente me llama fuertemente la atención que un físico de pura cepa (no hace mucho me enteré que también era filósofo) se planteara estas cuestiones. A este respecto tuve la suerte de encontrar un tweet de César Nombela en el que precisamente se daba explicación a esta cuestión. La verdad es que se trata de un asunto interesante. César Nombela fue rector durante años de la UIMP, la cual hace ya bastantes años acogió al flamante premio Nobel (al siguiente año de su concesión, en el 1934). Invitado por un no muy conocido entre nosotros Blas Cabrera (un físico español como la copa de un pino, que estuvo presente en alguna de las famosas conferencias Solvay), Schrödinger accedió a impartir unas lecciones sobre su aportación al mundo de la mecánica cuántica en el palacio de la Magdalena, en Santander. Casualmente también, o no tanto porque eran muy conocidos entre ellos, fue Xavier Zubiri el encargado de traducir al español dichas lecciones. El motivo de las mismas era dar a conocer el estado de la cuestión de la mecánica cuántica, mostrando el nuevo paradigma que se hacía preciso adquirir para poder iniciarse en ella.

Si digo todo ello es porque en dichas lecciones se puso de manifiesto el interés de Schrödinger por la biología. Debido a otro reciente descubrimiento en el mundo de la medicina (la transmisión genética mediante los cromosomas), el padre de la ecuación de onda se comenzó a plantear la influencia que pudieran tener las leyes físicas en los fenómenos biológicos. Tanto es así que, unos años después, dictará en el Trinity College algunas lecciones sobre esta cuestión, lecciones que cristalizaron en el libro que he comentado: ¿Qué es la vida?

Uno de los caracteres implícitos de la materia es su entropía creciente, es decir, su tendencia al desorden, de modo que la capacidad de generar trabajo disminuye inexorablemente. Sin embargo, en los fenómenos biológicos, en la vida, ocurre todo lo contrario. Esta idea se la leí por primera vez a James Lovelock hace ya unos cuantos años, en su libro Las edades de Gaia, un libro que leí por ‘obligación’ académica y que sinceramente me sorprendió, y en el que hacía referencia precisamente a esta obra de Schrödinger. Como ya apuntaba Lovelock, el físico concluyó que, metafóricamente hablando, «la propiedad más sorprendente de la vida es su capacidad de desplazarse hacia arriba contra el flujo del tiempo», en tanto que es una contradicción paradójica a la segunda ley de la termodinámica. La vida se puede definir, entonces, como esos procesos en los que la entropía no sigue su creciente tendencia, sino al contrario: la materia se organiza generando capacidad de trabajo; es decir, se consume materia inerte y se alcanza materia viva capaz de generar trabajo. Un organismo vivo es capaz de transformar la materia en energía productiva, lo que es lo mismo que decir que un organismo se mantiene vivo en la medida en que es capaz de disminuir la entropía (en el sistema que es él mismo. Esto es algo ciertamente anodino en el universo, a pesar de que la vida ya lleva formando parte de él un período nada despreciable. Si un chef cósmico cogiera los elementos atómicos que forman parte de la Tierra, los agitara en una coctelera cósmica y los dejara en reposo, la probabilidad de que se combinaran como las primeras moléculas orgánicas es nula.

Pues bien, uno se puede aproximar a esta realidad no tanto desde lo biológico del organismo vivo, sino de las estructuras físico-químicas que le subyacen, tal y como proponía Schrödinger. Y este esfuerzo no cayó en saco roto. Todo lo contrario: ello supuso un giro en las investigaciones de la biología, hasta entonces todavía centradas en los procesos celulares, en el nivel biológico estrictamente hablando. Pero el hecho de atender a los procesos físico-químicos que subyacían a estos procesos biológicos —como nos dice Nombela— tuvo pronto su eco en la investigación biológica con el estudio de las proteínas, los genes, los ácidos nucleicos (Severo Ochoa) o la doble hélice (Watson y Crick), entre otros. En ellos, «el pensamiento interpretativo de las observaciones biológicas incorporó de forma decidida un razonamiento físico-químico», hecho que hay que agradecer al talento de Schrödinger.