30 de octubre de 2018

El puente definitivo a lo vital por parte de Yorck

Para dar solución al problema husserliano de la intersubjetividad (vital) que comentamos en un anterior post, Gadamer acude a una figura bastante desconocida (por lo menos para mí), como es el conde de Yorck, quien parece que aporta aquello que se echaba de menos en Husserl y en Dilthey, a saber: ese puente definitivo entre lo ideal especulativo y el mundo vital. Si —a juicio de Gadamer— Dilthey lo enfocaba desde un carácter instrumental (idea que es más que matizable) y Husserl desde un carácter principalmente especulativo (a pesar de sus esfuerzos tardíos por hacerlo aterrizar al mundo de la vida), el conde de Yorck conseguirá finalmente dar ese salto definitivo a lo vital.

Hans Ludwig David Paul Yorck von Wartenburg y Wilhelm Dilthey eran conocidos, tanto como para mantener una intensa correspondencia entre ellos, en la que consideraban entre otras cosas la cuestión que nos ocupa: la introducción del pensamiento hermenéutico en la historia y en las biografías (la vida). Casualmente —aunque no tiene que ver con este post— un nieto suyo participó en la operación Valkiria para derrocar a Adolf Hiter, siendo desgraciadamente ahorcado en prisión al fracasar en su empeño.

Pero bueno, a lo que iba. ¿Cuál es la novedad de Yorck? Su novedad estriba en realizar un análisis de la vida en el que incluye las novedosas aportaciones de las ciencias naturales de la época (léase Darwin). Si las reflexiones husserlianas sobre la vida, a pesar de todos sus esfuerzos (como en Dilthey), no dejaban de ser eso, reflexiones, sobre la propia vida, Yorck incluyó dimensiones que se escapaban del ámbito reflexivo, como son las concernientes a la dimensión física del ser humano. A mi modo de ver, Dilthey se encontraba cercano a este enfoque, pero sí que es cierto que su aproximación a lo que sea la vida no era tan cercana a lo biológico u orgánico del ser humano.
El planteamiento que hace Yorck de la vida es un planteamiento cercano al de la antropología biológica. De este modo, vida sería autoafirmación, es decir, afirmación de uno mismo como unidad en la pluralidad de seres; de modo que, en el seno de esta autoafirmación (biológica, fisiológica), aparecería también una conciencia reflexiva que iría ejerciéndose entre el ejercicio de las estructuras constitutivas del sujeto.

En este sentido, la reflexión (o el ejercicio especulativo) se distancia de las actividades estrictamente vitales del individuo (más encaminadas a su supervivencia biológica); y al decir de Yorck, era menester que la filosofía recuperara ese espacio abierto entre lo especulativo y lo biológico de la vida, espacio que a la altura de la época había crecido exageradamente; es decir, la especulación sobre la antropología se había distanciado en demasía respecto a la ‘realidad’ física del hombre. Desde esta consideración, la reflexión filosófica podría hacerse cargo del mundo vital desde otra perspectiva, que también influye y mucho en la conciencia intencional, además de ser su condición de posibilidad: ¿qué conciencia podría haber sin unas estructuras fisiológicas o constitutivas que soporten a un organismo capaz de poseer dicha conciencia? Aunque parezca una verdad de Perogrullo, la conciencia no es algo que se sustente a sí misma; y no todos habían caído en ello.

Tal y como Hegel ya apuntaba en su Fenomenología, «la vida se determina por el hecho de que lo vivo se distingue a sí mismo del mundo en el que vive y al que permanece unido, y se mantiene en ésta su autodistinción». Y en este vivir, precisa nutrirse de lo que no es él, de lo que le es extraño pero que pertenece a su mundo; y en tanto que eso extraño es lo que garantiza su supervivencia, lo asimila, lo hace propio. Análogamente, algo similar hace la conciencia: convierte todo en objeto de su saber, y a la vez se sabe a sí misma en todo lo que sabe.

Esto no es más que eso, una analogía, pues como muy bien vio ya Hegel, no podemos objetivar a lo vital, en el sentido de que no podemos desde fuera aprehender lo que es la vitalidad en toda su intimidad y profundidad. ¿Cómo hacerlo entonces? Haciéndose cargo de ella, haciéndonos cargo de nuestra propia intimidad, de nuestra propia vitalidad, la cual se mueve siempre entre deseos y satisfacciones de dichos deseos (¿no resuena aquí Schopenhauer?). Esta conciencia vital así considerada, se erige así en lo radical; más radical que la conciencia epistemológica inserta en el horizonte del mundo vital de Husserl. Enlazando con Hegel, Yorck es capaz de incorporar elementos metafísicos (intramundanos) a los meramente epistemológicos de Husserl y Dilthey.

23 de octubre de 2018

El racionalismo crítico no es sólo científico

Hace algunas semanas hablaba en este post del modo cientificista de plantear el conocimiento humano, con claras repercusiones en la propia vida. Recordemos que, según el cientificismo, el único conocimiento válido es el metodológicamente conseguido por vía científica, desestimando todo aquello que cayera fuera de ella, pues se erigían en dimensiones o aspectos de la realidad y de la vida de los que ‘no se podía decir nada’. La ciencia se erigía así en el único modo válido de conocer la realidad, relegando la ética, el arte, la estética, la religión, etc., a dimensiones humanas de validez únicamente individual, sin mayor valor gnoseológico.

Frente a esta postura, no tardó en alzarse el conocido como racionalismo crítico, cuyo mayor exponente fue sin duda Karl Popper. Su punto de partida fundamental fue una denuncia a ese pretendido carácter absoluto del conocimiento científico, y ello en dos sentidos: uno, en que no era posible desvincular tan a las bravas el conocimiento de la vida humana, dado que el propio conocimiento forma parte de la misma vida (de hecho, buena parte de la filosofía de la ciencia actual se ocupa de esta cuestión); y dos, en que estaba por ver que el conocimiento científico ofreciera certezas definitivas tal y como se pretendía, no fuera que se tratara de un conocimiento perfectible y revisable. Ambos aspectos estaban más vinculados de lo que pueda parecer en primera instancia, y constituyen las dos vías fundamentales por las que ejerció su criticismo: una, la del propio conocimiento científico; y otra la de su extensión del campo de aplicación más allá de la ciencia, es decir, a la ética, tanto individual como social.

Respecto al primero de ellos, efectivamente el modo en que el neopositivismo (y sus afines de la filosofía analítica) era planteado no estaba tan claro que fuera así. El conocimiento científico no era tan puro ni tan válido como desde estas posturas se pudiera pensar. Era necesario realizar un análisis crítico del mismo para valorar sus bondades, sí, pero también sus límites. Pero no es éste el tema que me ocupa hoy; el que me interesa es que se corresponde con la segunda vía, su repercusión en la ética.

Si nos fijamos, el modo en que una persona se desenvuelve en su vida no es únicamente en base a conocimientos; seguramente, ni siquiera sea el motivo fundamental. Porque lo que en realidad nos mueve a la acción son las motivaciones, nuestros deseos… nuestras valoraciones. Como muy bien se plantea la profesora Cortina, ¿tiene sentido pensar que las opciones de valor se planteen al margen del conocimiento? Su respuesta es claramente negativa. Incluso podríamos añadir que es negativa en ambos sentidos: ni el conocimiento científico está libre de opciones de valor que dirigen su decurso (opciones de valor que con frecuencia no son los más recomendables, como muy bien muestra el profesor Sanmartín y explicamos en este post), ni las opciones de valor son independientes del estado del conocimiento en un momento dado. La interdependencia entre los dos ámbitos parece manifiesta. Y, si esto es así, «conviene precisar los ‘principios-puente’ que posibiliten el tránsito del mundo teórico al práctico», dice Adela Cortina en su Ética sin moral.

Este marco de comunicación entre teoría y praxis no es algo nuevo en el ámbito de la ética, sin duda. Lo que sí es más novedoso es el modo de plantearlo por el racionalismo crítico, el cual gira en torno a la idea de falsabilidad, cercano al ámbito de la epistemología científica. Desde esta perspectiva, el racionalismo crítico renuncia a una fundamentación fuerte de la moral; niega la existencia de un punto de apoyo fundamental a la luz del cual haya que leer la realidad y al propio ser humano, a la luz del cual emitamos juicios y acometamos acciones. Pero, a diferencia del cientificismo, hay una tensión hacia la búsqueda de lo correcto, es decir, hacia el conocimiento verdadero y hacia la acción buena.

También es cierto que no todos piensan así, pues para algunos se produce una renuncia explícita a definir la verdad objetiva, así como una toma de conciencia del relativismo como única vía de salida. En mi opinión, si bien lo primero es cierto (es un tópico en la epistemología actual la imposibilidad de llegar a la verdad objetiva y absoluta de la realidad), lo segundo ya no lo tengo tan claro porque —como digo— aunque haya un abandono de esa fundamentación metafísica fuerte, no por ello vale cualquier cosa, sino que la tensión hacia lo verdadero y lo bueno sigue estando presente. Lo que ocurre es que en vez de ser un planteamiento fundamental, se torna en un planteamiento metodológico.

Sería fácil pensar que se produce una renuncia explícita a definir la verdad objetiva, así como una toma de conciencia del relativismo como única vía de salida. En mi opinión, si bien lo primero es cierto (es un tópico en la epistemología actual la imposibilidad de llegar a la verdad objetiva y absoluta de la realidad), lo segundo ya no lo tengo tan claro porque —como digo— aunque haya un abandono de esa fundamentación metafísica fuerte, no por ello vale cualquier cosa, sino que la tensión hacia lo verdadero y lo bueno sigue estando presente. Lo que ocurre es que en vez de ser un planteamiento fundamental, se torna en un planteamiento metodológico.

«El filósofo ha de ocuparse de los métodos que nos permitan llegar a tal conocimiento verdadero, que siempre será, en los casos concretos, revisable, criticable». Lo contrario sería —como muy gráficamente expresa Cortina— una película de buenos y malos.

De este modo, el racionalismo crítico invita a ir revisando críticamente la ética, de modo análogo a cómo se hace lo propio con el conocimiento científico. Si bien no hay fundamento fuerte de la ética, sí que hay una metodología que nos impide derivar hacia caminos no deseables, meramente arbitrarios. Otra cosa, a mi modo de ver, es cómo saber que, desde una racionalidad crítica, se está yendo por el camino adecuado. ¿Tiene que ser necesariamente así?

16 de octubre de 2018

Varios colores, una luz; una luz, varios colores

De todos es sabido que cuando se hace pasar un rayo de luz por un prisma, se descompone en los colores propios de la gama cromática del arco iris. Inicialmente se pensaba que todos esos colores que surgían de repente después del prisma, obedecían a una especie de degradación de la blancura original de la luz, la cual era ‘contaminada’ por distintas concentraciones de negro (o de oscuridad), en función de la distancia que recorría el haz de luz en el interior del prisma: a mayor longitud en el interior del prisma, mayor degradación a causa de una mayor contaminación, y viceversa. De esto modo, los distintos colores (de más claros a más oscuros) serían el resultado de la combinación en distintas concentraciones del negro con el blanco original, en función de lo que ‘tardaran’ en salir del prisma. Sin embargo, Newton postuló todo lo contrario, a saber: en lugar de que los colores eran degradaciones diversas de la luz blanca, a su juicio la luz blanca era el resultado de la combinación de todos esos colores. O sea, que el prisma no es que degrade la luz blanca, sino que sencillamente la descompone en sus componentes más básicos. Éste sería el motivo por el cual, una vez descompuesta la luz en sus componentes básicos, posteriormente pudieran volver a componerse en un haz que de nuevo es blanco. Newton llegó a postular que la luz blanca como tal, no existía, sino que era la combinación de estas sustancias puras que eran los diferentes colores.

Frank Wilczek, en un libro interesante que me mostró un amigo virtual (y personal), El mundo como obra de arte, nos invita a considerar los colores desde una perspectiva diferente: la debida al efecto Doppler. Creo que es más o menos frecuente haber oído que, el hecho de que la luz proveniente del espacio tuviera un desplazamiento al rojo, quería decir que el foco de luz se estaba alejando, explicación directa de que el universo se estaba expandiendo. El fenómeno por el que esto ocurre se denomina efecto Doppler, que viene a decir que, cuando el emisor de una onda se acerca al receptor, la longitud de onda se acorta debido a la suma de velocidades de la propia onda y del emisor que la emite; y viceversa, cuando el emisor se aleja la longitud de onda se agranda, por el mismo motivo, pero en sentido opuesto. De este fenómeno podemos tener conciencia cuando oímos que se acerca una ambulancia con la sirena encendida, qué diferente suena cuando se acerca a cuando se aleja. La sirena es la misma, pero no suena igual: de hecho, notamos un cambio de sonido notable. Pues bien, esto ocurre también con la luz: cuando la fuente se aleja, la longitud de onda se alarga, lo que provoca el desplazamiento al rojo; si la fuente se acerca, la longitud de onda se acorta, provocando el desplazamiento al azul. Como sabemos, el azul es el color de menor longitud de onda del espectro visible, y el rojo el de mayor.


Y aquí viene la cuestión. Pongámonos en esta situación: tenemos delante de nosotros un haz de luz… blanca. ¿Seguro? Si estamos en algún lugar del espacio detenidos (si esto fuera posible), veríamos la luz blanca, efectivamente; pero si nos desplazamos en el mismo sentido del haz de luz, veremos una luz enrojecida; y, finalmente, si frenamos y nos desplazamos en el sentido opuesto, veremos la misma luz azulada. ¿De qué color era dicho haz de luz: blanco, rojo o azul? Como suele ocurrir en estos casos, habría que plantearse si dicha pregunta tiene sentido. Seguramente, no; o, en todo caso, quizá la respuesta sea: depende.

Porque efectivamente es así: depende. Si lo pensamos, en función de a qué velocidad relativa nos desplacemos respecto de la luz, igual que podemos representarnos el azul y el rojo, podríamos representarnos cualquier color del espectro: todo consiste en adecuar nuestro desplazamiento para que, al componerse con la velocidad de desplazamiento de la luz, nos dé una longitud de onda u otra. 

La conclusión a la que llega Wilczek es clara: «Todos los colores se pueden obtener a partir de cualquiera de ellos, por el movimiento». Desde este punto de vista, cualquier color es equivalente a los demás; pues cualquiera de ellos, en función de cómo nos estemos desplazando en referencia a él, nos ofrecerá cualquiera de los otros.

Todos los colores surgen de un mismo haz de luz, sea el que sea; o, desde el otro lado: cada color no es sino una perspectiva de la misma cosa. Son perspectivas distintas de un mismo rayo de luz, pero ¡igualmente válidas! Evidentemente, la idea inicial de Newton de que cada color del espectro era un componente básico puro que, en su conjunto, componían la luz blanca, no era exacta. Él pensaba que, en tanto que puros, ningún color se podría transformar en otro. Pero no es así: «todos los colores son una misma cosa, vista en distintos estados de movimiento». La verdad, es que esto da que pensar.

9 de octubre de 2018

Ese 'desconocido' que todos llevamos dentro

En una reserva natural, había un grupo de cuidadores que estaba intentando hacerse con un gorila para darle un tratamiento. Pero el gorila no se dejaba: estaba nervioso y asustado, y cada vez había más gente alrededor intentando reducirle. La escena era dantesca y fascinante a la vez: estaba el gorila cubierto con una gran red, enfurecido y espantado, bramando y mirando encolerizado a su alrededor, blandiendo sus puños y abriendo su gran boca de la que salían unos sonidos estremecedores. Las personas no sabían ya qué hacer, pues estaban tan asustados como él. Al poco, llegó una persona del equipo, y al observar la escena un pensamiento fugaz le cruzó la mente. Había dos modos de hacerse con el gorila: bien a base de más redes y más fuerza, pues a cuanta mayor resistencia que ofreciera el animal (que iba en aumento, junto con su agresividad, a causa de la situación misma que se estaba creando), mayor fuerza de control, mayor fuerza de placaje sería precisa; o bien intentando serenar la situación, para que el propio gorila se fuera tranquilizando poco a poco, de modo que al final ya no hiciera falta ni tanta fuerza ni tantas redes. Poco a poco fue tranquilizando a sus compañeros, y finalmente el gorila se tranquilizó también.

Estos días he leído un par de entradas en Google+ de dos amigos virtuales, relacionadas con ese yo interno que parece que todos llevamos dentro, esa especie de yo ‘no consciente’ que no conocemos pero que de alguna manera dirige nuestras vidas, a pesar nuestro. Al leer esas dos entradas y, sin venir a cuento, me vino a la cabeza esta escena de una vieja película que recuerdo haber visto de pequeño, cuando todavía se hacían las películas en blanco y negro. No sé por qué, ese yo profundo, ese gran desconocido que todos llevamos dentro se me antojó como el gorila de la escena. Es un yo o, mejor dicho, una dimensión de nuestro yo, que no controlamos, que está ahí sin saber muy bien cómo, y que en distintas situaciones despierta generando situaciones de las que, con frecuencia, no nos sentimos satisfechos.

No solemos atender conscientemente a esa dimensión profunda de nuestro yo; por el contrario, vivimos velándola, relegándola a un segundo plano para que no interfiera en nuestras actividades cotidianas de la vida. Tirando del hilo, se me ocurrió identificar esas actividades cotidianas como las redes y las personas de la escena: usualmente, prescindimos de nuestro yo oculto ocupados y ¿entretenidos? con nuestro yo cotidiano, de modo que nuestra actividad cotidiana, en definitiva, maniata a nuestro yo profundo. Cuanto más rebelde y agresivo es, más nerviosos y activos estamos.

El caso es que ese yo interno al que no solemos prestar atención efectivamente está ahí, un yo que ha crecido seguramente sin darnos cuenta, por motivo de nuestras experiencias pasadas, de la influencia de nuestro entorno, de nuestras propias decisiones… un yo creado a base de los correlatos emocionales y cognitivos que, las circunstancias de nuestras vidas, han ido dejando huella en nuestros circuitos neuronales, circunstancias tanto ajenas como propias. Somos hijos de nuestro entorno y de nuestras acciones en ese entorno. ¿Y por qué no solemos atender a ese yo profundo? A mi modo de ver, no por nada en particular, sino básicamente porque no hemos sido educados para hacerlo: porque no sabemos. Si nos fijamos, nuestra educación, nuestro modo de vivir, ha solido ir más en la línea del hacer: hacer cosas, actividades, proyectos, sueños, ilusiones… todo lo cual implica un apuntar hacia afuera, un atender lo externo. Nuestras vidas son vidas activas, en las que mediante nuestros actos intentamos llevarla a buen puerto, controlando las cosas para sentirnos más seguros, para llegar a fin de mes (lo que no es poco). Evidentemente esto no es malo, todo lo contrario; lo malo —a mi juicio— ocurre no cuando atendemos a lo externo, sino cuando únicamente atendemos lo externo, olvidándonos de esta dimensión interna.

Por suerte o por desgracia, eso suele ser lo común. Vivimos en el mundo del hacer, de las cosas, de los pensamientos y de las palabras, todo lo cual a menudo se erige en un impedimento para acceder a nuestro yo interno, ya que para hacerlo es preciso cambiar las categorías según las cuales nos relacionamos con lo externo. Y, en esta situación, se produce esa distancia entre nuestro yo interno y nuestro yo externo (o yo mental). Y, como digo, nuestro yo mental recubre a nuestro yo interno, no pocas veces enfurecido y agraviado por experiencias ingratas a causa de la dureza de la vida, mediante esa trama enmarañada de ‘haceres’ y de ‘pensares’. Aunque no necesariamente debe ser un yo agresivo; quizá las más de las veces sea un yo meramente enojado, o incomprendido, o desconocido. Pero sí que es cierto que se produce ahí como una ruptura, una desavenencia que se traduce en cómo vivimos nuestras vidas, acallando al yo interior, con redes cada vez más tupidas e intensas, con cuerdas cada vez más gruesas, para vivir sin escucharlo, sin escuchar nuestra esencia profunda, cuando quizá lo más razonable, como el protagonista de la película, fuera intentar minimizar las redes para que paulatinamente el ‘gorila’ se fuera serenando, posibilitando así una armonía de lo más profundo de nuestro ser, con lo más externo.

Alguien podría decir que sí atiende su intimidad, que sí que piensa en sí mismo, etc. Pero no estoy tan seguro. Es una tarea nada sencilla, porque estamos habituados a tratar a nuestro yo interior como tratamos a cualquier cosa externa: desde fuera, objetivándolo… pensándolo, diciéndolo… cuando no es ese el proceso. No podemos atenderlo ni mediante palabras, ni actuando sobre él… ¿cómo entonces? No en vano dice san Juan de la Cruz que de lo que se trata es de un ‘hacerse pasivo’, sin especificar actos, ni pensamientos, ni afectos… Pero, ¿cómo podemos hacer algo, sin hacer nada? ¿En qué consiste exactamente ese hacerse pasivamente? ¿Cómo podemos no hacer actos, no pensar, no sentir? Pues ‘anihilándonos’, es decir, ‘aniquilando’ todo lo mental que haya en nuestra conciencia:

«Porque se requiere el espíritu tan libre y anihilado acerca de todo, que cualquier cosa de pensamiento o discurso o gusto a que entonces el alma se quiera arrimar la impediría, desquietaría y haría ruido en el profundo silencio que conviene que haya en el alma, según el sentido y el espíritu para tan profunda y delicada audición».

Quizá así, nuestro gorila interior no bramaría, ni nosotros tendríamos que estar acallándolo continuamente con más y más haceres y pensares sino que, sencillamente, las dos dimensiones de nuestro yo, la interna y la externa, vivirían en armonía. Otra cosa es cómo se consiga esto: ¿será posible?


2 de octubre de 2018

Ventana cognitiva de la percepción de la realidad: cierto o falso

Una idea cada vez más extendida es que el mundo real y el mundo percibido son dos mundos diferentes. Una cosa es el mundo —se dice— y otra nuestra imagen mental de él. Una cosa es la información que recibimos de aquello que conforma nuestro entorno por las ‘antenas’ receptivas de nuestro organismo, y otra cosa es aquello que es ‘construido’ o ‘elaborado’ en nuestro cerebro y que, a la postre, es con lo que nos manejamos en la vida. Efectivamente, podemos pensar qué estamos aprehendiendo cuando observamos un paisaje, cuando olemos pan recién hecho, cuando escuchamos una melodía… ¿Existe todo eso alrededor nuestro? ¿Y si no fuera así? ¿Y si el cielo no fuera azul, o el pan recién hecho no desprendiera ningún olor… y todo ello no fueran sino ‘imaginaciones’ nuestras? A mi modo de ver, en todo ello no deja de haber cierta verdad; la cuestión estriba —según lo entiendo— en si es verdad del todo o no; y, si no es cierto del todo, en qué sentido podemos afirmar que lo es. ¿Son los sentidos fisiológicos nuestra puerta de acceso al mundo, o no? Y si es así, ¿a qué mundo?

Como es sabido, la información que llega a nuestro cerebro no es la realidad tal cual, sino que es una imagen de la misma, más o menos fiel. A través de las vías nerviosas llegan al cerebro impulsos de información, la cual no siempre es fiable, tal y como ya intuía Descartes. Una vez allí, el cerebro se encarga de transformar dichos impulsos en imágenes, en sonidos, en olores… en las zonas corticales correspondientes, hasta que somos capaces de configurar todo ello en un todo unitario, en las zonas de transición del neocórtex al hipocampo, así como en éste mismo. Todo ello da lugar al proceso denominado percepción.

La percepción es un proceso ciertamente complejo, que incluye en su seno múltiples acciones fisiológicas y mentales de diversa índole, hasta en los casos más ‘simples’ (como pueda ser estar viendo una botella, o escuchando una canción). Es un proceso activo, en el que ‘ya’ desde el primero momento se produce una participación activa por nuestra parte ‘seleccionando’ aquella información que va a ser relevante para nosotros, y desechando el resto de la información disponible en una determinada situación, o cuanto menos relegándola a un segundo plano, a un fondo perceptivo. Este fenómeno ya es un simple dato de supervivencia —podríamos decir— ya que seríamos incapaces de procesar toda la información que se encuentra a nuestro alrededor; lo que solemos hacer es desechar o relegar toda esa información ‘sobrante’ a un segundo plano, para procesar aquello que, de alguna manera, consideramos importante para nosotros (igual que hace cualquier ser vivo) en esa situación concreta. Lo cual hace surgir una pregunta interesante: ¿cómo sabemos lo que es relevante para nosotros en una determinada situación? Si esto se piensa no tanto desde un enfoque más cultural o racional, sino más biológico o animal, la cuestión es de verdadero interés.

Evidentemente, este proceso no es arbitrario, sino que depende y mucho de nuestras experiencias pasadas, las cuales determinan fuertemente aquello que vamos a percibir (e incluso lo que vamos a recordar y cómo vamos a hacerlo). Nuestra percepción del exterior posee la limitación propia de nuestros sentidos fisiológicos, los cuales nos abren determinadas ventanas de aprehensión fuera de las cuales no podemos adquirir ninguna noticia. Por ejemplo, podemos ver dentro de una fracción limitada del espectro lumínico, pero no tenemos receptores para, por ejemplo, los rayos X, y consecuentemente no podemos ser conscientes de cuando están incidiendo sobre nosotros, con el consecuente daño a nuestro organismo. Pero esa percepción del exterior no sólo posee la limitación de nuestros sentidos, sino que también está limitada por nuestras experiencias previas, de las cuales hemos aprendido aquello que nos es útil o no, aquello que es preferible percibir y aquello que no. Si un antílope que está viviendo en el río se queda mirando el árbol que hay detrás del león que tiene enfrente, y no se fija en el león, creo que tiene sus días contados; el antílope ‘sabe’ que tiene que atender al león, y dejar el árbol para más tarde.

Efectivamente, nuestras experiencias limitan también la percepción de la realidad. Esto podría parecer como un falseamiento, pero creo que no es del todo así ya que, por un lado, nos permite focalizar nuestra atención en lo que consideremos relevante y, por el otro, nos permite ahorrar mucha energía mecanizando conductas, creando así un ámbito en el que nos sintamos confiados y seguros. Es éste un ámbito que se va creando poco a poco, mediante un diálogo entre nosotros mismos y la realidad que nos rodea; gracias a nuestras experiencias, vamos creando un ámbito en el que nuestra memoria y nuestra capacidad de previsión, imaginación, etc., se conjugan con lo que percibimos de nuestro entorno, de manera que vamos generando una imagen del mundo (la nuestra) la cual nos sirve para desplegarnos en la vida existencialmente. Si tenemos esa imagen es porque es la que nos sirve; si no, tendríamos otra.

Siempre hay algo ‘nuestro’ en la percepción, tanto a nivel fisiológico como cognitivo. Nuestra sensibilidad fisiológica no funciona en todos por igual, si bien nuestras facultades (en principio) son las mismas para todos. Todos tenemos un sistema ocular igual, pero no todos vemos lo mismo en una determinada situación. Y este filtro se produce tanto a nivel fisiológico —como digo— como también a nivel cognitivo en cuanto ‘elaboración de la información recibida’.

Pero el hecho de que cada uno tenga su imagen del mundo, no implica que sea una imagen ausente de realidad, o una imagen meramente arbitraria. Hay un primer motivo evidente, como es que, si fuera ése el caso, el individuo en cuestión no sería viable como ser vivo. Si su imagen del mundo no tuviera un correlato con la realidad de las cosas, sencillamente no podría mantenerse en la vida: si un ciervo no fuera capaz de percibir la presencia del guepardo, pues poca vida le quedará; si un águila no identificara bien las perspectivas y los obstáculos, pues difícilmente podría cazar a la liebre, o se estamparía con cierta facilidad con cualquier árbol. Y también hay un segundo motivo como es que, a pesar de que cada uno de nosotros posee su imagen del mundo, estas imágenes no son ‘tan’ subjetivas como para impedir la comunicación con los demás, todo lo contrario: es precisamente ese correlato con lo real lo que nos permite comunicarnos, entendernos, manejar las cosas de modo coherente entre todos, más allá de mi elaboración personal.

Pero esto no siempre ocurre así. Se dan casos en los que nuestras percepciones no siempre son un correlato de la realidad. En estos casos, se suele hablar de dos fenómenos: las ilusiones, en cuanto a que se dan errores en alguno de los momentos de todos estos procesos; y las alucinaciones, las cuales tienen que ver más con elaboraciones alejadas de la realidad. Si nos fijamos, adjudicar los significados adecuados a los estímulos sensibles es complicado; un proceso complejo que no es sino el que cada uno de nosotros ha tenido que hacer en los primeros meses y años de vida, sencillamente para aprender a desenvolvernos en nuestro entorno. Las personas que poseen su sensibilidad en buenas condiciones, todos sus sentidos les ayudan a generar esa configuración global de su entorno, la cual les permite desenvolverse existencialmente. Y, lo interesante, es que cada sentido nos ofrece no sólo una parcela concreta de la realidad (aquella que puede percibir) sino también un modo diferente de estar situado en ella, y que influye y mucho en nuestras vidas.