30 de diciembre de 2015

Calabuch

Tenía pensado haber publicado anoche el último post del año, tal y como tengo acostumbrado. Mi idea era comentar en él unas reflexiones al hilo de un par de situaciones que me han ocurrido estos días. Y bueno, me ocurrió otra cosa que viene que ni pintada. El caso es que estaba tomando un café por la mañana, y vi que por la noche iban a emitir por La 2 un clásico del cine español: Calabuch. No sé si es muy pretencioso decir que es un clásico del cine universal; probablemente sí, aunque opino que esta película no tiene nada que envidiar a otras muchas que así son consideradas. A nivel personal me trae muchos recuerdos; de hecho, era una de las preferidas en mi casa. Como se dijo en la pequeña tertulia previa, es de esas películas que te acarician el alma.

Y es verdad: revestida con un halo de inocencia —que no de ingenuidad— Calabuch es una película simpática y tierna, que nos invita a plantearnos la vida de un modo diferente. Escenas como la del guardia civil, el ‘langosta’ y la cárcel son sencillamente espectaculares; o la de la partida de ajedrez entre el farero y el cura; o bueno, tantas y tantas mediante las cuales García Berlanga nos va describiendo a los diferentes personajes del pueblo y nos va introduciendo (atrapando) en su vida cotidiana. Calabuch tiene un aire a ese mundo pequeño en el que Giovanni Guareschi nos contaba las andanzas de Peppone y Don Camilo, y al que siempre he querido asomarme para acercarme a esa deliciosa relación de amor-odio que sostenían.

Es difícil vivir la vida con esa ilusión desenvuelta con que se vive en Calabuch. Con cierta facilidad tendemos a identificarla con una ingenuidad infantil, cuando quizá nada sea más alejado de la realidad. Cuando se piensa así, quizás es que no se ha comprendido en qué consiste una vida auténticamente ilusionada. Julián Marías se pregunta si es posible, de hecho, vivir una vida auténticamente humana sin ilusión. No se trata de un ilusionarse por cuestiones nimias, concretas, inmediatas, algo que me gusta… No, es otra cosa. Es aquella ilusión que cuando se vive vemos comprometida nuestra cosmovisión de toda la realidad, en la que se auto-implica también nuestro propio existir. Como nos dice Marías, uno tiene que vivir la vida desviviéndose; «y la forma plena y positiva de desvivirse es tener ilusión». Y no sólo eso, sino que la ilusión «es la condición de que la vida, sin más restricción, valga la pena de ser vivida». ¡Una vida que valga la pena de ser vivida!

Claro, siempre está el riesgo de ser un iluso. No faltan voces que se encarguen de recordártelo a cada momento, pero: ¿puede ser vivida una vida sin correr este riesgo?, ¿es mejor vida la del que, parapetado tras sus idas y venidas cotidianas, no es capaz o sencillamente no sabe dar un paso fuera de las murallas de la fortaleza en que se ha convertido su propio ‘yo’? Supongo que tener la oportunidad de poder siquiera vislumbrar ese otro mundo es una gran suerte (digo a conciencia ‘siquiera vislumbrar’, porque vivir en plenitud ese otro tipo de vida es privilegio de sólo unos pocos). Normalmente nuestros asuntos diarios, nuestra ‘lucha’ por la existencia y por ganarnos el techo y el pan,… la dureza que con frecuencia se presenta la vida nos suele dificultar ya no plantearnos esta cuestión, sino ni siquiera adoptar una disposición mínimamente adecuada para comprenderla. Schopenhauer lo expresa genialmente cuando afirma que,

«el fenómeno más sublime, más importante y significativo que puede producir la tierra no es el del vencedor del mundo, sino el del vencedor de sí mismo».

De lo que se trata es de, como nos explica el filósofo alemán, descorrer el velo de Maya. Dicho velo constituye una verdadera barrera que nos impide un encuentro con la realidad más allá de lo que en primera instancia percibimos, más allá de lo ‘fenoménico’, y que provoca ver al otro como un adversario o un obstáculo para la consecución de nuestros propios intereses.

Descorrerlo, si bien es algo para lo que todos estamos capacitados, sólo lo consiguen unos pocos. ¿Quiénes? Pues aquellos que se han dado cuenta de que la vida es mucho más que todo lo que a primera vista acontece; que saben que el que vive en un continuo enfrentamiento con el mundo y con el otro sufre una violencia personal que le daña y le atormenta gravemente; que sienten que cualquier daño infringido o sufrido se convierte o es al mismo tiempo un daño propio también. Y esto no tanto por haber ‘aprendido’ teóricamente una conducta o un modo de pensar y comportarse, sino por haberlo aprendido ‘experiencialmente’, vivencialmente, en su propia carne. Mientras no descorramos el velo de Maya, permaneceremos encerrados en nuestros propios deseos, intentando satisfacer indefinidamente necesidades inmediatas sin darnos cuenta de que con ese comportamiento potenciamos de alguna manera nuestras carencias; círculo vicioso y alienante que inevitablemente nos lleva a un dolor más acuciante que el que pensamos estar evitando. Nos ilusionamos por metas y proyectos que están llamados a desaparecer subsumidos en otros posteriores que los engullen.

A poco que nos fijemos, en la vida nos rodean infinidad (sí, digo bien, infinidad) de situaciones que nos invitan a descorrerlo. Es cierto que hay otras muchas que nos hacen sufrir, y que nos duelen; pero a mi modo de ver, en general, son más frecuentes las otras. Otra cosa es que nos asuste dar ese paso, que nos dé verdadero pánico cambiar nuestras estructuras de vida, acomodados como estamos en ellas. Quizá el hecho de ser tan frecuentes estas situaciones nos dificulte el ser conscientes de su valor. Como decía un profesor mío, lo que es verdaderamente importante aparece en nuestra vida sin que le demos ningún valor porque nos inunda tanto con su presencia que apenas nos damos cuenta de ello, comenzando con lo más básico de la existencia: el aire que respiramos, el agua que bebemos, el alimento que nos permite subsistir día tras día,… En otro orden de cosas podemos añadir el cariño de los nuestros, la alegría de una vida compartida, la satisfacción de la tarea bien hecha, o el disfrute de un encuentro inesperado (del que hace nada fui partícipe).

La vida es muy larga, y a pesar de que con alguna frecuencia las circunstancias no acompañan, creo que al final cada uno está donde ha querido estar (hablando en términos personales); uno acaba siendo aquél que (advertida o inadvertidamente) ha querido ser. Nos solemos quejar con frecuencia de nuestra ‘suerte’ sin detenernos a considerar cuál ha sido nuestra responsabilidad en nuestro propio destino. No solemos ser conscientes de nuestras verdaderas intenciones, sino que éstas se hayan soterradas entre un cúmulo de razonamientos que realizamos sencillamente para justificar una decisión que ya había sido tomada. Frecuentemente, el discernimiento llega tarde.

Ayer tuve la suerte de verme con una persona con la que, a causa de las circunstancias, tuvimos hace ya algunos años —digamos— una experiencia difícil. Fue un reencuentro que se convirtió en uno de esos regalos que te hace la vida, y que a veces piensas que no te mereces. Al hilo de la conversación, me dijo una cosa que me encantó. Decía que para él, el día del juicio debía consistir en algo así como en un hacernos conscientes de los verdaderos motivos o intereses puestos en juego en las distintas acciones que hacemos, y que a menudo desconocemos; y que en el juicio universal se harían públicos, todo el mundo sabría las intenciones de todos. Me encantó la idea. ¡Tan poco nos conocemos a nosotros mismos!

En la vida uno tiene que tener la capacidad de encontrar momentos, cuanto más frecuentes mejor, de poder encontrarse con las cosas de un modo diferente, de olvidar la tiranía del pasado y la esclavitud del futuro sencillamente para disfrutar del presente. Momentos que nos posibiliten descorrer —aunque sea un poquito— el velo, yendo más allá de nosotros mismos, dejándonos sorprender. ¿Será algo ingenuo o algo ilusorio? No sé, puede ser. Supongo que al final es una decisión de cada uno, pues en nuestras manos está desvivirnos ilusionadamente por la vida o no. Os deseo un buen 2016.

22 de diciembre de 2015

El gusto de la verdad

El punto de partida que establece Gadamer para comenzar su trabajo, tal y como vimos en el anterior post, es su apoyo en los grandes pilares de la tradición humanista. Ya vimos que el concepto de ciencia era insuficiente para hablar en términos de comprensión: «¿qué clase de conocimiento es éste que comprende que así ha llegado a ser?», ¿cabe aquí la ciencia? En un primer momento se veía la necesidad de hablar en términos distintos a los científicos al uso, pero también es cierto que ello se hacía desde una perspectiva de inferioridad, como si las ciencias del espíritu estuvieran todavía en un rango inferior que las ‘otras’ ciencias, las de verdad. La propia denominación de ‘ciencias del espíritu’ pone de manifiesto esta circunstancia. De lo que se trataba era de poner a éstas en su lugar, que no debía ser inferior al de las otras ciencias, ni mucho menos.

Sin embargo, estaba claro que no había un método propio de las ciencias del espíritu. Y en su esfuerzo por esbozarlo, el trabajo de los iniciadores de este camino todavía se movía en este ámbito de confrontación o de uso de las herramientas científicas, a pesar de su consciencia de que lo que hacían era algo tanto o más importante que el ejercicio científico.

Lo que hace Gadamer es rastrear qué elementos le pueden servir para articular su discurso en referencia a ese otro modo de hacer ciencia. Y encuentra grandes aliados en los conceptos ya existentes en el humanismo, sobre todo el renacentista. Es muy bonito apreciar cómo Gadamer realiza esta tarea, cómo nos va llevando poco a poco al terreno al que nos quiere llevar, mostrándonos todo ese gran ámbito de realidad humana al que los métodos estrictamente científicos, por su propia índole, no pueden hacerlo. Así, hablará de formación, del sensus communis, de la capacidad de juicio (entendida en este contexto, no en el sentido de juicio lógico) y del gusto. Estemos atentos porque no debemos quedarnos con su interpretación actual (error en el que fácilmente caemos), sino que es preciso ir al contexto en que fueron acuñados como tales para alcanzar todo su significado.

No me puedo detener a explicarlos. Pero se puede observar cómo alrededor de todos ellos gira una idea, a saber: que no se refieren a algo objetivo, a algo que está enfrente de nosotros, sino que de alguna manera en sus ámbitos de significado nosotros estamos implicados en aquello que pretendemos definir, en una especie de circularidad que si se obviara ya no estaríamos posibilitados para alcanzar los resultados esperados. Un caso paradigmático es el de la formación (es muy bonito leer el enfoque hegeliano de la formación, por cierto). Si nos fijamos, no hay un modo objetivo de formar a una persona, sino que en la formación está implicado el propio ser humano que se forma, permitiéndonos hablar de una ‘conformación’ de nuestro ser más allá de la formación que podamos recibir.

Y ello en dos aspectos. a) El primero, en el sentido de que en mi formación no sólo interviene lo que yo recibo, sino que interviene lo que yo hago con aquello que he recibido; yo tomo una parte activa en el asunto. b) Y el segundo —y en el que más se fija Gadamer— en el sentido de que todo lo que recibimos se va guardando en nuestro interior, lo conservamos. Esto es muy interesante, y a su vez ocurre en dos planos: el individual y el social. Lo que nos ha pasado no es algo que pasó y ya está, sino que es algo que de alguna manera se conserva en nosotros. ¿Cómo? Pues en nuestra personalidad, en los rasgos de nuestro carácter, en nuestros hábitos,… Aunque no nos demos cuenta, lo que nos ocurre queda ‘almacenado’ en nuestro interior, e influye en nuestras acciones posteriores. Y como digo, algo similar ocurre a nivel histórico. Si extrapolamos esta idea, todo aquello que ha precedido a una determinada civilización forma parte de ella en tanto que la tradición en la que vive se lo ha legado. Y ese legado se conserva como un cúmulo de posibilidades que se abren gracias precisamente a lo que le ha entregado la sociedad anterior, y la anterior, y la anterior… todas ellas.

Nos estamos moviendo en un ámbito de conocimiento ajeno al científico. No podemos fijarnos en algo en concreto, en un ‘objeto’ de estudio. Por el contrario, es preciso suprimir un interés particular que limite nuestro alcance. No nos estamos moviendo en el ámbito de lo necesario, sino en el de lo posible; no hablamos de certeza, sino de verosimilitud; no hablamos de causalidad necesaria, sino de comprensión. Tampoco pensemos que la objetividad del conocimiento científico es tanta; en su ejercicio interviene también el componente personal, los prejuicios que inevitablemente todos llevamos ‘puestos’; pero no deja de ser cierto que todo ello posee más peso en el ámbito de lo histórico y social, en el ámbito de lo humano y vital.

De ello hay que ser consciente, y lejos de ser un problema, es un acicate que nos lleve a saber desenvolvernos en estos ámbitos, tarea nada fácil. Es algo que se debe aprender; hemos de aprender a adquirir esa sensibilidad que de forma grácil y natural permita inicialmente caer en la consciencia de este fenómeno que comentamos, de que nosotros ponemos y mucho en aquello que pretendemos conocer; y posteriormente, intentar reducirlo al máximo, conscientes de la imposibilidad de tal empresa. Este es un proceso de formación que culmina en una madurez que hace posible esta comprensión de las cosas; madurez articulada alrededor de un tacto, de una sensibilidad, de un gusto,… todos ellos difícilmente definibles. Y esto es importante, porque el hecho de que sean difícilmente definibles o aprehensibles estos conceptos, es lo que permite precisamente esa movilidad especialmente libre que posibilita su desarrollo.


Sólo olvidando formas de vida previas (conceptivas, científicas,…) podemos dar cabida a este tipo de aprendizaje. No se trata de olvidar viejos prejuicios y viejos hábitos para sustituirlos por otros nuevos sino de, en la medida de lo posible, cambiar nuestros paradigmas para intentar ir más allá de los prejuicios y alcanzar una comprensión diversa de las cosas. Este modo diverso de comprensión, esta sensibilidad es lo que se denominó en la modernidad el sentido común. Hoy en día entendemos por ello algo mucho más reducido; lo que entonces significaba era algo así como un sentido antropológicamente compartido, adquirido no tanto por los conocimientos de las cosas como por la sabiduría de la experiencia, y que permite que en él verdadee (en feliz neologismo zubiriano) la comprensión real de las cosas. El sentido de lo justo y verdadero no es un saber causal; es un saber amplio, que se deja traslucir en nuestro decir y en nuestro hacer (al más puro estilo clásico: retórica y prudencia). El sentido común permite realizar una crítica de nuestro conocimiento y facilita reconocer cuándo nos hemos desviado del camino ya no de lo cierto, sino de lo verosímil.

Ello es así gracias a que se adquiere una capacidad de juzgar, estrechamente relacionada con el gusto estético. Si bien hay un germen de este tipo de gusto en lo que se considera una ‘sociedad cultivada’ o una ‘buena sociedad’, el enfoque kantiano va más allá, intentando distanciarlo de su referencia social. Un caso de esta referencia social es la oposición entre el gusto y la moda: la moda es algo que surge y a lo que la gente se somete, es algo que se impone; sin embargo el gusto se corresponde a otro tipo de discernimiento. Si bien es algo que se contextualiza en cada marco histórico, no es algo totalmente histórico; nadie sabe muy bien cómo concretarlo, pero en general se tiene una vaga idea de lo que pueda ser.

Kant destaca el hecho de que no se trata tanto de reconocer que algo es bello o no, como de ser capaces de identificar en la aprehensión de ese algo la totalidad de la realidad que en él resuena, incluso en el ejercicio de nuestras facultades al aprehenderlo. No se puede concretar, pero el gusto nos presenta un modo de aprehender la realidad que puede no ser poseído por el más grande de los científicos. El gusto es conocimiento, pero no expresable mediante conceptos. Gracias al gusto podemos aplicar de modo razonable las leyes generales al caso particular, aunque no lo podamos demostrar. El gusto nos permite acceder a aquellos lugares a donde lo lógico-científico no puede alcanzar. ¿Es lícito hablar de verdad ante una obra de arte, ante un hecho moral bueno,…? ¿Es posible… gustar la verdad?

15 de diciembre de 2015

El ‘tipo ideal’ de Weber

No, no es que Weber sea un tipo ideal (a lo mejor lo fue, no lo sé). A lo que se refiere este post es a un concepto sociológico muy interesante que Weber denominó así: tipo ideal. Independientemente de que se esté más o menos de acuerdo en el planteamiento sociológico de Max Weber, creo que no se le puede negar su intuición novedosa de las situaciones sociales. Creo que su aproximación al ‘fenómeno social’ y a las motivaciones de los agentes sociales manifiesta una sensibilidad diferente sobre la que es preciso llamar la atención. Esta sensibilidad, por ejemplo, se percibe claramente en sus ‘tipos ideales’.

¿Qué vemos cada uno de nosotros cuando atendemos a un hecho concreto, a un suceso cualquiera, el que sea? Ya Rickert puso de manifiesto que cuando uno se aproximaba a un suceso humano, no lo podía atender en toda su globalidad sino que necesariamente debía sesgar la realidad de los hechos, polarizando la atención hacia aquellos aspectos que primaban en su investigación o en su reflexión (circunstancia, por otro lado, que es perfectamente aplicable a las ciencias naturales también, aunque Rickert se refería aquí a las ciencias del espíritu). Y de ello, uno debía ser consciente; uno debía tener la precaución de saber que no posee una visión omnicomprensiva, diría que de nada, sino que necesariamente nuestra visión es limitada y reducida: poseemos necesariamente una visión parcial.

Weber siguió esta inspiración de Rickert. Una palanca importante en su pensamiento sociológico fue la relevancia de la razón, reconociendo que su aproximación a la sociología era eminentemente racional. Y lo curioso del caso es que él era consciente (así nos lo hace saber en sus textos) de que no todas las motivaciones humanas tenían que ser necesariamente racionales, sino que también podían responder a otros factores (costumbres, emociones, prejuicios,…). Sin embargo, como estas últimas no podían ser utilizadas para realizar una ciencia de la sociología, las entendía como ‘desviaciones’ de la motivación racional auténtica, a saber: la instrumental, la cual dirigía la acción del agente hacia un fin que pretendía conseguir. Para Weber, toda acción social debía estar racionalmente orientada hacia un fin: era la razón instrumental.

Siguiendo la línea marcada por Rickert, Weber definía los ‘tipos ideales’ como unas conceptuaciones realizadas sobre distintos hechos o sucesos dados en la historia de las sociedades; construcciones teóricas elaboradas por el sociólogo, necesarias para poder establecer teorías, interpretaciones,… y proceder así a la comprensión de los fenómenos sociales. No eran algo así como ‘esencias’ sociales bajo las cuales se debían subsumir los hechos sociales concretos, sino totalmente al revés: era la repetición de unos hechos sociales concretos (en principio no dependientes entre sí) los que reclamaban una conceptuación para identificarlos según un esquema conceptual.

En esta conceptuación tienen relevancia dos aspectos: la identificación de un mismo hecho del cual se ha comprobado empíricamente su repetición en distintas ocasiones, y la elección (en la línea de Rickert) de cuál es el aspecto de tales hechos en el que uno se va a centrar y que necesariamente va a suponer un sesgo de aquello que se está tratando. Si nos damos cuenta, estos dos aspectos no dejan de ser algo ‘puesto’ por el sociólogo desde un punto de vista estrictamente racional, lo que supone un doble sesgo: por un lado, el de dejar aparte todo lo ‘no racional’; y por el otro, dejar aparte todo lo que no pueda ser incluido en aquél criterio que va a definir mi tipo ideal.

Démonos cuenta de que los tipos ideales no existen como tales, sino que son construcciones conceptuales, dirigidas por una intención previa, sin ninguna pretensión de erigirse en una ley social ni nada por el estilo. Desde el momento en que la repetición histórica de un hecho ha dado pie a su creación conceptual, dicha conceptuación nos posibilita ya directamente su identificación si en el futuro se pudiera dar, nada más. Ésta es precisamente la diferencia entre la conceptuación propia del tipo ideal y la de los conceptos gnoseológicos tradicionales: si bien éstos responden a una lógica científica, no así aquéllos en tanto que pertenecientes a las ciencias del espíritu. En el ámbito social, detrás de los hechos no hay causas necesarias sino relaciones humanas motivadas por distintos factores: por eso no podemos hablar de conceptos sino de tipos ideales. Los tipos ideales no participan de esa estabilidad implícita en los conceptos físicos, sino que van evolucionando con el tiempo y con la sucesión de culturas, en cuyo seno cabe hablar de paradigmas diferentes y modos diversos de atender a problemas distintos. Y aquí es adónde quería ir a parar (lo que pasa es que me estoy extendiendo un poco demasiado).

Sabemos que en la historia se suceden distintas culturas; y sabemos también que cada cultura va evolucionando históricamente, van cambiando a lo largo de los años. También sabemos que en el seno de cada sociedad hay sub-culturas, cada una con sus características estructurales y sus ideas acerca de cómo debe ser una sociedad o dejar de ser, y que también evolucionan en el tiempo. Y el caso es que todos cuando vivimos en una sociedad lo hacemos a la vez en el seno de esa sociedad en sentido amplio, pero también en el seno de una de esas sub-culturas en sentido más específico. No pertenecemos a una sociedad pura, abstracta o etérea, sino en una sociedad concreta (o mejor, en un grupo cultural concreto de una sociedad concreta), situada en una época y geografía determinadas, con sus intereses políticos, económicos, artísticos,… es decir, situada históricamente.

Estas características estructurales y estas ideas de cada sub-cultura permean a cada nuevo individuo que se les incorpora (a cada uno de nosotros cuando nacemos, por ejemplo); y desde el punto de vista del individuo y en este sentido pueden ser consideradas pre-sociales, ya que antes de que tengamos uso de razón dichas ideas van a ir conformando nuestra personalidad, nuestro modo de pensar, nuestras simpatías y nuestras antipatías. Antes de que ni siquiera podamos decidir, dichas ideas van a dirigir nuestro trato o nuestra relación en el seno de nuestra sub-cultura, y también nuestros pensamientos hacia el resto de sub-culturas de nuestra sociedad: nuestra cosmovisión en definitiva. Aquí cabe situar el origen de ese amplio mundo de nuestras creencias (creencias sociológicas en sentido amplio, no específicamente religiosas) y de nuestros prejuicios, y que van a marcar sobremanera nuestras vidas.

Esta marca a menudo es inconsciente, y fruto de ello puede provocar numerosos enfrentamientos por entender que nuestra visión de las cosas es ‘la’ visión de las cosas, costándonos comprender otras cosmovisiones. De ello trataré en el siguiente post.

8 de diciembre de 2015

La educación funcional: una educación nutritiva

Hablando con un conocido de esta serie de posts, me preguntaba a qué me refería exactamente cuando comentaba lo de todos esos procesos emocionales internos, íntimos, que hemos ‘aprendido’ durante nuestra historia personal, y que tanto influyen en nuestro comportamiento. No acababa de comprenderlo. Le llamaba la atención la importancia en nuestras vidas del aparato emocional, y sobre todo dos cuestiones: ¿tanto dependía de nuestra historia personal?, y ¿cómo es que se va adquiriendo con los años, cómo lo vamos ‘aprendiendo’?

Ciertamente es una cuestión compleja: ¿cómo hemos adquirido unas determinadas pautas de comportamiento, cómo hemos adquirido esas pautas emocionales, esa inteligencia emocional? Lógicamente, todo ello pasa por nuestro trato con los demás, por todo el entramado de relaciones que se ha ido entretejiendo a lo largo de nuestras vidas. Porque claro, cuando tratamos con las personas —o cuando las personas tratan con nosotros— entran en juego muchas variables, no únicamente el diálogo, la comunicación hablada, la palabra. La comunicación o la relación interpersonal es algo mucho más amplio, una actividad muy compleja en la que intervienen muchos elementos: no sólo palabras, sino también tonos, posturas, miradas, gestos,… y ya no sólo estos aspectos más físicos o corporales, sino que a la vez se ponen de manifiesto de alguna manera nuestras actitudes, nuestras creencias, nuestros valores,… en definitiva nuestro sistema de convicciones profundas.

Lo que yo quisiera destacar de todo ello es que de algunos de estos factores que comentamos (o de muchos de ellos) no acabamos de ser conscientes. Ya no hablo de los grandes momentos o de nuestras grandes intervenciones, sino que me estoy refiriendo a la cotidianeidad, a esos momentos rutinarios en los que estamos tranquilamente en casa, o en cualquier ámbito de confianza, en los que brota de forma natural nuestro modo de ser auténtico. Esto puede parecer paradójico, pero en el grueso de la comunicación humana hay muchos elementos que pasan inadvertidos o desapercibidos por el emisor, pero el caso es que se transmiten; elementos que recíprocamente el receptor los recibe, y lo que es más curioso es que a menudo también de forma inconsciente. Esto es algo chocante, y es verdaderamente difícil ser conscientes de todos estos procesos que por su propia índole suelen ser… ¡no conscientes! ¿Cómo puede ser esto? El caso es que todo ello efectivamente ocurre, y es importante darse cuenta de cómo se dan estos procesos, sobre todo en lo que afecta a nuestros hijos, por la responsabilidad educativa que ello conlleva.

Cuando uno se introduce en este mundo, comienza a darse cuenta de muchas cosas que antes pasaban desapercibidas, y no siempre es bonito o agradable lo que uno comienza a ver (por lo menos esa ha sido mi propia experiencia). Uno comienza a darse cuenta de ciertos modos de comportamiento que no son muy recomendables, a la vez que empieza a tomar consciencia de que muchas de las reacciones que se dan a su alrededor son provocadas por él mismo, por su propio comportamiento. A menudo es fácil culpabilizar a los demás de ciertas fricciones, y cuesta mucho más ser consciente de la propia responsabilidad, de lo que uno ha puesto de su cosecha en un determinado conflicto, o incluso de las reacciones que uno ha provocado.

Estos procesos mediante los que recuperamos la consciencia de nuestro modo de comportarnos no son fáciles de llevar, y es frecuente de que haya momentos en que uno se encuentre un poco abatido. Sin embargo, es algo con lo que hemos de contar. Lo mejor que nos puede pasar es padecer esa especie de abatimiento, pues ello indica que hemos dado un gran paso (y que de otra manera permanecería totalmente inadvertido). Es como cuando para sanar una herida tienes que echar un buen chorro de alcohol: escuece, pero es lo mejor que podemos hacer. Pues esto igual. Y nadie se escapa de necesitar ese buen chorro de alcohol: todos tenemos que pasar por ahí.

Por eso me cuesta tanto hablar de buena o de mala educación: ¿quién puede auto-definirse como un buen educador?, ¿quién se puede atrever a decir de otro que es un mal educador? Creo que para plantearse todos estos temas hablar de ‘buena’ o ‘mala’ educación es contraproducente; creo que es mucho más adecuado hablar en términos de funcionalidad o no funcionalidad. Educación funcional sería aquella mediante la cual ayudamos a los niños a ser mejores personas en todos los aspectos de la vida, les nutrimos afectivamente, intelectualmente, socialmente,… Es una educación nutritiva. Una educación funcional consigue que los niños hagan las cosas y actúen por motivaciones intrínsecas a esos actos y no por otros (chantajes afectivos, premios materiales, castigos físicos,…). La educación funcional les respeta, les atiende en sus particularidades, en un entorno amoroso y estable y en todas sus dimensiones. Por  el contrario, un acto educativo será no funcional cuando no contribuya a esta finalidad. Creo  que una buena pregunta que nos podemos hacer ante distintas situaciones con nuestros hijos puede ser la siguiente: con esto que estoy haciendo, ¿estoy impartiendo un acto educativo funcional o no funcional?; esto es: ¿estoy ayudando a mi hijo a ser mejor persona, o por el contrario puedo estarle provocando una reacción que no es demasiado sana? Otra cosa es lo que entendamos por ‘contribuir a ser mejor persona’ o por ‘no ser demasiado sano’, y que a lo largo de los sucesivos posts intentaré ir dibujando (a mi modo de ver, claro).

Partimos de la base que ‘la’ educación funcional como tal, la educación funcional ‘perfecta’ no existe, es utópica. Pero ello no debería llevarnos a replegarnos sobre nosotros mismos, a abandonarnos, sino a motivarnos para aprender más cómo llegar a ella, proponérnosla como meta para así, en la medida en que podamos, ir acercándonos a ella poco a poco.

1 de diciembre de 2015

El número áureo y Ptolomeo

El número áureo es un número que presenta un atractivo estético ya descubierto en la antigüedad, y que expresa una relación armónica entre distintas partes de una obra de arte que le dota de un atractivo singular; atractivo del que participan también diferentes elementos naturales (como por ejemplo aquellos que responden a la conocida sucesión de Fibonacci —serie muy curiosa, por cierto— como ciertas figuras espirales). A pesar de que es un número peculiar, su descubrimiento no es tanto fruto de una investigación aritmética como por la relación o proporción que establece entre las partes a las que se refiere. Histórica y estéticamente se constata que cuando un elemento está dividido en partes que responden a una proporción áurea, su contemplación resulta agradable y equilibrada.

Pero a lo que me quiero acercar en este post es a hablar un poco de sus curiosidades geométricas más que de su relevancia estética. Su origen hay que situarlo en la búsqueda de la armonía del Universo, vista de modo singular por el mundo pitagórico en términos numéricos, y desde intereses no tanto científicos como sobre todo espirituales. Que la armonía era un elemento ineludible y necesario del cosmos era compartido por todos; pero que su fundamento, que el principio del Universo fuera establecido en un elemento no material a diferencia de lo que hicieron hasta entonces los jónicos (esto es, en lo numérico) fue algo original de los pitagóricos allá en la antigua Grecia.

Todo ello tuvo repercusiones en el ámbito estético: si el universo se caracterizaba por lo armónico y armonioso, la belleza tendría que ver a su vez con dicha armonía entendida como algún modo de proporción matemática. Esta armonía matemática se manifestaba maravillosamente en los sonidos producidos por las vibraciones de una cuerda la cual, en función de las distintas longitudes, podía emitir sonidos tónicos; pero no sólo en ella (en la música), ya que también la belleza de las obras artísticas plásticas (pintura, escultura e incluso arquitectura) tendrá que ver con ella (con la armonía). Según parece fue Fidias el primer artista que utilizó esto de modo más sistemático, y de ahí que al número áureo se le conozca con la letra griega φ (fi).

¿Cómo se define? El número áureo indica la proporción según la cual un segmento queda dividido armónicamente; esto es, cómo aquel número que divide un segmento en dos partes de modo que la relación entre la parte mayor y la menor es análoga a la de la totalidad del segmento respecto a la parte mayor.

¿Cómo se calcula su valor? Supongamos que tenemos un segmento que dividimos en dos partes a y b, de modo que el segmento total medirá a+b:


Decíamos que las razones entre los dos segmentos que hemos dividido (entre el mayor y el menor) y entre el segmento total y el mayor deben coincidir, ya que ésa es la definición del número áureo como tal. Entonces,


 De dónde resulta que:



Resolviendo la ecuación de segundo grado:


Si desestimamos el valor negativo, resulta que el número áureo toma el valor de:


Partiendo del número áureo, podemos hablar por ejemplo de rectángulo áureo (o sección áurea), aquél que sus lados presentan la proporción φ:



¿Y qué tiene que ver con todo esto Ptolomeo? Pues bastante. De hecho esto ha sido lo que me ha llevado a escribir este post (cuando leí otro del blog Chapuzas matemáticas). Ptolomeo propuso el siguiente teorema (cuya demostración si interesa se puede ver en dicho blog): sea un cuadrilátero cualquiera inscrito en una circunferencia; entonces el producto de sus diagonales es igual a la suma de los productos de los lados opuestos. O sea:


Lo curioso del caso es que, si en vez de un cuadrilátero cualquiera tenemos un rectángulo, el teorema de Ptolomeo se transforma en… ¡el teorema de Pitágoras!


Y lo que es todavía más curioso. Podemos identificar el número áureo a partir de un pentágono de lado igual a la unidad inscrito en una circunferencia. Si tenemos un pentágono (de lado = 1) inscrito en una circunferencia, hallemos lo que mide su diagonal.

Si nos fijamos en el cuadrilátero marcado en rojo, veremos que su lado superior equivale a una diagonal del pentágono, y su lado inferior y sus dos lados laterales valen la unidad ya que coinciden con lados del polígono. Si le aplicamos el teorema de Ptolomeo para calcular la diagonal (en azul) del cuadrilátero (y que coincidirá con la diagonal del pentágono) tenemos:

Ecuación que nos es familiar y cuyo resultado es precisamente,

O sea, φ: la diagonal de un pentágono de lado la unidad es igual al número áureo. Y a lo que iba: si dibujamos todas las diagonales del pentágono nos sale una estrella que ha servido de base para no pocas obras de arte:


Por ejemplo, en esta obra de Salvador Dalí: “Leda atómica”


Como se puede ver en la siguiente ilustración:


En fin, este es un ejemplo de su aplicación artística. Hay muchos más, así como de la sección áurea, etc. Pero me quedo con el gusanillo de la sucesión de Fibonacci. Tiempo al tiempo.