24 de diciembre de 2018

La fuerza del arte y de las personas

Esta semana me adelanto con la publicación del post, ya que esta tarde 'cerraré por vacaciones', por lo menos un par de días. Quería comenzar con una idea interesante de un pensador contemporáneo poco conocido, enseguida se verá por qué. Arnold Gehlen es un antropológo muy importante del siglo XX, cuya aproximación al ser humano, más allá de lo teórico-especulativo propio de la moderna filosofía ilustrada, la realiza desde sus estructuras biológicas, extendiéndolas hacia otras estructuras de carácter social, en lo que él denomina filosofía institucional. Gehlen pone de manifiesto el peso de lo institucional en el ser humano, como un modo de suplir la inseguridad que propicia en la especie humana la reducción de su legislación instintiva. Lo institucional crearía un marco de seguridades, en el seno del cual el hombre podría vivir sin esa carga constante que supone tener que resolver nuestras vidas desde las primarias necesidades biológicas.

Karl-Otto Apel, por su parte, le critica a Gehlen que quizá haya desplazado el comportamiento humano demasiado hacia lo institucional, olvidándose de su dimensión individual, personal. Que el ser humano desempeñe su vida ‘en’ las instituciones, es algo evidente; que sólo deba su vida a lo institucional, es más que discutible. Acaso esa dimensión individual sea la que permita, precisamente, que lo institucional pueda avanzar mediante caminos que no puedan ni ser previstos ni ser explicados únicamente desde el marco que las propias instituciones definen. En palabras que Apel escribe en La transformación de la filosofía, nos viene a decir lo siguiente:

Lo que le falta a Gehlen es «reconocer en suma el hecho de que no sólo la formidable labilidad de la subjetividad individual tiene que someterse de continuo a lo institucional, sino que también, a la inversa, el carácter inhumano de las rígidas instituciones tiene que ser de continuo eliminado desde la subjetividad rebelada para dejar franco el camino hacia una auténtica mediación y conciliación de ambos polos».

¿Por qué digo esto? Ayer me llegó un vídeo gracias a una amiga virtual, que no he querido dejar de compartir, simplemente porque representa una clara muestra de la crítica que Apel realiza a Gehlen, crítica que, sin quitar ni un ápice del valor que pueda tener el pensamiento de Gehlen, y que lo tiene en muchas dimensiones, es perfectamente legítima a mi modo de ver. Y es que, con cierta frecuencia, lo institucional necesita ser ‘corregido’ por las personas, por aquellos a los que Ortega denominaba héroes, por ser capaces de levantarse y adelantarse a esas normas institucionales entre las que los demás solemos encontrarnos tan cómodos y seguros.

Aquí quisiera mencionar no a unos héroes, sino a unas heroínas, que reclaman con toda justicia que se haga la paz en Oriente Próximo, para que israelíes y palestinos logren por fin enterrar las armas de una enemistad que dura ya demasiado, y que hace que muchas familias no puedan estar con sus hijos, fallecidos en una batalla sin sentido: se trata de “Mujeres Activan por la Paz”, o “Women Wage Peace”. Tal y como me explica Aurora: «En el nuevo vídeo oficial del movimiento Women Wage Peace, la cantante israelí Yael Deckelbaum canta la canción “Prayer of the Mothers” junto a mujeres y madres de todas las religiones, mostrando lo que la música puede cambiar. Un milagro todo femenino que vale más que mil palabras», y no puedo estar más de acuerdo.


A mi modo de ver, en el fondo de todos nosotros hay un germen de sentido y de felicidad, una semilla que nos invita a una plenitud de ser que, a pesar de todos nuestros esfuerzos en sentido opuesto en una sociedad en que se nos venden tantos modos inauténticos de felicidad, no podemos acabar de soslayar. A poco que lo pensamos, nos daremos cuenta de que ser feliz no es un estado extraño a la persona, sino que es una identificación con su ser más profundo, articulado alrededor de un proyecto de vida que cada cual debe descubrir por sí mismo. Esta identificación, a pesar de ser algo tan natural como la vida, nos aparece velada por tantas ofertas que disocian nuestra vida cotidiana de nuestra dimensión profunda, y aún el desempeño cotidiano de nuestras vidas.

Parece que la felicidad consista en hacer algo que nos propongamos en un momento determinado, cuando quizá lo que haya que hacer es, sencillamente, volvernos sobre nuestra interioridad, a la que tenazmente damos la espalda. Buscamos ser felices en el ámbito del hacer y del tener, y aunque humanamente hablando no podamos vivir sin hacer y tener, no es el elemento primario para alcanzar la felicidad; como dice mi querido Nicolás Caballero, el ‘tener’ es un camino cerrado para la felicidad. Pero el caso es que es difícil que atendamos a esa interioridad nuestra, sencillamente porque no la conocemos y, por lo usual, nuestras relaciones sociales no lo facilitan. Y el caso es que, la auténtica felicidad, sólo pasa por la recuperación de la intimidad, a la luz de la cual nuestros ‘haceres’ y ‘teneres’ adquieren un aspecto nuevo, una dimensión profunda que posibilita el auténtico encuentro entre los hombres.

Como pensaba Schopenhauer, el arte es una vía directa para lo que él denominaba la metamorfosis trascendental; una metamorfosis trascendental que todo individuo debe experimentar si quiere, de veras, alcanzar una felicidad propia que revertirá por exceso, hacia los demás. Frente a esos momentos aislados de felicidad pasajera que nos promete la sociedad consumista, existe una felicidad profunda y permanente que se encuentra deteniéndose uno, y mirándose serena y silenciosamente en su interior. La felicidad es un estado, al que todos estamos llamados a alcanzar, pues es un estado primariamente antropológico. Quizá movimientos como el de Woman Wage Peace sirva para revolver tantas conciencias que estamos necesitadas de ello.

Feliz Navidad.

18 de diciembre de 2018

Unos filósofos diminutos que aspiran a todo

El panorama filosófico está lleno de cuestiones pendientes de resolver. Por lo general, la actividad filosófica no consiste tanto en resolverlos (idea harto pretenciosa) como en tratar de aportar una nota original, una aportación que pueda contribuir, aunque sea un poco, al avance de la filosofía. Pero el caso es que tales aportaciones están al alcance de muy pocos. Sólo auténticos genios pueden aportar ideas innovadoras y originales, a la vez que útiles para el avance de los conocimientos filosóficos. Por lo general, el grueso de los que nos dedicamos a ello estamos asociados a alguna escuela, intentando ir corrigiendo impurezas o inexactitudes, así como dando a conocer sus bondades y posibilidades. De alguna manera, hemos de conformarnos con ser filósofos diminutos, tal y como le leí a José Sanmartín.

Pero que como ‘profesional’ de la filosofía uno no pase de ser un filósofo diminuto, no es óbice para que tanto un servidor como los que así nos consideremos nos hagamos las mismas preguntas que los grandes pensadores. Sin embargo, no todos los que nos formulamos las preguntas filosóficas lo hacemos por igual. ¿A qué me refiero con ello? Entiendo que en la filosofía se han de distinguir dos actitudes: la propiamente filosófica y la que podemos denominar meramente académica. La segunda sería aquella según la cual nos limitamos a estudiar a distintos autores, distintos temas filosóficos… distintos enfoques en distintas épocas… pero sin acabar de introducirnos en ellos, de introducirnos de verdad, de zambullirnos en esa problemática que pretenden resolver, para tratar de escudriñar sus implicaciones en nuestras vidas, en la vida humana. Es común, estudiar los problemas y los autores filosóficos como desde fuera, desde la barrera. Y las más de las veces, parapetados ya tras una opinión personal que pocas veces ponemos a ‘disposición del adversario’, cuya aportación se limita en el mejor de los casos a provocar que repensemos nuestra postura, cuando no a confirmarla. Se filosofa desde la barrera.

La otra actitud, la filosófica, evidentemente adquiere otro derrotero: es la de aquel que, si bien no puede excusarse de tener que estudiar y trabajar, lo hace viviendo aquello que pretende resolver, viviendo en primera persona dicha problemática filosófica… Esto que es muy fácil de decir, y más fácil pensar que lo estamos haciendo, en realidad es harto complicado.

Entiendo que en los grandes de alguna manera se dan de forma prodigiosa ambas actitudes. No sólo la filosófica, sino a causa de un cerebro portentoso, también la académica. Y no sólo eso, sino que son capaces de articular ambas en torno a una comprensión de las cosas, de la vida, de las personas… que les permite ofrecer una reflexión sorprendente, original y asombrosa. A los filósofos diminutos sólo nos queda que estudiar, aprender y, en la medida de nuestras posibilidades divulgar o dar a conocer todo aquello que esté en nuestras manos. Pero no sólo eso: también debemos intentar realizar la que quizá sea la tarea más relevante del filósofo, de cualquier filósofo, a saber: cultivar la actitud filosófica; actitud sin la cual toda nuestra tarea pierde su sentido, y en la que de alguna manera sí que podemos afirmar (aquí sí) que coincidimos con los grandes. En tanto que docentes, es a lo que hemos de aspirar: a poder transmitir siquiera un poco, la actitud filosófica ante la vida; sin ella, lo que sea la docencia será cualquier cosa, pero no filosofía.

Es por este motivo que, por muy diminutos que seamos como filósofos, por muy poco que podamos aportar a la comunidad filosófica y a su avance, ello no es óbice para que, en la medida de nuestras posibilidades, tengamos la inquietud e incluso la obligación de aspirar a todo. Y bien entendido, no puede (no debe) no hacerse, no puede prescindirse de ningún tipo de conocimiento (científico, psicológico, pedagógico, teológico, sociológico, biológico, artístico…). No hay oposición entre filosofía y —a grandes rasgos— cualquiera de estas disciplinas, todo lo contrario: todas ellas confluyen en un único objeto de conocimiento, aunque desde perspectivas diversas. Creo que tan erróneo es el filósofo que prescinde de las otras disciplinas, como aquel que prescinde de la reflexión no específica de su propia disciplina que le puedan aportar otros enfoques. El hecho de no reflexionar sobre algo puede llevarnos a pensar que no lo hacemos porque no es necesario, cuando las más de las veces desconocemos todo aquello que nos pueda aportar. Podemos justificarnos pensando que no nos tiene nada que aportar; la cuestión es cómo poder saberlo, si no hemos hecho el esfuerzo auténtico de introducirnos en su dinámica y en su problemática con el afán constructivo de comprender y dialogar, y también de aportar. Mantenernos en un esquema reduccionista propio de nuestra disciplina, quizá conlleve el riesgo de realizar una práctica (la que sea) desde la inconsciencia de los prejuicios y creencias que adoptamos en su ejercicio, lo que entraña no pocas dificultades. No se trata de las unas o de las otras, no es una disyunción: se trata sumar, cada una desde su perspectiva y su carácter propio. Con respeto y con actitud de la necesidad (que tenemos todos) de ‘dejarnos decir’.

11 de diciembre de 2018

La vida con filosofía

Hoy quería compartir un feliz evento que hemos organizado entre mi facultad y el colegio San Juan Bosco, en Valencia. Se trata de un ciclo de conferencias que vamos a impartir a medias entre el claustro del grado en Filosofía, y el del propio colegio. El ciclo se llama así, La vida con filosofía.

Yo no puedo negar que soy filósofo, pero si hay algo que me sorprende es que me digan que la filosofía no tiene nada que ver con la vida. Lo digo en el sentido de que un amigo me decía que cómo se nos ocurría organizar un ciclo de filosofía para chavales de un colegio. Pues, mira por dónde, la cosa no ha ido tan mal. Puede ser que, en tanto que es un saber que pretende ser riguroso, con frecuencia utilice un vocabulario complejo y específico. Pero, no es menos cierto, que esto es algo que acontece en cualquier disciplina. ¿O acaso pensamos que si asistiéramos a una conferencia sobre física cuántica íbamos a comprenderlo todo a la primera? Pero, contando con que eso es así, contando con que en cualquier disciplina, conforme se avanza en el conocimiento, es complicado para el de fuera comprenderlo, es preciso que se haga un esfuerzo por acercarse al auditorio, siempre que ello no incurra en menoscabo del mensaje a transmitir.

Hay quienes esto no lo entienden así, y piensan que el mensaje debe ser dicho con el lenguaje que corresponda y, si alguien no lo entiende, pues que se espabile. Yo me confieso orteguiano en este sentido, y pienso con el gran Ortega que ‘la claridad es la cortesía del filósofo’. Ello no debe llevarnos a pensar que debemos minimizar nuestras intenciones, que debamos renunciar a pensar determinados problemas; todo lo contrario: debemos aspirar a todo, y debemos aspirar a comunicar todo lo que entendemos que debe ser comunicado. Pero ya digo, haciéndonos entender.

Si digo esto es porque el ponente que ha inaugurado el ciclo, mi decano, ha realizado un esfuerzo considerable en este sentido, y además exitoso (a mi modo de ver). Tomando como apoyo la película “La vida de los otros”, ha estado reflexionando sobre lo que supone desempeñar un rol en una determinada estructura, básicamente en dos escenarios: el que es dominado por la presión y el temor (el de la película, ambientado en la Alemania del Este) y el que se establece en términos de responsabilidad, confianza y liderazgo.

No voy a desglosar aquí la conferencia, una conferencia que ha sido amenizada por la intervención de no pocos estudiantes. Tan sólo una idea que me ha surgido al hilo del debate. En un momento, el profesor Marco ha hecho hincapié en uno de los ‘chivatos’ con que un interrogador de la policía alemana sabía si el interrogado estaba diciendo la verdad o no, a saber: que siempre repetía una misma idea con las mismas palabras lo que, a su entender, implicaba que el interrogado mentía porque repetía inexorablemente siempre la misma frase. Si estuviera diciendo la verdad, no se ceñiría siempre a la misma frase sino que expresaría esa verdad utilizando diversas expresiones. El hecho de que empleara siempre las mismas palabras implicaba que era algo aprendido, no vivido.

En el debate se han dado distintas interpretaciones a esta situación. Lo que a mí me ha sugerido es lo siguiente. Ese personaje, en la película, se caracterizaba por llevar una vida rutinaria, mecánica, repitiendo un día tras otro las mismas acciones, a las mismas horas, en la más completa soledad afectiva. Llevaba una vida totalmente plana. Y me preguntaba si él, con su vida, no estaba mostrando lo mismo que según él mostraba el interrogado mentiroso: si éste repetía sin cesar la misma frase porque su mensaje era falso, ¿qué estaba haciendo él con su vida?, ¿no era una forma de vida un tanto falsa? Independientemente de que nuestras vidas sean más o menos rutinarias (de alguna manera lo son en muchos aspectos), parece que vivir la vida suponga algo más, un salir de un comportamiento solipsista para relacionarse creativamente con los demás y con la vida. De hecho, es lo que él admiraba de uno de los otros personajes de la película al que él espiaba.

4 de diciembre de 2018

Afectos que se solapan

Un padre y un hijo estaban paseando por una calle silenciosa, por la noche, prácticamente en la soledad más absoluta. Pero solos del todo no, ya que a media altura se les apareció un atracador. Inmediatamente surgió en ambos (padre e hijo) un sentimiento de temor ante el inminente peligro. El atracador sacó de un bolsillo una navaja, y la blandió delante del padre. Éste, paralizado por el temor, apenas podía reaccionar. El atracador se dio cuenta de ello, y para hacerle reaccionar amenazó con su navaja al niño. Cuando el padre reaccionó, el atracador dirigía ya su mano hacia el vientre del pequeño cuando, en una fracción de segundo, el padre se interpuso en la trayectoria del brazo y recibió el navajazo en su propio cuerpo. Casualmente, dobló la esquina un grupo de personas, lo que provocó que el atracador huyera corriendo. La herida no fue grave, y estas personas llamaron enseguida a las ayudas asistenciales, que curaron al padre sin mayores consecuencias.

¿Por qué cuento esta historia? El objetivo no es otro que atender a cómo se fueron desenvolviendo los sentimientos en el padre, y cómo ello le llevó a actuar cómo lo hizo. Una de las explicaciones fundamentales de la acción humana es que ésta se debe no únicamente a la deliberación racional, sino también a la presencia de las emociones, las cuales hacen que la balanza se incline definitivamente en un sentido o en otro. Como dijera Antonio Damasio, si nuestras decisiones dependieran únicamente de la deliberación racional, seguramente no llegaríamos nunca a ninguna determinación, perdidos en una maraña de razonamientos, juicios, consecuencias… siendo preciso que la emoción ‘desatasque’ en un momento dado dicha deliberación. Según este enfoque, cuando uno actúa lo hace porque en el fondo de su afectividad estima que lo que está haciendo es lo adecuado, hay como un sentimiento de agrado (o de desagrado) que le indica que eso que está haciendo es lo que le conviene hacer (o no). Si no fuera así, sencillamente no actuaría de ese modo, sino que lo haría de otra manera, que sería la que estimaría como adecuada. ¿Se puede aplicar esta idea a este ejemplo? Lo primero que nos viene a la cabeza cuando conocemos este modo de comprender la acción, es que no es adecuado dejarnos llevar por nuestros sentimientos. Pero, a mi modo de ver, no es esto lo que se nos quiere decir. Es un asunto mucho más complejo, en el que la facultad afectiva no está desconectada de la cognitiva ni, por ende, de la volitiva.

A nadie le gusta que le claven un cuchillo. Ante una amenaza así, sería perfectamente comprensible evitar la ocasión. Junto con la representación de la amenaza, surge en nosotros el sentimiento de temor. Este sentimiento propicia una acción de huida, por ejemplo, que no es necesariamente la única: muy bien podría propiciar una acción de ataque, o de paralización… Digamos que, desde un planteamiento primario del problema, ésta sería la reacción natural: la huida. Pero el padre no reaccionó así, sino que ‘prefirió’ recibir el dolor que suponía el navajazo por salvar a su hijo. En esta acción, la representación que se hizo el padre de la situación fue radicalmente distinta; si en el anterior planteamiento, su mundo (fenomenológico) o su circunstancia (orteguiana) se circunscribía a sus necesidades primarias (mantener su vida), en el segundo caso ese mundo o esa circunstancia se amplió de un modo relevante. Porque ya no contempló únicamente su propia salvación, sino que contempló la salvación de otra persona, en este caso la de su hijo. Estimó que lo que más conveniente era salvar a su hijo, lo que significaba recibir él el navajazo.

¿Qué afectos se pusieron entonces en acción? ¿Qué estaba sintiendo el padre? Creo que es evidente que el padre seguía teniendo miedo, pero en este segundo caso no fue determinante, sino que lo determinante fue salvar al pequeño. Esta acción —salvar a su hijo— fue propiciada por su amor hacia él, por su deseo de protegerle, etc… es decir, por un sentimiento diverso, más profundo, como de otra índole. Y este sentimiento más profundo fue tan potente, que provocó que venciera su miedo.

Se pone así de manifiesto una especie de gradación afectiva: una más relacionada con uno mismo, y otra que solicita una dimensión de alteridad, más relacionada con aquello que no es uno: como un salir de sí mismo. En el primer caso, el sentimiento está directamente vinculado conmigo; en el segundo, la dimensión afectiva se abre a algo que no soy yo. En el primer caso, la representación que yo me hago de la situación comienza y finaliza en mí; en el segundo, considero mi alteridad, lo otro.


Estos dos planos creo que se pueden identificar en este ejemplo. Por un lado, en lo que se refiere a uno mismo, está el dolor físico de la herida, pero sobre todo el temor por la propia muerte; por el otro, ese sentimiento de amor que provoca que ayude a su hijo. Si éste segundo se pudo dar, fue porque el mundo del padre, su circunstancia, iba más allá de sí mismo, y consideraba al hijo. En la medida en que nuestro ‘mundo’ se ensancha y se expande, somos capaces de abarcar ámbitos de realidad, de representarnos tramas de relaciones cada vez más amplias y profundas las cuales, desde una perspectiva más egocéntrica, permanecen veladas. Y esto en todos los aspectos. De este modo, al final de la escena, el padre ha sentido miedo, pero a la vez compasión, amor, una mezcla de sentimientos que —a mi modo de ver— se corresponden a planos distintos de la afectividad: uno más externo, y otro más profundo. Y si eso ha sido posible, es porque su mundo era más rico, más extenso, más profundo, lo cual a su vez propició una acción que fuera más allá de salvar su propia vida, a la cual puso en juego en beneficio de la de su hijo. Si en el primer caso el sentimiento de agrado lo encontraba en la huida, en el segundo caso lo encontró en la ayuda a su hijo. En ambos casos había una gratificación: más primaria la primera, más profunda la segunda.

Nuestra comprensión de las cosas, nuestras posibilidades de actuación, así como nuestra afectividad dependen de la amplitud de nuestro mundo. Conforme éste se amplia, nuestras posibilidades en todos los sentidos se multiplican exponencialmente, además de que se propicia un encuentro más íntimo con la realidad de las cosas, más entrañable que diría María Zambrano. Nunca sabremos con toda certeza si nuestra compresión de las cosas es correcta o no, si nuestra acción en un momento dado es la adecuada o no… Quizá el sentimiento de satisfacción, de fruición, de agrado… pueda ayudarnos, quizá la dimensión estética pueda servirnos de auxilio, ya que nos permite captar la belleza tanto de la realidad como de nuestras vidas. Lo cual supone una dimensión de alteridad relevante; de hecho, lo primero que se puede pedir para hablar de verdad, bondad y belleza, ¿no es un mínimo de alteridad que nos posibilite ir más allá de nosotros mismos para abrazar al otro y a la realidad?