26 de marzo de 2024

Hacia una sociedad de la confianza

Hablaba en otro post de la sociedad de la desconfianza, el cual finalizaba apostando por la posibilidad de generar vínculos en las anónimas sociedades de masas, en virtud de los cuales se pudieran reducir la atomización e instrumentalización de las mismas, en beneficio de relaciones personales liberadoras y de confianza. En términos de Buber, se trataría de revitalizar la esfera del Tú frente a la esfera del Ello. A mi modo de ver, Buber destaca dos posibles perspectivas desde las cuales afrontar esta distinción: una referente a los ámbitos de realidad con los que relacionarnos, que no son sino el de las personas y el de las cosas; otra referente a la actitud básica que tenemos tanto ante las cosas como ante las personas, pudiendo ser en ambos casos ‘tuificantes’ (valga la expresión) o ‘elloificantes’ (valga también); o, como él dice, según la forma-Tú o según la forma-Ello.
  
En el primero de los sentidos, la esfera del Ello no es necesariamente negativa, sino que es necesaria, en el sentido de que el ser humano necesita del Ello sencillamente para vivir. ¿A qué se refiere Buber con la esfera del Ello? Pues con todo aquello que viene a coincidir con el mundo de la cultura: conocimiento de la realidad, utilización de las cosas, habilidades técnicas, vivencias de todo tipo, etc.; es más, tanto la biografía personal como la historia social nos muestran que se da efectivamente un crecimiento progresivo del Ello. Pero con este ámbito del Ello nos podemos relacionar elloificantemente o tuificantemente; es decir, el problema adviene cuando la esfera del Ello es elloificada, y se desconecta de la del Tú, es decir, de la posibilidad de establecer relaciones personales, encuentros auténticos no sólo con las personas sino también con la realidad. Porque cuando la esfera del Ello se elloifica, también se elloifica la esfera del Tú; y viceversa: cuando la esfera del Tú se tuifica, también se tuifica la esfera del Ello. En ambos casos, de lo que se trata es de una actitud básica ante la vida.

La relación que se tiene con el ámbito del Ello consiste básicamente en vivenciarlo y en usarlo, todo lo cual tiene que ver con equiparnos cada vez mejor y facilitarnos la vida. Lo suyo sería que, con el ensanchamiento del mundo del Ello, se ensanchara también el horizonte desde el cual lo vivenciamos y lo utilizamos, es decir, se ensanchara nuestro horizonte vital, personal; porque, en caso contrario, eso iría precisamente en contra de nuestro crecimiento como personas, de nuestra humanidad. La capacidad de vivenciar y utilizar puede comprometer nuestra capacidad relacional, única capacidad mediante la cual el ser humano puede ser efectivamente humano, llevándonos a vivir en jaulas creadas por nosotros mismos y para nosotros mismos.

El ser humano sólo se relaciona de verdad cuando es capaz de establecer encuentros, y sólo es capaz de establecer encuentros como respuesta a un Tú. Este encuentro es fundamental, y tiene múltiples expresiones; pero, como tal, nos sumerge en un ámbito desconocido, un ámbito del misterio desde el cual nos interpela.

Se despiertan así posibilidades usualmente dormidas en nuestras vidas, mediante las cuales somos capaces precisamente de responder a un Tú, de relacionarnos con él, de encontrarnos con él. Una experiencia originaria, cuya expresión nos lleva necesariamente al mundo del Ello, y que hemos de saber articular adecuadamente. La actitud ante el Tú que es cada tú nos abre a la posibilidad de relacionarnos con el Ello como un Tú. No es lo mismo un Ello sin esta experiencia originaria que con ella: en el primer caso, lo tratamos como un mero Ello, cosificándolo, instrumentalizándolo; en el segundo caso, lo que se ha convertido en Ello lo hace inflamando dicha presencia originaria, lo que transforma nuestro modo de relacionarnos, entre la tensión establecida desde donde vino y hacia donde se endereza, es decir, desde el Tú y hacia el Tú, pero dando el rodeo del Ello. El Ello deja de ser visto instrumentalmente, para ser expresión de una presencia, para convertirse en Tú.

Esta pretensión no es actual en el ser humano cuya vida se satisface en el mundo del Ello; un mundo que hay que vivenciar y usar, sin tensión hacia nada que no sea ese vivenciar y usar. El mundo del Ello queda reducido a un mundo de usar y tirar. Lo que tiene sus repercusiones, porque en lugar de tender hacia lo presencial, el sujeto queda subsumido en un mundo que lo oprime y reprime, que lo explota, de modo que sólo puede relacionarse con el Ello así, como Ello, nunca como Tú. Es en la experiencia originaria, en la que el Tú no es un tú entre otros, no es una cosa entre otras, donde se experiencia exclusivamente una presencia, sin la cual encerramos todo en forma de Ello, lo cosificamos. Podemos crecer en el conocimiento del Ello elloificantemente, en forma-Ello, pero entonces nunca se nos aparecerá como Tú: siempre generará vivencias y utilidades, pero nunca encuentros. Ciertamente el conocimiento científico, el técnico, el intelectual son necesarios, pero ¿son suficientes? Desde la experiencia originaria se le abre al ser humano un misterio más profundo que su misma vida, con la cual precisamente responde.

Todo ello interpela a la persona, la cual responde con su misma vida, no diciendo lo que es ni lo que debe ser, lo que hacer ni lo que se debe hacer, sino diciendo cómo se vive desde la presencia del Tú. ¿Cómo? Sencillamente viviendo, generando encuentros, algo que para nada es común. Tanto es así que estos encuentros no serán siempre bien recibidos, ni siquiera recibidos, pues no son pocos los que están cerrados a este intercambio viviente que nos abre el mundo al mundo, encerrados en sus vivencias y usos. Son dos tendencias contrapuestas: la dinámica vivencial e instrumentalizadora reduce la relacional, y el crecimiento de ésta reduce aquélla. Son dos esferas destinadas a convivir, en tensión bien destructiva, bien constructiva. Dependerá de cuál de las dos predomine: la forma-Ello o la forma-Tú. Porque sólo es posible vivir esta convivencia constructivamente cuando se realiza desde la experiencia originaria del Tú, del encuentro.

19 de marzo de 2024

El desarrollo funcional del bebé

Ron Mueck: "Chico"
Decía que el entorno afectivo era fundamental para que el bebé pudiera ir construyendo ‘su mundo’, para que pudiera ir configurando una constelación de sentido con todo aquello que está percibiendo de su entorno, pero que todavía no tiene una significatividad definida para él. Esto es una tarea que debe realizar ineludiblemente, favorecida o dificultada por dicho entorno. El problema es que, por lo general, no acabamos de ser conscientes de cuál es el entorno afectivo que generamos a su alrededor, pensando que lo hacemos maravillosamente, y que ciertos rasgos del carácter de nuestros pequeños son ‘genéticos’, cuando no pocas veces son consecuencia del peor o mejor hacer de los padres o educadores.

Un ejemplo que a todos nos puede ser familiar es lo recomendable que es proporcionar al niño un espacio o un ambiente en el que pueda dormir con regularidad, bien protegido por su ‘objeto de apego’, en el que el olfato ―por cierto― suele jugar un papel determinante. Es fundamental para el funcionamiento orgánico de nuestro cuerpo, máxime en estas etapas tempranas de nuestras vidas que está en pleno desarrollo, dormir adecuadamente, con profundidad, ‘de un tirón’; ¡qué diferente es el desarrollo de este niño que el de aquél que presenta ‘dificultades’ para dormir, precisando de somníferos o extrañas estrategias por parte de los padres! Todo lo cual influye en el desarrollo de sus facultades (cognitivas, volitivas y afectivas), así como en el mismo proceso de crecimiento, como explica Cyrulnik. Que el niño duerma así, bien, no es casualidad, ni tampoco es natural del todo, sino que se debe en buena parte al buen hacer de los padres; buen ambiente que desarmarlo es más fácil de lo que parece. Cómo los padres, sobre todo la madre, se acerquen al bebé, lo miren, lo acaricien, lo cojan en sus brazos, lo manejen, lo abracen, le vayan corrigiendo… va a crear en torno a él un mundo afectivo que revertirá directamente en su modo de ser y en su modo de relacionarse con su entorno. Entornos nutritivos, padres serenos, estables, equilibrados, crearán un ambiente de calor y de proximidad, pronto a las demandas del bebé; entornos inestables, depresivos, ansiosos, dependientes, no responderán adecuadamente a sus demandas, generando en él experiencias de incertidumbre y angustia, de modo que con su ‘no respuesta’ a la sonrisa del pequeño, a sus reclamos, generarán un entorno de frialdad, carente de mimos y de atención, sin contacto.

Esta última opción deriva con facilidad en el anaclitismo, es decir, niños que sufren la patología ocasionada por ausencia de afecto o seguridad, por la falta de alguien en quien apoyarse; es un ‘no tener a nadie con quien contar’. Y no es menos frecuente que haya casos de anaclitismo en adultos ‘que lo tienen todo’ y a los que parece que la vida les sonría, pero que caen en severas depresiones cuando, a causa de la remota huella de vulnerabilidad que les queda de aquellos tiempos grabada en su personalidad profunda, si bien hasta la fecha la vida la había desactivado, cualquier circunstancia actual (una mudanza, un cambio de trabajo, un encuentro, una situación desafortunada…) despierta el dolor enterrado en la memoria.

Una persona con capacidad de vivir funcionalmente su vida no se improvisa, como tampoco ocurre en aquellas que la viven disfuncionalmente. Nuestras primeras experiencias dejan una huella que, aunque generalmente pase inadvertida por ser impresa según procesos no conscientes, no por ello deja de ser menos efectiva. Para que el bebé actúe adecuadamente, para que tenga deseo de expresarse, de comunicarse, de estar con los suyos, se requiere un entorno ‘maternal’ tanto por parte de la madre como del padre, sobre todo, pero también de los restantes miembros de la familia. Muchos problemas de los adultos (anorexias, enfermedades neurovegetativas, trastornos de la personalidad, etc.) no son sino síntomas de un problema mucho más profundo, al cual con frecuencia ocultan si sólo nos detenemos en ellos. Un problema que hunde sus raíces en los estratos arcaicos de la formación fisiológica de las personas, en las estructuras centrales de su cerebro. Querer participar sanamente en la vida, relacionarse amorosamente con las demás personas, depende de que las estructuras fisiológicas estén debidamente configuradas, para lo cual hacen falta tanto recursos biológicos como espirituales, los cuales, en estas primeras etapas de la vida, son fundamentalmente afectivos (independientemente de que, con los años, se vayan ampliando con los cognitivos, conductuales, etc.). Para poder desplegar una vida sana, es preciso que las estructuras fisiológicas estén debidamente conformadas, para lo cual el clima afectivo familiar es fundamental.

12 de marzo de 2024

El pasado y la verdad

En el seno del giro que estableció frente a Heródoto, en referencia al trato de los hechos pasados, Tucídides era consciente de que el resultado de contarlos así, científicamente, era menos atractiva que según el modo legendario, pero que, por el contrario, ofrecía una lectura o una comprensión más clara de los mismos. De hecho, sabedor de cuándo un relato era mítico y cuándo no, era consciente de las posibilidades y ventajas del relato mítico, capaz de ofrecer cierto tipo de enseñanzas al público. Pero para él, la verdad histórica no era cuestión ni de que fuera más o menos agradable, ni de que fuera más o menos dirigida a la enseñanza: era cuestión de hechos históricos, lo cual conllevaba a su vez cierto tipo de responsabilidad por parte del historiador: «si una persona va a ser considerada seriamente, por sí misma o por otras personas, como alguien que pretende decir la verdad sobre el pasado, tiene que tener alguna razón para creer que cierto acontecimiento tuvo lugar en vez de que no ocurrió», como dice Williams. Y eso se lleva a cabo enlazando los hechos del pasado con la evidencia presente, mediante una trama de relaciones que hagan inteligible dicho enlace, y que pueda ser entendible en la actualidad, a sabiendas de las diferencias de motivaciones, justificaciones, comprensiones, etc., entre las personas de otras épocas y las actuales. Si la explicación del pasado no es inteligible por el presente actual, difícilmente podrá ser aceptada. Y, en este sentido y, como muy agudamente dice Williams, «la unidad explicativa del mundo no sólo ata el pasado al presente, sino también el presente al futuro; y se da una expresión concreta a la idea de que nuestro hoy será el pasado distante de alguna otra persona».

Desde esta perspectiva objetiva, los relatos legendarios quedan ya desplazados, los ‘dioses’ dejan de ser relevantes históricamente, con independencia de que sus relatos puedan seguir vigentes en tanto que transmisores de ese otro orden de conocimientos. Es un hecho de que nuestras creencias y sentimientos son muchas veces alimentados por relatos de carácter mítico, incluso en nuestras sociedades contemporáneas. Pero también es un hecho que somos capaces de reconocer que dichas enseñanzas se dan con el ‘envoltorio’ de un relato mítico, no histórico, o científico. Seguidamente, para insistir sobre ello, Williams ofrece un giro que también es muy sugerente. Dice textualmente: «Respecto a Sherlock Holmes sabemos que es verdad que vivía en Baker Street (…), pero también sabemos con exactitud que respecto a Baker Street no es verdad que Sherlock Holmes viviera allí». ¿Qué quiere decir Williams con esto? Pues que, para comprender el sentido de la historia, nos tenemos que situar en el lado de allá, en el lado del contexto histórico que estamos analizando, y en la actitud o la perspectiva de allá. Siguiendo con el ejemplo, si contestamos que Holmes vivió en Baker Street, igual ganamos un concurso, pues hemos dicho la ‘verdad’; pero si nos piden la relación de personas que vivieron en Londres en aquella época, seguramente no pondremos a Sherlock Holmes, porque entonces no sería ‘verdad’.

Hoy en día podemos distinguir en qué registro nos encontramos, si en el local o en el objetivo. Pero debemos ser conscientes de que en la época de Heródoto no había dos registros, de manera que Heródoto pudiera elegir entre el local y el objetivo y eligiera el local, sino que sólo había uno, el local, y no había una noción objetiva de la historia. Y esto es importante porque, antes del siglo V a. C., los seres humanos vivían en general con esta concepción del tiempo, la local, por mucha violencia que nos genere a nosotros el situarnos en ese marco histórico.

No cabe duda de que este cambio fue un hito. Williams se plantea si fue inevitable, y él entiende que no, dado que, en verdad, hay muy pocas cosas inevitables en la historia. Pero, dada la aparición de la escritura y de la extensión creciente de su uso, sí que hay que entenderlo como prácticamente inevitable. Y, desde luego, todo ello repercutió en un crecimiento de la ‘potencia explicativa’. De hecho, el relato tradicional no puede responder a muchas cuestiones históricas que nos planteamos desde una concepción objetiva. No por ello se ha de adoptar necesariamente esa postura según la cual, por estar situados en la concepción objetiva, la científica, se minusvalore o se rechace la concepción local, la mítica. ¿Es la concepción local menos racional que la objetiva? Pues depende de cómo estemos situados. La respuesta es negativa «si eso implica (como se suele creer que implica) que los que seguían la práctica tradicional estaban confundidos o creían algo falso». La concepción local no niega el carácter histórico objetivo, sino que, sencillamente, no lo considera, no entraba dentro de su horizonte de comprensión; y el hecho de que no lo consideren no implica que esas personas estén confundidas sino, simplemente, que vivían en otro marco: «En concreto, no deberíamos decir que creen algo necesariamente falso, a saber, que la diferencia entre lo real y lo mítico es una diferencia temporal. La invención del tiempo histórico fue un avance intelectual, pero no todo avance intelectual consiste en refutar un error o en esclarecer una confusión. Como muchas otras invenciones, capacita a las personas para hacer cosas que antes de que se produjera no podían concebir».

5 de marzo de 2024

La relación entre el trabajo y el calor de un sistema

Vimos en este post cómo Joule fue capaz de poner en común dos fenómenos en principio dispares: un trabajo mecánico con la generación de calor. Y vimos cómo, una vez salvada la sorpresa inicial, la cosa no era tan descabellada pues, en el fondo se trataban de dos formas de energía. Inicialmente, Joule fue capaz de establecer una proporcionalidad entre el trabajo realizado y el calor generado. El siguiente paso fue averiguar cómo poner en común el trabajo o energía mecánica con el calor o energía calorífica, desde una base experimental y científica.

Empecemos por lo más fácil, que es calcular la energía partiendo del trabajo generado por las pesas. ¿Cuál fue la cantidad de trabajo que desapareció en el experimento de Joule? Si soltamos unas pesas, lo normal es que caigan con rapidez, con un movimiento uniformemente acelerado, hasta que den con el suelo. Pero, si nos fijamos, en el esquema de Joule no es así, sino que, al estar enganchadas a las paletas (a las que mueven) que giran en el interior del tanque, el agua genera una resistencia a las paletas y estas a la caída libre de las pesas, por lo que no caen en caída libre, sino lentamente. Es la propia resistencia del agua al giro de las paletas lo que evita que las pesas caigan en caída libre. Quedémonos con este dato, porque es importante: que, a pesar de estar las pesas sometidas a la gravedad, no se aceleran uniformemente como correspondería a una caída libre, sino que esa aceleración que debían tener se ve frenada por la resistencia que el agua ofrece a las palas.

Supongamos que hemos diseñado el mecanismo para que las pesas desciendan a velocidad constante, es decir, que su aceleración se vea anulada gracias a la resistencia del agua al giro de las paletas, algo que se puede conseguir fácilmente después de algunos tanteos. No olvidemos que estamos trabajando con un sistema conservativo, es decir, que mantiene constante su energía total la cual, en el caso de móviles (como las pesas) consta de una parte de energía potencial y otra parte de energía cinética. Si tomamos dos puntos de su trayectoria, A y B, en A tendrán una EpA y una EcA, y en B una EpB que será menor que en A y una EcB que, en el fondo, es la misma energía cinética que en A, pues hemos diseñado el experimento para que la velocidad sea la misma. En principio, la disminución de energía potencial debía ser la misma que el aumento de energía cinética, que es lo que ocurre, por ejemplo, en una caída libre; como no es el caso, ya que hemos diseñado el experimento para que la caída libre se vea frenada por la resistencia que ofrece el agua a las palas, este aumento de energía cinética que ha dejado de darse es, en el fondo, esa variación de energía que se sitúa en el origen de ese trabajo ‘que desaparece’. La energía potencial de las pesas ha disminuido sin incrementarse su energía cinética, y es esta falta de incremento de la energía cinética la que nos dice qué energía ‘ha desaparecido’, que será la que se haya transmitido, mediante las palas, al agua. Ese trabajo que desaparece de las pesas es el que provoca la agitación del agua y el cambio de su estado, elevándose su temperatura por rozamiento, calentándose. De este modo, ese cambio de estado del agua se interpreta como un cambio de energía (calorífica), el cual se mide por medio de la cantidad de trabajo que desapareció del ambiente (de las pesas).

Si E y E son los estados energéticos inicial y final del sistema en dos momentos concretos, tenemos que:

E₂ - E₁ = -W

W es el trabajo que ha desaparecido, es decir, la energía cinética que no se ha generado y que, a la postre, viene a ser la misma que lo que ha disminuido la potencial. Así, la diferencia de energía entre el estado final y el inicial es igual al trabajo que desaparece; de ahí el signo negativo de W: el signo menos de -W se debe a que es trabajo que realiza el sistema; si el sistema recibiera trabajo tomaría el valor positivo, y el sistema se enfriaría, no se calentaría. Se suele adoptar el criterio de que, si el trabajo es realizado por el sistema, su signo es negativo, y si es recibido por el sistema, positivo.

Decíamos que el trabajo era igual al cambio de energía potencial, dado que la energía cinética es la misma en ambos puntos. Si las pesas pesan P, nos queda que W = P·h₂ – P·h₁ = P · (h₂ – h₁). En el experimento de Joule, h₂ es más pequeño que h₁, es decir, en el instante 2 las pesas están más abajo que en el 1, por lo que la diferencia es negativa. Este valor negativo, multiplicado por el negativo de W nos da un valor positivo, que se corresponde con el incremento de energía que se obtiene en el depósito de agua (el agua se calienta, E₂ > E₁).

Como el trabajo que desaparece se puede medir perfectamente, sabemos cuál es la variación energética que experimenta el sistema, sabemos cuánto calor se ha generado en el agua. Hay una conexión entre trabajo realizado y calor generado. Esto es algo que ocurre siempre, es decir, si se tiene un sistema termodinámico, todo par de estados a diferentes temperaturas se pueden conectar mediante la realización de un trabajo adiabático: partiendo de uno de ellos, y realizando el trabajo correspondiente, siempre se puede llegar al otro. Que hasta la fecha haya ocurrido siempre, nos permite extrapolar razonablemente que es algo que ocurrirá siempre. Podemos pasar de un estado de un sistema a otro, siempre, realizando el trabajo oportuno.