21 de junio de 2016

El juego del arte

A raíz de la reflexión que Gadamer realizaba sobre el juego (y que comentábamos en el anterior post), nos podemos preguntar qué quiere decir exactamente Gadamer cuando habla de esa especie de entidad superior que supone el juego ‘frente a’ (o ‘junto con’) los jugadores, y que podía ser extrapolable al fenómeno del arte. Es muy importante tener esto claro pues este hecho se va a erigir en Gadamer en la vía que le permite articular o fundamentar lo que para él es la experiencia artística. Decíamos que el juego poseía así como una especie de identidad propia más allá de la identidad de los que juegan, de modo que el verdadero protagonista ya no son los jugadores que juegan sino el propio juego en el cual ellos quedan englobados. ¿Cómo puede ser esto? Y ¿cómo establecer la analogía entre la experiencia lúdica y la artística?

En referencia a la primera pregunta, lo que Gadamer nos intenta mostrar es que mediante la acción lúdica el jugador entra en una dinámica diversa a la dinámica cotidiana con que encara su vida usual. Esta nueva actitud le permite situarse de un modo diverso ante la realidad (ante el juego), no evadiéndose de ella ni huyendo de sus avatares sino permaneciendo en ella pero con una actitud distinta. El hombre lúdico es aquél que es capaz de entablar una relación diversa con aquello que hace pero sin evadirse ni un ápice de la responsabilidad propia de su acción (sea su trabajo, su vida personal, etc.). Y esa relación diversa es fruto de un cambio de actitud: de la actitud cotidiana a la actitud lúdica, porque gracias a la actitud lúdica experimenta la realidad como englobándole pero sin dejar de ser él mismo: sigue siendo él mismo pero ya no es sólo él mismo; es consciente de que debe seguir gobernando su vida pero considera también aquello que de alguna manera se le impone y que ya no depende de él.

Esta consideración no es tanto un enfrentamiento como una articulación armónica, por decirlo así. Y el hecho es que fruto de esa articulación armónica se produce un aumento de ‘ser’.

Porque las personas no ‘son’ todas igual, pueden ‘ser’ más o pueden ‘ser’ menos según el modo en que acometan esa empresa radical que es hacer su vida, llevarla a cabo, vivir en definitiva. Y según Gadamer, esa experiencia lúdica ante la vida permite al ser humano llevar su propio ser a cotas más altas de ser, como si le permitiera ser más humano de lo que sería sin esa actitud. Cuando Gadamer habla de ese nivel ontológico superior a mi modo de ver se refiere a que el ser humano puede ‘ser más’ que en el caso de que no tuviera esa experiencia, porque accede a ámbitos de realidad que sin esa experiencia le permanecerían velados.

Pues bien, todo ello tiene que ver a su vez con la experiencia artística, la cual es más fácil de entender una vez comprendida la experiencia del juego. Si hasta ahora Gadamer nos ha introducido en esta nueva ontología lúdica, a continuación realiza la transición entre lo puramente lúdico y lo artístico. Lo que nos lleva a la segunda cuestión. En referencia a ella, lo primero que hay que decir es que en el puente que establece entre ambas experiencias hay una diferencia radical, a saber: que en el caso de lo artístico, el juego lúdico de las artes apunta a la posibilidad de que sea para alguien; sin dejar de ser una finalidad en sí misma en el sentido de que en el arte se representa o se manifiesta la naturaleza, a diferencia de los juegos las obras de arte solicitan la participación de un espectador (idea que ya se encontraba en la definición aristotélica de la tragedia). Esa solicitud sería una amenaza para el carácter lúdico de los juegos, independientemente de que un espectador pueda contemplar y disfrutarlo; el jugador no juega para que le vean, aunque le estén mirando. Pero la obra de arte es menesterosa de un quién que la contemple. La representación dramática (arte específico al que se refiere Gadamer) posee una similitud con el juego, también es un juego de alguna manera; pero está abierta al espectador.

Tanta importancia le da Gadamer al rol del espectador que entiende que sin éste la obra artística no está completa; y no sólo no está completa sino que en realidad es para quien se desarrolla: «la representación del arte implica esencialmente que se realice para alguien, aunque de hecho no haya nadie que lo oiga o que lo vea», nos dice. Se establece así una nueva relación en estado constructo (idea clave en Zubiri, por otro lado, en quien no sólo adopta relevancia en el ámbito de la realidad sino también en el de las relaciones sociales). El juego alcanza su verdadera perfección en el arte, y a este giro lo denomina Gadamer transformación en una construcción. No se trata ni del juego separadamente (obra artística), ni de los jugadores (artistas), ni de los espectadores, sino que entre todos ellos se crea una nueva relación interdependiente en la que todos dependen de todos, como los ladrillos de una bóveda: si quitas uno de ellos, la bóveda se desploma. Esta dimensión constructa en el arte adquiere el carácter de ergon, no sólo de enérgeia.

Esta transformación supone el paso del objeto físico que es cualquier obra de arte a un objeto artístico como tal, adquiriendo una autonomía que sin ser independiente de artista y espectador, está más allá de ellos. Transformación no es mera alteración; lo que quiere decir transformación es que «algo se convierte de golpe en otra cosa completamente distinta, y que esta segunda cosa en la que se ha convertido por su transformación es su verdadero ser». Lo que hay ahora es algo completamente distinto que lo que había antes; esa realidad que se manifiesta en el juego lúdico del arte está más allá de la realidad física en que se manifiesta: es lo ‘permanentemente verdadero’. En el caso de la representación dramática, el protagonismo individual de los actores desaparece para subsumirse en este nuevo constructo transformado; su ser no es un ‘ser para sí’ sino un ‘ser para la obra’.

Este giro transformador —y esta idea es muy importante— supone la disolución de ese mundo que vivimos como propio; no se trata de un desplazamiento a otro mundo, en el que seguiríamos viviendo en otro contexto pero desde las mismas estructuras, sino que se trata de una transformación a un mundo autorreferencial que no se puede medir con nada que no le pertenezca. Uno está asumido o subsumido en este mundo transformado, y cuando se le valora desde parámetros del mundo cotidiano, la actividad lúdico-artística se desploma en ese preciso instante. Se ha roto la magia.

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