27 de agosto de 2019

La rehabilitación de la tradición

Decíamos en el anterior post de esta serie, que la tradición, la autoridad, no tiene por qué ser negativa per se; en definitiva, eso se erigía en un prejuicio que la razón ilustrada esgrimía, lo cual sobrevenía por un mal concepto de la autoridad, a juicio de Gadamer; porque, para este autor, la autoridad no consiste en dar órdenes desde el poder que uno ostente, sino que la autoridad se puede ejercer cuando es reconocida como tal por los otros, porque se ha ganado su reconocimiento. Y este tipo de autoridad es bien distinto al anterior.

La autoridad reconocida lleva implícita la idea de que la autoridad no siempre es arbitraria o dominante, sino que posee algo que puede ser reconocido como valioso. Y no sólo eso, sino que este tipo de autoridad seguramente insistirá en la promoción personal de aquel ante quien goza de ese prestigio: antes que someterlo y dominarlo a causa del reconocimiento de su autoridad, buscará la emancipación y el desarrollo personal de aquél que se la otorga. Se trata de una autoridad que no busca la imposición y la destrucción de las relaciones sociales, sino que propicia la libertad y una propuesta de auténticas relaciones de vida.

A este sentido de tradición estuvo más cercano el romántico que el ilustrado, en la medida en que el primero se la otorgaba efectivamente a lo clásico mientras que el segundo indefectiblemente la desestimaba sin llegar a considerar su posible grado de validez o de veracidad. Lo cual no quiere decir que, esta valoración romántica de lo clásico y de la tradición, llevara implícito también el prejuicio de desestimar toda valoración del ejercicio de la razón en favor del legado recibido, pensando que lo que legaba ese legado era esa especie de sabiduría mítica de los clásicos que se habría de convertir en sabiduría fundamental para un presente, sin ningún tipo de crítica. No era esa tampoco la postura romántica.

La tradición permanece en sucesivas generaciones no tanto por la capacidad de permanencia que posee lo transmitido, como porque de hecho es recibida en el seno de aquéllas, recepción que se realiza según los cánones de la época histórica correspondiente, un acto opcional realizado (más o menos conscientemente) por el ejercicio de la razón (pública, social, colectiva…).

Más o menos conscientemente, porque incluso en el seno de las revoluciones más radicales se mantienen elementos tradicionales en una medida que puede llegar a sorprender (muestra de lo cual es la misma Revolución Francesa). La conservación de la tradición supone una opción tan libre como la transformación o la renovación. Y nunca se da de modo puro ninguna de estas opciones. Por mucho que queramos suprimir ‘del todo’ una tradición dada, eso se torna en una tarea imposible; siempre habrá restos tradicionales en cualquier actualidad histórica, por mucho que nos hayamos empeñado (incluso revolucionariamente) en suprimirlos.

La tradición asume así una doble caracterización: por un lado, permite la transmisión de una cultura; por el otro, contribuye al cuestionamiento y transformación de lo transmitido de dicha cultura. Es un proceso no de recepción pasiva, sino dialógica, el cual «no sólo representa el desarrollo del saber de una comunidad, sino también el desarrollo de la comunidad misma». La tradición supone un esfuerzo por recoger lo entregado, en comprensión dialógica y crítica, lo que implica un crecimiento estructural y hermenéutico. También ontológico, pues el receptor se va viendo transformado paulatinamente precisamente por este esfuerzo hermenéutico. Un proceso que no puede ser subsumido bajo metodología alguna. Por eso dirá Gadamer que «el comprender debe pensarse menos como una acción de la subjetividad que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición, en el que el pasado y presente se hallan en continua mediación». 

Como resultado, querámoslo o no, nos encontramos siempre sumidos en una situación histórica en la que pesan no pocos elementos de la tradición. Y Gadamer, frente a la actitud ilustrada, se pregunta: estos elementos de la tradición, ¿no deberían ser considerados en el tema que nos ocupa, en la fundamentación de una adecuada ciencia histórica? Siempre nos encontramos en tradiciones, y el negarlas por defecto no sólo es una herramienta metodológica errónea, sino que es erróneo por definición (como decía, suprimir todos los elementos de la tradición es una empresa imposible de llevar a cabo). Con palabras suyas: «¿Es correcta la auto-acepción de las ciencias del espíritu cuando desplazan el conjunto de su propia historicidad hacia el lado de los prejuicios de los que hay que liberarse?». La tradición es algo en lo que necesariamente estamos instalados en mayor o menor medida, e incluso quizá sea lo que nos impele a ejercer nuestra reflexión (histórica) en un determinado sentido o en otro; por tanto, «el efecto de la tradición que pervive y el efecto de la investigación histórica forman una unidad efectual cuyo análisis sólo podría hallar un entramado de efectos recíprocos». O sea, que la tradición se encuentra presente en todo momento histórico, y es tarea del investigador elucidar su ‘productividad hermenéutica’. Tradición que —no podemos dejar de olvidar— posee también una relevante presencia en el ejercicio ‘científico’ de las ciencias naturales.

En las ciencias del espíritu, el interés por la tradición no es sino un interés por el presente y por su pervivencia en éste. El presente está inmerso en una corriente histórica encabalgada según diferentes tradiciones, las cuales es preciso conocer para identificar la situación actual y su grado de dependencia y permanencia en aquellas; así como constatar nuestro grado de ‘parcialidad’ a la hora de acercarnos ‘objetivamente’ a ellas. Antes que negarlos tozudamente, hay que tomar consciencia de todos los elementos de la tradición que perviven en nuestro presente, para poder valorarlos críticamente e intentar determinar hasta qué punto nuestras vidas se ven afectadas por ellos, tanto positiva como negativamente.  Una toma de consciencia en la que se ven entremezclados dos momentos, o dos condiciones fundamentales: el distanciamiento cultural de aquello que se pretende comprender y que es legado, así como el pluralismo de voces que surge como consecuencia de la conciliación de ese distanciamiento, voces que concilian lo propio con lo distante, lo familiar con lo extraño.

20 de agosto de 2019

Entre el 'hacer' y el 'no hacer' (y ii)

Estaba hablando en este post sobre cómo acceder a ese nuevo modo de ser y de estar que llevaba implícito un redescubrimiento de nuestra intimidad, de nuestra profundidad, un acceso diverso a nuestras entrañas —que diría María Zambrano— para alcanzar ese sentir originario que nos armoniza con nosotros mismos y con la realidad. Pero, para ello, es preciso modificar, trascender nuestro modo habitual de conducta, nuestros modos cotidianos según los cuales nos relacionamos con nuestro entorno. Por eso decía que tenemos que dar con un modo diverso de aprehender a la realidad, más allá de la dualidad hacer-no hacer a la que estamos acostumbrados. Tanto el ‘hacer’ como el ‘no hacer’ se mueven en una misma línea, la de la acción humana que, en definitiva, pende de nosotros. De lo que se trata es de modificar esa clave, dejando hacer, dejándonos hacer, en una especie de activa pasividad, gracias a la cual alcanzamos un modo distinto de sentirnos en la realidad, y que revertirá positivamente, humanizadoramente, sobre nuestra vida cotidiana.

Es paradójico el hecho de que, para poner orden nuestros pensamientos, lo que se ha de hacer es ¡no pensar!, y que para poner en orden nuestras acciones, lo que se ha de hacer es ¡no hacer! ¿Por qué? Pues porque mientras los pensamientos y las acciones están presentes, estamos ocupados en ellos; y, mientras estamos ocupados en ellos, sencillamente no podemos acceder a nuestro interior. Las palabras y las acciones nunca se mueven en un nivel último de profundidad, por muy profundos que sean, y que lo pueden ser. Para acceder a los últimos niveles humanos de profundidad es preciso ir más allá de las palabras y de las acciones, encontrando momentos de quietud.

Es imprescindible superar ese prejuicio según el cual el no hacer nada es malo per se. Otra cosa es que, en una sociedad como la nuestra, tan activa, tan activada o tan activista, no se acabe de comprender la eficacia del dejar hacer. Siempre a la luz de que lo que se está diciendo no es un vivir sin hacer nada, sin pegar un palo al agua, sino de que es necesario para llegar a nuestra esencia encontrar espacios de paz y serenidad en nuestra vida, de silencio en el más profundo de los sentidos, silencio en el que resuena nuestro más profundo ser. Y ese acceso a nuestro interior pasa por trascender nuestras facultades, para luego volver a la vida, con energías renovadas, en armonía profunda con uno mismo y con el mundo, que es totalmente distinto.

Cuando uno empieza a tomar consciencia de todo ello, se dan dos grandes consecuencias, cada cual más importante. Una, que empezamos a darnos cuenta de cómo funciona nuestra mente habitual: cómo brotan nuestros pensamientos, cuáles son nuestros miedos ocultos, nuestros prejuicios, etc., los cuales comienzan a brotar de un trasfondo personal hasta entonces ignorado; y dos, comenzamos a atisbar un mundo diverso, un nuevo modo de aprehender la realidad, sin saber muy bien ni cómo ni cuándo, ni por qué; es una experiencia que nos sobrepasa, que no sabemos explicar, pero que ocurre. En la medida en que la persona se va haciendo transparente a sí misma, la realidad comienza a trasparecer ante él.

Pero, como digo, a ese estado no se llega ni con el ‘hacer’ ni con el ‘no hacer’, porque no es un ‘no hacer nada’. A ese estado se llega cuando uno deja hacer. Es la eficacia de, sencillamente, estar: no pensar, no sentir, no hacer, no querer… estar. Se trata, sencillamente, de ‘estar’.

Este dejar hacer se erige en un poder, pues enlaza con el modo más profundo de interiorización y de personalización, como dice Nicolás Caballero. No es ni actividad ni pasividad, sino una activa pasividad, un estar atento, un estado de advertencia amorosa, que diría san Juan de la Cruz. Cuando uno deja hacer, deja de intervenir activamente en aquello que le está ocurriendo en ese momento; dejar de pensar implica ir más allá del pensamiento, y en la medida en que uno va más allá de su propio pensamiento, deja hacer. Ese ‘dejarse hacer’ no es una realidad negativa, sino todo lo contrario, posee una potencia sorprendente, potencia que nunca podrá ser alcanzada por el más grande de los pensamientos.

Con esto no se quiere negar la importancia del pensamiento, sino poner de manifiesto cómo se puede acceder precisamente a ese fondo esencial desde el cual brotan nuestros pensamientos. «El pensar emerge de un trasfondo que es la fuerza que se expresa en el acto de pensar»; y a ese trasfondo no se puede acceder pensando, aunque parezca paradójico, sino que es preciso… dejar de pensar, dejar hacer. Porque mientras no seamos capaces de acceder a ese trasfondo que subyace a todo pensamiento, nos veremos arrastrados por la corriente que nuestro mismo pensar despierta; y, si queremos, desde nuestro pensamiento, salvar esa corriente, lo único que estaremos haciendo es alimentarla todavía más. Es así como se llega a lo que san Juan de la Cruz denomina conciencia pura; y sólo así llegaremos a la auténtica realidad de las cosas.

«Hay en nuestra vida un error de apreciación, que interfiere en nuestro desarrollo: la equivocación de confundir los símbolos (las palabras) con la realidad que simbolizan. Y el pensamiento es un símbolo que en gran medida ha oscurecido la realidad, cuando al darle más importancia de la que en realidad tiene, que es mucha, hemos creado un abismo entre símbolo y realidad, y entre nosotros mismos y la realidad».

En el estado de conciencia pura nuestro entendimiento «ya no parlotea, ni analiza, ni juzga; está vigilando, observando, porque vosotros no sabéis. El estado mismo de no saber es el comienzo de la quietud», dice san Juan en la Subida. Hemos de aprender el camino de ‘vuelta a casa’, de ‘interiorización’. Porque, mientras no sea así, toda verdad no será verdad del todo, ni toda bondad será buena del todo, ni toda fruición será fruición del todo… ya que siempre estarán encadenadas a nuestra visión de las cosas, sobre todo si todavía permanece en el ámbito de la conciencia no purificada, siempre distorsionada por muy purificada que esté.

13 de agosto de 2019

El tránsito al conocimiento filosófico

Tuve recientemente una conversación con unos amigos, en la que tuve que romper una lanza en favor de la filosofía, acorralado como estaba frente a una crítica furibunda contra ella. La verdad es que me es difícil hacer comprender a personas no familiarizadas con ella qué aporta estrictamente la filosofía, tanto a las personas en general como a otras disciplinas (ciencias naturales, psicología, economía…).

Un tópico de la filosofía es la reflexión sobre el modo en que el ser humano se relaciona con su entorno, tanto con la realidad como con los demás. No solemos hacernos cuestión de este problema hasta ya cierta edad, momento hasta el cual hemos podido vivir sin mayores problemas, más allá de los propios de cualquier vida. En un determinado momento, cada uno posee en dicho presente un bagaje de conceptos, interpretaciones, creencias, prejuicios, predisposiciones, inquietudes… la mayoría de los cuales no sabrá muy bien por qué los posee: los tiene y ya está. Ciertamente, la mayoría de toda esta mochila nos ha sido dada, e incluso aquella parte que ha dependido de alguna manera de nuestras propias decisiones, las cuales han solido darse sin ser demasiado consciente de ellas en el sentido que estamos comentando. Desde que éramos pequeños, y conforme hemos ido creciendo, ese bagaje ha ido creciendo y se ha ido especializando en distintas direcciones, aquellas que tienen que ver con la vida de cada cual (tanto a nivel personal como profesional). Ya digo, somos como somos, sin saber muy bien por qué hemos llegado a ser como somos: sencillamente, lo somos.

Esta es la actitud que, por lo general, compartimos todos, desde la cual estamos situados en el mundo desde una actitud —digamos— cotidiana, natural se suele decir. Y, desde esta actitud, no solemos hacernos eco de la complejidad de dicho proceso, ni de lo difícil que es el fenómeno del conocimiento. Seguramente, tampoco nos es necesario: la actitud natural del ser humano suele ser una actitud confiada en cuanto a la posibilidad de relacionarse con la realidad, y de conocerla; y así debe ser. La vida natural no pone en cuestión la validez de su conocimiento, la da por buena y ya está; y si hubiera algún error, la propia realidad de las cosas ya se ocupará de hacérnoslo saber.

A lo largo de la historia humana, esta actitud ha sido la normal en todas las disciplinas de conocimiento, no sólo en la vida cotidiana. Independientemente de la complejidad asociada a cada disciplina para conocer su ‘parcela’ de realidad, qué duda cabe, siempre ha solido haber cierta confianza en la posibilidad de, efectivamente, poder ir avanzando en su tarea, en su empresa de progresar cada vez un poco más en el conocimiento de la realidad tanto material como viva (y humana). Todas ellas, en su ejercicio propio, han supuesto de alguna manera la validez del conocimiento como un dato de partida, como un presupuesto sin el cual difícilmente podrían alcanzar sus respectivos objetivos.

Con el paso del tiempo comenzaron a surgir interrogantes sobre las posibilidades del propio conocimiento, sobre su valor y sus límites. Es decir, hasta qué punto nuestro conocimiento nos ofrece una versión más o menos fidedigna de la realidad y, si es así, hasta dónde se puede llegar en nuestro progresar: ¿a toda la realidad?, ¿a una parte sólo?, ¿a cuál? Si nos fijamos, aquí no se trata de conocer parcelas de la realidad, sino de conocer nuestro modo de conocer, de analizar el ejercicio de nuestras facultades cognoscitivas. Se trata de un conocimiento de otra índole: es un conocimiento crítico, y este conocimiento es específicamente filosófico.

No se trata de una crítica dirigida hacia el conocimiento aplicado a un campo del saber, que de eso ya se encarga su respectiva disciplina, sino que es el conocimiento en general el que es puesto en tela de juicio.

Que hay conocimiento es un hecho. Nadie puede negar su valía en orden, sencillamente, a mantener en vida a un ser vivo, sea humano o animal; no se puede negar su utilidad para desenvolvernos en la vida. Por lo general, las facultades de cualquier ser vivo son suficientes para relacionarse adecuadamente con su entorno, para poder conocerlo; y algo así nos ocurre a nosotros también. ¿Dónde está el problema, pues? Pues en que, y de modo específico en el caso humano, no todo conocimiento es de esta índole; y este salto de un tipo de conocimiento a otro es fundamental.

7 de agosto de 2019

La realidad más allá de la ciencia

Hablaba en este post de dos ideas que quería considerar. Una tenía que ver con la complejidad de usar los mismos conceptos en distintos ámbitos, y lo analizaba en este otro post hablando del sentido común, cuyo significado es bien distinto en el ámbito de la vida cotidiana (y aun de la ciencia) y en el filosófico. Me quedaba pendiente una segunda consideración, a saber, la referente a la gran valoración que se da hoy en día al conocimiento científico, incluso extralimitándose en su aplicabilidad; no se trata de cuestionar su valor a la ciencia (creo que no tendría sentido hacerlo), sino su endiosamiento por no pocos proselitistas, intentando cubrir con ella ámbitos que difícilmente caben bajo su seno.

En esta argumentación me viene a la cabeza Arthur Schopenhauer, aunque soy consciente de que de ella se han hecho eco otros muchos autores (como, por ejemplo, Paul Feyerabend, mucho más actual y afín a la filosofía de la ciencia). Schopenhauer nos invita a pensar hasta qué punto es legítimo reducir el mundo al marco desde el cual cobra sentido el quehacer científico, de modo que todo lo que no quepa en ese marco, quede fuera; y ello porque la ciencia es ajena ‘en principio’ a toda esa carga de sentido que lleva aparejada la vida cotidiana y el pensar filosófico, gracias a su metodología específica. Pero el caso es que, si se reflexiona ya no sobre sus resultados, sino sobre su metodología, cabe plantearse el alcance de dichos resultados, llegando fácilmente a la conclusión de que su alcance es ciertamente limitado. Digamos que la ciencia sólo puede analizar esa porción de la realidad que es analizable científicamente, lo cual no quiere decir que toda la realidad lo sea (analizable científicamente). El problema que surge de modo inmediato, y que aquí no puedo tratar (y que tiene que ver con el auge y desarrollo de las denominadas ‘ciencias del espíritu’ desde finales del siglo XIX), es cómo tratar todo ese ámbito de la realidad que no es analizable científicamente; porque, si efectivamente pensamos que desde el enfoque mecanicista podemos decir todo de la vida quedaremos defraudados, ya que nunca podrá dar respuesta a todos sus interrogantes. Todo ello, independientemente de que una cosa es afirmar que la visión mecanicista de la vida es insuficiente (lo cual, a mi modo de ver, es cierto), y otra mostrar otra metodología que la sustituya de un modo fehaciente. No son pocos los pensadores, como digo, que han reflexionado sobre ello.

Todo esto que digo tiene una consecuencia directa incluso en el modo de hacerse la ciencia, porque en toda metodología científica hay incluso momentos de ‘arbitrariedad’: «ninguna definición del método científico será exacta si no implica el reconocimiento de una sucesión evolutiva, en la cual nuevas características van pasando, unas tras otras, al primer plano», dice Hogben. Basta que nos acerquemos a cualquier hecho histórico de la ciencia para poder hacernos eco de ello. Tenemos la sensación de que la ciencia se construye a partir de los hechos observables, creando teorías al hilo de éstos, etc. Pero no es tan sencillo. Porque la ciencia no consiste en conseguir información, en conseguir datos, aunque éstos se encuentren debidamente acreditados por agentes externos, sino que deben ser elaborados y clasificados de un determinado modo el cual no se encuentra previamente en esos mismos datos; y será esta elaboración la que nos permita generar conocimiento que trascienda el alcance de esos datos originales. Y, es más, esta elaboración posterior se encuentra a la vez en el trasfondo de la misma recogida de datos, a la luz de la cual se observa la naturaleza, se realiza la experimentación. Y esto para nada es un proceso mecánico, estrictamente metodológico. Por lo general, es preciso hacer esta elaboración diversas veces, hasta que se va dando con una que, con cierta garantía, ofrece un criterio de validez. Nos encontramos aquí con el conocimiento científico en su génesis, lejos todavía de alcanzar su madurez; y se pone aquí de manifiesto una dimensión del espíritu científico que quizá sea el que menos tiene que ver con el carácter científico propiamente hablando, y el que dependa más de todo ese bagaje extra-científico del individuo.

Nos dice el gran filósofo romántico en El arte de poder no tener razón, «¿qué nos está permitido esperar como individuos y como Humanidad cuando la ciencia domina la naturaleza en unas proporciones insospechadas y regula la administración de la vida en común sometiéndonos a un continuo deslumbramiento que es a la vez ofuscación?». Seducidos por los avances científicos, que son muchos y muy loables, pensamos que el mundo ‘verdadero’ es el de la ciencia, y que los demás mundos son poco menos que cuentos de viejas, o meras ensoñaciones poéticas.

No está de más recordar que no hace mucho la misma filosofía se vio contaminada por esta visión reduccionista de su mismo quehacer filosófico, de la mano de la filosofía analítica del lenguaje, y su deriva neopositivista, etc., llegando a entender al sujeto no como un individuo existente, sino como un ente lógico, concepto límite del mundo (primer Wittgenstein). Sin embargo, es más que discutible que el ejercicio científico sea tan puramente científico como se piensa, problema con el que se encontró el mismo Wittgenstein con los denominados enunciados de creencia, enunciados del tipo ‘S piensa que p’, ‘S cree que p’, etc. Su solución pasó —como digo— por una naturalización del sujeto, pero este problema podía haber tenido una solución muy diferente, que es la de una hermeneutización del sentido: el sentido de las proposiciones ya no habría que buscarlo en su estructura lógica, como en su comprensión. Y es que, todo ejercicio científico, a la postre, se da en el seno de unos mismos paradigmas de historicidad y circularidad similar al que rige nuestras propias vidas, y que no están capacitadas para rebasar. Cuando un hermeneuta escucha decir a un científico que su ejercicio como tal está libre de todo tipo de ‘contaminación’, no puede sino mirarlo con cierta duda; no por nada, sino porque ese tipo de ejercicio, sea en el ámbito en que sea, es imposible en tanto que humano. Y lo más grave no es contar con ese marco ‘contaminado’, sino el no ser conscientes de ello, porque es entonces cuando uno está más a su merced, como decía Gadamer.

Con esto que digo no trato de desmerecer a la ciencia, sino de situarla en un punto a mi juicio más equilibrado, con la pretensión de dotar de cierta unidad y universalidad al conocimiento humano desde la cual valorarla y hacer por conocerla (desde la filosofía). Uno no puede hacer ciencia pura, no puede ejercer hechos puros, dado que toda acción humana se sitúa en un mundo de sentido, con todo lo que conlleva de significaciones, conceptos, mentalidades… «La estructura teleológica y básica del mundo de la vida es el suelo histórico y práctico en el que adquieren significación y referencia los conocimientos científicos», dice Schopenhauer. La ciencia limita su capacidad a ámbitos concretos determinados por su objetivo y su metodología, olvidando la tensión que se puede dar entre el método empleado y la verdad a conseguir.

Quizá la ciencia haya olvidado su origen, enmarcado en una estructura histórico-práctica, sociológica, cultural. Ha olvidado su propia pertenencia a una sociedad histórica en la que se sitúa y en la que alcanza su verdadero sentido. La verdad científica pretende sustraerse de las huellas de la finitud y de lo concreto, lo que supondría un olvido de los aspectos vitales del científico y de la básica naturaleza del conocimiento científico. La ciencia se sitúa en un subsuelo previamente establecido y en el que nace y desde el que se ejerce: son su condición de posibilidad. Claro que la ciencia es autónoma, pero no con una autonomía absoluta sino condicionada. Cosa distinta es que la filosofía pueda dar solución a los problemas que la ciencia no puede, para lo cual será necesario descubrir los propios límites de la metodología filosófica, no dando por supuesto aquello que trata de demostrar, para lo cual tendrá que poner al descubierto sus prejuicios y sus creencias.