24 de noviembre de 2020

Gregor Mendel: el Dalton de la biología

Una discusión permanente tiene que ver con la posibilidad de que las leyes de la física y de la química puedan ser suficientes para poder aplicarlas a los procesos biológicos; que, en algunos procesos, puedan ser aplicadas, parece más fácil de asumir, pero que puedan explicar todos los procesos vitales, quizá sea más complicado. Ya vimos cómo esta era una cuestión que interesaba al mismo Schrödinger. Aunque, según Hogben, no debe ser éste el centro de la discusión, sino algo más radical, a saber: si hay alguna diferencia intrínseca entre las leyes que rigen la materia inanimada y las que rigen la animada, o entre los procesos que describen. En su opinión, la respuesta es afirmativa. Para argumentarlo, hace una comparación curiosa e interesante: se apoya en los famosos trabajos de Johann Mendel (1822-1884; el nombre de Gregor lo adoptó cuando tomó los hábitos como monje agustino), y los compara con la teoría atómica del cuáquero John Dalton, ya que entiende que ello nos servirá «para ver si el biólogo interpreta realmente sus observaciones de distinto modo que el que estudia la materia bruta y si ha recurrido a una lógica de especie diferente de la empleada por el físico y el químico al construir sus generalidades».

No fue Mendel el primero que se preocupó por la hibridación en las especies; ya era relativamente numeroso el grupo de investigadores interesados (Kolreuter, Knight y Gaos, Naudin), de los cuales Mendel era de alguna manera deudor, del mismo modo que los primeros químicos modernos eran deudores también de los alquimistas que les precedieron. De modo análogo a lo que ocurrió en la química, en el sentido de que para poder enfocar ‘químicamente’ las transformaciones de la materia había que superar la mentalidad alquimista, con la biología ocurría algo semejante, a saber: que imperaba una mentalidad clásica, según la cual los organismos eran vistos como un todo, como una entidad total, y su variación era un proceso misterioso y desconocido mediante el cual se iban produciendo modificaciones de las especies de generación en generación, sin saber muy bien por qué. Quizá se encuentre aquí la verdadera aportación mendeliana, en superar el paradigma clásico (en el que también se encontraba de alguna manera Darwin), y entender la herencia según un ‘modelo atomístico’. Estos átomos de la biología no eran —como es fácil pensar— los átomos de la materia, sino más bien, en el pensamiento de Mendel, caracteres de fácil identificación en los individuos, y que se podían individualizar, y así ver con facilidad su comportamiento de generación en generación.

Como es sabido, Mendel escogió para su estudio una especie singular y simpática: el guisante. Y esta elección no fue casual, sino debidamente pensada, ya que los guisantes poseen dos propiedades muy interesantes. La primera es su facilidad para autofecundarse, lo que permitía realizar un seguimiento real de las distintas líneas de descendencia (permitiendo además la fecundación cruzada). La segunda, que sus caracteres (color, rugosidad o tamaño) eran perfectamente definidos e identificables.

Lo primero que hizo Mendel es establecer una metodología de trabajo, que creo que nos es familiar a todos. Después de conseguir individuos puros según los distintos caracteres, los cruzó para ver qué pasaba con sus descendientes, y cruzó a los descendientes entre sí para ver qué pasaba con esta segunda generación. Llegó a estudiar treinta mil plantas de guisantes. Lo primero que observó es que, al cruzar dos guisantes con un carácter distinto, todos los individuos de la primera generación adoptaban el carácter de uno de los dos progenitores. Es decir, si se trataba de un guisante grande y otro pequeño, la primera generación o bien eran todos grandes, o bien eran todos pequeños. Y, curiosamente, cuando los miembros de esta primera generación se fecundaban entre sí, volvían a aparecer los dos caracteres (guisantes grandes y pequeños) en una proporción fija de tres a uno: tres cuartos según el carácter dominante (el que aparecía de forma total en la primera generación), y un cuarto según el carácter recesivo (el que en la primera generación no aparecía).

Lo que llamó su atención era cómo podía ser que, un carácter que había desaparecido en la primera generación volviera a manifestarse en la segunda, hecho ciertamente llamativo. ¿Cómo podía ser? Y no sólo eso, sino que, jugando con distintas poblaciones y con distintos caracteres, la relación numérica se mantenía siempre fiel, de tres a uno. Se daba cuenta de que hacer una lectura de que las distintas generaciones iban transformando la especie, no podía servir aquí, por lo que se puso a pensar en los procesos internos a partir de los cuales se generaban los resultados. Dos procesos pueden producir resultados semejantes, pero a nivel interno ser muy diferentes. Lo mismo hizo mezclando dos caracteres puros (en vez de uno), y sus resultados también fueron regulares, dándose en la descendencia las cuatro combinaciones posibles, de mayor a menor frecuencia en función de qué caracteres fueran los dominantes o los recesivos (una relación, de 9:3:3:1; que no paso a detallar para no extenderme demasiado).

Cuando Dalton estableció su teoría atómica, ya estaban aceptadas generalizadamente dos leyes fundamentales de la química: la de la conservación de la materia y la de las proporciones constantes. Mendel leyó sus experimentos ‘a lo Dalton’, es decir, «halló en sus observaciones la comprobación de lo que podríamos llamar análogamente el principio de conservación de los elementos genéticos y la ley de sus proporciones constantes».

Y, del mismo modo que para Dalton las unidades que subyacían a dichas leyes eran los átomos, Mendel pensó a su vez en unos ‘átomos biológicos’, responsables de estas combinaciones y leyes hereditarias, y que él denominó factores. Estos factores se combinaban de acuerdo a sus leyes, lo que supuso un paso muy importante, ya que las pautas de herencia se podían predecir. Los átomos hereditarios se conservaban de forma autónoma a lo largo de la herencia entre generaciones, y muy bien podían manifestarse en una generación o no. Pero claro, el hecho de que en una generación no se manifestara un determinado carácter, pero en la siguiente sí, indicaba que los átomos biológicos seguían presentes en los progenitores, aunque ocultos, escondidos, o inactivos, esperando a ‘ser despertados’ en generaciones posteriores. Algo que comprobó con otras especies de plantas o cereales.

En sus propios escritos, el mismo Mendel se daba cuenta de la novedad que suponía este modo de entender las variaciones entre los individuos. «Para la generación suya, como para Darwin y los iniciadores de la selección natural, variación y herencia eran términos correlativos. La descendencia era siempre en su conjunto semejante a sus progenitores, pero siempre también algo diferente, y así la especie, (…) iba ampliando su base de generación en generación»; o sea, que la variación era algo propio de la sucesión entre generaciones, se tenía asumido que los hijos podían diferenciarse de sus padres. Sin embargo, los resultados de Mendel implicaban comprender el asunto de modo radicalmente opuesto: la herencia era esencialmente conservadora, y las variaciones se producían como alteraciones de ese orden estable. El asunto pasaba por saber cuáles eran los motivos para las alteraciones de ese orden estable. Los átomos biológicos permanecían inalterables a lo largo de las generaciones; y las alteraciones muy bien podían deberse porque diferentes progenitores se cruzaban entre sí incorporando a la descendencia algo nuevo, o muy bien los átomos biológicos podían verse alterados por causas aún desconocidas, surgiendo algo nuevo a la existencia. Aunque claro, en esta época los biólogos todavía no estaban en condiciones de comprender esto en toda su amplitud, debiendo pasar todavía unas décadas para comenzar a asomarse con paso trémulo a este mundo genético apenas entreabierto.

Desgraciadamente los hallazgos de Mendel tardaron mucho en ser conocidos. Publicados en una pequeña revista de horticultura local (de la Liga para la investigación de la naturaleza de Brünn), no tuvieron ninguna difusión. Como dice Schrödinger, «con toda seguridad, nadie tendría la más mínima sospecha que su descubrimiento llegaría a ser, en el siglo XX, el norte de una rama completamente nueva de la ciencia, y tal vez, la más interesante hasta nuestros días», algo que, dicho por uno de los padres de la mecánica cuántica, tiene su valor. Efectivamente su trabajó fue olvidado; pero en 1900, De Vries (Leiden), Tschermak (Viena) y Correns (Berlín) obtuvieron los mismos resultados de modo independiente y simultáneo, re-descubriendo los hallazgos de Mendel, e incorporándolos, ahora sí, al ámbito científico. Nuestro protagonista, por su parte, ante el poco eco despertado por su trabajo, volvió a sus quehaceres, dedicándose al cultivo, al estudio de las plantas y de los animales, siendo nombrado finalmente abad de su monasterio.

17 de noviembre de 2020

Decir diciéndose

Toda palabra, lo es en una determinada circunstancia. Y, no tener en cuenta dicha circunstancia es, en el fondo, mal-hablar. Cuando uno habla del mismo modo en todo contexto, y a todo interlocutor, en el fondo no habla, tan sólo salen de su boca palabras como de un loro, y el interlocutor deja de escuchar, cogiendo lo que le interese de aquí y de allá, en orden a sus intereses; pero no escucha. No hay diálogo: «El primero se desahoga, pero no ha realizado ningún acto de habla; el segundo toma sólo lo que quería oír, pero no ha realizado ningún acto de escucha», como le leí a Hadjadj. El discurso se convierte en un recitar mecánico, que intenta salvaguardar su frialdad con sutiles y elaboradas maniobras retóricas y clichés fieles a una ideología, para enmascarar en el fondo su renuncia al diálogo y a la conversación. Quien no hace el esfuerzo por adaptar su discurso al interlocutor y al ambiente en el que se encuentra, en realidad poco le importa que le escuchen o no. En el fondo, esa persona no habla: mal-habla. Todo discurso implica un esfuerzo por hacerse comprender, siempre que ese esfuerzo no devenga en falsear el mismo discurso en dicha empresa.

Ello nos arroja luces diferentes sobre lo que sea hablar, rara avis en nuestra sociedad; porque, quizás, en el fondo, o no tan en el fondo, no sepamos hablar. Podría pensarse que hablar bien es un problema de retórica: de fluidez, de técnicas, de entonaciones… pero, sin negar la importancia que pueda tener esto, para nada es suficiente en un buen diálogo. E incluso aún podríamos descender a un asunto más primario todavía, y que tiene que ver con el origen fontanal de ese mensaje que queremos revestir retóricamente.

Toda expresión hablada tiene su origen en una idea todavía difusa, vaga, incluso confusa, que va alcanzando concreción concomitantemente al esfuerzo de decirla; su origen es previo a toda palabra. Sin embargo, nos inunda aquí una tremenda paradoja: que no podemos sino hablar con palabras del origen de toda palabra

Toda palabra se origina en nuestro interior, un interior del que, usualmente ―como ya denunciaba Heidegger― estamos ausentes. Lo cual no impide que sigamos ‘hablando’. Y esto, ¿cómo es? Acceder al origen de la palabra supone acceder a su morada, un ámbito que está en nuestro interior (quizá por eso es tan difícil de acceder); no se trata de un entrar o un desplazamiento de carácter local, sino, más bien, de una intensificación, de una modalización diversa en que uno está en contacto consigo mismo, poniendo al descubierto una presencia que, si bien antes no dejaba de estar, lo estaba veladamente. Porque hablar no tiene que ver primariamente con decir, incluso con tener algo que decir, sino con la posibilidad de que uno pueda expresar lo ‘indecible’. Cuando hablar se reduce a decir, tal y como acontece en la vida habitual, hay pocas posibilidades de decir lo indecible, habitante de los arcanos de nuestra existencia. La palabra ‘verdadera’ es difícil de decir, acaso imposible a causa de su inefabilidad; uno no ‘manda’ sobre la palabra verdadera, sino que, como un globo en el aire, ‘es llevado’ por ella.

¿Qué dice uno cuando no dice lo inefable? ¿Qué puede decir? No se puede confundir la profusión de palabras con la relevancia de lo dicho. Cuando uno permanece ajeno a la dinámica del ser, no puede sino decir pensamientos que acampan en su periferia: ocurrencias, eslóganes, clichés, tópicos. Hablar no supone tanto ‘decir algo’, sino ‘decirse diciendo algo’. En el fondo, hablar es siempre esto: decirse diciendo. Y quien no se dice a sí mismo cuando dice, se desdice, parlotea. Cuando uno no dice diciéndose, su pretendida libertad de expresión será una pantomima, pues le faltará la espesura suficiente para poder decir algo original y propio. Aquel que no posee ni la inquietud, ni el interés, ni la paciencia para acceder a su ser profundo, nunca podrá decir nada más que lo que se espera, porque no tendrá nada más que decir. Nuestro hablar será cosa de acción-reacción, no de desvelamiento de la hondura de nuestro ser. Nos convertimos en cacatúas que no saben callar, pues no callar supone un desahogo a la ansiedad de no tener nada que decir.

Hablar es diálogo, es relación, es vida… Sólo así podremos decirnos a nosotros mismos y decir a las cosas. No deja de ser una maravilla que podamos nombrar a las cosas, de dar sentido y significado al torrente de estimulaciones sensoriales que nos inundan, como al resto de los seres vivos. Pero el hecho de poner nombres, de significar, nos sitúa de un modo diverso en el mundo, liberándonos de la espontaneidad instintiva. Gracias a ello y, a diferencia de los animales que se relacionan con su entorno en función de sus necesidades y de su provecho, nosotros podemos hacerlo no sólo así, sino intentando averiguar lo que las cosas son más allá de nuestros intereses y de nuestras necesidades. Flaco favor hacemos a las cosas (¡y a nosotros mismos!) si empleamos la palabra únicamente para atraer a las cosas a nuestra esfera, en lugar de intentar acceder nosotros a las suyas. Sólo cuando somos capaces de superar nuestra tendencia egoica, da comienzo en nosotros un tránsito que nos habilita para acceder a las cosas en sí, respetándolas en su esencia, asombrándonos con su ser. Y ello sólo es posible cuando la palabra refleja nuestra propia hondura; sólo desde nuestra hondura se puede vislumbrar lo hondo del mundo.

¿No estará aquí el origen de la poesía? ¿No es la poesía el resonar del significado de las cosas con las palabras que lo expresan? ¿No es la palabra poética un himno, un canto? Por eso toda palabra poética es, en el fondo, un balbuceo, un tanteo trémulo ante el misterio de lo inefable que sólo el poeta vislumbra lozanamente… balbuceo que fácilmente se transforma en alabanza y gratitud ante la visión obtenida de la presencia de las cosas. La palabra poética nos ayuda a trascender nuestra mirada mezquina y reducida de la realidad, llevándonos a un mundo desconocido sólo accesible para los que lo buscan en su corazón. Toda palabra apunta a algo que desconoce, a un misterio siquiera entrevisto por unos ojos que no pueden abrirse ante tanta luz; por lo general, los mantenemos cerrados a toda la riqueza y fecundidad que albergan las cosas en lo profundo de su esencia, y así no logramos alcanzar todo lo que puede decir. Ello implicaría ―como decía Zambrano― ser mendigos, y eso nos incomoda; preferimos ser reyes, aunque ello suponga encerrarnos entre nuestros propios muros egoicos. El poeta quiere, ante todo, que las cosas sean, abandonándose a unos brazos en los que confía, en los que se encuentra la verdad de todo ser. Si no somos capaces de maravillarnos ante las cosas y ante los otros, si la palabra no brota de ese hondo asombro, reduciremos nuestro mundo a un pensamiento que, en el fondo, no hace sino navegar sobre las olas, inconsciente del profundo mundo que las soporta.

10 de noviembre de 2020

El concepto de luz según la teoría electromagnética de Maxwell

Veíamos en este post cómo, de las ecuaciones de Maxwell, se advertía que los campos eléctrico y magnético se encontraban interrelacionados, de modo que las variaciones de uno originaban el otro, y las variaciones del otro originaban a su vez el uno. Sin embargo, el modo en que cada uno origina al otro es un poco diferente; si nos fijamos, no influyen exactamente igual, pues en un caso hay un signo positivo y en el otro un signo negativo. ¿Qué quiere decir esto? El signo positivo indica que la variación de un campo en un sentido implica la variación del otro en el mismo sentido; y el signo negativo, pues lo contrario: que la variación de un campo en un sentido implica la variación del otro en el sentido opuesto (teniendo en cuenta que estamos hablando de productos vectoriales, no escalares). Quizá esto sea un poco lioso, pero es fundamental para comprender la conclusión de Maxwell. El motivo es el siguiente.

A la luz de la tercera ecuación, vemos que, la variación de un campo magnético genera, ortogonalmente a él (pues es un producto vectorial), un campo eléctrico en sentido contrario; y, a la luz de la cuarta ecuación, vemos que, la aparición de éste mismo campo eléctrico, genera, ortogonalmente a él, un campo magnético en el mismo sentido. Si lo pensamos, este campo magnético generado a partir del campo eléctrico (el cual había sido generado por el campo magnético inicial), es paralelo al campo magnético inicial (ortogonal al ortogonal), pero de sentido contrario. Hace falta cierta imaginación espacial para poder verlo bien. El campo magnético genera un campo eléctrico ortogonal a él de sentido contrario; y el campo eléctrico genera un campo magnético ortogonal a él (y, por lo tanto, paralelo al primero) del mismo sentido, por lo que será de sentido opuesto al campo magnético inicial. Esto quiere decir una cosa muy importante, como es que, resultado de este proceso, se está generando un campo magnético opuesto al inicial. El resultado de ello es que le va restando intensidad al campo magnético inicial, propiciando que su intensidad vaya disminuyendo poco a poco, hasta anularse, e incluso haciéndolo crecer en sentido opuesto, y comenzar ahora el mismo proceso, pero al revés, para dar comienzo el mismo proceso, pero ahora inversamente, de modo que su comportamiento sería un poco tipo ‘muelle’. Por su parte, lo propio cabe decir del eléctrico, cuyo comportamiento, acoplado al comportamiento del magnético, aunque ortogonalmente a él, es similar.

De esta manera, se produce como un vaivén entre ambos campos, un crecimiento y decrecimiento oscilantes, debido a la interacción entre ambos, como digo, como dos muelles ortogonales entre sí expandiéndose y contrayéndose rítmicamente. Así, «una excitación de los campos eléctrico y magnético puede adquirir vida propia, con los campos bailando como una pareja, cada uno inspirando al otro», dice Wilczek. Podemos decir que ambos campos están oscilando, cada uno perpendicularmente al otro, acompasadamente, como una sinfonía de energías que se va extendiendo a los distintos puntos del espacio. Es decir, que los campos eléctrico y magnético no sólo están anclados o adheridos a los cuerpos imantados o electrificados, sino que también pueden propagarse por el espacio de modo oscilante. Como dice Gamow, «mediante sus ecuaciones, Maxwell pudo probar que el campo electromagnético oscilante (…) se propaga a través del espacio que circunda al oscilador en la forma de ondas que transportan energía». Así lo explica él mismo: «¿Qué es, entonces, la luz según la teoría electromagnética? Consiste en perturbaciones magnéticas transversales alternas y opuestas de período rápido, acompañadas de desplazamientos eléctricos, estando estos desplazamientos eléctricos en ángulo recto a la perturbación magnética, y ambas en ángulo recto a la dirección del rayo».

Para analizar este fenómeno doble (el campo magnético generado por un campo eléctrico, el cual ha sido generado por un campo magnético), lo que hizo Maxwell fue combinarlos entre sí para tratar de ajustarlo matemáticamente. Lo que obtuvo fue un modo de expresar esta interacción para cada uno de los campos protagonistas, cuyo esquema era del tipo correspondiente a una ecuación de onda, en las que aparece la generación de los campos eléctrico y magnético, así como sus variaciones a lo largo del tiempo, y su velocidad.

Todo ello no dejó de ofrecer aportaciones sorprendentes. Llegado a este punto, Maxwell obtuvo dos grandes conclusiones, una acertada, y la otra no. ¿Cuál fue la acertada? Maxwell recuperó un dato que obtuvieron otros investigadores, pero que en su día no le dieron mayor importancia; pero Maxwell sí. En la ecuación de onda hay un término relacionado con la velocidad de la onda (1/v2). Pues bien, comparando la ecuación de onda tipo, con la ecuación resultante de sus trabajos, se dio cuenta de que el término equivalente a dicha velocidad era el producto de dos constantes, una magnética y otra eléctrica, que eran bien conocidas en la época (el producto µo·ɛo). Igualando ambos términos observó que la velocidad de la onda resultante de estas interacciones entre los campos magnético y eléctrico era nada más y nada menos que la velocidad de la luz, que ya Fizeau había calculado experimentalmente mucho antes de que Maxwell hubiera nacido. ¿Era esto una casualidad? Para Maxwell no, para quien eso debía significar que las ondas luminosas eran ondas de naturaleza electromagnética. Así lo explicó: «la velocidad de las ondulaciones transversales en nuestro medio hipotético… concuerda tan exactamente con la velocidad de la luz… que apenas podemos eludir la inferencia de que la luz consiste en las ondulaciones transversales del mismo medio que es la causa de los fenómenos eléctricos y magnéticos». Concluyó así que la luz no era sino un fenómeno ondulatorio propiciado por la interacción de ambos campos: la luz era una onda electromagnética, tal y como publicó en 1864. La variación de un campo eléctrico produce uno magnético, el cual afecta al primero, produciendo una pulsión oscilatoria que se propaga por el medio (el éter), estando ambos campos estrechamente vinculados; propagación que se da a una velocidad que coincide con la que experimentalmente se obtuvo para la de la luz. Genial.

La otra conclusión que, a la postre se mostró que no fue acertada, tiene que ver con la consideración de sobre qué medio se desplazaba dicha onda lumínica. Hasta la fecha se entendía que toda onda se debía propagar en un medio, y Maxwell se adhería a la opinión de la existencia del éter, medio sobre el que se propagaba la luz. ¿Cómo podía desplazarse la onda lumínica, cómo podía llegar la luz de un sitio a otro, del Sol a la Tierra, por ejemplo? Pues a través de ese medio que era el éter. El éter era un medio absoluto, fijo, que servía de referencia para situar los fenómenos físicos, y respecto al cual la luz se desplazaba a 300.000 km/seg. Pero ya comentamos en otro sitio (aquí) que esta idea daba no pocos problemas y que, al final, fue desestimada, en beneficio de la opinión de que las oscilaciones se daban en el seno del propio campo electromagnético. Lo cual abrió el asunto de si esta referencia (la velocidad de la luz) era tan absoluta como estimaba Maxwell o no, asunto del que se ocupó Einstein con su teoría especial de la relatividad.

En cualquier caso, el trabajo de Maxwell supuso un salto que, si bien nos puede parecer trivial, lo cierto es que supone un modo de enfocar la física radicalmente distinto. Lo que nos viene a decir es que estamos inmersos en un continuum electromagnético, que está en continuo movimiento, en continuo dinamismo, en continua oscilación, dando lugar a un sinfín de fenómenos, entre los cuales está la luz. ¿Cómo puede ser esto? Maxwell fue un científico creyente, tomándose su fe muy en serio; seguramente su sensación al echar su vista atrás sería muy similar a la que en su día tuvo, por ejemplo, Kepler. Así lo explica él: «Las vastas regiones interplanetarias e interestelares ya no se verán como espacios malgastados del universo, a los que el Creador no ha considerado dignos de llenar con los símbolos del orden múltiple de Su reino. Ahora veremos que ya están llenos de este medio maravilloso; tan llenos que ningún poder humano podrá retirarlo ni de la más ínfima porción de espacio, ni producir el menor error de su continuidad infinita».

A la muerte de Maxwell, en 1879, lo cierto es que la teoría de campos electromagnéticos, si bien se consideraba interesante, no había acabado de fraguar en el imaginario científico de la época. Todavía seguía vigente la concepción de los fenómenos eléctricos y magnéticos como fuerzas ejercidas a distancia, porque lo cierto es que hasta la fecha no había sido demostrado que los campos eléctricos y magnéticos podían adquirir ‘vida propia’ y propagarse como ondas. Eso le correspondió hacerlo a Heinrich Hertz quien, un par de décadas más tarde (en torno a 1886), fue capaz de generar de modo experimental ondas electromagnéticas de frecuencias distintas a las correspondientes al espectro visible de la luz, mediante el fenómeno de la inducción electromagnética; logró comprobar a su vez que estas ondas respondían a los mismos fenómenos de refracción y reflexión que la propia la luz, lo que contribuyó a consolidar la idea de que la luz era efectivamente una onda electromagnética. Además de este espaldarazo a la teoría de Maxwell, sus investigaciones tuvieron dos consecuencias muy importantes. Una, que dio con el efecto fotoeléctrico, lo que dio pie a que Einstein postulara la existencia de ‘partículas de luz’, es decir, de fotones. Dos, la invención de los primeros transmisores de radio, cuya importancia está fuera de toda duda: «La capacidad (aparentemente) mágica de comunicarse entre grandes distancias, por el espacio vacío, mediante la radio, nació de la visión de que el espacio vacío no está vacío», dice Wilczek.

A la  luz de todo ello, se abrieron dos importantes interrogantes. El primero fue determinar el origen de este campo, el cual no es otro que las cargas eléctricas, tanto las estáticas (campos eléctricos) como las dinámicas (campos magnéticos). A este descubrimiento se encaminó el trabajo de Lorentz. Y el segundo: si esto es así, ¿cómo puede ser que los electrones, que cuando se mueven generan la onda electromagnética la cual va ‘chupando’ la energía de aquéllos, no se quedan sin energía? La solución de este problema se fue consiguiendo de la mano de la física cuántica. Pero esto ya es otra historia.

3 de noviembre de 2020

La actualidad hermenéutica de Aristóteles

La ética aristotélica, lejos de la ingenuidad que con cierta frecuencia se le atribuye, se erige en una reflexión totalmente válida y actual, tal y como nos pone de manifiesto Gadamer aquí (o también Ricoeur, quien con su pequeña ética la recupera en diálogo con la ética formal kantiana).

Veíamos en el anterior post el problema de la aplicación, problema clave que se puede resumir en cómo se produce el vínculo entre lo general y lo particular; pues bien, este problema puede vincularse privilegiadamente con la ética aristotélica, en tanto que intenta hacer aterrizar a la vida humana esa idea platónica más general de bien, sirviéndonos de claro ejemplo de la tarea hermenéutica que Gadamer propone. Lejos de hacer una exposición de la misma, lo que hace Gadamer es exponer unas ideas clave. Una de ellas es la de situar lo que es el ethos humano frente a la physis, en el sentido de que en el ámbito del primero influye lo que haga el ser humano consigo mismo y cómo se comporte, y en el del segundo no. Como decía Aristóteles, el saber ético tiene que ver con ‘aquello que puede ser de otra manera’, es decir, con el hacer humano; y el científico, con ‘aquello que no puede ser de otra manera’, es decir, con el acontecer de la naturaleza.

En este sentido, en tanto que lo moral se da en la vida concreta de cada persona, habrá que ver cómo articular la aplicación de las normas generales a la vida de cada cual: ¿cómo saber, a la luz de una norma ética general, qué me pide la situación concreta que estoy viviendo ahora, cómo tengo que responder ante ella? Al respecto, dice Gadamer muy agudamente que un saber general, sin saberlo aplicar en lo concreto, en el fondo carece de sentido.

Aristóteles es consciente de que a este tipo de saber (moral) no se le puede exigir la exactitud del saber matemático; tan sólo pretende poner de manifiesto este perfil de las cosas, para situar adecuadamente a la conciencia moral en su ejercicio. Un ejercicio que no puede estar desligado de un saber (moral) general ni de un saber aplicarlo a un caso concreto (ámbito en el que se la juega estrictamente hablando la conciencia moral). Es la diferencia entre la episteme y la phrónesis, el conocimiento natural y el moral. Y Aristóteles realiza una diferencia sutil, y muy importante, como es no confundir la prudencia con la tekhne, como a veces pudiera ocurrir. La tekhne tiene que ver con el saber del artesano, con su habilidad fabril; ciertamente, la moral tiene que ver con cierta habilidad del artesano, en tanto que el hombre se hace a sí mismo, se moldea, pero el caso es que la ‘artesanía’ del hombre que se hace a sí mismo es diversa a la de cualquier artesano que aplica unas prácticas generales al caso de su manufactura en concreto. Y en esta diferencia cabe situar su proximidad al problema hermenéutico que nos ocupa: porque ‘aprender’ lo moral no consiste únicamente en aprender una técnica aunque sea a base de años y años de experiencia, que, por lo general, siempre se aplica igual; es otra cosa, y en ella interviene y mucho la propia conciencia moral: en la vida humana hay que aplicar ciertos principios morales generales comúnmente aceptados, pero cada caso concreto es distinto y, en consecuencia, no se puede aplicar un saber ‘técnico’. De entrada, ya hay una diferencia radical, de enorme relevancia en el resultado de la configuración del hombre: que no sólo hay que hacer el bien, sino que hay que querer hacerlo. Es para destacar esta diferencia que Aristóteles llama a este saber moral no como un saber sino un ‘saberse’, un saber para sí.

Si nos fijamos, si bien el saber artesanal sabe ya dónde quiere llegar, el saber moral no lo sabe del todo. El alfarero sabe qué objeto quiere hacer, pero el ser humano no sabe a ciencia cierta qué quiere llegar a ser, en qué tipo de persona quiere llegar a convertirse; puede tener una idea general más o menos vaga, más o menos difusa, pero en lo concreto de su vida es más complicado. El saber moral no sabe cuál es su objetivo concreto; más bien se deja guiar por unas directrices que le van orientando en las situaciones concretas. Porque el caso es que ‘lo moral’ en una situación concreta, hay que discernirlo a la luz de ‘esa’ situación concreta, con sus particularidades específicas. Esto pudiera ocurrirle también al artesano, a quien en un momento dado se le puede estropear una pieza de barro y tenga que aplicar todo su saber (técnico) para recuperarla y salvarla. Pero el saber moral es radicalmente diverso, pues por su propia índole ésa es la situación usual, además de que es así cómo se va perfeccionando precisamente el saber moral.