30 de enero de 2024

La extraña relación entre lo biológico y lo entrópico

Hay un asunto muy interesante en biología, que tiene que ver con cómo se despliega ontogenéticamente un individuo en virtud de su código genético. Se trata de estudiar, no cómo o de qué están compuestos los genes, sino de cómo, a efectos prácticos, esos genes propician que un organismo se vaya constituyendo como tal. Algo debe tener el código genético para que esté en perfecta correspondencia con un plan de desarrollo altamente complejo y definido, conteniendo los medios para el despliegue orgánico del individuo, en su carácter progresivo. ¿Cómo lo hace?, se pregunta acertadamente Schrödinger; ¿cómo trabaja, en definitiva, la sustancia hereditaria? Resolver esta cuestión es el auténtico leitmotiv de estas reflexiones del alemán. Recordemos que él trataba de discernir hasta qué punto las leyes de la física (él fue uno de los padres de la mecánica cuántica) se hacían presentes en los fenómenos biológicos, y de qué modo lo hacían, cuál era su alcance.

Su punto de partida se puede resumir en lo siguiente: «la materia vital, si bien no elude las ‘leyes de la física’, tal como están establecidas hasta la fecha, probablemente abarque ‘otras leyes físicas’ desconocidas hasta ahora, las cuales, una vez descubiertas, formarán, sin embargo, una parte tan integral de esta ciencia como las anteriores».

De alguna manera, su postura se endereza hacia la idea de que lo biológico puede ser explicado por lo físico-químico, aunque para ello haya que ensanchar un poco la esfera de lo físico-químico, tal y como está considerada en la actualidad. Es decir, se puede decir que Schrödinger se endereza hacia un reduccionismo fisicalista. Lo cierto es que hoy en día ―hasta donde yo sé― esas otras leyes de la física y química aún siguen buscándose.

Una de estas líneas de investigación (Kauffman) es la que tiene que ver con la posibilidad de ampliar la aplicación de las leyes de la termodinámica para poder aplicárselas a sistemas abiertos autoconstructivos, es decir, a organismos. Ya se vio cómo las leyes de la física son de carácter estadístico, aunque a la escala macroscópica se vean fenómenos perfectamente determinados; en cuanto se aumenta la escala, se observa cómo esta percepción determinista no se ajusta a la realidad de las cosas. Lo cierto es que, paradójicamente, la estabilidad macroscópica de las leyes de la física hay que agradecérsela al carácter estocástico de las partículas que componen las cosas. En opinión de Schrödinger, algo de esto parece que hay en las ‘cosas vivas’, pero no del todo; dice: «la vida parece ser el comportamiento, ordenado y regido por leyes, de la materia, sin estar basada exclusivamente en su tendencia de pasar del orden al desorden, sino basado en parte en un orden existente, constantemente mantenido». O, dicho de otro modo: el organismo vivo parece ser un sistema macroscópico cuyo comportamiento, en parte, se aproxima al comportamiento puramente mecánico (en contraste con el termodinámico) al que tienden todos los sistemas cuando se acercan al cero absoluto, suprimiendo paulatinamente el desorden molecular (estado de Bose-Einstein). O sea, si lo he entendido bien, que el comportamiento macroscópico de lo vivo se adecúa, en parte, al comportamiento de la materia cuando ésta se aproxima al cero absoluto, momento en el que su desorden molecular se ordena.

Lo que se plantea Schrödinger hasta qué punto tiene esto sentido. ¿Qué relación hay entre la vida y el desorden? ¿Cuándo se puede predicar de un ‘trozo de materia’ que está vivo? Un criterio que se podría barajar es: cuando sigue comportándose de una manera determinada más tiempo que el que suponemos que duraría un trozo de materia inerte bajo las mismas circunstancias. Me explico. En un sistema inerte, en un trozo de materia inerte, todo movimiento que pueda llevar se paralizará prontamente debido a diversas fuerzas que se le oponen, hasta que alcanza una nueva situación de estabilidad. Si tiramos una piedra, al poco la piedra se detendrá plácidamente allá donde caiga. Aunque en algunos casos esta nueva situación de estabilidad puede ser alcanzada con no demasiada rapidez (pensemos en los planetas girando alrededor del Sol), podemos considerar correcta esta afirmación, por la idea que le subyace. El comportamiento de la materia viva es radicalmente diverso: lo enigmático de su comportamiento es que no cede con esa prontitud a ese estado de equilibrio, sino que se resiste a él: lo vivo tiende a todo menos a quedarse parado, está en continuo movimiento, resistiéndose a todo aquello que lo quiera frenar. Tanto es así que antiguamente se suponía que los entes animados albergaban en su interior una energía especial, un ánima, idea que, en la época contemporánea se ha mantenido bajo distintas formulaciones (el élan vital de Bergson, la entelequia de Driesch), formulaciones que hay que comprender bien para no reducirlas a meros tópicos. Pero algo de eso hay.

O sea: mientras que la materia inerte a lo que tiende es a incrementar su entropía, de modo que cada vez tiene menos capacidad de trabajo, los organismos vivos hacen totalmente lo contrario: con su comportamiento disminuyen la entropía, por lo menos en el seno del sistema que conforman. Y el asunto es: ¿y cómo hace el organismo viviente para resistirse a esa pronta situación de estabilidad?

23 de enero de 2024

La fantasía realista

Decíamos que en la conducta humana había dos dimensiones o actitudes básicas, ninguna de las cuales se da en toda su pureza, estando ambas presentes en mayor o menor medida en toda situación: se trataba de la actitud reproductiva y la actitud creativa, tal y como nos explicaba Vigotsky. Más fácil de comprender es la actitud reproductiva, que tiene que ver con aprendizajes adquiridos por nuestras experiencias, los cuales empleamos cuando la situación así lo solicita. Más compleja es, sin duda, la actividad creadora. Parece razonable preguntarse cómo se da de facto.

Esta capacidad no es algo que surja de repente, como las inspiraciones de las musas, sino que es algo que va naciendo paulatinamente, progresando desde unos primeros esbozos sencillos e ingenuos, hasta las formas más complicadas que nos podamos imaginar. Y cada fase es importante, y cada una posee su modo específico de expresarse y de materializarse. No es algo que surja como un resplandor en la personalidad de un individuo, sino que se va fraguando en el seno de todas las actividades que realice, en el contexto de su conducta, de su personalidad y de su entorno, así como de sus experiencias acumuladas biográficamente. La actividad creadora es tan connatural a nosotros como la reproductiva, y ha de ser cuidada adecuadamente. De ello dependerá que la fantasía quede vinculada de alguna manera a la realidad de las cosas, o bien se extralimite en su función construyendo ‘castillos en el aire’. Más allá de los juegos y del arte, la imaginación juega un papel fundamental en la relación del individuo con su entorno, por lo que no es baladí ahondar en la relación existente entre ambos. ¿Cómo están vinculadas imaginación y realidad en la actividad creadora? En opinión de Vigotsky, la vinculación se da según cuatro reglas básicas.

El primer dato es que toda actividad creadora se alimenta necesariamente de elementos extraídos de la experiencia pasada. Toda actividad de la fantasía no es más que nuevos modos de relacionar elementos ya conocidos, y que nuestra imaginación recombina o reelabora. En este sentido, se puede afirmar que cuanto más rica sea nuestra experiencia pasada, más posibilidades tendremos de ejercer nuestra creatividad. Esta acumulación de experiencias dura toda una vida, siendo importante poder ofrecerles a los niños cuantas más mejor, problema del que ellos son totalmente inconscientes. Será nuestra fortuna como educadores que ellos serán más o menos afortunados. Además de la acumulación de experiencias, es preciso su incubación, es decir, el poso de lo vivido y de lo realizado, tanto como por lo que la circunstancia nos ofrece como por el resultado de la propia conducta.

Hay un segundo modo de vincular la fantasía con la realidad, en el que ya no se realiza entre los elementos de nuestra elaboración fantástica y la realidad, sino entre productos preparados de la fantasía y algunos fenómenos complejos de la realidad. Por ejemplo, cuando nos hacemos una imagen de qué ocurrió en una situación histórica, a partir de los datos históricos que hayamos podido estudiar. Este modelo presupone el anterior; ya no es algo tan inmediato, ya no se trata de reproducir meramente algo que asimilamos de experiencias pasadas, sino que, partiendo de ellas, y disponiéndolas en gran número, reelaboramos escenarios complejos. Para imaginar un desierto quien nunca haya estado en él ni lo haya visto, lo puede hacer teniendo en mente una playa grande, un clima árido, un sol despiadado, etc., todo lo cual le aproximará a la imaginación del desierto mucho mejor que quien no haya tenido estas experiencias. Esta actividad creadora muy bien puede alejarnos de la realidad, o no; el que no lo haga dependerá en gran medida de la ayuda que nos preste la experiencia de los demás. La vinculación con la realidad (mi imagen realista del desierto) dependerá en gran medida del apoyo social que reciba, sin el cual seguramente deambularé por caminos que poco tendrán que ver con él. Esto es muy importante ya que será esta función imaginadora que me lanza más allá del estrecho marco de mis propias experiencias la que me permitirá ampliar mi horizonte, para lo cual es inestimable el papel y la ayuda de los demás. Gracias a la imaginación puedo tener experiencias de situaciones o contextos que no he vivido, como si lo hubiera hecho. Y esto es algo que acontece cotidianamente: cuando leemos noticas en los periódicos, cuando estudiamos cualquier materia, cuando una persona nos cuenta algo que le ha ocurrido…, en todos estos casos la fantasía ayuda a nuestra experiencia. La relación es aquí inversa respecto al primer modelo: «si en el primer caso la imaginación se apoya en la experiencia, en el segundo caso es la propia experiencia la que se apoya en la fantasía», dice Vigotsky.

El tercer marco lo sitúa Vigotsky en la vinculación emocional. Se puede dar de dos maneras complementarias. La primera viene por el hecho de que todo sentimiento se expresa según imágenes que concuerdan con él, congruentes con lo que el individuo está sintiendo en ese momento. Y no sólo eso, sino que, de acuerdo a cómo nos sintamos en un determinado momento ―ésta es la segunda manera―, así leemos e interpretamos el mundo: cuando estamos contentos nos relacionamos con las personas, leemos las situaciones de un modo muy diferente que cuando estamos tristes. Los sentimientos poseen esa doble cara: por un lado, se expresan según una manifestación externa, fisiológica, corporal, pero por el otro también se dejan traslucir en la selección e interpretación de imágenes, situaciones, etc. Por ejemplo, cuando estamos asustados, no sólo tenemos la piel de gallina, la respiración agitada y el pulso disparado, sino que estamos ya enderezados a interpretar amenazadora o peligrosamente las cosas que suceden a nuestro alrededor, y que pueden ser totalmente inofensivas (una rama que cruje, el mismo silencio, un pájaro que surca el cielo). Si lo pensamos, es tarea de la imaginación interpretar amenazadoramente que un pájaro esté cruzando el cielo; ¿qué otra cosa es una fobia? Si bien en el origen de un estado emocional tiene mucho que ver lo que acontezca a nuestro alrededor (siempre filtrado por nuestra interpretación y valoración a menudo no conscientes), ese mismo estado emocional va a condicionar la consiguiente interacción con el entorno. Estas experiencias también se almacenan en nuestra memoria. Ahora el vínculo activo de la imaginación no es la contigüidad o semejanza, como ocurría antes en la actividad creadora de carácter intelectual, sino el afecto: «las imágenes se combinan recíprocamente no porque hayan sido dadas juntas con anterioridad, ni porque percibamos entre ellas relaciones de semejanza, sino porque poseen un tono afectivo común».

Ello nos lleva a enlazar objetos o situaciones que, aunque en principio no tengan nada que ver ni se parezcan en nada, nos ofrecen un estado de ánimo similar: por ejemplo, la paz que genera ver el vaivén de las olas en el mar, la pasión que desata ver una tormenta en la montaña, o cuando decimos que el color azul es frío, etc. Seguramente esto no es algo real (¿se puede decir que el color azul es frío, y el rojo caliente?), pero los sentimientos que provoca una escena azul sí que son reales, y el espectador los está sintiendo realmente. Cuando un niño entra a su cuarto a oscuras y ve una sombra, se imagina un monstruo que no existe, pero el miedo que le ha surgido es muy real.


Por último, Vigotsky nos explica un cuarto modo de situar esta vinculación entre imaginación y realidad, mediante el cual, «el edificio erigido por la fantasía puede representar algo completamente nuevo, no existente en la experiencia del hombre ni semejante a ningún otro objeto real; pero al recibir forma nueva, al tomar nueva encarnación material, esta imagen cristalizada, convertida en objeto, empieza a existir realmente en el mundo y a influir sobre los demás objetos. Dichas imágenes cobran realidad». Un ejemplo de ello sería un artefacto, o una máquina. Una vez ‘realizadas’ estas creaciones, llevan consigo unas posibilidades activas, capaces de modificar la realidad. Creaciones que no necesariamente deben vincularse a la esfera de lo tecnológico, sino también a la de lo intelectual, lo práctico o lo emocional. Procesos de esta índole son los propios de la resolución de un problema teórico, el discernimiento de cómo resolver una situación, o también del arte, en cuya aprehensión se da una comunicación afectiva que es muy real. «Basta evocar el influjo que sobre la conciencia social causan las obras de arte para cerciorarse de que en ello la imaginación describe un círculo tan cerrado como cuando se materializa en un instrumento de trabajo». En opinión de Vigotsky, tanto el momento intelectual como el emocional son necesarios para la creación, subyaciendo a los cuales está el deseo para dar satisfacción a alguna inquietud, anhelo o deseo. En realidad, se trata de elementos inseparables.

16 de enero de 2024

La experiencia no es sólo de lo cotidiano

Como veíamos, nuestra relación cotidiana con las cosas nos remitía a aquello que denominaba ‘lo experiencial’. Podemos plantearnos qué es eso de lo experiencial, y cómo nos vemos remitido a ello, a ese momento primordial en virtud del cual el ser humano está instalado en la realidad. Para ello partiremos de nuestra relación cotidiana con las cosas, para ver dónde nos lleva.

Cuando uno se pone a pensar sobre esto, se da cuenta de que en su día a día está en continua relación con las cosas, desenvolviéndose vitalmente entre ellas: conociendo las cosas, siendo afectado por ellas, empleándolas para cualquier tarea o necesidad, etc. Continuamente estamos insertos en esta relación continua con las cosas, algo de lo que enseguida nos damos cuenta a poco que nos detengamos en ello: forman parte de nuestra vida, no es posible vivir sin cosas. Y, de modo concomitante, en esa relación con las cosas tomamos consciencia de nosotros mismos: tomando consciencia de nuestra relación con las cosas, tomamos consciencia también de nosotros mismos. No podemos tomar consciencia de nosotros mismos si no es haciendo cosas, sintiendo cosas, aunque sea las de nuestro cuerpo.

Esta toma de consciencia, muy bien se puede denominar en sentido amplio experiencia, y tiene que ver con nuestro modo habitual de vivir, de relacionarnos con las cosas, de estar entre las cosas. Vivimos experiencialmente, sobre lo cual destacan dos caracteres iniciales. a) Si lo pensamos, toda experiencia es individual, particular; se trata de una experiencia personal que cada individuo realiza en su interacción con el entorno. Por mucho que dos personas estemos en el mismo entorno, y hagamos las ‘mismas cosas’, nunca coincidirán totalmente las experiencias respectivas, pues entran en juego muchos elementos, tanto objetivos como subjetivos, todo lo cual afecta a esa relación propia de cada cual con las cosas. b) Y nos damos cuenta también de que toda experiencia posee una dimensión dinámica, procesual, en tanto que acompaña constantemente a la vida de la persona, en cada uno de los momentos vitales y de las acciones que realice. La experiencia es un continuum, se trata de una ‘vida experiencial’: estamos continuamente experienciando a la realidad, a la vez que concomitantemente también tenemos experiencia de nosotros mismos en nuestro experienciar a la realidad.

Hay aquí un aspecto que quisiera destacar, y que a la postre es fundamental, ya que interviene gravemente en la concepción antropológica que nos forjemos. Tiene que ver con el hecho de que quien experiencia es la persona en su globalidad, considerada holísticamente, con todo lo que es. Sería reduccionista considerar este proceso como meramente cognitivo, como algo específico de la conciencia, del ‘yo conciencia’.

Ciertamente hay un momento cognitivo, pero este momento se incardina en algo más amplio, y que compete a todas las estructuras constitutivas de la persona. Quien experiencia es la persona, no su conciencia. Quien interactúa con su entorno no es nuestra conciencia o nuestra mente, sino cada uno de nosotros considerados en total, con todo lo que somos orgánicamente (independientemente de que en eso que somos podamos diferenciar los niveles biológico y espiritual). La experiencia es algo más amplio que su dimensión cognitiva, lo que conlleva que solamente alguna parte de esa experiencia global podrá hacerse presente en la conciencia. Partimos de que, si se puede hacer presente en la conciencia, es porque ‘ya’ se ha tenido o se está teniendo la experiencia. En su origen genético, la experiencia es eso, experiencial, orgánica, precognitiva; sólo ulteriormente podrá hacerse presente en la conciencia. Una experiencia que ―como digo― la conciencia no podrá abarcar por entero, sino que se dejará aspectos fuera porque no podemos tomar conciencia de todo lo que experienciamos, lo cual, por otro lado, no por ello deja de afectarnos. Un buen ejemplo de esto que digo son las experiencias prematuras de los bebés, de las cuales para nada se hacen eco (no pueden en esas edades tan tempranas), y sin duda revierten sobre ellos; aunque esto también nos ocurre en nuestra vida adulta, algo que descubriremos a poco que afinemos nuestra sensibilidad.

En este sentido se puede distinguir consciencia de conciencia: tomamos ‘consciencia’ de que la experiencia es algo más que lo presente en la ‘conciencia’; ‘consciencia’ apunta hacia esa dimensión global, orgánica, mientras que ‘conciencia’ apunta hacia la dimensión cognitiva, reflexiva. Es precisamente la consciencia de que la experiencia no se agota en la conciencia el motivo por el cual apuntamos hacia otras dimensiones suyas; en caso contrario, ¿a santo de qué? Esas otras dimensiones hacia las que apunta nuestra toma de consciencia tienen que ver con todo aquello que somos además de conciencia, de mente, de pensamiento, de reflexión. Lo que no es óbice para que esta experiencia, un proceso que es continuo en tanto que tiene que ver con nuestro modo de estar en el mundo, pueda ser ulteriormente pensado, procesado cognitivamente; como digo, siempre desde la toma de consciencia de que la experiencia no se agota en lo presente en la conciencia, lo que supone aquí la puesta en común de dos planos que se tocan en su límite, por decirlo así. Es esa toma de consciencia la que lleva a nuestra reflexión a ‘estirarse’, a ir más allá de lo inicialmente pensado o conocido; ¿cómo?, o ¿por qué? Pues por una noticia no cognitiva que se nos hace presente de otro modo, experienciándonos como algo más que mera conciencia, todo lo cual nos esforzaremos por ‘introducirlo’ en nuestro conocimiento y en nuestra reflexión. Una noticia de carácter sentiente.

9 de enero de 2024

Cuando la palabra expresa lo hondo de la existencia

Comentábamos en el anterior post el fondo originario sobre el cual emergía tanto el gesto como la palabra; un fondo originario sobre el cual las tendencias vitales del ser humano se articulan, bien mediante su conducta, bien mediante su lenguaje. Podríamos preguntarnos, si el origen del lenguaje es prelingüístico, por qué nos es más transparente el lenguaje que otros tipos de comunicación de este cariz, como pueda ser la misma música. Quizá la respuesta pase porque hemos perdido esa dimensión originaria; o mejor: porque la hemos velado, ocultado, silenciado, ya que nos hemos acostumbrado a comunicarnos con una lengua ya constituida, con sus significaciones compartidas, que empleamos combinándolas y estableciendo —como el diccionario— equivalencias entre ellas. Nuestra lingüisticidad es horizontal, no ortogonal; se ampara en significaciones ya dadas y definidas, no desvela nada oculto, porque ya lo dice todo. En esa horizontalidad el sentido de una frase nos parece inteligible de modo evidente, y como algo independiente de la misma frase en que se dice, porque en el fondo comprendemos significados de diccionario, que ya están dados y de los que no sabemos salir. Pero el caso es que esta claridad no es originaria, el lenguaje no comenzó con sus significados ya bien delimitados, sino que se retrotrae a un origen misterioso, de modo que su claridad destaca sobre un fondo oscuro que nos permanece inadvertido, y que le dio origen. Una lectura ortogonal del lenguaje nos haría ver que la expresión no es una mera combinación de significados ya existentes, sino la expresión gestual de una vivencia originaria en la cual hay un mundo experiencial inefable que sólo puede ser dicho con trémulos gemidos, cada cual, cada cultura, con los suyos: las palabras se convierten así en ámbitos de significado abriéndonos, sencillas pero profundas como un trazo, a un mundo.

Es lo que designa el término himma de Ibn ‘Arabi, que viene a significar el hecho de tener presente en el concebir, en el pensar, en el proyectar y en el desear, el thymos, es decir, la fuerza vital, el corazón. La palabra es originaria cuando el himma hace presente el thymos; en cualquier otro caso no es sino engaño, interpretaciones equívocas, epidérmicas, falseadoras de ese fondo primigenio. Por eso la filosofía es mucho más que jugueteo con las palabras y los conceptos: lo que trata de hacer es definir el mundo mediante esas imágenes que son las palabras, y para ello debe surgir de experiencias originarias, si quiere describirlo fielmente. Sólo mediante la experiencia podemos percibir las correspondencias entre las sutilezas de la conciencia y los niveles de realidad, dice Hillman.

Es el conocimiento del corazón, porque también el corazón conoce, también el corazón tiene inteligencia, en cuyo caso va de la mano con el amor, por medio de la fantasía. Cuando la filosofía surge del corazón, cuando surge de la experiencia originaria, es fantasía amorosa, reflejo fiel de la realidad, por mucho que en su discurso se disfrace de conceptos fríos desprovistos de calidez.

Insisto: una palabra no es, en el fondo, algo otro a un gesto (que también puede ser reducido, por cierto, a meras significaciones de diccionario); del mismo modo que una conducta expresa el ser, así también el decir. El vínculo del vocablo con su sentido vivo no es un vínculo externo de asociación, sino existencial. Sólo al institucionalizarse pierde su riqueza originaria, lo que ocurre cuando nos remitimos al uso cosificado tanto de palabras como de gestos. Un pensamiento es un fenómeno de expresión, algo experiencial, no es algo otro a su expresión. Una palabra no ortogonal, es una palabra muerta. Como dice Merleau-Ponty, «el lenguaje tiene, sí, un interior, pero este interior no es un pensamiento cerrado en sí mismo y consciente de sí. ¿Qué expresa el lenguaje, pues, si no expresa unos pensamientos? Presenta o, mejor, es la toma de posición del sujeto en el mundo de sus significados».

Si esto es cierto, cada palabra es una toma de posición del sujeto en el mundo, de modo que el sentido de cada vocablo traspasa su significado de diccionario para abrirnos a la cosmovisión existencial que todo sujeto comparte intersubjetivamente con la comunidad de hablantes en su decir. Cada palabra es un mundo íntimo que asoma, que se hace público, igual que los primeros gestos del bebé en el inicio de su vida. Esa pulsión originaria de donde nace la vida se ha de adecuar a las formas y significados compartidos, aprendiendo un alfabeto ya existente en un escenario que pueda comprenderlo. El milagro se produce cuando algo nuevo se dice mediante lo ya conocido y adquirido, tensión creadora hacia lo inefable, algo que ocurre ―si se piensa― en toda palabra dicha desde lo hondo. Sus posibilidades son infinitas, tantas como situaciones en el mundo, tantas como el ser humano es capaz de trascenderse. «Hay que reconocer, pues, como un hecho último esta potencia abierta e indefinida de significar —eso es, a la vez de captar y de comunicar un sentido— por la que el hombre se trasciende hacia un comportamiento nuevo, o hacia el otro, o hacia su propio pensamiento a través de su cuerpo y de su palabra».

La palabra auténtica es un exceso de nuestra existencia natural, un precipitado intelectual de una vida que naturalmente se ve impelida a ir más allá de sí misma. La palabra del academicista o del intelectualista no revela ninguna creación, ninguna expresión de un yo que pugna por darse a conocer, por hacerse público. Algo a lo que, a causa del uso cotidiano y mecánico del lenguaje, en lugar de generarnos violencia con tan sólo planteárnoslo, asumimos como el modo propio de comunicación. Podría decirse que las distintas lenguas o ‘medios de expresión’ que existen en el mundo, «son el depósito y la sedimentación de los actos de la palabra en los que el sentido informulado, no solamente halla la manera de traducirse al exterior, sino que además adquiere la existencia para sí y es verdaderamente creado como sentido». Es así como cada término posee una significación que parece que le corresponde de suyo, en vez de haber sido el precipitado cristalizado de la creación humana. Y lo cierto que será a partir de esas significaciones compartidas que podrán darse infinidad de nuevos actos creativos del yo, asumiéndolas y generando otras nuevas.

Actos creativos en los que se ve involucrada toda la persona: la palabra es a la vez motricidad e inteligencia. Frente al dualismo entre existir como cuerpo y existir como conciencia, la palabra no encuentra una razón de ser adecuada, salvo reduccionistamente, tal y como afirmaba Eugenio d’Ors. En la palabra se expresa somáticamente la psique, psíquicamente el cuerpo. El que habla no lo hace según un proceso paralelo a la existencia dramática de cada sujeto, sino que le pertenece intrínsecamente. El cuerpo, el aparato fonador no es un instrumento que emplea la conciencia para dictar sus pensamientos, sino que estos son en la medida en que pueden ser generados por un cuerpo cuyas estructuras posibilitan su génesis. Hay una unidad misteriosa entre cuerpo y conciencia, un pozo insondable de experiencias vividas que me permiten conocerlo como nunca conoceremos el cuerpo de otra persona, porque en el fondo nosotros también somos él. «Así la experiencia del propio cuerpo se opone al movimiento reflexivo que separa al objeto del sujeto y al sujeto del objeto».

2 de enero de 2024

No hay matemática sin metamatemática

Hay un problema especialmente relevante en el caso de los lenguajes formales, como es el hecho de que todo sistema formal precise de cierto valor semántico, desde el cual comprenderlo, y desde el cual elaborarlo. Todo sistema formal se crea en el marco de un sistema lingüístico ya dado; otra cosa es que se cree para ‘depurar’ a éste, tal y como ocurrió en la tradición analítico-lingüística anglosajona de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Hay un problema que surge de modo inmediato, y que los lógicos del momento tuvieron muy presente, como es que, si los sistemas formales se crean para que el razonamiento sea más riguroso y exacto, ¿hasta qué punto no se verá salpicado por la falta de lógica y de rigurosidad silogística del lenguaje habitual? Creo que también es justo romper una lanza en favor del lenguaje habitual; lo digo en el sentido de que si bien se fundamenta en convenciones semánticas elementales, según ciertos principios básicos de ‘sentido común’, podríamos decir, no implica que no tenga ninguna lógica. Seguramente no tendrá el rigor de un silogismo lógico, pero ello no implica que su uso se deba a la mera arbitrariedad del hablante (aunque en algunos casos así sea). Nada de eso. La gran diferencia entre un razonamiento común y otro formal es que, en éste, los conceptos habituales no intervienen directamente en el razonamiento, sino que lo hacen a través de la mediación de los elementos del sistema, de modo que los teoremas se deducen a través únicamente de reglas gramaticales y deductivas muy concretas y definidas. En esto y no en otra cosa consiste la axiomatización o logificación.

Ahora bien, este proceso de axiomatización posee ciertos presupuestos que no se deben obviar, ya que necesariamente implican cierta circularidad. Ésta fue la principal crítica que Poincaré hizo al programa hilbertiano, tal y como fue enunciado al principio, en 1904. Una crítica no destructiva, sino constructiva, pero no por ello menos relevante. El error que veía Poincaré fue un problema de base, que consistía en «la pretensión de definir de modo riguroso el número ordinal mediante el empleo de signos gráficos carentes de cualquier correlato», como explica Lorenzo, pretensión que estimaba que iba a ser fallida, por entender que Hilbert estaba juntando dos planos (el material y el conceptual) en uno. Lo que Poincaré criticaba es que no había ningún vínculo a priori entre la idea que todo tenemos en mente de una unidad, y el símbolo ‘1’ mediante el cual la representamos. Haciéndose eco de ello, Hilbert aceptó la distinción de estos dos planos en el hacer matemático, y que definió así: matemática y metamatemática, haciéndose eco de la doble dimensión que Poincaré estimaba necesaria en dicho hacer. Una cosa es la matemática o la lógica como tal, y otra cosa es lo que sus símbolos significan, para lo cual precisa de una dimensión semántica que no se podría encontrar en el propio hacer matemático, sino más allá (metá) del mismo.

Démonos cuenta de que la metamatemática en tanto que comprensión lingüística (habitual) del sistema formal, no sólo interviene en la génesis de dicho sistema, sino que interviene continuamente en su uso, así como en la génesis de nuevos teoremas, los cuales pueden existir con facilidad en el pensamiento habitual (de hecho, esto ocurre generalizadamente: se piensan, y luego se trata de establecer su demostración formal).

Valga en este sentido una reflexión que realiza al respecto el físico francés de Broglie que puede ser muy esclarecedora; dice el gran científico: «Pero, aun en las disciplinas en que su empleo es posible, y con más razón en las otras, el lenguaje algebraico con su seca precisión no puede ofrecer al pensamiento científico todos los medios de expresión que le son necesarios, y, por eso, hasta en las obras más erizadas de fórmulas algebraicas, el texto en lenguaje ordinario conserva toda su importancia y permite seguir en todos sus matices el pensamiento del autor y percibir el alcance verdadero de los resultados que dicho texto expone». Efectivamente, de Broglie se hace eco del carácter eminentemente deductivo del lenguaje formal, construido de tal manera que sus conclusiones se derivan necesariamente de las premisas; si bien ese rigor es su fuerza, también es su debilidad, ‘porque lo encierra en un círculo del que no puede salir’: «el razonamiento matemático hace descubrir consecuencias que estaban ya contenidas en sus premisas sin estar en ellas aparentes; no puede, pues, dar nada más en sus conclusiones que aquello que había sido puesto implícitamente al principio en las hipótesis. ¡Si así no sucediese, es que se habría cometido alguna falta en el curso de los cálculos!».

Se ve cómo lo formal no se puede desprender tan fácilmente de su interpretación semántica, lo que nos lleva a un presupuesto fundamental, como es que una determinada interpretación pueda erigirse en un modelo correcto de nuestro sistema formal. ¿Para qué, entonces, todo este trabajo de axiomatización?, ¿vale la pena? Pues depende.