31 de marzo de 2020

Cuando la filosofía era poesía

Tiene Platón unas líneas en sus Leyes ciertamente sugerentes. Dice: «Sostengo que es necesario tomar seriamente lo serio, pero no lo que no lo es; dios es naturalmente digno de todo el esfuerzo del bienaventurado, pero el hombre, como dijimos antes, ha sido construido como un juguete de dios y, en realidad, precisamente eso es lo mejor de él. Es necesario que, adaptándose a esa música y jugando los juegos más bellos, todo hombre y toda mujer vivan así, pensando lo contrario de lo que hacen ahora». Si me llamaron la atención es porque no sé hasta qué punto es casual que Platón emplee la categoría de juego para acceder a lo divino. ¿Qué tiene de particular la actitud lúdica?, ¿no parece que sea lo más contraproducente para poder afrontar las cuestiones más serias que se pueda plantear un ser humano? A la luz de sus palabras, esta actitud lúdica nos lleva a ‘hacer lo contrario de lo que hacemos ahora’, es decir, a adoptar una actitud de vida en la que no nos veamos ahogados por las obligaciones y necesidades de la vida cotidiana, las cuales, ya no son tan importantes; o, mejor dicho, no es que no importen, sino que se deben encarar desde una perspectiva distinta a la que solemos emplear para afrontarlas. Precisamente por ello, podemos acceder a otras dimensiones ontológicas de nuestra existencia, sobreelevándonos sobre nosotros mismos, para acceder a la divinidad.

No es casualidad que Huizinga emplee esta cita en su Homo ludens para enlazar la dimensión lúdica con la poética, de la que procede, y a la que se debe. «La poesía, nacida en la esfera del juego, permanece en ella como en su casa», nos dice. También Schopenhauer entendía el arte, la experiencia estética, como antesala de la ética como puerta hacia la espiritual, en tanto que vida de acuerdo a lo que él denominaba voluntad, y que no era sino el fundamento del mundo. Efectivamente, el poeta juega con su espíritu en un mundo propio, creador, en el que establece relaciones ajenas a las relaciones lógicas del hombre ocupado y serio.

¡De qué modo más bello explica la poesía el autor holandés! «Se halla más allá de lo serio, en aquel recinto, más antiguo, donde habitan el niño, el animal, el salvaje y el vidente, en el campo del sueño, del encanto, de la embriaguez, de la risa». Y es que para comprender la poesía, como Unamuno, uno tiene que hacerse niño, tiene que aniñar su alma, debe revestirse con la magia infantil que nos aleja de la ‘sabiduría’ del adulto. ‘La poesía es como el sueño de una doctrina’, dijo Francis Bacon.

Tampoco es casualidad, pues, que los grandes interrogantes que el hombre primitivo se realizaba, aquellos que más tarde atenderá desde una elaboración intelectual más desarrollada, se encuentren formulados a modo de fábulas míticas. Nos podemos preguntar hasta qué punto ello se debe a una falta de desarrollo intelectual, y si no esconde una actitud ante la que se desvelan misterios velados quizá al pensamiento lógico. ¿Tiene la poesía sólo una dimensión meramente estética? Quizá, si se entiende que no es así, habría que ampliar el concepto de ‘estética’, para que se incorpore en él, además de su belleza lírica, su dimensión ontológica, gracias a la cual puede el poeta, como decía Platón, elevarse sobre sí mismo ‘haciendo lo contrario’ que hacemos en la vida cotidiana. ¿Cómo? Jugando. El poeta tiene algo de chamán, de mago… el poeta es un vate. Quizá en su origen, la asociación entre poesía y belleza permanecía ajena al espíritu del poeta, más preocupado por expresar y encarar las grandes cuestiones de la vida, y por habilitarse a él mismo para tal empeño. El poeta original estaba ciertamente alejado de un deseo consciente de belleza, independientemente de que, consecuencia de su hacer, el resultado fuera ciertamente bello. La poesía, en su origen, era algo sagrado, divino, capaz de expresar así los grandes misterios del cosmos, y en la que no solía faltar una dimensión agonal. Más allá de su utilidad para ser memorizada a causa de sus formas métricas y rítmicas, en lo que se refiere a asuntos elevados, el poema era el modo natural de articulación. En la esfera de lo espiritual y de los grandes asuntos del mundo, el uso poético del lenguaje es el más apropiado. Quizá el mito se eleve a alturas inaccesibles para un uso lógico de la razón.

24 de marzo de 2020

De los primates al género 'homo'

Cuando uno reflexiona sobre el origen evolutivo de la especie humana, hay un tema apasionante sobre el cual, seguramente, no se pueda más que especular (independientemente de que dicha especulación se monte sobre un caudal de información paleoantropológica cada vez más rica): me refiero al establecimiento del origen de la especie humana, a dónde establecer la ruptura con los primates, asunto que, si bien surgió con fuerza el siglo pasado, hoy en día no ha decaído en lo más mínimo. Fue entonces cuando surgió la conocida como antropología biológica, uno de cuyos grandes exponentes fue Jacques Ruffié. Hoy en día es asumido el origen evolutivo de la especie humana, aunque sigue siendo un misterio el origen de su especificidad humana, con sus cualidades psíquicas y vitales. Si en el plano biológico es indudable que el hombre pertenece a este phylum, también es indudable que «por sus capacidades psíquicas, su cultura, su estructura social, el grupo humano se separa netamente de los demás primates». Ciertamente las capacidades humanas reposan sobre su base biológica, pero esta base biológica le ofrece unas posibilidades que parece que se escapan de la misma, dotándole de su singularidad. Zubiri definiría la esencia humana como un ‘estar sobre sí’, en este mismo sentido.

Este autor, Ruffié, estudió con rigurosidad el origen de la especificidad humana en la cadena evolutiva. Asumió la conocida como ‘teoría sintética de la evolución’, según la cual se produce una serie de mutaciones genéticas azarosas, de modo que las más favorables serían retenidas por la especie a causa del juego de la selección natural. En este juego intervenía también el contexto ecológico, ya que la valía de una mutación depende del entorno ambiental en que se da: una misma mutación puede ser adecuada en un entorno, pero no en otro.

¿Dónde buscar, evolutivamente hablando, el origen de la especie humana? Difícilmente su originalidad pueda encontrar explicación en una única gran mutación. «La extensión y la complejidad de los caracteres que marcan al ‘mutante humano’, son tales que apenas se les puede asimilar a una sola mutación puntual», dice Ruffié. La cosa no fue tan sencilla; seguramente se combinaron ‘grandes’ mutaciones en el material genético, acompañadas de otros reajustes más discretos y otras mutaciones menos relevantes. Ciertamente es difícil poder describir este proceso con rigurosidad, ya que nos es desconocido el cariotipo de las especies fósiles, es decir, su stock cromosómico (número, tamaño, forma… de los cromosomas). La comparación de los cariotipos es un procedimiento común en este tipo de investigaciones, ya que se sabe que especies vecinas tienen cariotipos cercanos, y es fácil imaginar y recrear los cambios necesarios para pasar de uno a otro. Ante la imposibilidad de poder dar explicación al cariotipo humano desde sus orígenes genéticos hasta su estado actual, queda el procedimiento de compararlo con el de otras especies primates existentes; siempre desde la consideración de que las especies primates nos permiten aproximarnos un poco más al cariotipo ancestral común, pero tampoco pueden ofrecernos una información fidedigna.

La hipótesis que cada vez fue cobrando más fiabilidad es la siguiente: «Los cariotipos de la mayor parte de los monos del mundo antiguo, así como el de los antropomorfos y del hombre, parecen construidos sobre un esquema de base, del cual no se desvían más que por variaciones».

Si bien es cierto que, estas variaciones son numerosas, y de diverso tipo, partiendo todas del cariotipo del ancestro común. Algo que es evidente, pues si todas las variaciones fueran iguales, no se habría diversificado en las distintas especies antropomorfas y humanas. El código genético más próximo al nuestro es el del chimpancé, con el que compartimos un porcentaje muy elevado. Pero hay una diferencia importante, como es que el chimpancé cuenta con 24 parejas de cromosomas y nosotros con 23. De estos 23, hay 15 que son idénticos en ambas especies; y se piensa que estas 15 parejas se mantienen desde el antepasado común: «constituyen lo que se podría llamar ‘los paleocromosomas’, idénticos en el cariotipo del chimpancé y en el cariotipo humano (y presentes en otras especies del grupo de los Hominoidae)».

No se sabe cómo se dio esta reducción en el número de cromosomas. Sin duda fue una modificación importante que, en principio, tuvo que acontecer en un único individuo. No parece razonable pensar que una modificación tan importante, azarosa, se diese a la vez en varios individuos. Sin embargo, fue suficiente que sucediera así, que le ocurriera a un único individuo. ¿Por qué? Los grupos de prehomínidos, al igual que los grupos de monos antropomorfos, son poco numerosos (entre 10 y 30 miembros). Cada uno de estos grupos vivían de forma bastante aislada frente a otros, y en ellos solía dominar sexualmente un macho alfa el cual, sino exclusivo, desempeñaría un papel predominante sexualmente hablando. Por este motivo, si este ‘accidente genético’ ocurrió en un macho alfa, fácilmente fue transmitido a un número razonable de descendientes, tanto para que, si efectivamente ofrecía una ventaja selectiva, se pudiera mantener genéticamente. De esta manera, en una de estas hordas o grupos, esta anomalía pudo mantenerse ya desde la primera generación. Y, si a esto unimos que las generaciones de entonces eran muy cortas (los hombres prehistóricos no debían vivir más de 30 o 40 años), la frecuencia de propagación aumentó. «Al poseer una ventaja selectiva sobre sus precedentes, estos individuos nuevos no tardaron en suplantarlos, para después extenderse». Todo este proceso pudo darse muy bien en un grupo de primates prehomínidos que vivieron en África en el mioceno.

Pero no se debe pensar que con este accidente genético ya surgió la especie humana. Seguramente fue el detonante, el cual propició un nuevo modo de existir (posición erguida) que abría una nueva vía para el despliegue de la evolución. Partiendo de este detonante de partida, se dieron modificaciones menores, de manera que las que ofrecieran ventajas selectivas serían mantenidas. Estos ‘microrreajustes’ explicarían los grandes saltos evolutivos del género Homo, que, a grandes rasgos, son estos: habilis, erectus, sapiens neanderthalensis, sapiens sapiens. Junto a estos microrreajustes, se piensa que también se dieron pequeñas mutaciones intramoleculares que, acumulativamente, contribuyeron en ese devenir hacia el Homo sapiens sapiens.

17 de marzo de 2020

El significado hermenéutico de la distancia en el tiempo

Llegamos a un punto interesante de este recorrido, en el que van a aparecer dos de las ideas principales de la hermenéutica gadameriana: la historia efectual, y la relevancia que la diferencia temporal posee en la tarea hermenéutica. El primero lo veremos en el siguiente post; el segundo, en éste. A la vista de lo expuesto en los anteriores posts, se puede comprender la verdadera tarea del hermeneuta. ¿Cuál? Pues no tanto desarrollar una metodología comprensiva, una metodología del hacer hermenéutico, como «iluminar las condiciones bajo las cuales se comprende», algo que es radicalmente diverso. Los procesos desde los cuales realizamos la comprensión suelen permanecer velados para uno mismo; por ejemplo, no es para nada sencillo hacer aflorar nuestras opiniones previas y nuestros prejuicios. La verdadera tarea de la hermenéutica no es tanto una metodología de trabajo para comprender textos, sino la de esclarecer cuáles son los procesos mediante los cuales se va generando en nosotros una comprensión, la que sea.

En este sentido, quizá el enfrentamiento a un texto pueda sernos de ayuda: a poco que lo pensemos nos daremos cuenta de toda la riqueza que encierra. El sentido de un texto siempre desborda las expectativas del lector, del mismo modo que su interpretación siempre desborda las expectativas del autor. El lector nunca podrá afirmar que ha comprendido del todo un texto; el autor nunca podrá ser consciente de todas las posibles interpretaciones que alberga su propio trabajo: las posibilidades interpretativas de un texto son ciertamente enormes. Por este motivo, la comprensión no se erige en una mera reproducción de lo que quiso decir un autor (¿sería esto posible?), sino que consiste en un esfuerzo productivo que surge de la interpretación del texto, escrito según un cuadro de coordenadas, por cada lector, a la luz de su cuadro de coordenadas correspondiente, cada uno en el suyo e incardinado en su época, con puntos de partida e intereses diversos que ofrecerán distintas claves de lectura. Consecuentemente no se trata de comprender mejor un texto que otros, sino de comprenderlo de modo diferente, enfoque que rompe de plano con la perspectiva hermenéutica romántica. Ello desplaza el esfuerzo hermenéutico del intérprete (y su interpretación) hacia el propio texto y su verdad, desplazamiento que para ser completado es preciso haber realizado el giro heideggeriano de entender la comprensión no como algo que se puede hacer (o no) sino como un ‘factum existencial’, como modo de ser del dasein, del ‘estar ahí’.

El tiempo deja de ser un abismo insalvable, para convertirse en el fundamento que sustenta a la comprensión como modo de ser, en tanto que permite que en su seno se dé el acontecer; un acontecer histórico en el cual el presente se arraiga, y del que no puede escapar.

¡Qué distinto enfoque del que poseía el historicismo, que pensaba que se podía dar el salto de un presente a un pasado, para situarse con toda naturalidad en el espíritu de una determinada época! Cuando lo cierto es todo lo contrario: no nos podemos desprender de una estructura de comprensión presente, la cual es como es a causa del decurso histórico de los acontecimientos, y sin el cual no sería como es. Es el tiempo el que posibilita la productividad del acontecer, el que permite la distancia que genera ese ‘hueco’ gracias al cual podemos discernir, el que ampara los sucesos que desde la historicidad intrínseca del ser humano van a ocurrir, y que son en definitiva los que trata de comprender.

El decurso histórico, tempóreo, propicia un nexo de comprensión. Mientras el nexo del tiempo esté vivo, abierto, habrá lugar para el esfuerzo hermenéutico. El caso de que el nexo haya desaparecido, implica que ya se considera a ese pasado como un pasado muerto, totalmente ineficaz en el presente, al cual (ahora sí) se le estudia como un objeto, porque su historia ha concluido: es un pasado muerto. Esto acontece, como dice Gadamer, «cuando está suficientemente muerto como para que ya sólo interese históricamente». Aunque quizá nunca lleguemos a saber cuándo ocurre esto, porque si bien la distancia en el tiempo nos ofrece una mejor perspectiva para alcanzar el verdadero sentido que hay en las cosas, por otro lado, se puede afirmar que ese sentido verdadero nunca se alcance en plenitud, sino que sea una tarea que pueda perdurar generación tras generación. ¿Quién puede afirmar que ha agotado todas las posibilidades de sentido de un suceso, o de un texto? Acaso en futuras generaciones surjan claves de comprensión inimaginables para las generaciones actuales.

El tiempo ejerce una segunda función, no menos importante, a saber: la de ser un auténtico crisol que permite distinguir los prejuicios falsos que provocan malentendidos de los prejuicios verdaderos que facilitan la comprensión. Mientras nos acomodemos a nuestras interpretaciones, es difícil adquirir consciencia de nuestros prejuicios; sólo en el crisol del tiempo y de la tradición (y del diálogo) podremos averiguar si efectivamente nuestro prejuicio es válido o perjudicial. Es importante cuestionarse esto. En ocasiones, pensamos que hemos comprendido un texto cuando en el fondo hemos permanecidos ciegos al mismo, no hemos hecho más que convertirlo en un espejo de nuestras propias intenciones.

La comprensión comienza cuando algo nos interpela, y ello implica poner en suspenso nuestros modos de comprender. La categoría que nos aúna estas dos circunstancias es, a juicio de Gadamer, la de la pregunta. Es intrínseco a la pregunta la apertura de espíritu, el abrir y mantener abiertas distintas posibilidades, el ‘dudar’ de uno mismo y de su labor hermenéutica. El error historicista recae en el otro lado, en la confianza excesiva de su labor a causa de la metodología aplicada. «Un pensamiento verdaderamente histórico tiene que ser capaz de pensar al mismo tiempo su propia historicidad». No hay un objeto histórico ajeno o distinto al sujeto, sino la consideración unitaria de ambos polos, «una relación en la que la realidad de la historia persiste igual que la realidad del comprender histórico».

10 de marzo de 2020

La simetría de la realidad, espejo de la matemática

Las ecuaciones de Maxwell son consideradas como uno de los trabajos más importantes de la Física, no sólo por su clarividencia para ordenar un nuevo campo que estaba todavía dando sus primeros pasos ―el del electromagnetismo― sino también por su belleza. Y, curiosamente, fue esa belleza situada primeramente en el ámbito de lo matemático lo que dio pie a pensar que pudiera darse un fenómeno hasta entonces desconocido en la realidad, el cual expresaría esa simetría, tan bellamente expuesta mediante herramientas matemáticas, en la realidad material.

James Clerk Maxwell puede situarse en el cuarto puesto de una pequeña serie de grandes figuras asociadas a la ciencia de la electricidad. Según Louis de Broglie, los otros tres debían ser Volta, Ampère y Gauss. Estos cuatro científicos hicieron distintas aportaciones a la Física que, a la postre, se convirtieron en verdaderos hitos de la misma. Es curioso, por otro lado, cómo, cada uno de ellos responde a una personalidad muy distinta. Alexandre Volta, modesto y desinteresado, lúcido de espíritu; André-Marie Ampère, con una vida agitada y frecuentemente desdichada, con conocimientos y experiencia en ámbitos de conocimiento tan distintos al científico como el literario; Karl Friedrich Gauss, infatigable trabajador, metódico y calculador; y, finalmente, Maxwell, con su carácter sereno, pacífico, distanciado prudentemente de la agitación de una vida social que le distraía de sus inquietudes científicas. Cada uno de ellos, con sus personalidades tan distintas, fueron construyendo un edificio que abrió las puertas al planteamiento actual de la Física contemporánea.

La importancia de Volta estriba en que, gracias a sus estudios sobre los fenómenos electrostáticos (que ya eran conocidos) y sobre las corrientes eléctricas, se pudo dar como inaugurada una nueva ciencia, la ciencia eléctrica, cuyas bases fueron establecidas precisamente gracias a su trabajo. Efectivamente, Volta se unió a los primeros investigadores que trabajaban sobre los fenómenos electrostáticos, y fue el primero en poner de manifiesto la electricidad en circulación, así como en poder producirla a voluntad. No olvidemos que la primera pila eléctrica se la debemos al modesto Volta. Un buen apoyo fue el descubrimiento de Galvani, quien observó cómo la electricidad circulaba a través de unas ancas de rana, lo cual, por otra parte, tuvo una consecuencia importantísima para el conocimiento del sistema nervioso.

Una vez sentadas estas bases, el genio de Ampère propició un agigantado avance; tuvo el acierto de maridar la incipiente ciencia de la electricidad con un fenómeno tan antiguo como misterioso: el del magnetismo. Aunque ya se barruntaba de algún modo que magnetismo y electricidad estaban emparentados, tuvo que llegar este científico para clarificar y establecer su relación. La nueva ciencia de la electricidad fue rebautizada entonces como electromagnetismo. Se apoyó a su vez en el descubrimiento de Oersted, quien ya en 1819 observó como una aguja imantada se reorientaba cuando se le acercaba a un hilo por el cual circulaba una corriente eléctrica; descubrimiento que el propio Oersted no supo leer en toda su profundidad y posibilidades. No así Ampère quien, al siguiente año, ya estableció las ecuaciones que describían cómo una corriente eléctrica generaba un campo magnético, así como los efectos de las corrientes sobre los campos magnéticos. Tan sólo le faltó un empujón para poder generar electricidad a partir de los campos magnéticos, descubrimiento que a él se le escapó porque no alcanzó a leer tampoco todas las posibilidades de su trabajo. Ampère relacionó los fenómenos eléctricos con la presencia de campos magnéticos, pero no supo ver cómo la variación de los campos magnéticos generaba fenómenos eléctricos; Faraday, sin embargo, sí (en 1831).

Sin duda Ampère realizó numerosas e importantes aportaciones, las cuales eran menesterosas de una mejor formulación matemática, trabajo que acometió Gauss. Démonos cuenta de que fueron años de creación de mucho conocimiento nuevo; aunque éste solía ir acompañado del correspondiente aparato matemático, era preciso darle una mejor forma, tarea que hemos de agradecer al matemático Gauss. Más conocido sin duda por sus aportaciones a las matemáticas puras, tuvo también una gran inquietud por el mundo de la física, del que era buen conocedor; y, hacia el fin de su vida, estuvo al tanto de los grandes avances en el recién conocido electromagnetismo. Estableció dos famosas leyes, una relacionada con el campo eléctrico y la otra con el magnético: la primera afirmaba que el flujo de campo eléctrico a través de cualquier superficie cerrada es igual a la cantidad de energía eléctrica que encierra dicha superficie, y la segunda que el flujo de campo magnético a través de cualquier superficie cerrada siempre es igual a cero. Aunque su trabajo no fue estrictamente físico, no cabe duda de su gran aportación para dar solidez a la novedosa ciencia. Pero su útil trabajo aun quedó un tanto abierto o confuso (no sé si es justo calificarlo así); como dice de Broglie, en la totalidad de su sistema se percibían algunos elementos de incoherencia.

Sería Maxwell, finalmente, quien sistematizaría elegantemente todas las formulaciones de Gauss. Maxwell realizó una síntesis magnífica de todo este trabajo; y lo hizo con una intuición asombrosa, que es la que da origen a este post. Con su gran clarividencia, se dio cuenta de que, para poder sistematizar todo el conocimiento adecuadamente, faltaba algo que no aparecía en las expresiones matemáticas hasta entonces. Esta falta dotaba de asimetría a los cálculos; para que dicha simetría se diera, era preciso añadir un elemento nuevo no considerado hasta entonces. Faraday descubrió la inducción magnética, es decir, que la variación de un campo magnético provocaba la aparición de un campo eléctrico y, consecuentemente, de una corriente en un conductor, pero no fue capaz de establecer dicha relación; sí Maxwell, gracias a la cual pudo dar coherencia simétrica a sus ecuaciones.

Se ponía de manifiesto algo así como una intimidad entre lo magnético y lo eléctrico, como dos caras de una misma moneda. Fue entonces cuando se le ocurrió pensar la luz como una perturbación de esos campos; o, mejor dicho, como una perturbación del único campo electromagnético, situada en un intervalo determinado de longitudes de onda.

Se cuestionaba así la existencia del éter; Faraday pensó que, en lugar del éter, lo que daba origen a la luz era el resultado de las variaciones de estos campos electromagnéticos, de las fuerzas eléctricas y magnéticas que interaccionaban de modo tan íntimo. Si la teoría eléctrica se veía aumentada con el magnetismo, ahora la electromagnética hacía lo propio con la óptica. Desde entonces quedó asumida la naturaleza electromagnética de la luz. Todo ello dio pie a una revolución de la que todos nos estamos aprovechando. Si, efectivamente, la luz era el resultado de las perturbaciones de unas determinadas longitudes de onda del campo electromagnético, seguramente había más perturbaciones asociadas a longitudes de onda distintas, bien más grandes, bien más pequeñas. Una década después, Hertz descubrió las ondas que llevan su nombre, de longitudes de onda superiores a las de la luz visible, lo que permitió la invención del telégrafo, así como de la televisión y la telefonía inalámbrica.

Más adelante se investigó a la luz desde una perspectiva distinta: se descubrió al electrón, lo que dio pie al enfoque corpuscular de la luz; algo que ya fue predicho por Ampère, quien hablaba de que la corriente poseía una componente molecular, idea que no fue aceptada entonces. Gracias a todo ello, se empezó a descubrir el misterio de la conformación de la materia, ¡así como el papel que los cuantos de energía juegan en sus estructuras primarias! Si Volta levantara la cabeza…

3 de marzo de 2020

Simmel: individuo y sociedad

Georg Simmel es un filósofo de la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX. Pertenece a ese grupo de pensadores que, sin ser excesivamente conocidos, han ejercido una importante influencia sobre autores posteriores más conocidos. Su máxima preocupación cabe situarla en torno a la tensión establecida entre lo social y lo individual; entre las fuerzas niveladoras de una sociedad institucional que hace pesar sobre los individuos sus normas y sus obligaciones, y las energías y deseos de éstos, que tratan de erigirse ante las mismas mostrando la originalidad de una vida vivida en primera persona.

Era consciente de que el individuo tipo, ya en aquella época, corría el riesgo de erigirse en un frágil esquife a merced del fuerte oleaje del mar, obligado a bailar acompasado al ritmo de sus mareas. Situación que, si por una parte era común para todos los integrantes de una sociedad, no abría a todos, sin embargo, un mismo espectro de posibilidades. Y ello porque siempre había una dimensión personal irreductible, ante la cual las fuerzas sociales cristalizaban en trayectorias vitales multiformes. Toda vida se erigía, así, como una actualización de algunas entre todas las posibilidades disponibles, hilvanadas alrededor de una trama de sentido dibujada por el individuo.

Una trama de sentido que alcanzaba todo su valor allí donde, precisamente, las fuerzas e instituciones sociales ya no podían ofrecérsela. ¿Cómo podía ser esto?

Habría que distinguir dos ámbitos de la vida. En primer lugar, aquél adherido a lo social, dirigido por normas y costumbres automatizadas y mecánicas, alejado de una racionalidad e inquietud personales. Cuanto más se abandona el individuo a estos procesos, más enajenado se encuentra, más alejado de su propia intimidad, segundo ámbito al que me refería. Una persona demasiado embebida en los procesos sociales, abandona un ejercicio personal y personalizador de su razón, y reduce al mínimo cualquier posibilidad de sentido. El entramado de relaciones y posibilidades que pueda barajar ya no responde a una línea de sentido establecida personalmente, resultando una vida desenfocada, indeterminada, a la intemperie.

El hombre abandonado a lo social, encuentra una existencia acomodada, caracterizada por la tranquilidad de no tener que bregar por la propia subsistencia; tan sólo se ha de preocupar por no vivir por debajo del nivel acostumbrado. Será preciso que el hombre se haga extranjero ante este modo de vida para poder atisbar posibilidades inesperadas e imposibles según este ritmo confortable. La persona que quiere descubrir su propia esencia, debe vivir en la frontera, desafiando las normas definidas por la tiranía de ‘lo acostumbrado’, atreviéndose a soñar una vida que vaya más allá de la jaula de cristal que le haya diseñado su entorno social. Debe atender a su propio yo, a su propia conciencia, a su propio deseo.

Vive el hombre, así, lanzado hacia un futuro desconocido, arriesgado, excitante; un mundo todavía imaginado, proyectado e insertado en un horizonte vital de sentido original y personal; viviendo una vida con mayor espesor que aquella vivida anodinamente en una rutina que se vuelve, cuando no asfixiante, sí narcotizante. Un proyecto de vida no entendido como un hacer más de lo mismo, o como un buscar novedades que nos ayuden a librarnos de un tedio insoportable, sino como aquello que nos permite leer la realidad, la sociedad y a nosotros mismos, desde una clave radicalmente diversa, ortogonal.

Apostar por dicho proyecto, todavía imaginado, es lo mismo que apostar por nosotros mismos y, por ende, por nuestra sociedad. ¿Por qué? Quizá porque vislumbramos en él, con toda claridad, meridianamente, posibilidades realizadoras y fundantes de un nuevo modo de vida, que sólo pueden ser descubiertas así, al margen de la dictadura de lo social. Una vida tensionada hacia delante, una vida futuriza —dirá nuestro querido Ortega y Gasset, o Marías a su estela—, como alternativa a una vida vivida enredada entre unos hilos pegajosos que le impiden, siquiera, levantar su mirada hacia el horizonte.