27 de diciembre de 2016

De la literatura a la hermenéutica

Llegamos al final de la primera parte de Verdad y método, con la que Gadamer ha pretendido acercarnos a la naturaleza de la hermenéutica. En los últimos posts de esta serie hemos ido haciendo un repaso a ese aumento óntico que derivaba de la representación de obras artísticas de diversa índole, siguiendo el intinerario que él establecía, el cual finaliza con la literatura. El mejor modo de visualizar lo que significa este aumento óntico es mediante la representación, y hacia ahí va a llevarnos Gadamer en el caso también de la palabra escrita.

La literatura como objeto de lectura es un fenómeno tardío, aunque no así el uso de la escritura, presente ya en la época de la poesía épica. Desde luego, no existía como la podemos entender hoy en día, no era un ‘material de cultura’; la lectura como práctica habitual empezó a superar a la declamación muchos siglos después. Pero entonces no era así, sino que lo escrito estaba destinado a ser declamado por los rapsodas. Este hecho nos sirve de apoyo para afirmar que, en definitiva, toda lectura comprensiva no deja de ser una declamación, que no deja de ser una representación de lo escrito en la mente del sujeto (¿quién, cuando lee una historia, no se la representa mentalmente?). Y si esto es así, «ya no puede eludirse la consecuencia de que la literatura tiene en la lectura una existencia tan originaria como la épica en la declamación del rapsoda o el cuadro en la contemplación de su espectador», porque se trata de una auténtica representación dramática. Podemos afirmar, pues, que la lectura de un texto también es un acontecer óntico, a pesar de su especificidad; un acontecer óntico que se debe también a su referencia original como cualquier otra obra artística.

Es por ello que cualquier texto escrito no es algo inerte, sino que permanece vivo en quien lo lee, algo que se va dando de generación en generación. La obra literaria permanece a través de las distintas épocas históricas, de modo que las obras ‘escogidas’ pasarán a engrosar lo que se conoce como ‘literatura clásica’, modelo permanente para todas las culturas. Pero de lo que se trata no es de mantener su sentido original como si éste adquiriera un rol normativo, sino, partiendo de éste, de ver cómo se convierte en fuente inagotable de la que podrán beber lectores de todas las épocas, en un proceso de creación de sentido que no concluirá nunca. Precisamente por eso, por su validez atemporal, no pasan nunca de moda. Una obra no nace universal, sino que su universalidad se la ‘va ganando’, y es propiciada por su carácter intrínsecamente histórico.

No hay porqué reducir la literatura a lo específicamente literario o lírico, a lo artístico, sino que se pueden incluir en su ámbito otros tipos de expresión escrita (jurídica, religiosa, económica, científica,…). ¿Es aplicable para todos estos textos escritos, en principio no artísticos, lo dicho acerca de la escritura artística? A su juicio, la diferencia entre estos estilos es más a nivel formal que en lo que se refiere a su ‘pretensión de verdad’; desde este punto de vista de querer comunicar algo verdadero (sea del carácter que sea) las diferencias se reducen considerablemente ya que, para poder manifestar la verdad es preciso (en todos los casos) que el lenguaje sea operativo en orden al contenido que intentan transmitir. Y esto es un requerimiento en el que todos los estilos coinciden.

Si todo texto quiere transmitir una verdad, precisa que sea comprendido por su destinatario. Detengámonos un poco en este fenómeno, que podemos desdoblar en dos: a) en el modo en que el lenguaje (cualquier lenguaje) es comprendido por un individuo; y b) cómo un texto ya antiguo todavía puede decirnos algo. Aunque cotidianamente lo damos por hecho, si nos fijamos un poco poder expresar algo con palabras es un fenómeno que no es tan obvio; es más, quizá se podría decir que la comprensión de la palabra es un fenómeno muy poco 'natural', en el cual se ponen en común dos ámbitos muy diferentes: el de las cosas y los hechos naturales, y el de su simbolización según unos signos y códigos determinados. Las palabras escogidas para expresar algo no dejan de ser signos escogidos arbitrariamente, a lo que si añadimos que aquello que han de expresar pertenece totalmente a un medio no lingüístico, la cosa se complica. Y además a ello hay que añadir el hecho de que un autor pueda no sólo transmitir un significado que va más allá de las meras palabras, sino más allá de lo que el mismo autor quiso transmitir. A juicio de Gadamer, en este fenómeno de la comprensión ocurre casi un milagro: «la transformación de algo extraño y muerto en un ser absolutamente familiar y coetáneo». ¿Cómo puede un texto transmitir una verdad en un ámbito tan distinto del suyo, en muchos casos varios siglos posterior, cómo conectar ambos mundos? Gadamer lo califica incluso como un ‘arte secreto’, como un misterio que nos remite a los orígenes del texto y de su referencialidad, y que se va cultivando en nosotros por nuestro propio desarrollo en una determinada tradición, en cuyo seno evolucionamos pero a la vez posibilita como tal un nexo de sentido.

Y precisamente este arte secreto entendido como la capacidad de comprender un texto es el lugar en el que se genera el aumento óntico propio de toda representación artística: «(…) sólo en su comprensión se produce la reconversión de la huella de sentido muerta en un sentido vivo», sólo desde su comprensión novedosa podemos extraer todas las esquirlas de sentido que pueda dar de sí.

Esta comprensión puede entenderse de diversas maneras: bien como algo que sólo pone el lector, bien como algo únicamente proporcionado por el autor, bien como una unión de ambos polos. Y a la vez suscita no pocas preguntas. ¿Se puede afirmar que un texto se comprende bien cuando se es capaz de reproducir fielmente el sentido exacto con que lo concibió su autor? Independientemente de que esto fuera posible o no, ¿no se estaría sesgando así todo el aumento óntico que el texto es capaz de dar? Y si no es así, si el texto puede dar más de sí de lo que el propio autor imaginó, ¿cómo saber si lo comprendido por el lector está referenciado a la misma realidad a la que apunta el texto, o por el contrario es producto de su libre imaginación? Bienvenidos a la hermenéutica, el arte de comprender.

Efectivamente, no vale toda comprensión, no toda comprensión es igual de adecuada, sino que hay que ‘saber’ comprender. Hay que superar el solipsismo subjetivista, y ello no se puede hacer según Gadamer si desde la hermenéutica no se acude al proceso de una auténtica experiencia artística: «la comprensión debe entenderse como parte de un acontecer de sentido (…)». Y no siempre ha sido entendida así la hermenéutica, tal y como puso de manifiesto en los primeros capítulos de la obra. Frente a los intentos de objetivar el texto (Dilthey) o de reconstruir el sentido original de la obra (Schleiermacher), Gadamer recurrirá a la reflexión hegeliana que fue un hito importante en la superación de dichos planteamientos. Hegel pone de manifiesto la imposibilidad de cualquier restauración: acceder a la ocasionalidad de la obra de arte mediante su reconstrucción, no asegura la reconstrucción de los nexos vitales en que dicha obra fue originada; a lo sumo nos los podemos imaginar, y entonces nos quedamos puertas afuera del proceso, no accedemos a su intimidad. Y para Hegel esto es inadmisible, ya que según su cosmovisión es el espíritu el que se ve representado en ella y de un modo superior; no es algo externo, sino interno e íntimo. Esa externalidad característica de Schleiermacher (y de Dilthey) desaparece en Hegel, subsumiéndose —y yendo un paso más allá— en la filosofía, ya que en ella se da la autoconciencia del espíritu reuniendo de un modo superior la verdad del arte.

La importancia de Hegel reside en la afirmación de que la tarea de la conciencia histórica no es reconstruir el pasado, sino actualizarlo para el individuo de hoy, en su vida actual. Esta circularidad es la que persigue también Gadamer, ya que el sentido que viene del pasado no es algo externo al individuo de hoy, sino que acontece en el propio comprender modulando la comprensión que ejerce el individuo de hoy. Gadamer se distancia de Hegel —digamos— des-absolutizando ese espíritu absoluto que se auto-manifiesta a sí mismo; pero se mantiene junto a él en tanto que destaca el valor de lo relacional. La realidad no se dice según la estructura sintáctica de sujeto y predicado, lo primario en la comprensión hermenéutica no es la realidad de un objeto frente a un sujeto sino que es el carácter constructo entre ambos, es el carácter relacional. Y así hay que entender la hermenéutica.

20 de diciembre de 2016

Una sencilla canción

Hoy comparto un post singular. En él quiero hablar de una figura que acabo de descubrir de modo inesperado y de su canción: me refiero a Zach Sobiech y su deliciosa Clouds.


Hace unos pocos días nos reunimos a cenar el grupo de viejos amigos del colegio, y bueno, aunque hubo uno que no pudo acudir la verdad es que fue una noche entrañable; se nos pasaron las horas casi sin darnos cuenta hasta que el típico aguafiestas responsable de toda reunión (o sea, yo) cortó el buen rollo porque eran las tantas y al día siguiente ya se sabe, había que madrugar. Uno ya no está hecho para trasnochar y luego madrugar… ni siquiera para trasnochar únicamente, ¡snif! Aunque no fui el único que el día siguiente lo pasó fatal. Lógicamente nos habíamos reunido en muchas ocasiones, pero cuando volvía a casa ya de madrugada pensaba en lo bien que había estado la velada. Y no sé muy bien por qué, ya que contamos las mismas historias de siempre, aderezadas con algunas anécdotas nuevas, pero también es cierto que hablamos de otros temas… más profundos, de esos que sólo se hablan entre amigos a las tantas de la mañana y con alguna copilla en el cuerpo (y que ciertamente entre nosotros no es muy común; lo de las copillas sí, me refiero a lo de hablar en nuestras reuniones de temas trascendentes).

El caso es que en un momento de esa noche sonó esa canción, Clouds, que me gustó mucho. Días después la busqué por la nube y me encontré con su interesante historia. Fue compuesta por un adolescente que pasó por la tremenda experiencia del cáncer, al cual no logró vencer. Le fue diagnosticado a la edad de trece años, y tras cinco de operaciones y quimioterapias, finalmente el tumor pudo con él. Lejos de amilanarse durante ese período, este joven tuvo la capacidad de sobreponerse a su realidad y vivir los últimos años de forma ejemplar, sembrando serenidad y esperanza a su alrededor. Y completó su vida haciendo lo que mejor sabía hacer: componer. A lo visto, esta canción se hizo viral, y fue versioneada por distintos artistas como tributo a su autor y a su historia.

La verdad es que la vida a veces te cuestiona. Te cuestiona por qué hay personas que ante las adversidades se crecen y se sobreponen, y otras no; personas que, aunque probablemente nunca saldrán en los medios, son auténticos héroes y en las situaciones más dramáticas son capaces de dar lo mejor, convirtiendo sus vidas en auténticos ejemplos de humanidad y entereza. Aunque yo no conozco de cerca la vida de este chico, parece que fue una de ellas. Una persona con la que personalmente me siento cercano a causa de su enfermedad. En las situaciones límite que decía Jaspers uno tiene la posibilidad de poder replantearse la vida de nuevo, de poder resetear; en ellas ocurre eso que dicen de que se ve pasar la vida por delante en un segundo, algo que a todos en menor o mayor medida nos ha ocurrido alguna vez, y que se te trastoca todo. Aunque no siempre es así, en algunos casos así sucede: unos se rompen, y otros no. Lo curioso es que podemos comprender a aquellos que les cuesta llevar los embates duros de la vida; por el contrario, se escapa a nuestra comprensión (por lo menos a la de un servidor) esa reacción heroica que se escapa a lo previsible, esa reacción de aquellos que son capaces de sobre-elevarse por encima de la trama de su vida para convertirse en auténticos ejemplos muchos de ellos anónimos, capaces de cambiar la vida de la gente cercana la mayoría de los casos, y de amplios sectores de la sociedad en otros (ejemplo de lo cual es la fundación que crearon los padres de Zach). Supongo que los héroes lo son porque se escapan a las categorías normales, comunes, esperables, invitando a nuevas formas de vida, a nuevos planteamientos, sembrando esperanza porque desde allá arriba (desde las nubes) se ven las cosas de otro modo.

Por qué ocurren así las cosas supongo que entra dentro de lo insondable de la vida humana. Si hay algo bueno en los golpes de la vida, es que te ofrecen la posibilidad de vivir de otro modo, de cambiar el rumbo, de despertar, de descorrer el velo de Maya. Cuando la vida te golpea te puedes plantear muchas cosas, como por ejemplo por qué tú pudiste salir del hospital y tu compañero de habitación no; o por qué tú sigues aquí y tu hermano o tu amigo o ese otro, no; o… ¡tantas y tantas situaciones en las que nos podemos ver inmersos nosotros o los nuestros! Pero si uno tiene la suerte de poder cambiar de clave, se da cuenta de  repente de que necesita unas respuestas que su modo de vida usual no le puede ofrecer, respuestas que sólo pueden darse (o esbozarse) cuando se ha producido en uno ese giro vital que permite hacer las preguntas adecuadas. Esto no cae dentro de la necesidad, no siempre ocurre así, pero a veces sí. Supongo que cada uno vive experiencias de este tipo, y que luego las intenta gestionar como buenamente puede. Que no es poco.

La vida de Zach dejó una estela extraordinaria, que me gustaría ilustrar con un par de ejemplos. Uno de ellos, es este vídeo grabado por su gente cercana como ¿pequeño? homenaje y reconocimiento. El segundo, tiene que ver con la trayectoria de la fundación creada por su familia para investigar y combatir el cáncer infantil; en una de sus actividades logró aglutinar un numeroso coro de unas cinco mil personas para cantar todos juntos… esta sencilla canción. Os dejo con él.


Feliz Navidad.

13 de diciembre de 2016

Justicia inhumana y caridad hipócrita

En el desempeño de una ética cívica tanto a nivel personal como sobre todo social, hay dos categorías a las que a mi modo de ver no se les suele prestar demasiada atención, quizá por el hecho de que para hacerlo haya que poseer un espíritu ya sensibilizado para estas cuestiones, un espíritu fino que diría Pascal, espíritu que si bien parece que en tiempos del genio francés no abundaba, por suerte o desgracia parece que tampoco podemos afirmar que abunde hoy en día. Supongo que podemos afirmar que hay efectivamente una preocupación ética en la sociedad. ¿Supone ello que se valore un comportamiento desinteresado por el bienestar común? Es más que dudoso, cuando a poco que nos fijemos observaremos que el bien común va indefectiblemente unido al propio. Como argumenta MacIntyre, sólo aquellas acciones que redundan a la par en el beneficio social y en el beneficio individual son verdaderamente beneficiosas tanto para el individuo como para la sociedad. Es decir, una acción que sólo beneficie al individuo pero perjudique a la sociedad, en verdad no es un beneficio para el individuo; y viceversa: una acción que sólo beneficie a la sociedad en prejuicio del individuo, tampoco es una acción auténticamente buena para la sociedad. Sólo aquellas acciones que redunden beneficiosamente para ciudadano y sociedad son auténticamente éticas tanto en el nivel individual como en el nivel social.

Pero a lo que iba, que me he despistado. Llamaba la atención sobre dos categorías de la ética, siguiendo a Ricoeur, relacionadas con el comportamiento desinteresado y gratuito, a saber: la justicia y la caridad. Pero a lo que me refería no era tanto a ellas como a sus opuestas, y ello por el gran prejuicio que pueden llevar: la justicia inhumana y la caridad hipócrita. Y no es raro que aparezcan veladas.

La caridad la tendemos a asociar al comportamiento individual, y la justicia a las instituciones sociales. Por este motivo, nos es fácil denunciar el carácter hipócrita de un acto pretendidamente caritativo, pues lo vemos plasmado claramente (o lo interpretamos así, otra cosa es que efectivamente sea de esa manera) en las acciones concretas de alguien. Por el contrario, la diosa justicia difícilmente es puesta en entredicho. Sí, en ocasiones podemos percibir y declarar excesos en su ejercicio (prueba sobrada hay de ello en los tristes acontecimientos económicos que han acaecido estos últimos años en nuestro país), pero en general nadie la pone en duda como tal, y se le considera legítima y autónoma en su ejercicio, alucinados como estamos en nuestro estado de derecho sin pensar un poco críticamente. Porque estas dos virtudes están más unidas de lo que en un principio pudiéramos pensar; y sus prácticas negativas también.

La caridad es una virtud que quizá sea ensalzada por sí misma pero como algo utópico, como algo que de alguna manera permanece ajeno al horizonte de una persona… con los pies en el suelo, a una persona de hoy en día: moderna, actual, cosmopolita,…; sí, presenta una belleza moral sin ningún género de duda, pero precisamente por ese elevado rango no es demasiado considerada en el día a día, queda como demasiado lejana, y se relega como mucho a esos grandes tratados de virtudes morales. Pero no debemos olvidar que tanto la caridad como la justicia apuntan a una misma dirección, a saber: a la acción humana en el seno de una sociedad. Cada una lo hará a su manera, sí, pero ambas apuntan a la misma dirección. Sin embargo, hoy en día es muy común hablar de justicia, pero menos hablar de caridad.

Y la cuestión es: ¿se puede hablar de justicia, de auténtica justicia, si no va acompañada de caridad? Quizá sea la hora de que esos ámbitos tan peligrosamente (e hipócritamente) separados entablen una relación novedosa en el seno de una sociedad que se precie de serlo. Quizá sólo desde la superabundancia del amor puede la lógica de la equivalencia sobre-elevarse por encima de su lectura torticera y perversa. Sin la lectura del amor, hasta la misma Regla de Oro podría ser vista como una máxima utilitaria dirigida hacia el fin egoísta de quien la defiende; incluso hasta la misma ética de Kant posee esa misma lectura si por ejemplo no se leyera su imperativo categórico desde la sabiduría prudencial (tal y como hizo el mismo Eichmann, por ejemplo, justificando con el imperativo kantiano su actuación). Si nos fijamos, es la paradoja de la caridad la que nos protege de una lectura perversa de la justicia, la que nos lleva a entenderla y practicarla desde el desinterés ensimismado de un ego, gracias a lo cual posee su máxima eficacia en una sociedad necesitada.

Sin el amor, la justicia no es más que una virtud de paja que oculta la competitividad propia de las sociedades occidentales tras el velo de la cooperación y de la colaboración. Y viceversa: si la justicia debe ser leída desde el amor, también el amor debe ser practicado en términos de justicia si no se quiere caer en una idealización utópica de la realidad humana. El amor está por encima de lo ético, y es por ello que precisa de lo ético para poder ser materializado, llevado a cabo en la concreción de la infinidad de las relaciones humanas particulares. Lo caritativo sin lo ético es un ideal vago y de alguna manera lejano; lo ético sin amor es mero utilitarismo disfrazado de solidaridad. Un equilibro que no sólo debe ser buscado en la reflexión abstracta, sino en la acción concreta de un yo que busca a un tú, porque sólo puede salvarse el yo encontrándose con el tú.

7 de diciembre de 2016

La retórica de la metafísica o la metafísica de la retórica (y ii)

Desde el uso lógico-conceptual del lenguaje, siempre existirá el problema de la expresión de lo indecible, de ‘lo que no se puede decir’: todo aquello que se incluye bajo el paraguas de lo vital y de la intuición se encuentra indefectiblemente más allá de la posibilidad de ser expresado y de la capacidad de descripción del lenguaje demostrativo, estableciéndose un abismo ¿insalvable? entre la mediación expresiva de estos ámbitos y los elementos del discurso especulativo. Pero a esta idea le podemos dar la vuelta: si estos ámbitos sólo pueden ser expresados mediante el lenguaje, quizá haya que utilizar el lenguaje más allá de su uso meramente discursivo-demostrativo para hacerlo, por ejemplo, según su uso retórico. De este modo, lo retórico no sólo no es mera sofistería sino que quizá se erija así en el modo lingüístico que nos permitiría expresar realidades difícilmente expresables según un uso lógico, científico, demostrativo o especulativo. En este sentido se puede afirmar que el discurso metafísico no es sino la expresión de aquel ámbito de la realidad allende precisamente de lo que puede ser dicho discursivamente, y que por tanto no lo agota en su totalidad. Porque el discurso lógico no puede situarse más allá de sus posibilidades.

Si nos fijamos, lo discursivo no es sino el momento conceptual-demostrativo de la metafísica, y como tal sólo representa aquello que puede ser representado desde esta aproximación conceptual-demostrativa. El esfuerzo argumentativo nunca podrá suprimir su contingencia lógica. Es por ello que el saber metafísico seguirá siendo, desde este punto de vista, mera suposición o conjetura. Pero cuando ‘se dice’ la metafísica (o cuanto menos cuando se intenta decir) lo dicho no pretende quedarse en lo discursivo-lingüístico sino que apunta precisamente hacia más allá de ello, ‘empuja’ al lector hacia más allá del lenguaje, precisamente hacia aquello que el lenguaje no puede decir, y para lo cual emplea diversas herramientas retóricas.

¿Cómo puede el lector ser susceptible de ‘ser empujado’? Lo que a mi modo de ver provoca este empuje es que el oyente se libere de las ‘ataduras’ lingüísticas para trascender el discurso hacia un mensaje que no puede encerrarse en la propia discursividad del texto. Esto parece una contradicción, pero de lo que se trata es de superar la discursividad del texto, su logicidad. Por definición, el texto metafísico pretende una auto-superación de las limitaciones conceptuales, para dar expresión a aquellas intuiciones de la razón que en tanto que se acercan a lo allende no es expresable mediante el lenguaje conceptual.

Es éste un problema que en definitiva toca de pleno al conflicto entre la razón especulativa (teórica, científica) y la razón histórica (vital, dinámica); o dicho de otro modo, entre la representación objetiva y la comunicación interpersonal. La vida no puede expresarse especulativamente, sino que para hacerlo el hablante debe ‘estirar’ el lenguaje para poder transmitir esas experiencias íntimas. Es por ello que podemos ver cierta afinidad entre el problema de la expresión vital y el problema de la expresión metafísica, pues se dirigen en la misma dirección.

Sin embargo, es patrimonio de la sofistería (con la que tantas veces se confunde a la auténtica retórica) renunciar a este reto, convirtiendo este carácter no logicista de la metafísica (y de la vida) en algo definitivo, imposible de superar, lo que lleva aparejada una visión miope del ser humano,… incapaz de ir más allá de una antropología débil que confina al ser humano a un mundo de consensos y acuerdos, en lugar de catapultarle hacia el discurso que verticalmente intenta acceder a los ámbitos antropológicamente comunes en los que se puede tocar el fundamento radical del diálogo.

Pero todo ello no debe hacernos perder de vista el peligro que acecha desde el otro lado, porque también es deber de la metafísica reflexionar sobre su propio carácter. Porque mientras no sea consciente de que, en su empeño de articular discursivamente sus argumentos, se enfrenta de plano con el problema de su indecibilidad, problema que tiene que intentar resolver en cada caso, caerá fácilmente en la sofistería y en el dogmatismo. Riesgo que viene causado por una pretensión al margen de las limitaciones intrínsecas a la razón humana (contingencia lógica, historicidad) situada en un mundo de la vida determinado temporal y geográficamente. Prueba de ello quizá sea el sistema hegeliano, cuyo carácter absoluto quizá sea la semilla de la pérdida de credibilidad. Y del mismo modo, quien pretenda encapsular a la metafísica por la vía de la certeza experimental, malentiende de raíz su espíritu retórico, y emprende una tarea sin sentido.

De este modo, entre lo metafísico y lo retórico hay un elemento de acuerdo en el sentido de que quizá lo retórico sea el único modo de decir lo metafísico. Porque lo metafísico no pertenece estrictamente ni al mundo sensible ni al mundo inteligible, sino al mundo de una aprehensión intuitiva que se escapa a aquéllos, y que enmarcada en el cuadro de coordenadas de lo histórico y de lo contingente, encuentra en el decir retórico un elemento de unión entre lo que se puede decir y lo que no, ya que en él el discurso se sobrevuela a sí mismo en búsqueda precisamente de lo que lo trasciende.

29 de noviembre de 2016

La retórica de la metafísica o la metafísica de la retórica (i)

Hace tiempo escribí un par de posts sobre las falacias (éste y éste) que tenía pensado completar con un tercero, que es precisamente éste, cuyo objetivo es reflexionar sobre si ‘se puede decir la metafísica’ o es una empresa poco menos que de mentes alucinadas. Podría plantearse qué tiene que ver la metafísica con las falacias, cuando para algunos es una cuestión más que obvia. Recordemos la postura del neopositivismo lógico según la cual las proposiciones metafísicas son proposiciones ‘sin sentido’ que y sólo sirven para marear, enredar… y desviarnos de lo verdaderamente importante, a saber: las proposiciones con sentido, las verificables experimentalmente; esto es, el saber científico.

La retórica es una disciplina que tradicionalmente es vista con cierta desconfianza: retórico sería aquel que, o bien tiene la capacidad de manejar las herramientas y los argumentos lingüísticos con la suficiente maestría como para engatusarnos, o bien es aquel que llena de verborrea un discurso con la finalidad de agotarnos y de derrotarnos por agotamiento mental. Pero la retórica no consiste en ser la técnica de la persuasión ni el arte del orador profesional; menos aún el arte de hablar de aquello que carece de fundamento. Este no sería sino un enfoque torticero, ya que daría por hecho que el diálogo y la búsqueda de la comprensión mutua (y de la auto-comprensión) a través de la deliberación y el discurso no pertenecerían de suyo a esta disciplina, cuando seguramente es uno de sus principales fines.

Precisamente, compete a la retórica auténtica investigar y analizar cómo hacen todos estos ‘engañadores de la palabra’, cómo hacen aquellos que tratan de persuadir o manipular a los oyentes, utilizando al respecto incluso discursos sin fundamento teórico, con la finalidad de ponerlos en evidencia. Pero claro, para poder dar explicación de estas maniobras tan poco retóricas, debe haber una idea previa de lo que sea un discurso adecuado, un buen hablar, un bene dicendi; para poder identificar que algo está mal dicho es preciso tener una idea de lo que es decir algo bien, tarea por otro lado harto complicada. Pero a pesar de su complicación, esta tarea se erige inevitablemente en una empresa a considerar para no dejarse llevar por la palabrería imperante en las sociedades occidentales en las que prima el discurso tecnocrático, la presencia calculada, la imagen premeditada,… con el único fin de atraer prosélitos a las filas del orador. Porque la retórica no es solamente el arte de hablar bien, sino también el arte de escuchar bien. El paradigma contemporáneo de la racionalidad retórica está caracterizado por una única posibilidad de acuerdo articulada alrededor del consenso. Este paradigma se explica desde la postura claramente post-moderna (o tardo-moderna, como ya comienzan a afirmar algunos autores) de desencuentro esencial entre retórica y metafísica. Hoy se da por hecho generalizadamente que toda retórica es de por si anti-metafísica, y que toda metafísica es de por sí anti-retórica; y ello apuntalado relevantemente por la dificultad de hablar de un ‘concepto metafísico de verdad’.

La pregunta que cabe hacerse es si es suficiente ese concepto de ‘verdad’ por consenso, o podemos aspirar a otro tipo de verdad fundamentada de modo diverso. ¿Sólo es viable en una sociedad democrática el acuerdo por consenso? Ésta es la cuestión.

Quizá, si se replantease la relación entre ambas disciplinas no sólo se podría dar lugar a un entendimiento entre retórica y metafísica, sino que posiblemente se propiciaría un auténtico auto-entendimiento de la propia disciplina retórica. A lo mejor resulta que lo retórico no es independiente de lo metafísico, ni una herramienta más o menos necesaria para poder hablar de ella, sino un aspecto fundamental de su propia esencia. En este sentido, este acercamiento sería la vía para poder iniciar un cambio de mentalidad discursiva, con implicaciones directas en los conceptos actuales de cultura y Estado, según el cual podría superarse esa visión endógena de la retórica que se alimenta de los topoi consensuadamente aceptados en un mundo fluido que resbala sobre sus propios fundamentos. Porque, ¿puede una retórica endógena generar un discurso capaz de ofrecer conclusiones no deducibles de las meras opiniones, mejor o peor formuladas?

El problema que aparece manifiestamente es el de plantear siquiera la posibilidad de que el lenguaje apunte a algún tipo de realidad que trascienda lo ‘decible’, lo ‘que se puede decir’. ¿Cómo se puede siquiera pretender decir lo metafísico, si por su propia esencia se presenta como algo indecible? Ya se encargó Wittgenstein de poner sobre la mesa tal dificultad. Pero en vez de desistir en el empeño, ello nos puede llevar a otra consideración: cuando hablamos de lo que se puede y no se puede decir, se hace desde una pre-comprensión del tipo de lenguaje que manejamos. Será en base a este tipo de lenguaje que nos plantearemos si algo es ‘decible’ o no. Todo dia-logos está condicionado por el logos. Y qué duda cabe de que nuestro logos está muy condicionado por nuestra capacidad lingüística; pero condicionado no quiere decir limitado o determinado. ¿O sí?

Efectivamente, parece que no podemos conceptuar, hablar, pensar algo que no esté mediatizado por nuestro lenguaje; todo aquello que concibamos y pretendamos expresar debe realizarse desde él, como ya decía Fichte. Parece evidente que con el discurso demostrativo lógico-lingüístico no es posible siquiera apuntar a una realidad de carácter diverso; no es planteable siquiera la cuestión de si se puede decir la metafísica o no. Parece un sinsentido. Y si nos fijamos, este tipo de discurso también posee otra limitación manifiesta, menos metafísica y más vital, pero de una índole análoga. Las limitaciones del lenguaje conceptual-discursivo se evidencian también a la hora de expresar una vivencia personal o un estado emocional interior. Cualquiera de nosotros habrá experimentado ese sentimiento de ansiedad o angustia al darse cuenta de que con las palabras que dice no acaba de explicar esa intensa vivencia interior, o ese sentimiento recién experimentado. Solemos apelar a frases del tipo ‘es como si…’, ‘¿nunca te ha pasado que…?’, ‘es lo que sientes cuando…’. En estos casos, el lenguaje meramente conceptual se torna insuficiente, viéndonos en la necesidad de superar ese modo de expresión acudiendo a recursos retóricos tales como la tautología, el pleonasmo o el oxímoron que generan un efecto paradójico que, en el desconcierto subsiguiente da pistas (no perfectamente definidas) de aquello que se quiere transmitir. Los recursos líricos, poéticos, retóricos, nos permiten aproximarnos a otros tipos de realidad que se sitúan allende lo lógico-conceptuable, difícilmente expresables mediante las herramientas lingüísticas cotidianas; no se trata de representar fidedignamente sino de evocar, invitar, sugerir,… Algunos dirán que estas experiencias personales carecen de realidad precisamente por no ser expresables mediante el lenguaje lógico-conceptual, o bien las reducirán a combinaciones de elementos que puedan expresar así. Pero otros no.

23 de noviembre de 2016

Inteligencia sentiente: proceso o momento

Ortega y Gasset decía que el uso primario de la razón no es el científico, ni siquiera el gnoseológico, sino el vital, el existencial: lo primario que debía hacer el ser humano con la razón era ‘dar razón de su propia vida’, esto es, saber dónde está, de dónde viene y hacia dónde quiere ir, teniendo presente para ello su historia (su biografía) y su contextualización social, cultural,… próxima y lejana. Otros usos que pudiéramos hacer de la razón (como el científico, el lógico-matemático, etc.) no son sino medios que proporcionan un conocimiento de la realidad y de las cosas al servicio del primero. Toda esta serie de posts que estoy escribiendo en torno al sentir inteligente zubiriano tiene como finalidad argumentar la posibilidad de ejercer un uso más amplio de razón que el meramente racionalista, con la idea de contribuir felizmente a que esa razón que puede ‘dar razón de nuestra vida’ es una razón en sentido amplio, más allá de lo meramente racional.

Para ello hablaba de la inteligencia sentiente zubiriana, o como prefería denominarla, del sentir inteligente, pues de alguna manera la inteligencia humana (tal y como la entiende Zubiri) no está montada sobre sí misma sino que se ‘monta’ sobre unas estructuras fisiológicas que la soportan y la posibilitan, y que poseen mucho en común con las estructuras fisiológicas animales. La diferencia cualitativa estaría precisamente en la inteligencia, la cual permite que las cosas queden ante el sujeto aprehensor como ‘otras’, como ‘de suyo’, según la formalidad de realidad, frente a la formalidad de estimulidad propia de los animales. Ya hemos hablado de ello.

Pero antes de continuar en mi línea argumentativa, hago un alto en el camino, porque quisiera poner de manifiesto una duda sobre cómo elaborar conceptualmente lo siguiente. A ver si me consigo explicar. Decía que la inteligencia humana, entendida como aquella facultad humana que le permite tomar distancia ante la realidad y aprehender las cosas como ‘de suyo’, está montada sobre unas estructuras fisiológicas animales, las cuales ya estaban capacitadas para ejercer el proceso sentiente animal según el cual pueden precisamente vivir, cada uno según su especie. Distinguíamos en dicho proceso tres momentos: la afección, la modificación tónica y la respuesta; que, permeadas ‘humanamente’ daban lugar a la inteligencia, el sentimiento y la volición. Decíamos que el sentir animal o el puro sentir, pasaba a ser sentir inteligente (o sentir humano, podríamos decir). A decir de Zubiri, esta inteligencia posee esa función primordial que hemos comentado, y podía modalizarse ulteriormente en otros usos que son los que nos son más familiares, y que él denomina logos y razón (además de una cuarta que no es muy conocida pero que Zubiri también comenta: la comprensión, pero no es nuestro tema ahora).

Ahora bien, y aquí es a donde quería llegar: ¿qué posibilita la inteligencia frente a la modesta cognición animal? O visto desde abajo: ¿cuál es el límite de la cognición animal, que se ve desbordada o transformada por la inteligencia sentiente?

Si la vemos desde arriba, parece que la capacidad cognitiva humana crece, digamos, según dos líneas: a) la primera es la que comentamos, permeando todo el proceso sentiente animal haciéndolo consciente de sí mismo así como de las cosas entre las que se está, adquiriendo esa capacidad de alteridad propia de la formalidad de realidad; y b) dotando más alcance a la capacidad cognitiva animal, posibilitando una reflexión sobre sí misma, recuperando el pasado de largo alcance (memoria a largo plazo), elaborando teorías sobre las cosas, planeando proyectos y estableciéndose objetivos a largo plazo, incluso imaginando, fantaseando… es decir, una elaboración cognitiva cualitativamente distinta de la animal (aunque soy consciente de que no todos piensan así). A mi modo de ver, es en este segundo aspecto en el que Zubiri sitúa logos y razón (y comprensión).

Si nos situamos en el nivel animal (esto no deja de ser una suposición) efectivamente el animal realiza el proceso sentiente dejándose llevar por sus instintos, los cuales le van marcando (con un margen mayor o menor de holgura) lo que tiene que hacer, y que le sirve para desenvolverse en la vida, aunque no sean conscientes de que lo saben. Como decía Bergson, los animales saben lo que tienen que hacer en cada momento aunque no sepan que lo saben. Dicho proceso se da en ellos según la formalidad de estimulidad, empastados en la realidad que diría López Quintás, sin esa capacidad de alteridad, de distancia. Y en cuanto a la cognición, pues creo que también se puede afirmar que poseen cierta cognición: tienen memoria, reconocen a personas, situaciones, sucesos,… Yo creo que también tienen cierta capacidad de previsión: cuando están esperando a que la presa pase por delante de ellos, ¿no implica eso un poco de imaginación, de previsión del futuro?, ¿cómo si no iban a estar esperando a que pasara la presa delante de ellos, o a que saliera de su madriguera? Sin embargo, toda esa actividad cognitiva se da, como digo, empastada en la realidad, sin acabar de ser conscientes de lo que están haciendo.

¿A dónde quiero llegar? Si nos fijamos, el sentir inteligente no es sino el sentir animal (puro sentir) permeado por la inteligencia, por esa capacidad de alteridad. Si la inteligencia permea todo el proceso, la cognición animal se transformaría en cognición humana, la modificación tónica animal en sentimiento humano y la respuesta animal en voluntad humana; las primeras según la formalidad de estimulidad y las segundas según la formalidad de realidad. Es por esto que no sé si es adecuado hablar de que las tres facultades humanas sean inteligencia, sentimiento y voluntad; creo que no es apropiado denominar inteligencia sentiente a la primera de ellas (recordemos que Zubiri las denomina inteligencia sentiente, sentimiento afectante y voluntad tendente), sino que lo que sería la inteligencia sentiente (o sentir intelectivo) sería el proceso sentiente humano global, en el seno del cual se darían esos tres momentos: el cognitivo, el sentimental y el volitivo.

Consecuentemente se me ocurren tres opciones. a) No sé yo si habría que re-denominar al primero de ellos que en vez de llamarse así, inteligencia sentiente, debería llamarse de otro modo (pienso yo, lo digo sin tenerlo claro), algo relacionado más específicamente con la actividad cognitiva. Para ello habría que pensar qué ocurre exactamente en el animal en este momento (cuál es su elaboración cognitiva, cómo funciona, etc.) y ver cómo se transforma en el caso humano, análogamente a cómo la modificación tónica y la respuesta se transforman en sentimiento afectante (o afectar sentimental) y voluntad tendente (o tender volitivo). Quizá algo relacionado con la intelección, o con la cognición: frente a lo inteligente (que cubre todo el proceso) lo intelectivo o lo cognitivo (que describe el primero de los tres momentos). O b), mantener inteligencia sentiente para ese primer momento y denominar de otro modo al proceso global. Aunque esta opción me gusta menos. O c), como tercera opción mantenerlo así, dejando que la inteligencia sentiente se extienda horizontalmente sobre todo el proceso, y a la vez pueda ‘extenderse’ más en cuanto tal hacia logos y razón. Al fin y al cabo, fue lo que hizo él.

15 de noviembre de 2016

La obra de arte en su mundo

Veíamos en el anterior post la validez óntica de la imagen diferenciándola de la mera copia, y nos quedaba el siguiente apartado que consistía en referenciarla a su mundo. Veremos cómo en la relevancia de esta referencia coinciden distintas artes (pintura, escultura, arquitectura), desde las cuales Gadamer dará el salto a la literatura y nos introducirá en el problema hermenéutico, finalizando así esta primera parte para dar entrada a la segunda.

La duda que se plantea Gadamer tiene que ver cómo se da este aparecer, esta representación ‘creadora de ser’ que también se da en la imagen: si de una vez por todas o paulatinamente, de modo que cada espectador (cada sociedad, cada momento histórico) puede descubrir algo nuevo en ella. Gadamer es partidario de esto segundo, y para ello apela al concepto de ocasionalidad: «ocasionalidad quiere decir que el significado de su contenido se determina desde la ocasión en que se presencia, de manera que este significado contiene entonces más de lo que contendría si no hubiese tal ocasión». Ello lleva implícito que en la propia obra hay una pretensión de sentido que no se da en su plenitud cuando se creó, sino que precisa de distintos momentos más allá del de su creación desde los cuales se pueden extraer ‘esquirlas de su ser’, esquirlas que no es que las ponga el espectador como si se las hubiera con un objeto olvidado, sino que se encuentran de algún modo en la pretensión de sentido de la propia obra de arte y que no podrían darse sino fuera desde esa ocasión en que dicha obra es contemplada. La ocasionalidad es el topos en el que se manifiesta esa comunicación óntica en la que se hace presente la realidad profunda que evoca la propia obra, y que no podría darse sino a través de una (de esa) dicha ocasión.

Esto de la ocasionalidad es más patente en el caso de las representaciones musicales o dramáticas; en éstas, se percibe claramente cómo cada representación siempre será diferente a cómo fue pensada por su autor original: «en consecuencia forma parte de la esencia de la obra musical o dramática que su ejecución en diversas épocas y con diferentes ocasiones sea y tenga que ser distinta». La cuestión es: ¿ocurre algo similar en el caso de las artes plásticas? Podríamos pensar que en todas las épocas la obra como tal no cambia, y lo que es distinto no es más que sus efectos en el espectador de una determinada época. ¿Es así? A decir de Gadamer no, ya que entiende que la obra ofrece aspectos distintos en épocas distintas, aunque ello no entrara en la consciencia del autor: «el espectador de hoy no sólo ve de otra manera, sino que ve también otras cosas», cosas que incluso permanecieron ajenas a las intenciones del autor. Es legítimo considerar entonces a la imagen plástica (pintura, escultura) como una representación en la que cabe también la analogía del juego como un proceso óntico más allá de la mera aprehensión subjetiva.

No caigamos en el error de pensar que todas las formas de representación sean arte, pues como ya se vio también son formas de representación las señales y los símbolos, pero no son arte en este sentido que comentamos. En ellos su sentido es algo dado por convención (Gadamer le denominará fundación) que será lo que sustente su sentido referencial, ya que este sentido no reside en su propio contenido. No así en la imagen artística, en la que precisamente a causa de su contenido no puede asumir de modo arbitrario (convencional) una referencialidad a una realidad, sino que sólo puede asumir aquella referencialidad real que le es propia, y no otra.

Esto es algo que acontece de modo singular en la arquitectura, en la que lo que prima ya no es únicamente su carácter de representación sino también su ubicación en un contexto espacial así como la función del nexo vital que desempeñe: «un edificio nunca es primariamente una obra de arte», ya que en él prima sobremanera su propio objetivo en tanto que utilizable vitalmente además de su papel como representación artística. Por su propia índole, supone además un ‘dar forma al espacio’: por un lado lo conforma pero por el otro lo libera otorgándole nuevas posibilidades. En ello juega un papel especial la decoración, mediante la cual por un lado se atrae la atención del espectador pero por el otro se le remite al espacio más amplio que dibuja el monumento artístico y en el que se incardina su comportamiento en la vida. Lo decorativo (cuyo extremo sería lo ornamental) no tiene un fin en sí mismo sino el de ‘agilizar’ la función artística del monumento en el que se encuentra; de hecho, su valor se sitúa en esta referencialidad: «el adorno no es primero una cosa en sí, que más tarde se adosa a otra, sino que forma parte del modo de representarse de su portador»; así se incluye en ese proceso representativo de toda obra de arte, en este caso de la obra arquitectónica.

¿Qué conclusión podemos obtener de todo ello, pues? Si este ‘aumento de ser’ es más fácil de ver en las representaciones dramáticas y musicales, no es menos real en las artes plásticas. La representación en tanto que proceso óntico no es algo meramente vivencial que sucede en los momentos de la creación de la obra de arte o de su aprehensión por parte de un espectador. Es en la propia ‘reproducción’ en lo que consiste el ser originario del arte, en el que participa también —tal y como se acaba de ver— la imagen pictórica y la escultura. Queda la cuestión de cómo dar el salto a la obra escrita, a la literatura, salto que Gadamer hábilmente se ha dejado para el final y desde la cual nos introducirá específicamente al problema hermenéutico.

8 de noviembre de 2016

La formalidad… de realidad

No todos los seres vivos se relacionan según la formalidad de estimulidad que veíamos en otro post. Los seres humanos poseen, gracias a su inteligencia, una capacidad de relación con su entorno que es radicalmente distinta (aunque soy consciente de que no todos los autores piensan en estos términos, y hablan de diferencia cuantitativa más que cualitativa). Cómo surge y por qué la inteligencia en la cadena evolutiva es algo no sólo que no sabemos, sino que quizá nunca lleguemos a saber. A lo más que se puede llegar es a establecer hipótesis al respecto, tarea a la que se dedica la antropología biológica fundamentalmente.

Según se piensa, llegó un momento en la evolución de los homínidos en la que sus estructuras instintivas se tornaron ineficaces para poder guiar su comportamiento, tal y como había acontecido en los miles de años previos. Llegó un momento en que el primer humano se encontró ante una situación en la que ya no sabía qué hacer de forma primaria, fruto de lo cual surgió la necesidad de adoptar ante la realidad una forma de estar diversa: digamos que se tuvo que ‘hacer cargo’ de la realidad, sencillamente para saber a qué atenerse y poder seguir manteniéndose en la supervivencia. Es aquí donde hay que situar el origen de la inteligencia. En este sentido, la inteligencia adopta una función primaria eminentemente biológica (independientemente de sus usos o posibilidades ulteriores), como facultad que posibilitó la vida a una especie que se había visto desprovista en un momento dado de las conductas pautadas que le proporcionaban sus instintos acostumbrados.

La inteligencia proporciona a los seres humanos una posibilidad de relacionarse con su entorno según la cual las cosas que le afectan ya no quedan en el sujeto aprehensor (nosotros) como meros estímulos que se agotan en su función estimúlica, sino que quedan ante el sujeto aprehensor como algo ‘otro’ que, independientemente de que le afecten y desencadenen en él un proceso homeostático (al igual que ocurriría con cualquier otro ser vivo) el ser humano es consciente de que eso está ocurriendo, y que efectivamente eso que le ha afectado es algo que es ‘de suyo’, es decir, que posee una existencia en principio independiente a él, y que la seguirá teniendo tras dejar de afectarle.

Este hecho aparentemente tan nimio, abre un horizonte de posibilidades amplísimo al ser humano, pues ya no posee su conducta determinada por sus estructuras constitutivas, sino que lo que le caracteriza precisamente es la no especificación de su conducta. Ante lo que le afecta, el ser humano puede suspender su respuesta para discernir y optar por lo que estime más oportuno. No todos los procesos que realiza el ser humano observan esta dinámica, pero se puede afirmar que aquellos actos específicamente humanos, sí. No es una total indeterminación, pero sí una determinación inespecífica.

Y lo fundamental de todo este proceso que estoy comentando es que la inteligencia humana no surge como algo desconectado de lo propiamente fisiológico que nos constituye, no aparece desligado de nuestra parte animal, podríamos decir, sino que se monta sobre todo ello, manteniéndolo de algún modo. La inteligencia humana no posee primariamente una función meramente cognitiva (aunque a la postre sea la función que predomine), sino que en sus orígenes posee una función biológica apoyada en las estructuras fisiológicas que la sustentan. Y este dato es importante. Este arraigo fisiológico es lo que se quiere poner de manifiesto con el calificativo de sentiente a la inteligencia: se trata de una inteligencia sentiente.

Pero recordemos que también podíamos denominar a esta facultad humana como sentir inteligente. Quizá con esta denominación se ponga más de manifiesto esa idea de que la inteligencia se monta sobre unas estructuras constitutivas sin las cuales —no podemos olvidarlo— no podría darse. Porque esa estructura unitaria que denominábamos ‘sentir’ o ‘proceso sentiente’ en el que podíamos identificar tres momentos (afección, modificación tónica y respuesta) es algo que compete a todo ser vivo, humano o no, aunque no siempre se da desde el mismo carácter formal. Para ello hemos distinguido dos formalidades: la de estimulidad y la de realidad, cada una de las cuales nos lleva a hablar bien de puro sentir bien de sentir inteligente. Desde el proceso sentiente cuyo carácter formal es ‘de realidad’ hablamos entonces de que la afección, la modificación tónica y la respuesta están —podríamos decir— como permeadas por la inteligencia, dando lugar a las tres grandes facultades humanas. Insisto en el carácter unitario del proceso, aunque hablemos de facultades distintas; entiendo que si hablamos de facultades distintas es más como herramienta conceptual que por el hecho de que efectivamente se comporten así en la realidad. Las tres facultades no son sino tres momentos de un proceso unitario: el sentir inteligente, cuyo carácter formal es el de realidad.

Todo ello puede llevarnos a pensar que nuestro ejercicio cognitivo no es un ejercicio meramente cognitivo sino que se encuentra fuertemente vinculado a nuestras estructuras fisiológicas. Por suerte o por desgracia, en la actualidad se trata de dos esferas que se encuentran aparentemente distanciadas.

2 de noviembre de 2016

El reverso de la moral de la globalización

El desempeño de nuestra vida como individuos en el seno de una sociedad está fuertemente influenciada por nuestra pertenencia a la misma. Tal y como comentaba en un post anterior, supongo que la mayoría de nosotros nos movemos en esa tensión existente entre la pusilanimidad y la heroicidad, tensión a la luz de la cual hemos de ir haciendo nuestras vidas y tomando las decisiones pertinentes. Todo aquello que hagamos posee así un doble carácter: por un lado va dibujando una trayectoria vital (‘nuestra’ trayectoria vital) y por el otro posee unas repercusiones sobre nuestro propio carácter y sobre cómo vivimos nuestras relaciones sociales.

Si por algo se caracteriza nuestra sociedad occidental es por su complejidad. Lejos quedaron ya esos modos de vida definidos y estables propios de otras épocas. Vivimos en un entramado de relaciones de diversa índole, cuyo funcionamiento a menudo se erige como un verdadero enigma para el individuo de a pie: muchos de nosotros opinamos sobre cómo funcionan las cosas, tanto a nivel político, como económico,… cuando sencillamente lo cierto es que ignoramos más que conocemos. Nuestras sociedades son infinitamente complicadas, y en ellas intervienen factores de todo tipo. Sobre su funcionamiento y su modo de ser (de nuestra sociedad) no podemos sino forjarnos opiniones superficiales confeccionadas a partir de informaciones usualmente recibidas de segunda, tercera o cuarta mano; con frecuencia ni eso. Opinamos sobre lo que ocurre, sin tener en realidad ningún tipo de conocimiento más o menos exacto de todos los elementos, intereses, factores, decisiones, etc., que efectivamente hayan llevado a tal desenlace. Y no es menos cierto que, por otro lado, ante lo que ocurre el ciudadano de a pie normalmente no puede hacer nada, a sabiendas de que le va a afectar de alguna manera. Cotidianamente escucha noticias o comentarios a nivel nacional o internacional (el euríbor, el brexit, la guerra en Siria,…) y, a sabiendas que de ello va a repercutirle en su vida, se encuentra totalmente inánime. Ante esta situación de indefensión, no le queda sino recurrir a la estabilidad y seguridad que le proporciona su entorno cercano, afectivo y querido.

En el seno de esa complejidad, podemos distinguir en el individuo tres niveles de moral, tal y como nos propone Gehlen: el institucional, el profesional y el individual. El nivel institucional tiene que ver con el funcionamiento de aquellas entidades que garantizan el funcionamiento a gran escala de una sociedad humana, tanto a nivel nacional como internacional. El profesional tiene que ver con lo específico de la profesión, en la que a causa de nuestra implicación directa aparece una tensión entre lo más general y el comportamiento individual; a nivel personal no siempre coincidimos con las prácticas y las costumbres establecidas en nuestra profesión (a menudo sí, pero en ocasiones no), y si somos inquietos moralmente, ello provocará sin duda conflictos éticos personales. Y por último se encuentra ya el nivel individual o relacional, nivel en el que ya nos movemos con una importante carga de responsabilidad personal, pues tomamos parte activa en su desempeño.

Sin embargo, quizá sea preciso añadir un cuarto nivel, que ha sido determinado por nuestra situación de globalización. Desde este sentido moral, la globalización puede ser un arma de doble filo, pues puede llevarnos a conflictos para los que quizá no estemos preparados, y que incluso sea inapropiado plantearlos tal y como se plantean. Se trata de la preocupación que nos suscitan situaciones correspondientes a poblaciones y países que ni siquiera sabíamos que existían, de las cuales usualmente desconocemos las causas verdaderas por las que se encuentran en dicha situación. Continuamente nos llegan noticias terribles de lugares lejanos de nuestro planeta (y que en ocasiones nos atañen directamente), noticias que nos afectan a nivel personal por la tragedia que llevan aparejadas, y ante las cuales inevitablemente nos sentimos responsables. Qué duda cabe de que esta preocupación es sana y legítima, y nos honra como personas; el problema adviene cuando nos quedamos en una mera sacudida emotivista, que más allá de una honda preocupación nos lleva a silenciar una conciencia que en definitiva no se cuestiona nada. A menudo nos preocupamos por problemas extremadamente lejanos, cuando no somos capaces de convivir éticamente ya no en nuestra propia sociedad, ya no con nuestro propio vecino, sino en nuestra propia casa y con nuestra propia familia. Incluso no somos capaces de configurar en nosotros una vida auténticamente humana.

Preocupados por los problemas del mundo (preocupación que, como digo, es totalmente legítima y pertinente, y nos dignifica como personas), nos olvidamos con frecuencia de llevar una vida éticamente comprometida en nuestro entorno cercano, limitándonos a la queja y a la exigencia en lugar de un compromiso sacrificado y solidario. La auténtica preocupación por lo lejano surge cuando se da sobre el cimiento de una auténtica preocupación por lo cercano. Cuando no es así, se convierte en un mero escapismo de nuestra inconsecuencia personal, con el cual creemos aliviar nuestras alienaciones y paranoias. Mientras tanto, con nuestra incoherencia seguimos alimentando el desequilibrio y la injusticia, inconscientes de nuestra propia irresponsabilidad, enajenados entre el emotivismo y el bienestar.

26 de octubre de 2016

Selección natural y/o intencional

La selección natural es entendida usualmente como una combinación del azar en la mutación genética, fruto de la cual se modifica la capacidad del organismo en cuestión para poder adaptarse al ambiente, de modo que si con dicha mutación presenta más posibilidades, ésta acabará imponiéndose y comenzará a formar parte del código genético de su especie en la medida en que el individuo se reproduzca. Un ejemplo paradigmático puede ser el de una mutación genética de los osos pardos que dé lugar a un oso blanco: si este oso vive en una zona típicamente boscosa, en la que predominan los colores oscuros y sombríos buena parte del día, pues está destinado a ser identificado rápidamente por sus depredadores teniendo sus días contados; pero si por las circunstancias de la vida vive en un bosque cercano a una zona fría en la que predominan las nieves y el hielo, su pelaje blanco será ahora una inestimable ayuda para su supervivencia, adquiriendo dicho nuevo carácter en sus sucesivos apareamientos, etc.

En este sentido, una modificación genética casual deja al individuo a la intemperie en función del ambiente en que viva; y como resultado de ambos factores, la modificación pasará a formar parte de su código genético o no, según los organismos mutados puedan adaptarse al medio mejor o peor que la generación anterior. Se dice que no se trata de que los organismos se adapten al ambiente de forma activa —por decirlo así— sino de una mutación azarosa cuyo resultado será más o menos afortunado. En este sentido, las ‘intenciones’ del organismo (tal y como apuntaba Lamarck) no tendrían nada que decir en todo este proceso; es decir: la jirafa no tiene el cuello largo porque no dejaba de estirarlo para conseguir las bayas altas de los árboles, vaya.

Sin embargo, esta forma de entender la evolución puede matizarse. ¿Todos los procesos evolutivos siguen este esquema? ¿Es totalmente cierto que los distintos individuos no tienen nada que decir? Hay un detalle interesante (aunque no es el asunto que quiero tratar) según el cual el mismo Darwin reconoce otros factores en la dinámica evolucionista que no tienen que ver exclusivamente con estos cambios genéticos en relación estricta con la adaptación al medio. De hecho, es un tema importante no en su Origen de las especies sino en su Origen del hombre, en el que considera cómo un aspecto importante en el proceso evolutivo es el comportamiento de las especies según su conducta sexual, realizando diferentes acciones que desde el punto de vista estrictamente adaptativo no tendría explicación. Es lo que él denomina la selección sexual frente a la selección natural.

Pero al margen de este interesante tema, efectivamente hoy en día hay evolucionistas herederos del darwinismo que someten a revisión esta forma de pensar tan extendida. Se conoce como evolución orgánica (aquí seguiré la argumentación de Popper). Explicado muy brevemente, parten del hecho de que en principio los organismos tienen un abanico de conductas posibles a su disposición. Y según explican el propio organismo, a causa de su forma de actuar, puede modificar su propio medio vital (por ejemplo, eligiendo un nuevo tipo de alimento por el método de prueba y error). De este modo, puede exponer a su descendencia a un nuevo tipo de presiones derivadas del nuevo medio en que se da ese alimento al que ellos quieren acceder. Todo esto tiene como resultado que la conducta instintiva de un animal puede ser modificada; es decir, que la ‘rigidez’ instintiva no es tan rígida sino que goza de cierta flexibilidad.

El caso es que si nos damos cuenta, esta flexibilidad puede servir de apoyo a la propia teoría de la selección natural, porque ¿qué garantías hay de que, una vez producida una modificación genética, el organismo en cuestión pueda adquirir las pautas adecuadas de conducta para asumirla? Puede ocurrir que un organismo con unas pautas de comportamiento excesivamente rígidas, no pueda integrar las nuevas pautas de comportamiento ‘exigidas’ por la mutación genética; puede ser que no sea lo suficientemente flexible; pueden producirse cambios que no puedan ser integrados en los hábitos conductuales del animal; o lo que es lo mismo: para que una modificación genética tenga éxito, las conductas que propician deben ser asumibles por el organismo en orden a su subsistencia. Dicho en fácil: efectivamente, las jirafas no consiguieron el cuello más largo a base de estiramientos para alcanzar las bayas altas; pero si a las jirafas no les interesaran los frutos y las bayas de las alturas, probablemente no hubieran sobrevivido a la mutación de su cuello. Y esto es algo de lo que el propio Darwin ya fue consciente en El origen de las especies:

«Resulta difícil decidir (…) si en general los hábitos cambian primero y las estructuras después, o si son ligeras modificaciones en la estructura las que llevan al cambio de hábitos, ocurriendo probablemente a menudo ambas cosas simultáneamente».

Esto que para Darwin es un problema menor, para Popper no lo es. Porque a donde quiere llegar Popper es a que el planteamiento de que hay cambios evolutivos propiciados de alguna manera por cambios de hábitos le sirve para hacer comprensibles muchas adaptaciones, las cuales responderían de alguna manera a los objetivos y los propósitos subjetivos de los individuos. Ello a su vez iría en consonancia con el hecho de que la selección natural sería más eficiente en aquellos animales con una capacidad de maniobra más amplia: un animal con un repertorio de conductas amplio y flexible, tendrá más facilidad para asumir una modificación genética accidental que otro cuyo repertorio de conductas estrecho y rígido. Pues bien, según Popper se puede proponer así una explicación más convincente del origen del lenguaje humano. No se sabe bien quién fue primero: si el cerebro o el lenguaje. Probablemente nunca lo sabremos, pero desde este enfoque se puede pensar que mucho antes de hablar, el ser humano (aun con capacidad de comunicación simbólica con un ‘lenguaje’ rudimentario) tuviera la intención de hacerlo, y ello propiciara que la evolución de su cerebro (siguiendo los cauces de la selección natural) fuera dirigiéndose en esa dirección. Se podría decir que el ser humano tendría intención de hablar antes de tener la posibilidad de hacerlo; y que fue la tensión en esa dirección lo que fue permitiendo que las modificaciones genéticas que se fueran dando se fueran seleccionando encaminándose preferentemente en esa dirección.

19 de octubre de 2016

La imagen como representación dramática

Vamos ya cerrando la primera parte de esta magnífica obra, Verdad y método, que si recordamos Gadamer la tituló “Elucidación de la cuestión de la verdad desde la experiencia del arte”. Aunque creo que ya lo he comentado en alguna ocasión, no puedo dejar de insistir en cómo el autor nos ha ido llevando poco a poco a donde nos quería llevar, itinerario que es el que nos anunciaba ya el título de esta primera parte. Como dice un querido profesor mío, hay que fijarse muy bien en los títulos, pues si están bien redactados constituyen un resumen perfecto del texto que alojan en su interior. Y en este caso creo poder afirmar que efectivamente es así. Recordemos que para introducirnos en el fenómeno hermenéutico Gadamer acudía al proceso artístico, y para introducirnos a éste acudía a su vez a la actividad lúdica, al juego. Partiendo, pues, de éste —del juego—, nos llevaba a la expresión artística en tanto que representación dramática. Y ahora, dando un paso más, nos va a hablar de otros modos de arte como son la imagen y el monumento, para acabar ya en el arte escrito, en la escritura (y no sólo desde un punto de vista artístico o lírico sino también técnico o incluso científico), que es en definitiva el lugar en el que se da el fenómeno hermenéutico de modo más específico, podríamos decir. Cerrando este círculo, Gadamer finalizará ya esta primera parte para dar entrada a la segunda, en la que ya trata estrictamente la hermenéutica como tal.
¿Y qué nos dice Gadamer de la imagen? A pesar de su clara diferencia con respecto a la representación dramática (que es el tipo de arte al que ha dedicado las páginas anteriores), nuestro autor pretende mostrarnos cómo la imagen también posee una valencia óntica, una valencia óntica que va más allá de la mera representatividad en el sujeto (más allá de la mera subjetividad) para recaer en la propia obra. La cuestión es cómo articularlo, porque parece que cuando uno contempla una imagen artística ésta no pueda decir ya más de lo que dice, y que todo lo que se le pueda sacar de más recaiga sobre el espectador quien, de modo subjetivo, tenga que abstraerse de todo lo que aporte el cuadro (objetivamente) precisamente para poder emprender dicha tarea. Aquí se pone de manifiesto claramente la lucha entre el proceso óntico del arte y lo que Gadamer denomina la conciencia estética (una conciencia que Gadamer reduce a la experiencia subjetiva sin mayor referencialidad objetiva proporcionada por el objeto artístico; digo esto porque hay que tenerlo claro, ya que no todos los autores hablan en esos términos de lo que sea la conciencia estética).

Lo que Gadamer se cuestiona es el modo de ser de un cuadro (o de una escultura), y se pregunta si ese proceso estético que antes ha expuesto a modo de juego sigue siendo válido para este caso. Y ello lo hace en dos pasos, a saber: a) distinguiendo el cuadro de la copia, y b) referenciando el cuadro a su mundo.

Vamos con el primero. Se parte del hecho de que en el cuadro hay una referencia clara a —digamos— su original. Si en las artes escénicas hablábamos de representación, aquí hablamos de imagen. ¿Se puede dar en la imagen un ‘aumento de ser’ tal y como acontecía en una representación? Esto se puede argumentar si seguimos hablando en términos de representación en referencia a los cuadros, y no de imágenes. Si esto  es así y entendemos a los cuadros también como representación, lo que tenemos que resolver es qué relación hay entre el cuadro y su referencia, entre el original y su ‘copia’, «distinguiendo cómo en él se refiere la representación a una imagen original».

Pero claro: el caso es que un cuadro no es una copia. Lo propio de ésta es que su finalidad sea estrictamente parecerse a la imagen original; no existe para sí misma, sino que su ser consiste en apuntar al original, en ser mediadora de lo copiado cancelando así su propio ser. No tiene valor en sí misma, sino en tanto que reproductora fiel de su original. Y esto no acontece en una imagen, ya que ésta tiene un ser en sí misma, tanto como que «lo que importa es precisamente cómo se representa en ella lo representado». Un cuadro nunca quedará aprehendido en su plena esencia si es considerado como una mera copia, de lo que se deduce una importante consideración:Vamos con el primero. Se parte del hecho de que en el cuadro hay una referencia clara a —digamos— su original. Si en las artes escénicas hablábamos de representación, aquí hablamos de imagen. ¿Se puede dar en la imagen un ‘aumento de ser’ tal y como acontecía en una representación? Esto se puede argumentar si seguimos hablando en términos de representación en referencia a los cuadros, y no de imágenes. Si esto  es así y entendemos a los cuadros también como representación, lo que tenemos que resolver es qué relación hay entre el cuadro y su referencia, entre el original y su ‘copia’, «distinguiendo cómo en él se refiere la representación a una imagen original».


Que la finalidad del cuadro no es una mera repetición (más o menos perfecta) de cualquier realidad, sino que consiste en otra cosa, gracias a lo que recibe un ser propio: «precisamente aquello que hace que no sea lo mismo que lo representado, es lo que le confiere frente a la mera copia su caracterización positiva de ser una imagen».

Si bien en la imagen no deja de haber una referencialidad a la imagen originaria, no pierde su ser a costa de esta referencialidad; es más que una copia: «la imagen remite a otra cosa, pero invitando a demorarse en ella (en la imagen)», de manera que a través de ella podemos acceder a lo representado pero sin obviarla. La imagen no es un ‘sustituto’ de la realidad; por el contrario, ella proporciona un ‘aumento’ de realidad. De este modo, cada representación plástica tiene un valor óntico en sí misma que contribuye a «constituir el rango óntico de lo representado». Para Gadamer, pues, también la imagen plástica supone un incremento de ser, cuyo contenido propio en términos ontológicos está determinado como ‘emanación de la imagen original’, de modo que no por ello la imagen original se ve reducida, sino que dicha emanación es como un ‘exceso de ser’ que le compete en tanto que realidad.

A mi modo de ver, esta idea de Gadamer de incremento ontológico es muy sugerente, y desde luego que supone un esfuerzo intelectual importante ya no comprenderlo —que también— sino experimentarlo, hacerse con él, hacerlo uno con uno mismo. Y el caso es que cuando se hace así, desde luego que la vivencia artística supone una modificación radical en tanto que superación de la imagen solipsista y subjetivista tan común en el arte (sobre todo en buena parte del arte contemporáneo) para alcanzar modos de referencialidad a la realidad que de otro modo permanecerían ocultos para nosotros.

La imagen en tanto que representación supone entonces un paso más que el signo y el símbolo, e incluso que la copia (tal y como hemos visto). Y aquí añade Gadamer una idea que es muy sugerente. En la representación está presente la referencia original pero no como tal sino así, representada. La imagen adquiere así una autonomía propia y un valor singular ya que si nos fijamos es en la imagen en la que lo representado adquiere presencia; lo representado precisa de la imagen para hacerse presente: «por paradójico que suene, lo cierto es que la imagen originaria sólo se convierte en imagen desde el cuadro, y sin embargo el cuadro no es más que la manifestación de la imagen originaria». El cuadro consiste así —y esto es genial— en que la referencia original se nos haga presente de un modo sin el cual difícilmente podría hacérsenos presente. La realidad a la que se refiere el cuadro es de tal índole que sólo podemos tener acceso a ella mediante el cuadro, el cual a pesar de poseer una entidad propia la posee no en sí mismo sino en referencia a la imagen original. Hay como una comunicación óntica entre la referencia original y la imagen artística.

Si no se entiende así a la imagen plástica, se cae con facilidad por la pendiente del subjetivismo solipsista de lo que Gadamer denomina conciencia estética (el caso es que personalmente no me acaba de gustar este modo de entender la conciencia estética, pero en fin, Gadamer lo entiende así). Pero si se atiende a su referencia original la imagen también se erige como ‘representación’, como un mostrarse algo que permanecía oculto, como un… aparecer.

Tal y como comentaba, nos queda ahora analizar la relación que pueda haber entre el modo de ser del cuadro y el mundo. Pero eso lo dejo para el siguiente post.