28 de noviembre de 2017

Ideas dotadas de biografía (iii): la tectónica artística

Hablábamos en el post anterior de esas figuras que podemos adivinar en la realidad, para lo cual era preciso pensarla figurativamente, tomando cierta distancia de perspectiva, no quedándonos empastados en ella. Estas formas no es que existan como tales, sino que las podemos entrever partiendo de la realidad concreta de las cosas, de su movimiento, de su devenir, de sus relaciones...Hablábamos en el post anterior de esas figuras que podemos adivinar en la realidad, para lo cual era preciso pensarla figurativamente, tomando cierta distancia de perspectiva, no quedándonos empastados en ella. Estas formas no es que existan como tales, sino que las podemos entrever partiendo de la realidad concreta de las cosas, de su movimiento, de su devenir, de sus relaciones...

El caso es que dichas figuras geométricas no se dan en la realidad así, de forma pura, ideal… sino que se dan encarnadas en ella. Lo que existen son las cosas y las situaciones; pero partiendo de su misma existencia, y por observación de ciertas constantes en fenómenos diversos, nos permitirá, si nos acercamos a ello figurativamente, si podemos pensar ‘en relieve’, extraer esas figuras geométricas cosmológicas. Recordemos que éste es el proceso al que d’Ors denomina tectónica, ese proceso según el cual las formas se dan a una con los elementos de la realidad, de modo que a la vez que se genera ese hecho o esa cosa se genera a la vez la forma que alberga en su seno. Otra cosa es nuestra capacidad para identificar dichas formas, actividad que denominaba morfología. Si la morfología estudia las formas, la tectónica estudia cómo esas formas se dan de hecho en la realidad; y no sólo en la realidad natural, sino también en la realidad cultural. Morfología y tectónica se complementan armónicamente en la cosmovisión dorsiana.

Este complemento armónico d’Ors lo articula alrededor del estético, ámbito privilegiado para poder ejercer su morfología, la cual es viable por la tectónica propia de la realidad. A su modo de ver, para poder aprehender en toda su profundidad la tectónica de la realidad es preciso acudir a modos de ejercer la razón que vayan más allá de lo lógico-científico; con ello, pero yendo más allá de ello. Para poder aprehender la tectónica, López Quintás dirá que es preciso atender a la realidad ‘ambitalmente’, modo gracias al cual podemos precisamente trascender la dualidad sujeto-objeto, para acudir a un ámbito de súperobjetividad: ámbitos de encuentro, relacionales, que sólo pueden ser aprehendidos si trascendemos la intuición sensible de la realidad para acceder a un pensamiento figurativo, o como describe muy gráficamente un pensamiento en relieve.

Pues bien, según d’Ors el arte se debe a este proceso; si se queda en la primera impresión, en lo sensible, en el deleite de los sentidos, en el virtuosismo, se convierte en un arte desvirtuado, sine nobilitate (sin nobleza, snob). El arte es el modo en que se puede reproducir artificialmente (artísticamente) esa tectónica que subyace a la realidad de las cosas, y que por ende nos encamina hacia ella. El arte es mediador, no un fin en sí mismo. La tectónica artística no es un objetivo en sí, cosa que ocurriría en aquellos casos en que reducimos lo artístico a lo primariamente percibido, a lo sensible; la tectónica es un medio para transmitir esa realidad que trasciende a lo primariamente sensible y a lo inmediato, y que d’Ors articula alrededor del concepto de ‘formas’.

El pensamiento figurativo dorsiano, pues, tanto en el ámbito artístico como en el natural y en el cultural capta simultáneamente el elemento sensible y el elemento racional del orden formal. Para él este conocimiento racional es más elevado que el sensible en la medida en que nos permite alcanzar dimensiones más profundas de la realidad, pero entiende que no se puede dar sin el sensible; la forma hay que buscarla en la realidad y no fuera de ella. Las formas no existen fuera de las cosas concretas que tienen figura, y no son sino ‘esquemas racionales que se añaden al elemento material de la sensación’. De hecho, el conocimiento estriba en, traspasando la realidad percibida sensiblemente, en saber mirar y saber dar forma a lo visto, saber configurarlo, en saber dibujarlo.


¿Qué otra cosa es sino pensar? Pensar es precisamente ‘organizar en cosmos un caos amorfo de posibilidades’. Mediante el pensamiento figurativo somos capaces de esquematizar racionalmente esas ideas que sólo se dan en la realidad, que sólo se dan encarnadas… esas ideas dotadas de biografía.


21 de noviembre de 2017

Ideas dotadas de biografía (ii): de la morfología a la tectónica

Como decía en el anterior post, Eugenio d’Ors hablaba de esa posibilidad de reconocer en ámbitos tan distintos como la naturaleza como en los hechos culturales e históricos ciertos esquemas formales que se repetían a modo de patrones. Recordemos que d’Ors no adopta aquí un enfoque platónico, aunque pudiera parecerlo: él es consciente de la existencia de lo múltiple y de lo diverso, lo cual no es óbice para observar estos patrones formales que los subyacen, y que permiten por otro lado contrastarlos. Ése y no otro es el objetivo de su morfología.

Quisiera detenerme en el hecho de que estas formas, o estos esquemas formales, no existen como tales en la realidad, así, de modo ‘puro’, de modo ideal, sino que se dan precisamente en la misma realidad de las cosas y de los hechos que acontecen. La morfología lo que hace es extraer de la realidad dichos esquemas formales. ¿Cómo lo hace? D’Ors lo expresa magistralmente: pensando figurativamente la realidad. Un ejemplo sencillo sería, por ejemplo, el de las órbitas de los planetas. En sí mismas, las órbitas en cuanto tales no existen, pero su formalización nos ayuda a conceptuar el movimiento de los astros. No se trata de que los astros deban seguir necesariamente esas órbitas elípticas; los astros tienen las trayectorias que siguen, cada uno la suya. Eso no es óbice para que nosotros podamos abstraer de dichas trayectorias unas líneas imaginarias. Y curiosamente podemos darnos cuenta de que, independientemente de que cada uno sigue su trayectoria particular, comparten características similares que podemos formular mediante leyes.

Para llegar a estos elementos formales es preciso partir de los hechos concretos y actuar inductivamente. Y esto no está en las manos de cualquiera. Muy agudamente (y adelantándose a ideas asentadas con posterioridad en la filosofía de la ciencia), d'Ors es consciente de que para seleccionar estos hechos concretos de los que se parte, para elegir unos sí y otros no, no valen criterios estrictamente científicos, sino que es preciso contar con cierta ‘subjetividad’ humana, subjetividad articulada alrededor de la intuición del individuo, sus preferencias personales, etc., inevitables aunque se pretenda una objetividad racional del problema. Pero a lo que iba. A lo que hay que atender es al hecho de que esos esquemas formales se dan en la naturaleza en una serie de elementos. Pues bien, este proceso según el cual la existencia de estos elementos, cosas reales, etc., dan a su vez las formas que rigen sus comportamientos, es lo que Eugenio d’Ors denomina tectónica.

Junto a una geometría abstracta (a base de puntos, líneas, planos, figuras), d’Ors habla también de una geometría cosmológica; geometría que si bien es necesariamente más ‘grosera’ que la abstracta, es ‘eminentemente sugestiva’, definida como el ‘estudio sistemático de las relaciones cuantitativo-figurativas existentes en el mundo sensible’. Y entre ellas hay una diferencia muy notable. La geometría abstracta aspira a emanciparse en la medida de lo posible de la intuición (sensible) con sus elementos ideales o puros; pero los elementos de la geometría cosmológica no sólo no aspiran a tal emancipación sino que encuentran en ella (en la intuición sensible) ‘a la vez regocijo y sustancia’ (mantengamos en la memoria estos dos términos: regocijo y sustancia).

Así, d’Ors no se acercará a la realidad desde los elementos puros o ideales (actitud platónica) sino que, atendiendo a lo real, intentará sonsacarle las constantes geométricas que la misma realidad nos permite entrever. Para ello será preciso mantener una actitud diversa, habrá que pensar la realidad figurativamente, en lugar de mantenernos a ras de tierra, empastados en ella. Como vemos, no son ideas puras, no son propias de un conocimiento puro racional, sino que están sujetas a contingencias y vicisitudes. Sin embargo, no se limitan a lo concreto, a lo inmediato, sino que se encuentran a medio camino entre lo inmediato sensible y el mundo abstracto de los conceptos. Por un lado, poseen cierta similitud con lo conceptual (por lo que tienen de puro), y por el otro, cierta similitud con lo fenoménico (por lo que tienen de concreto). Son figuras encarnadas, perceptibles por una intuición sensible que encuentra en la realidad regocijo y sustancia, fundamento del conocimiento estético, como veremos.

14 de noviembre de 2017

Ideas dotadas de biografía (i): palpar la realidad

Eugenio d'Ors es un autor que ha elaborado una teoría bastante personal de lo que es la metafísica, la cultura y el arte. Todo ello gira en torno a un núcleo fundamental en su pensamiento: la estética. Gracias a ella, podrá crear vínculos velados entre fenómenos aparentemente tan dispares como los históricos y los naturales, los culturales y los metafísicos.

No es un pensador platónico: la realidad de los hechos y su multiplicidad y diversidad es algo que se impone, pero ello no implica necesariamente una ausencia de formas, o de ideas, todo lo contrario; lo que cambia es el modo de acceder a ese sustrato. Para él será tarea ineludible poner orden en ese aparente caos que es la pluralidad de hechos concretos que continuamente se dan, e incluso entre ámbitos aparentemente inconexos. Su pensamiento gira alrededor de la idea nuclear de que entre lo variado hay una armonía, entre lo dinámico elementos estáticos de razón… de modo que no se trata de que sea lo uno ‘o’ lo otro, sino de lo uno ‘y’ lo otro. Ambas dimensiones (lo dinámico y lo estático, lo diverso y lo armónico) son necesarias para darse una realidad que es complemento necesario de ambas.

Ahora bien, para poder avanzar hay que proceder mediante una metodología que dé cabida a esa combinación viva de dimensiones tan dispares, porque no es fácil acceder a ese conocimiento que combina lo múltiple y diverso con lo formal y racional. No puede ser un conocimiento al uso, fuertemente marcado por el segundo aspecto: el racional, el formal, el reflexivo… Es necesaria una metodología diferente, que incluya en su seno esa dimensión física que nos pone en contacto con la dimensión también física de la realidad diversa: una metodología que él denomina palpitación; es decir, un conocimiento tentativo, como ‘a tientas’, palpando la realidad, sintiendo su palpitar, su vibrar, su existir. Para ello podrá en combinación dos disciplinas, a saber: la morfología y la tectónica, inseparables la una de la otra. La primera tiene que ver con la dimensión formal; la segunda, con el modo en que la realidad se da en su génesis de acuerdo a esas formas.

La primera de ellas, la morfología, se ocupa de la identificación de formas. Ahora bien, hay que entender qué significan estas formas, porque como digo no es un autor platónico, ni en consecuencia entiende las formas al modo de ideas platónicas que configuran aprióricamente la realidad. Para d’Ors no se trata tanto de algo que desciende del mundo de las ideas para conformar la materia, como de determinadas constantes ‘no mordidas por el tiempo’ que se dan en la naturaleza, y que en consecuencia pueden ser identificadas. No son leyes que se hayan de cumplir necesariamente, no son determinantes; ni siquiera son leyes que necesariamente deban existir como tales… Son constantes que se pueden adivinar en los procesos, se pueden identificar, y en un momento dado pueden no darse.

Esto es algo a lo que más o menos podemos estar acostumbrados en la naturaleza, ámbito por excelencia en el que podemos apreciar esas constantes que subyacen a los procesos naturales, a pesar de su diversidad. ¿Qué otra cosa es una ley científica, por ejemplo? Dos piedras nunca caen exactamente igual (sería imposible), y sin embargo ambas obedecen a las mismas leyes. Más novedoso es el hecho de identificar estas formas en el mundo de la cultura; sin embargo, será el empeño de su ‘morfología de la cultura’. Del mismo modo que podemos percibir esquemas formales en el mundo natural (¿recordáis cuando hablábamos de la espiral de Fibonacci?, o también el ejemplo de las regiones de Voronoi) podemos hacer lo propio en el mundo cultural o histórico.

D’Ors pone los ejemplos de los paralelismos que se pueden adivinar entre las aportaciones de Linneo a las ciencias naturales y las de Palladio a la arquitectura; o también entre los minuciosos grabados de Callot por un lado y la matemática infinitesimal de Lambertin por el otro. No se trata de una relación extrínseca entre fenómenos dispares, sino de distintos fenómenos de los que se pueden extraer patrones comunes según determinados aspectos. Patrones que —desde su punto de vista— ponen en evidencia cierta relación entre ambos tipos de fenómenos (los naturales y los culturales), relación que no posee el carácter de ‘necesidad’ (ciertamente), pero que se puede observar, prueba de que esa relación existe. Y no sólo entre lo natural y lo cultural, sino incluso entre fenómenos culturales de distinta índole, como entre lo artístico y lo político: famoso es su ensayo titulado precisamente Cúpula y monarquía, en el cual sugiere que es posible explicar los sistemas políticos atendiendo a las variaciones arquitectónicas producidas en la misma época; relación que como digo no se encuentra a modo de ‘ley’ sino como una constante que liga a estos dos fenómenos en su plasmación concreta. Otro ejemplo de este tipo serían las grandes edificaciones faraónicas de hormigón propias de los regímenes totalitarios.

Y esta es la cuestión que d’Ors se plantea, esto es, cómo es que de realidades tan dispares podemos extraer pautas formales que son semejantes, y que se repiten en ámbitos tan diferentes como en el de la naturaleza y el de la cultura. Porque estos esquemas formales no son algo meramente ideal, conceptual, sino que efectivamente se dan en la realidad de las cosas y de los hechos que acontecen, motivo por el cual los podemos reconocer. No se trata de algo meramente ‘puro’ sino físico, real… que se puede palpar.

8 de noviembre de 2017

Las bondades de la metamatemática

En un post anterior establecíamos la distinción entre matemáticas y meta-matemáticas, es decir, entre el contenido del discurrir matemático y aquello que se podía decir sobre dicho contenido, sobre dicho discurso. Esta distinción que hoy en día puede parecernos más o menos evidente, no lo era hasta no hace demasiado. Y si nos puede parecer hasta nimia, no lo es en absoluto, pues ello ha introducido la posibilidad de establecer una mirada crítica a los procesos mediante los cuales los matemáticos hacían matemáticas. Hasta la fecha, los procesos matemáticos estaban fuertemente influenciados por los conceptos comunes según los cuales nos relacionamos con la realidad, pero en el momento que dicha transferencia ya no está legitimada porque nos hemos ocupado de deslegitimarla por definición, los elementos que son utilizados en el discurso matemático están despojados de su significado habitual para adquirir aquel que está definido por los axiomas y por los criterios con que se han formulado los mismos.

Hoy en día estamos acostumbrados a escuchar expresiones del tipo meta-‘lo que sea’: meta-lenguaje, meta-comprensión, meta-psicología, meta-materiales… Por ello no nos es extraño diferenciar entre los sistemas formales que construyen los matemáticos (las matemáticas propiamente dichas) y la descripción, la discusión y la teorización acerca de los mismos, todo lo cual es incluido hoy en día en el campo de las ‘meta-matemáticas’. Pero esto es algo, como digo, bastante reciente; y hasta la fecha ha sido frecuente que los mismos matemáticos (al compartirse los significados de su reflexión matemática con los que usualmente les son atribuidos en la realidad) confundieran ambos ámbitos, y pensaran hacer matemáticas cuando únicamente estaban teorizando, discutiendo sobre ella, lo que ha dado lugar a no pocos problemas. La gran ventaja de esta distinción ha sido la de suprimir del cálculo estrictamente matemático todo aquello que no era específicamente matemático (como suposiciones ocultas o asociaciones indebidas); por otra parte, ha supuesto una depuración del ejercicio matemático por el esfuerzo que conlleva definir bien todo el sistema en términos estrictamente formales. De hecho, el programa de Hilbert tiene su origen en el debate abierto por el constructivismo ante los ‘excesos’ formalistas: frente a la postura constructivista que desestima algunos conceptos formalistas, Hilbert no está de acuerdo, proponiendo en la década de 1920 una alternativa, que cristalizó en la publicación de varios artículos, dando entrada a la metamatemática. Su objetivo no sería otro que contrastar la validez de los teoremas matemáticos, tratándolos como meras secuencias de símbolos, sin significado semántico, susceptibles de ser tratados mediante las reglas algorítmicas.

por aquí derivó la idea de Hilbert (que comentaba en el anterior post): en formalizar el lenguaje matemático, entendiendo que la empresa de reconducir disciplinas matemáticas a sistemas formales revestidos de un ‘traje axiomático’ era viable, convirtiendo las expresiones matemáticas en secuencias de símbolos sin significado explícito. Partiendo de ahí, se podrían identificar los elementos y las reglas que se deben seguir en las deducciones, etc., creando así un entramado estructural formal a partir del cual no pudieran generarse enunciados ni formulaciones contradictorias, o inconsistentes: los enunciados matemáticos serían tratados como una mera secuencia de símbolos sin más significado que el que tuvieran según las reglas con que se ha constituido dicho sistema formal, los cuales ya estaría en condiciones de ser manipulados en él. Ciertamente, estos sistemas serían complicados e incomprensibles en muchos casos porque, semánticamente, serían accesibles sólo por medio de sus reglas gramaticales y transformacionales, sin significado alguno cotidiano. Motivo por el cual no parecía sensato del todo renunciar a una ‘comprensión semántica’, espontánea, de operadores, entes, propiedades, etc. Esta comprensión semántica cotidiana no debía ser la principal, pero no podría tampoco renunciarse a ella del todo. Hilbert pensaba que, con la metamatemática, se podría averiguar qué razonamientos matemáticos eran válidos o no.

Como dice Morales Medina, el programa de Hilbert proponía que los axiomas para la aritmética debían cumplir cuatro condiciones, a saber: a) el sistema debe ser consistente; b) toda demostración debe poder realizarse en una cantidad finita de pasos; c) dado cualquier enunciado P, o bien él o su negación deben ser demostrables en el marco axiomático; y, d) la consistencia de los axiomas (primera condición) debe ser verificable en una cantidad finita de pasos. El carácter finito era importante, y ello en dos ámbitos: en el de la expresión de una proposición (que debía emplear un número finito de símbolos) así como en la expresión de una demostración (que debía emplear un número finito de pasos, o de proposiciones); no tenía sentido plantear proposiciones con un número infinito de símbolos, o demostraciones con un número infinito de pasos, pues en ambos casos parece razonable exigir que una proposición pueda ser expresada y una demostración realizada, para lo cual es preciso poder alcanzar su conclusión. No menos importante es su consistencia o ausencia de contradicción.

En este empeño formalizador tuvo un papel relevante Boole en 1847, pero sobre todo Russell y Whitehead con sus Principia Mathematica en 1910, apoyándose en los trabajos previos de Gottlob Frege. Lo que pretendía este autor era mostrar que todas las nociones aritméticas pueden derivar de ideas y procesos puramente lógicos, al hilo de lo que estamos viendo; es decir que, efectivamente, cualquier teorema se pudiera deducir mediante la aplicación de unas reglas de deducción partiendo de unos pocos axiomas iniciales. Russell y Whitehead pusieron de manifiesto claramente esas insuficiencias que ya denunciaba Hilbert en referencia a lo frecuente que era que una deducción matemática se ‘contaminara’ con elementos meta-matemáticos. Evidentemente, el uso de estos elementos contaminantes por parte de los matemáticos hasta la época se hacía de modo inconsciente, y no ha sido hasta estos años que se ha evolucionado lo suficiente como para ponerlos en evidencia. Por ejemplo, se detectan casos así en la geometría euclidiana, la cual llevaba en vigor sin ningún problema cerca de dos mil años: la lógica tradicional es incompleta, e incluso fracasa a la hora de explicar razonamientos matemáticos que hoy en día son considerados elementales.

Sin embargo, esta pretensión de reducir la consistencia de los sistemas matemáticos a la consistencia formal lógica de sus procesos no ha triunfado, y sucesivas investigaciones han puesto de manifiesto que la pretensión de Frege y Russell no ha sido ‘la’ respuesta al problema planteado. Sin embargo, su trabajo no ha sido en balde; como suele ocurrir, el esfuerzo realizado, aunque no alcanzara su objetivo, ha proporcionado elementos de notable valor, en este caso estos dos: a) la formalización del razonamiento matemático, y b) la relación de todas las reglas y normas inferenciales formalmente empleadas en las demostraciones y deducciones matemáticas. Los Principia Mathematica de Russell y Whitehead contribuyeron en definitiva, así como los trabajos de Frege, a la posibilidad de crear un cálculo matemático ausente de contaminaciones interpretativas, reduciendo la operatividad a transformaciones de cadenas de señales sin significado en otras cadenas de señales sin significado, de acuerdo a unas reglas establecidas.

1 de noviembre de 2017

Las voluntades de Schopenhauer

La filosofía de Arthur Schopenhauer no se puede entender —a mi modo de ver— sin estudiarla a la luz de su cosmovisión; y a su vez, su cosmovisión entiendo que no se puede acabar de comprender sino es a la luz de su filosofía. Esta circularidad supongo que es extensiva a todo pensador; sin embargo, destacaría la relevancia que posee en él, y que él mismo reconoce al comienzo de su El mundo como voluntad y representación, su obra de mayor relevancia, sin duda.

En su tiempo no tuvo un gran reconocimiento como filósofo, debido al hecho de coincidir con uno de los grandes, de los más grandes, como fue Hegel. Ambos poseían un modo de entender el todo más o menos similar, aunque con dos diferencias fundamentales. Tanto uno como otro hablan de un principio absoluto de todo lo que existe, principio absoluto que se objetiva en este mundo, en la naturaleza, en la realidad: el ‘espíritu absoluto’ para Hegel, la ‘voluntad’ para Schopenhauer. En el primero, este principio absoluto tiene un marcado carácter lógico, racional, pero también orgánico, vital, deviniente. En Hegel, efectivamente, el espíritu absoluto presenta una dimensión que a menudo se olvida, como es esa dimensión de fuerza, de vitalidad, independientemente de que en él posea un carácter marcadamente más acentuado el racional, el lógico (pero no un lógico meramente abstractivo, sino orgánico, incluso metafísico). Pues bien, en Schopenhauer este carácter vital y orgánico es el fundamental: el principio del mundo es aquello que le hace ser, que propicia el movimiento, la energía, la vida… Ésta sería la primera diferencia. La segunda tiene que ver con el modo en que todo este gran proceso cósmico se da, el cual como sabemos en Hegel posee un carácter marcadamente cerrado, teleológico, progresivo, hacia el retorno del espíritu a sí mismo, algo que no está tan presente en el pensamiento del segundo.

El concepto clave en Schopenhauer es el de voluntad. Un concepto amplio y complejo, del cual se echa de menos una explicación más rigurosa por parte del autor. Y no porque le dedique pocas páginas (todo lo contrario) sino porque a causa de su riqueza es muy complicado.

Creo que es preceptivo definir muy bien a qué grado de la misma hacemos mención, o en qué ámbito de la existencia nos encontramos. Me explico. A mi modo de ver, la voluntad es nombrada por él según tres acepciones, las tres íntimamente relacionadas —como no podía ser de otra manera— pero cada una con su especificidad propia. No se trata de tres voluntades distintas, sino de tres modalizaciones de la misma, y que influyen en el modo en que se manifiesta: me refiero a la Voluntad, a la voluntad y a la voluntad humana.

La primera es la voluntad tal y como la hemos expuesto, como ese fundamento del mundo, cuya objetivación no es sino la naturaleza, toda la realidad. Denominaré a la voluntad según esta acepción, antes de ser objetivada, ‘Voluntad’, con mayúscula, para distinguirla de las otras dos, sobre todo de la siguiente. Esta Voluntad tiene que ver con el ámbito de lo ‘en sí’, el ámbito previo incluso al de esa primera objetivación que es la de las Ideas (recordemos que Schopenhauer, y en general buena parte del romanticismo era platónico en este sentido). La Voluntad es pura energía, pura fuerza… y como tal se convierte en el fundamento de toda la realidad en su dinamicidad y en su organicidad.

Un segundo estadio sería precisamente la objetivación de la Voluntad en el mundo: sería la ‘voluntad’ —con minúscula— tal y como acontece en nuestro mundo, según distintos grados de objetivación: desde la materia inerte, pasando por los distintos niveles de vida, desde los más inferiores a los superiores, hasta el grado máximo en el ser humano. Todo lo que existe está sujeto a las leyes de la naturaleza, a las categorías espacio-temporales, y a lo que Schopenhauer denomina el principio de razón. En la naturaleza así considerada prima la resistencia, el esfuerzo por la supervivencia, el esfuerzo por mantenerse en la existencia… La armonía de la naturaleza está repleta de numerosos y pequeños conflictos, consecuencia de la lucha continua de la materia por existir, de las especies por sobrevivir; y en ese plano, en tanto que sujeto a la voluntad, se encontraría también el ser humano. En este plano, las personas son unos ‘seres vivos más’, en el sentido de que su existencia se reduce a sobrevivir, a ir consiguiendo lo necesario para vivir, a ir satisfaciendo las necesidades conforme le van surgiendo en la vida, como acontece también a cualquier otra especie; a ir satisfaciendo sus deseos, obteniendo a cambio ese placer a ras de tierra, la mera satisfacción, un bienestar epidérmico.

La única diferencia con el resto de seres vivos y animales sería la que da origen al tercer tipo de voluntad al que me refería, esa especificidad que la voluntad (objetivada) adquiere en el ser humano, y que por analogía (que no por identificación) es lo que lleva a Schopenhauer a denominar a la Voluntad así, Voluntad: me refiero a la ‘voluntad humana’, con su carácter propio en tanto que humana. La voluntad humana en tanto que perteneciente a la esfera de la voluntad (objetivada) no es realmente libre sino que, como ocurre con todo lo que existe en este plano, está sujeta a las leyes de la naturaleza. El hombre en este plano se cree libre, pero en el fondo no lo es porque está sujeto al dolor por tener que sobrevivir, al placer por satisfacer sus necesidades; y tanto en un caso como en otro no hace sino responder a una misma clave: la de una voluntad humana sujeta a las leyes de la naturaleza.

Aunque no del todo, porque la voluntad humana es la única que puede elevarse sobre esta situación; la voluntad humana es la única objetivación de la Voluntad que puede sobrevolar la voluntad objetivada. Parece un juego de palabras, pero si no me engaño creo que lo he dicho del modo adecuado. La voluntad humana puede sobrevolar el plano de la voluntad objetivada, sobre-elevándose por encima del plano de las leyes y de la necesidad natural, para situarse en la línea hacia la Voluntad. Si la Voluntad fundamenta todo el mundo, también fundamenta al ser humano; pero sólo el ser humano posee la posibilidad de acceder a ella desde su voluntad humana, trascendiendo la voluntad objetivada. Para ello hay que superar las categorías del principio de razón, itinerario cuyo primer paso sería el arte, y el segundo y definitivo la santidad (que Schopenhauer explica en la tercera y cuarta parte de su libro).

A mi modo de ver, si no se tiene en cuenta esta estratificación, no se puede comprender adecuadamente el trasunto metafísico del pensamiento de Schopenhauer, ni se puede comprender su reflexión estética ni antropológica. Se dan así tres esferas: la de la Voluntad (en sí), la de la voluntad (objetivada, la naturaleza), y la de la voluntad humana (el grado más elevado de la voluntad, específica del ser humano). Como digo, Schopenhauer no realiza ninguna distinción en este sentido en su obra, y ello da lugar a cierta ambigüedad, a cierta confusión en algunos pasajes, por lo menos a un servidor. Pero creo que leerle a la luz de esta estratificación puede ser aclarador.