26 de abril de 2016

Hacia una sociedad que no es sólo de socios

En La sociedad de la desconfianza Eibl-Eibesfeldt nos comenta una característica que se da con demasiada frecuencia en nuestro entorno mediático: se trata de lo que denomina el miedo a la comunicación, es decir, el miedo a decir algo en público por la sospecha continua de que alguien va a malinterpretar (consciente o inconscientemente, aunque él se refiere más a ‘conscientemente’) cualquier afirmación que se realice. Antes de tratar este tema en concreto, lo que hace es situarlo en un contexto más amplio, a saber: el del modo en que un individuo (cualquier individuo) está situado en la sociedad (occidental).

A lo largo de la historia ha habido diversas opiniones respecto al fundamento de la relación que existe entre un individuo concreto y la sociedad. El modo en que un individuo se sitúa ante una sociedad se encuentra en el seno entre una tensión entre dos polos: sus propios intereses individuales y la repercusión social de estos intereses. En principio, toda acción que realice un individuo posee ciertas consecuencias, que serán positivas o negativas para el resto de conciudadanos: su acción no sólo tendrá resultados en su propia persona, sino que ‘arrastrará’ de alguna manera a otras personas de su entorno próximo o lejano. Ninguna acción es indiferente, ni en el plano personal ni en el social.

La cuestión pasa por averiguar si estamos ante un problema irresoluble o no, es decir, si ante una determinada acción que en principio es provechosa para el individuo, es verdaderamente adecuada para él a sabiendas de que en el plano social es dañina. O sea, si una acción es buena para mí sabiendo que te perjudica a ti. Ello nos lleva a dos graves cuestiones: a) ¿qué es más fundamental: el bien individual o el bien común?; y b) ¿se puede aspirar a cierta convivencia armónica desde la perspectiva de la imposición del bien individual frente al bien común? ¿Y viceversa?

Es fácil escuchar la opinión de que necesariamente se haya de elegir entre un tipo de bien u otro. ¿Es justa esta consideración? Quizá el modo de plantearlo sea un tanto falaz. ¿Por qué ha de ser lo uno o lo otro? Independientemente de que se produzca en no pocos casos cierta tensión, quizá no sean dos tipos de bienes que tengan que encontrarse necesariamente en oposición, todo lo contrario: me pregunto si un bien individual que no vaya en la misma dirección que un bien social es efectivamente un bien individual, o no es más que una pretensión de bienestar tras el cual subyace una postura egoísta o egocéntrica. Participar en la consecución del bien común supone ser capaz de superar los propios intereses, no para realizar una especie de sublimación (disolución) de nuestra persona en una entidad superior (la sociedad), sino para realizar mi personalidad desde la consciencia de que sólo desde mi participación en la consecución de un bien común puedo construir adecuadamente mi propia identidad.

Es la distinción que Paul Ricoeur realiza entre socius y prójimo. El primero sería «aquel a quien llego a través de su función social», es una relación mediata: sólo me interesa el otro… ‘en cuanto que’. Es un tipo de relación artificial, construida a raíz de la evolución de nuestra sociedad occidental procedimental, jurídica, económica. Pero ante el socius cotidiano, surgen ocasiones en que no lo consideramos como socius sino de otro modo, ocasiones que suponen una llamada a la toma de conciencia de que el otro no es un mero socius sino un prójimo. Como dice Ricoeur, «el sentido del prójimo es una invitación a situar exactamente el mal en esas pasiones específicas que se apegan al uso humano de los instrumentos», fruto de una razón instrumental (Weber) cuya consecuencia inevitable es también la instrumentalización del individuo para convertirlo —según Ricoeur— en socius. La consideración del otro como prójimo nos obliga a romper con esa estructura artificial de la sociedad, con esa existencia instrumental a la que nos aboca la forma de vida occidental para plantearnos otro tipo de existencia que la desborde, acaso una existencia más auténtica.

Lo que nos lleva a su vez a situar en otras categorías el análisis de la sociedad actual. Estamos acostumbrados a preocuparnos por toda esa actividad humana derivada de una tecnología divinizada que va en contra de la naturaleza, y eso sin duda está bien. Pero quizá tampoco debamos demonizar a la tecnología; deberíamos preguntarnos dos cosas: a) si puede darse una vida humana sin tecnología o si por el contrario —como ya decía Ortega— el ser humano es inevitablemente tecnológico ya desde la prehistoria; y b) si el criterio para enfocar ese problema no es tanto un criterio cuantitativo (que también) como cualitativo. Ricoeur se pregunta si el peligro que acecha sobre la naturaleza y sobre nosotros mismos hay que ir a buscarlo en la fuente de la que surge el conflicto entre el socius y el prójimo.

«El mal de la existencia social del hombre moderno no está en ir contra la naturaleza; no carece de índole natural, sino de caridad. La crítica, por tanto, se equivoca por completo cuando la emprende contra el gigantismo de los aparatos industriales, sociales o políticos, como si hubiera una escala ‘humana’ inscrita en la naturaleza del hombre».

La consideración del otro como prójimo implica un cambio de clave, cambio desde el cual se puede observar cómo el entramado tecnocrático de nuestra sociedad posee la tendencia de acaparar para sí toda posibilidad de relación humana ajena a dicho procedimentalismo. Lo tecnocrático objetiva al ser humano, e impide cualquier tipo de relación personal. Hoy en día es común la relación de socius a socius, pero habrá que plantearse si responde a lo que podemos entender como relación personal, o si no supone una reducción inaceptable de lo que es una auténtica relación personal, aunque desgraciadamente sea algo extendido a muchos niveles sociales. Y si no se quiere vivir solamente en esa relación, sino que se busca una relación de un yo a un tú, de un prójimo a otro prójimo, habrá que preguntarse si las actuales estructuras sociales posibilitan dicho encuentro. Como nos dice Ricoeur, «lo social tiende a impedir el acceso a lo personal y a ocultar el misterio de las relaciones interhumanas».

Ya lo decía también Kant cuando hablaba de una ‘insociable sociabilidad’ en su reflexión sobre la sociedad universal. De hecho, la gran tarea de la política es establecer pacífica y constructivamente ese nexo entre lo social y su aparente carácter de insociable, entre la ética y la realidad de una vida que a menudo cae en lo perplejo y paradójico, en establecer puentes entre todas las rupturas que creamos entre las relaciones humanas…

Con ello no se debe caer en una idealización utópica de la cuestión. ¿Sería posible acaso una relación de prójimo a prójimo con todas las personas del mundo, e incluso con todas las personas que conocemos? Se produce aquí una situación desde la que nuestro vínculo social adquiere una doble dimensión: la de lo cercano e íntimo y la de lo lejano y extraño. Mi propio círculo social se define como tal en oposición a otros círculos sociales; pero ello no es óbice para que, desde esa situación social, podamos ser prójimos para los más cercanos y nos comportemos como prójimos con los lejanos… a través de lo institucional.

19 de abril de 2016

Recuperación de la pregunta por la verdad del arte

A raíz de lo visto en el anterior post, quedaba por resolver dónde situar exactamente la verdad que nos pueda ofrecer el arte. Acabamos con el siguiente problema: ¿se puede aprehender una obra de arte de modo ‘puramente estético’ sin ninguna referencialidad contextual?, ¿se puede desvincular a la obra de arte de ‘su’ mundo, de su contexto? Esto queda muy bonito decirlo así, teóricamente, pero cuando estamos ante una obra de arte, ¿podemos deshacernos de todos estos elementos ‘impuros’?

Es más: si lo miramos desde el otro lado, no desde el mundo en que una obra de arte fue creada sino desde nuestro propio mundo, desde el mundo en que nosotros estamos situados, ¿podemos observar una obra de arte sin estas referencias propias culturales, de sentido,…?, ¿no influye todo eso —como ya puso de manifiesto Heidegger— en mi misma percepción?, ¿no hay un horizonte de sentido en el que se halla una pre-comprensión desde la cual aprehendo la obra de arte, y que provoca que «nuestra percepción no sea nunca un simple reflejo de lo que se ofrece a los sentidos»? ¿Existe una percepción pura, ideal? Como veis, se generan no pocos interrogantes. Todo esto es muy interesante porque como sabemos, a menudo el ser humano ‘pone’ mucho de lo que ve en aquello que hay, y por el contrario no ve otras muchas cosas que efectivamente hay.

¿Cómo articular esta ‘impureza’ con la conciencia estética, tan pura? Encontrar el equilibro entre el aspecto formal de lo estético, y el mínimo de comprensión o sensibilidad estética para poder percibir en su justa medida un objeto artístico es verdaderamente difícil. Tanto en un sentido como en otro ha lugar a posibles dogmatismos, pues tan inapropiado es hablar de una percepción pura sin significación como de una percepción tan llena de contenidos que no deja hueco a lo formal o al libre juego de facultades que nos explica fantásticamente Kant. Démonos cuenta de que lo que Kant intentaba en su tercera crítica, la Crítica del Juicio, era la penosa tarea de suprimir los contenidos dados en el objeto para acceder a lo formal, pero era bien consciente de que en la percepción había un contenido material que había que ‘formalizar’ para llegar a su núcleo estético y sin llegar —como nos recuerda también Gadamer— a lo sensorial de lo material.

Visto desde el otro lado (desde el lado del artista) éste posee algo formal en su cabeza que ha de concretar o materializar de alguna manera. No puede transmitir una idea formalmente, sino que precisa de un objeto artístico (sea de la índole que sea) para hacerlo; y su obra de arte no se encuentra en el paraíso del arte, sino en una época determinada y en un contexto cultural y artístico determinado del que echa mano. Pues bien, si la tarea del artista podemos decir que es materializar una idea, ¿no sería la tarea del espectador la inversa, desmaterializar el objeto artístico para acceder a su formalidad estética… ¡en la medida de lo posible!? ¿Dónde situar entonces la verdad que nos pueda comunicar el artista: en lo puramente estético, en lo contextual, en los dos ámbitos?

La conclusión a la que llega Gadamer es que «para poder hacer justicia al arte, la estética tiene que ir más allá de sí misma y renunciar a la ‘pureza’ de lo estético»; que no es que el arte sea obra del genio (en el sentido en que el genio es la medida del arte), sino que el genio se debe al arte (tal y como Kant pensaba a mi juicio y a pesar de Gadamer). Y a aquello a lo que se debe el genio es a lo que también ha de deberse el espectador, el cual de alguna manera tiene que completar el círculo estético (un círculo no necesario, pues la obra de arte no depende de su aceptación o no, es otra cosa; si es efectivamente artística, seguiría siéndolo aunque no hubiera nadie para contemplarla). La esencia de lo artístico ni lo pone el genio ni el espectador, sino que ambos colaboran o participan de algo que hay que ir a buscarlo más allá de ellos e incluso de la propia obra de arte.

Este tener-que-ir-más-allá es lo que nos permite no caer en la mera presencialidad de la vivencia estética, en ese ‘ahora’ y ya está, en ese puntualismo «que deshace tanto la unidad de la obra de arte como la identidad del artista consigo mismo y la del que comprende y disfruta». Según esto se caería en ese virtuosismo que comentaba en el anterior post (pues se convertiría en un fin en sí mismo), e incluso en cierta afectación insostenible a la que ya se refería Kierkegaard cuando nos hablaba del estadio estético (este enlace que hace Gadamer me parece sorprendente), y que estaba llamado a ser superado (en lo que el filósofo danés denominaba estadios ético y religioso). Y ello, ¿por qué? «Al reconocer que el estado estético de la existencia es en sí mismo insostenible se reconoce que también el fenómeno del arte plantea a la existencia una tarea: la de ganar, cara a los estímulos y a la potente llamada de cada impresión estética presente, y a pesar de ella, la continuidad de la autocomprensión que es la única capaz de sustentar la existencia humana». En otras palabras: no se puede separar la continuidad hermenéutica de la existencia humana, de la vivencia estética.

Las obras antiguas no son únicamente algo que están ahí, sino algo (un espíritu) que se recoge a sí mismo históricamente en la vivencia estética. ¿Es posible (o pertinente) separar a la obra de arte de su mundo? Este mundo suyo no es un elemento extraño a ella, sino que es algo perteneciente también a la tradición (más amplia) en la que estamos situados y desde la que se erigen nuestros horizontes de sentido. Ella (la obra de arte) forma también parte de nosotros mismos, y ello es lo que nos permite no caer en los cantos de sirena de nuestras vivencias particulares y puntuales. La superación —según Gadamer— del puntualismo no se realiza acudiendo a una abstracción formal de lo objetivo sino atendiendo a la realidad histórica y hermenéutica del ser humano. ¿Cómo fundamentar si no la continuidad del arte en la inmediatez de la vivencia estética?

El problema que se plantea es que este proceso histórico vivencial estético tampoco es algo meramente intelectual, sino que hay algo que efectivamente va más allá de la pura cognición, algo afectivo aunque no según los sentimientos al uso. Y a esto responde Gadamer —y aquí es a dónde él quería llegar— que según esta interpretación suya el arte se erige en un modo de conocimiento, que desborda lo meramente cognitivo o racionalista. De esta manera, esa articulación fluida y libre de las facultades que nos comentaba Kant como una experiencia estética pura, se presenta insuficiente (por no decir imposible, a juicio de Gadamer), y aboca a una contradicción respecto a lo que es una vivencia estética… hermenéutica.

La tarea de la estética sería entonces intentar ir más allá del artista (genio) y del espectador para fundamentar ese hecho de que en el arte también se da un modo de conocimiento, distinto del científico o conceptual. Desde este enfoque, la historia de la estética se convierte en una historia de las culturas, de las concepciones del mundo, de la verdad de las cosas tal y como ésta es reflejada en los objetos artísticos. Una historia que no está acabada ni delimitada, en tanto que cada objeto artístico propicia un encuentro en el que se produce un acontecer inconcluso, abierto, y del que es a su vez parte. En su permanencia histórica, la obra de arte permanece abierta, siempre nueva, siempre sorprendente; la circularidad hermenéutica (a la que responde la estética) no es una circularidad lógica, todo lo contrario: no se puede predecir lo que te va a deparar.

Esta permanencia histórica, esta temporeidad, posibilita la apertura del pensamiento desde la subjetividad: «a esta experiencia Heidegger le llama el ser». Ese modo de verdad específico de las ciencias del espíritu es muy cercano al modo de verdad artístico que acabamos de ver; un modo de verdad comprensiva y que forma parte del mismo encuentro con el objeto artístico. Un modo de verdad al que se accede lúdicamente, tal y como veremos en el siguiente post comentando unas páginas verdaderamente exquisitas.

12 de abril de 2016

Entre el neopositivismo y la filosofía analítica

Hay una cuestión que me parece especialmente espinosa, a saber: el origen de la filosofía analítica y su entronque con el neopositivismo. ¿Por qué se produce esta conexión tan íntima? Hace ya unos meses leí un artículo que, aunque su principal tema no era éste sino que se centraba más en la figura de uno de estos filósofos analíticos, en muy poco espacio realizó una exposición que me pareció estupenda.

El origen de todo este proceso se apoyaría en tres momentos: en el sensismo del siglo XVI, en el empirismo de los siglos XVII-XVIII y en el no menos importante asociacionismo del XIX. Su consecuencia fue la deriva en unas teorías gnoseológicas apoyadas eminentemente en la metodología científica: es el positivismo. El punto de partida positivista era que de todo aquello que el hombre pueda calificar como real debe de haber tenido noticia mediante la experiencia sensible. Aquí surge una primera cuestión de si el positivismo es equiparable o confundible con el materialismo. Partimos del hecho de que sólo se puede tener experiencia sensible de realidades materiales pero, ¿implica ello que todo conocimiento se origine necesariamente en la experiencia sensible? Los materialistas (y en general los positivistas, la verdad) dirán que sí, pero también hay grandes pensadores que no piensan así, como el mismo Kant para quien se puede tener un conocimiento de diversa índole que, aunque no sea eminentemente científico no por eso deja de ser conocimiento. Pero el caso es que hacia ahí —hacia el materialismo— es hacia donde ha tendido esta actitud positivista.

Ante la actitud positiva-materialista hay que poner de manifiesto un hecho que en principio parece inconcuso. Sí que es cierto que toda noticia de cualquier cosa parte de ‘lo positivo’; pero no es menos cierto que esta noticia positiva es ‘fenómeno’, y que es común considerar que no contiene toda la realidad de lo aprehendido; o sea, que la realidad de la cosa es más que lo aprehendido fenoménicamente, que la realidad de la cosa es más que la cosa en tanto que objeto, precisamente todo aquello que no podemos aprehender de ella, pero que no por no poder conocerlo dejamos de afirmar su existencia. Ello apunta a una dimensión allende (el noúmeno kantiano).

Ante las voces críticas que se puedan alzar en contra de esta afirmación, cabría objetar que si no fuera así ¿por qué el ser humano no se iba a contentar con lo dado?, ¿por qué el esfuerzo científico por escudriñar todo aquello que se esconde tras el fenómeno positivo? Cada vez se va hacia lo más y más profundo, intentando alcanzar así lo que se conoce como la esencia de las cosas; y si no se tuviera dicha convicción, no tendría mayor sentido el mismo ejercicio de la ciencia. Por otro lado, en este camino hacia lo profundo de la realidad no todo es dato empírico, sino que también hay mucha construcción teórica desde un uso crítico de la razón. ¿Qué otra cosa si no es el racionalismo crítico de Popper?

Pero bueno: es en este marco en el que hay que situar a los miembros del Círculo de Viena (con el que el mismo Popper mantuvo relación aunque rápidamente se distanció). En dicho Círculo se estableció una línea diversa que debía seguir todo enunciado para poder ser catalogado como científico: bien describiendo la observación directa de los hechos; bien describiendo algo a nivel teórico pero que, de modo lógico (o sea, siguiendo los silogismos de la lógica), pudiéramos retrotraerlo a fenómenos del primer tipo.

De estos dos tipos de enunciados, los primeros son científicos claramente; sin embargo establecer la ‘cientificidad’ de los segundos es un poco más complicado. Pero es fundamental, porque si no se puede retrotraer un enunciado ‘teórico’ a sus fundamentos empíricos o de experiencia positiva, tal enunciado no es científico, y no puede pasar a integrar el grueso del conocimiento científico. Éste es el origen del análisis lógico dentro del positivismo en general. Yo puedo realizar una teoría de la que no tenga experiencia física; y si la puedo retrotraer mediante un proceso lógico a una experiencia anterior físicamente probada, dicha teoría es científica. Se entremezclan de algún modo la experiencia científica tradicional con el análisis lógico de los enunciados. De aquí surge la famosa idea de que lo relevante no es tanto lo que ‘yo pueda conocer’, como lo que ‘yo pueda decir’; o sea, decir hipótesis que yo pueda contrastar empíricamente o retrotraer lógicamente hasta una teoría científica ya contrastada.

Pues bien, este análisis lógico fue el principal objetivo de la filosofía analítica. En ella lo que se analizaba lógicamente no eran tanto los enunciados científicos como los sistemas léxicos (formales) de los lenguajes empleados por distintos grupos humanos. ¿Con qué finalidad? Con la finalidad de comprobar hasta qué punto era legítimo afirmar si esos enunciados encontraban algún tipo de arraigo en la realidad (positiva) o no.

El principal problema advino en el conflicto de todo aquel conjunto de significados que por su propia índole era difícilmente contrastable con la realidad mediante una experiencia positiva: los contenidos morales, religiosos, artísticos, filosóficos... Aquellos lenguajes que tenían su correlato en la experiencia positiva de la realidad eran denominados lenguajes significativos. Todo lenguaje que no fuera significativo, carecería de sentido para el ser humano. Este ‘carecer de sentido’ implicaba que se trataba de algo ilusorio, irreal,… que enmarcado en un ámbito beligerante contra lo moral y lo religioso imponía a todo el que utilizara enunciados de este tipo un rasgo alienante en tanto que le hacía vivir en una realidad ilusoria, cautiva de lo emocional e irracional.

Por otro lado se pre-anunciaba también el problema de si es el uso científico de la razón el único válido para conocer la realidad. Vaya por delante que, como ya se puso de manifiesto a partir de Popper, es complicado hablar de un ejercicio puro de la ciencia, ya que se comenzaban a barajar otros elementos que a modo de impurezas contaminaban ese ejercicio científico ideal. Poco a poco y de forma paralela, comenzaron a ponerse de manifiesto otros modos diversos de usar la razón, usos más poiéticos o estéticos desde los cuales posibilitar un encuentro con lo real generador de un conocimiento que ciertamente no era científico, pero no por ello dejaba también de ser conocimiento. Pero esto ya es otro tema.

5 de abril de 2016

De la fantasía infantil a la realidad

Cada niño posee un mundo fantástico en su interior. Digo fantástico no en el sentido de genial, sino en el sentido de ideal, de fantasía. Lo que corresponde al adulto es acompañar el niño para que vaya adecuando ese mundo ideal al mundo real que lo rodea. Es natural que el niño vea así el mundo: de modo fantástico; lo que no es natural es un niño con un mundo demasiado real, ni un adulto con todavía un mundo demasiado fantástico. Estos últimos casos se producen cuando este trance ha sido traumático, cuando se ha entendido la educación como un ‘obligar al niño a actuar conforme se espera de él’ y no tanto como ‘un ayudarle a encontrar en lo profundo de sí mismo su propia autenticidad’.

Es por ello que este paso del mundo de sus fantasías al mundo real no lo deben ver como algo traumático, sino como un proceso unitario en el que se aúnan sus personalidades en desarrollo con una especie de ‘adaptación al medio’. Hay en el mundo que les rodea (entorno familiar, escuela,…) unas estructuras definidas según unos principios normativos de orden, de relaciones, etc. Pues bien, se tendrá que dar en ellos (en los niños) un aprendizaje de lo que es el mundo, el cual se debe conjugar con otro tipo de aprendizaje no menos importante: el de quiénes son ellos mismos. Y el caso es que el niño encuentra en su interior una necesidad de ambos tipos de conocimiento: están ávidos de aprender y de saber quiénes son y cuál es su lugar.

Efectivamente, el niño presenta una necesidad interior de aprender a conocerse tanto a sí mismo como al mundo que le rodea, y lo ha de hacer de forma conjunta, global. ¿Cómo? Pues desarrollando sus capacidades psíquicas mediante acciones con un sentido, adquiriendo control sobre sus movimientos en un contexto adecuado y coherente, organizando los contenidos de sus experiencias de acuerdo al orden encontrado en el mundo. Un complejo entramado de acciones y reacciones que se podrían agrupar en dos tipos de pautas: por un lado, pautas de nutrición mental y física por parte de su entorno; por el otro, pautas de actividad espontánea e inteligente por sí mismo.

Así, poco a poco, tanto por lo que reciben como por lo que hacen (y por lo que reciben de aquello que hacen) irán familiarizándose con su entorno y con sus posibilidades, se irán familiarizando con el medio y con ellos mismos, lo que les ayudará a conocer las características de todo lo que les rodea y sus propias capacidades, y así podrán ser independientes y actuarán de forma equilibrada en su crecimiento.

Claro, esto es fácil decirlo, pero mucho más complicado es hacerlo. Porque no se trata tanto de ir diciendo al niño cómo ha de comportarse en cada situación, como de crear un ámbito de amor y protección en el que el niño se sienta seguro y pueda desplegar su personalidad confiadamente. Y esto —os aseguro— no es nada fácil. La teoría es muy bonita (¿qué padres no lo querrían para sus hijos?) pero la práctica ya no lo es tanto: días de agotamiento, de estrés, de conflictos conyugales,… además que los niños ¡no siempre ayudan! ni mucho menos. Pero todo este proceso es fundamental, y de él va a depender y con mucho sus futuras personalidades. De hecho, la mayoría de los problemas psíquicos de las personas se generan en esta fase. ¿Por qué?

Pues porque el adulto no ha entendido bien este proceso, y lo que ha generado es una represión de las energías vitales del niño provocando distorsiones en su débil personalidad.

Esto sobreviene sobre todo cuando el entorno del niño no es adecuado; y si no es adecuado es porque los padres no lo han sabido tejer, por el motivo que sea, afirmación que a no pocos padres sorprende. Pocos padres son conscientes de que su ambiente familiar es disfuncional; mucho menos de cómo se ha ido creando dicha situación. Cuando ayudas a adultos a ser conscientes de todo ello se producen situaciones verdaderamente asombrosas: bien de rechazo y negación, bien de sorpresa y aceptación que deriva fácilmente en esfuerzo por la mejora.

Recordemos que al principio el lenguaje afectivo es el único que entiende el niño; y que a menudo nosotros mismos no somos conscientes de cuál es el ambiente afectivo que estamos generando en nuestro entorno cercano. Y que hemos de procurar ese buen ambiente afectivo. Pues bien, un entorno afectivo cálido y amoroso —que no es tan fácil de conseguir como digo— es imprescindible aunque no suficiente para su buen desarrollo, pues además hacen falta pautas de nutrición adecuadas. No me refiero a pautas de nutrición fisiológica (que también, indudablemente) sino a pautas de nutrición en sentido amplio: afectiva, cognitiva, comunicativa, social, lúdica,… de modo que todas ellas deben ir en una misma dirección, debe haber una coherencia entre todos los procesos. Y cuando no es así, el desarrollo de los pequeños se ve gravemente afectado. Y esto es algo que los niños absorben como esponjas, atmosféricamente.

A mi modo de ver, éste es el verdadero meollo de la educación. El conflicto adviene básicamente cuando el niño no es capaz de comprender aquello que el adulto le ofrece, porque según el canal del que se trate recibe una información u otra. Lógicamente, no hablo de una comprensión cognitiva al modo del adulto, sino de un integrar según sus modestas capacidades (más o menos inconscientemente) esta información distorsionada que reciben, produciéndoles disonancias que les afectan gravemente en sus incipientes personalidades, disonancias que luego tratarán de subsanar mediante rebusques y adaptaciones forzadas. Ante una educación no funcional surgen personalidades adaptadas.