30 de diciembre de 2019

Del mapeo al planteamiento de Gödel

Como decíamos en el anterior post, la paradoja de Richard, a pesar de ser falaz, nos podía ser muy útil en tanto que nos introducía a un concepto matemático muy interesante, y que nos iba a ayudar la estrategia de Gödel; con él ya tenemos todos los ingredientes: se trata del concepto de mapeo. ¿Qué es un mapeo? La verdad es que se trata de algo a lo que estamos muy acostumbrados todos: consiste en reflejar un sistema en otro, en el cual nos es más cómodo trabajar. El ejemplo más cotidiano sería un atlas geográfico; un atlas es un mapeo, en el sentido de que se ha establecido como una proyección de la geografía real de nuestro planeta sobre el papel Para conocer el relieve de Perú no nos tenemos que ir a Perú, sino que podemos consultar nuestro atlas y lo conoceremos. Otro ejemplo sería la proyección de volúmenes sobre el papel: figuras en tres dimensiones nos aparecen en dos (esferas se proyectan en círculos, pirámides en triángulos...). Otro mapeo, menos intuitivo, pero también mapeo, al fin y al cabo, es la proyección matemática de las figuras geométricas, también conocido como… álgebra: cualquier figura geométrica (una circunferencia, una recta, una parábola...) puede ser ‘traducida’ o ‘proyectada’ en una ecuación matemática, que la expresa. Así, podemos determinar, por ejemplo, las intersecciones de dos figuras, bien geométrica, bien algebraicamente.

Pues eso es un mapeo: el reflejo o la proyección de un sistema en otro, de modo que una «una estructura abstracta de relaciones comprendida en un campo de ‘objetos’ se mantiene también entre ‘objetos’ (generalmente de diferente tipo a los de la primera serie) de otro campo» . Una cosa es una esfera, y otra un círculo resultado de proyectar dicha esfera sobre el plano; una cosa es una recta y otra la ecuación matemática que la define; pero tanto unos como otros no dejan de ser objetos, cada uno de diferente índole, e intrínsecamente relacionados entre sí.

Y, si recordamos la paradoja de Richard, algo así es lo que hacía su autor: mapear ciertos contenidos meta-matemáticos proyectándolos o reflejándolos sobre un sistema formal. Pues bien, ésta es la idea que recoge Gödel, intentando no caer en el mismo error en que cayó Richards (quien, en definitiva, confundió lo meta-matemático con lo matemático en la definición de su sistema). Lo que Gödel mostró es que «los enunciados meta-matemáticos acerca de un cálculo aritmético formalizado pueden en verdad representarse mediante fórmulas aritméticas dentro del cálculo», nos explican Nagel y Newman. La diferencia entre el planeamiento de Richard y el de Gödel estriba —a mi modo de ver— en que los enunciados meta-matemáticos eran, en definitiva, ajenos a la dinámica formal del sistema, mientras que los de Gödel no.

En su pensamiento estaba este planteamiento de base: «Si enunciados matemáticos complejos acerca de un sistema formalizado de aritmética pudieran, como él lo esperó, traducirse en (o estar reflejados por) enunciados aritméticos dentro del sistema mismo, se obtendría una importante ventaja para facilitar las demostraciones matemáticas».

Es algo que parece de locos. O sea: tenemos un sistema matemático definido. Sobre ese sistema matemático podemos decir cosas: es el ámbito de lo meta-matemático (tal y como Hilbert nos enseñó). Pues resulta que estas proposiciones meta-matemáticas se pueden formalizar, es decir, se pueden representar mediante formulaciones matemáticas, e introducirlas así en el seno de las inferencias formales que se establecen en ese sistema. Parece algo así como si hubiera una involución, o una absorción, de algo externo a un sistema que se introduce en el sistema mismo. Y ello sin caer en los errores en los que incluyó Richard, ya que esos enunciados meta-matemáticos no eran ajenos al ámbito de lo formalmente matematizado.

Y, todo esto, ¿para qué?, ¿qué es lo que pretende Gödel? Una vez establecida esta posibilidad de formalizar correctamente enunciados meta-matemáticos, lo que Gödel trataba de hacer es mostrar que, tanto una fórmula aritmética correspondiente a la formalización de un enunciado meta-matemático verdadero, como la fórmula aritmética correspondiente a su negación, son demostrables dentro del sistema. Ya vimos en este post que ello implicaba que tal sistema ya no era consistente, con lo cual se ponía en evidencia que tal sistema (como cualquier otro) no podía agotar el campo de las verdades aritméticas que dependen de él; o sea, su famoso teorema. Dicho en palabras de los Nagel y Newman: «No puede establecerse ese enunciado meta-matemático, a menos de usar reglas de inferencia que no pueden representarse dentro del cálculo; de tal manera que, para probar el enunciado, deben emplearse reglas cuya propia consistencia puede ser tan discutible como la consistencia de la aritmética misma».

23 de diciembre de 2019

Israel Kamakawiwoʻole

Hoy me adelanto un poco en la publicación del post, ya que entramos en fechas en que me van a ocupar otros menesteres. Y lo hago comentando una experiencia personal que me ocurrió hace dos o tres semanas, y que me llevó a descubrir una figura nueva, desconocida para mí hasta entonces. ¡Cuánta buena gente hay por el mundo! Si descubrí a este hombre fue gracias a una vieja canción, la cual enseguida me trajo recuerdos de mi infancia, recuerdos que aparecen un poco como en penumbra, oscurecidos o velados por el paso de los años. A veces ocurre que un suceso trae a la memoria otro con el que en principio no guarda mayor relación; en este caso, me acordé cuando de pequeño fui al cine con mis padres para ver Cuentos de navidad, de Dickens, algo con lo que en principio no tenía nada que ver, salvo mi edad; de hecho, de lo único que me acuerdo de esta película es de cuando se le aparecían los fantasmas de la Navidad a Ebenezer Scrooge para que tomara consciencia de su forma de vida avara y egoísta. Y me acuerdo porque, al ser yo todavía bastante pequeño, me asusté tanto como para esconderme debajo de la butaca. Del resto de la película ya nada.

Pues bien, la canción que comentaba era la que cantó Judy Garland (¡cuántas películas de esta actriz junto con Mickey Rooney!, ¿verdad?) en la famosa película El mago de Oz; ¡quién, con cierta edad, no la recuerda…! Y la canción, supongo que enseguida se sabrá de a cuál me refiero: "Somewhere over the rainbow". La verdad es que, en su día, no comprendí muy bien esta película, pero me llamó la atención su originalidad, cuanto menos en sus protagonistas. La canción, desde luego, es muy bonita:


Si digo todo esto es a causa de una persona curiosa, Israel Kamakawiwoʻole, quien versionó esta canción con un ukelele, y al estilo hawaiano. Desde muy joven dedicado a la música, formó con su hermano un grupo denominado ‘Hijos Makaha de Ni’ihau’, que poco a poco fue ganado popularidad en Hawai y en los Estados Unidos, sobre todo entre los años 70 y 80. Al poco, falleció su hermano de un ataque al corazón a causa de su obesidad mórbida, que él también padecía. Así que comenzó su carrera en solitario, que se fue consolidando, siendo nombrado por la Academia de las Artes de Honolulú en 1990, el hombre del año. En estos años le siguieron dando algunos premios, algunos de los cuales no pudo asistir a recogerlos por encontrarse en el hospital cuidando su delicada salud a causa de su obesidad, hasta que, finalmente en 1997, falleció de una parada cardíaca, como su hermano.

Sus canciones se han empleado en la banda sonora de distintas películas y series actuales. Se había convertido en un hombre afamado en Hawai, pero no sólo por lo que a su música y a su repercusión se refiere, ya que está la puso también al servicio de la difusión de los valores y de la cultura de su tierra natal. A su muerte, y siguiendo la costumbre de su tierra, fue incinerado, y sus cenizas esparcidas por las aguas del océano Pacífico. Una ceremonia a la que acudieron miles de personas quienes, con sus canoas, le acompañaron chapoteando en el agua.

Una figura muy curiosa: un cuerpo inmenso acompañado de una voz delicada y melodiosa, seguramente en sintonía con la sensibilidad de su carácter. Una canción para disfrutar.


Feliz Navidad.

17 de diciembre de 2019

Paseando por la realidad

No deja de ser una maravilla que todo lo que existe en nuestro querido universo esté hecho de átomos. Tanto la estrella más grande que pueda existir, como el organismo unicelular más diminuto dotado de vida, tanto la materia inanimada de cualquier orden, como la animada vitalmente de toda especie, todo, absolutamente todo, está en el fondo constituido por los misteriosos átomos. Quizá podamos afirmar que los átomos constituyen todo lo que hay, afirmación que también habría que matizar debidamente.

No podemos negar que el mundo de los átomos es ciertamente sorprendente. Tenemos la costumbre de pensar en ellos como si fueran sistemas solares en pequeñito, con el núcleo haciendo de sol; pero la realidad es mucho más complicada que eso. Aunque, sigamos pensando que es así, e imaginemos que nosotros podemos reducirnos a escala subatómica y situarnos en el núcleo tal y como estamos situados en nuestra Tierra; si mirásemos hacia el ‘firmamento’: ¿qué veríamos? Desde la Tierra vemos un inmenso cosmos, sobre el cual podemos distinguir algunos planetas y una buena cantidad de estrellas; pero no pensemos que desde el núcleo veríamos los electrones girando a nuestro alrededor (como pequeñas estrellas): no veríamos nada, el absoluto vacío, el infinito vacío subatómico. Tal es la desproporción que existe en cantidad de materia y en distancias entre el núcleo (protones y neutrones) y los electrones.

Adentrarnos en ese mundo (subatómico, cuántico) es fascinante, ante el cual no es difícil caer en un error bastante frecuente, de alguna manera relacionado con algo que hemos hecho en las líneas del párrafo anterior cuando hablábamos de sistema solar subatómico, a saber: intentar comprenderlo a partir de las estructuras con las que nos movemos en el mundo cotidiano. Si uno se quiere zambullir en este mundo de caracteres cuánticos, debe resetear sus estructuras cognoscitivas previas para, a partir de ahí, empezar a caminar; y ver con lo que se encuentra. No menos fascinante es asomarse al nuevo marco categorial que, desde la teoría de la relatividad, rige nuestro cosmos, en el que tanto el espacio como el tiempo dejan de ser absolutos, y en el que los sucesos tienen una significatividad diversa en función del cuál sea la situación del observador. Sí, hay que tener el espíritu fresco para poder comprender (si es que se puede comprender) lo que se le va a presentar, y no rechazar cualquier hallazgo que no quepa en las categorías usuales cotidianas lo cual, por otra parte, será lo más fácil.

Desde el punto de vista científico, es interesante conocer la reciente historia de la física y sus giros cuántico y relativista, la difícil conversión de los científicos ya no desde la física newtoniana a la contemporánea, sino también, en el seno ya de la física contemporánea, entre los miembros de la ‘vieja guardia’ (entre los que cabe situar a Einstein o a Schrodinger) y la ‘nueva’ (Heisenberg, Dirac, Pauli…). Hay cuestiones muy interesantes relacionadas con ello, como es comprender qué significa la famosa dualidad onda-corpúsculo de la luz, o la curvatura del espacio-tiempo, o el entrelazamiento cuántico, todo lo cual comenzó a ser planteado a partir de experimentos realizados en un ambiente totalmente ajeno a lo que estaba por llegar, como el de la doble rendija de Young o el del cálculo de la velocidad de la Tierra por parte de Michelson y Morley. O conocer también las mismas partículas subatómicas, que ya hay unas cuantas (y cuyos descubrimientos son mucho más recientes de lo que nos pensamos), hasta llegar al bosón de Higgs.

No es menos interesante comprender cómo, partiendo de esas diminutas partículas, existe en la naturaleza todo lo que existe. Cómo los átomos se unen de maneras más o menos regulares para constituir todos los elementos y materiales que puedan existir. Y, lo que quizá sea más complejo, cómo se da el salto de la materia inanimada a la animada. Todo ser vivo está formado en última instancia por átomos: ¿por qué en unos casos esa combinación de átomos posee ese modo de ser que denominamos ‘vida’ a diferencia de otras combinaciones que no lo poseen? No deja de llamar la atención que, en última instancia, nosotros estamos hechos también de átomos. ¿Por qué estamos vivos, por qué vive cualquier organismo dotado de vida? Y no me refiero tanto a una cuestión metafísica de sentido sino, sencillamente, al hecho de que la materia inanimada en un momento dado, comenzara a tener vida. ¿Cómo articular que todo está hecho de átomos (también nosotros), cómo entender lo que concretamente entendemos como ‘cosas’ o como ‘seres vivos concretos’ en esa especie de continuum de realidad atómica en el que nos encontramos? Más enigmática si cabe es la aparición de nuestra inteligencia en la historia evolutiva.

Nuestro universo es un universo esencialmente dinámico, una dinamicidad que, si se puede definir de algún modo, es por su carácter creativo. Un universo dinámico, creativo, y que no está detenido, sino que continúa en ese mismo proceso evolutivo que lo ha llevado hasta la situación actual, en la que nos encontramos nosotros. Un universo dinámico, creativo, y abierto hacia el futuro en un proceso que no se sabe hacia dónde lo dirigirá ni hasta donde llegará. La naturaleza ha generado infinidad de formas materiales, de especies vivas… del mismo modo que ha destruido otras muchas, proceso que seguirá así hasta no sabemos cuándo. ¿Cómo puede configurarse todo ese gran entramado de átomos, células, órganos, tejidos, etc., para que un organismo pueda vivir?, ¿cómo puede ser que toda esa maquinaria funcione perfectamente engrasada?, ¿cómo puede ser que un ser humano pueda siquiera pensarlo?

Me preguntaba más arriba si podemos decir que todo lo que hay está hecho de átomos. ¿Podemos? Supongo que la respuesta a esta pregunta tendrá que ver con la respuesta que demos al carácter desde el cual podamos determinar qué sea aquello que hay. Si reducimos la realidad a lo material, creo que la anterior cuestión tendría sin duda una respuesta afirmativa. Pero, ¿es reducible la realidad a lo material? Difícil cuestión que ha sido considerada por no pocos autores a lo largo de la historia. ¿Qué quiere decir exactamente ‘realidad? ¿Qué es real y qué no lo es?

10 de diciembre de 2019

‘Ser es ser percibido’, pero no me malinterpretéis

Algo así es lo que dice Georges Berkeley en su Prefacio a lo que seguramente es su obra más importante, Principios del conocimiento humano, escrita a los veinticinco años de edad. El obispo de Cloyne era perfectamente consciente de la novedad de su pensamiento, sobre todo en referencia al Ensayo sobre el entendimiento humano, de John Locke; tanto como para pedirle al lector, sea quien sea, que,

«(…) suspenda su juicio hasta que haya leído por lo menos una vez toda la obra, con la atención y reflexión que la materia requiere. Pues se encontrarán pasajes que, tomados aisladamente, se prestarán con toda seguridad a falsas interpretaciones y a deducir consecuencias erróneas, lo que no ocurrirá ciertamente después de una lectura cabal de la obra».

Aunque Locke sea un interlocutor importante en su pensamiento, no se puede olvidar que la reflexión de Berkeley sigue los pasos de la filosofía cartesiana, en el sentido de que trata de levantar una firme teoría del conocimiento para asegurar la verdad de lo que se pueda afirmar sobre la realidad, si bien con una diferencia fundamental: si Descartes inicia su andadura con la duda, Berkeley la inicia desde la confianza de la existencia segura del saber humano: lo que se plantea Berkeley es la determinación de los principios de dicho saber, sin dudar nunca de la posibilidad de dar con dichos principios.

En el primer parágrafo de la obra, en la Introducción, dedica especial énfasis a quiénes son los que pueden realizar esa ‘lectura cabal de la obra’. Y lo hace reivindicando el papel que poseen los filósofos en tanto que buscadores de la verdad; si bien es consciente de la disparidad de opiniones de los mismos a lo largo de la historia (algo a lo que él pretende dar solución precisamente con esta obra), también lo es de que, si han dedicado y dedican tanto tiempo a la reflexión y al análisis de la verdad, probablemente poseerán «un espíritu más apto despierto en orden a la elucubración con un conocimiento más claro y evidente, por hallarse más desembarazados que los profanos de las dificultades y dudas que en alguna manera puede oscurecer la verdad». En su opinión, por lo general solemos gozar de ‘una seguridad y fijeza imperturbables en lo que a nuestros conocimientos se refiere’, de modo que ‘todo lo que nos es familiar’ es poco menos que evidente, y fácil de comprender; nos suele faltar lo que podemos denominar un espíritu crítico. Un espíritu crítico que, en cuanto es ejercido sobrevolando la actitud cotidiana, natural, propicia que nos asalten ‘innumerables dificultades, precisamente sobre cosas que antes creíamos haber comprendido perfectamente’. Creo que todo aquel que se haya aproximado a la filosofía, sabrá por experiencia a qué se refería Berkeley.

Aun así, y tal y como afirma Luis Rodríguez Aranda, prologuista de mi edición, los esfuerzos de Berkeley para prevenir ese posible malentendido de su obra no han sido suficientes. En su opinión, ha sido un autor tozudamente malinterpretado, y sus ideas han sido erróneamente expuestas de modo insistente. «La opinión más vulgarizada que circula es que Berkeley negó la existencia de los cuerpos», cuando ello para nada es la esencia de su pensamiento, tal y como el mismo Berkeley afirmó: «Ya hemos hecho ver anteriormente que está muy de acuerdo con nuestros principios el sostener que las cosas existen, que hay cuerpos o sustancias corpóreas, tomando estos términos en su sentido corriente y no en el filosófico» (§82).

¿Por qué, entonces, se suele afirmar que, para este autor, las cosas no existen? A mi modo de ver, se pueden dar dos razones a este hecho. La primera tendría que ver con que, efectivamente, con él se lleva el idealismo hasta sus últimas consecuencias, lo que propicia un pensamiento con una carga de novedad muy importante, sin un mapa conceptual ni clara ni rigurosamente establecido. Ésta es precisamente una de las tareas que él se propone. La segunda es porque, a causa de esto, su pensamiento no ha sido comprendido debidamente. Quizá haya, además, una tercera, a la que apunta Rodríguez: que fácilmente nos contentamos con manuales o historias de filosofía, que se escriben en no pocas ocasiones a partir de otras obras generalistas, sin haber ido directamente a las fuentes; nunca insistiremos lo suficiente en la necesidad de acudir a las fuentes, a los textos originales de los autores.

El paso que dio Berkeley respecto a Locke fue importante, tanto como para dar inicio a lo que se define cómo idealismo ontológico. Pero ya hemos visto que él no negaba la realidad de las cosas. ¿Cuál era el problema, entonces? Pues su fundamento. Él fue fiel hasta el final a su principio: ser es ser percibido; pero, era consciente de que la realidad de las cosas no debía depender de su percepción por parte del ser humano. Pero ello no quiere decir que no fueran percibidas o pensadas por alguien otro, a saber, Dios. Apelar a Dios le permitió salvar una de sus tesis fundamentales, como es el carácter espiritual de la realidad última de las cosas. El hecho de que este carácter último fuera espiritual, no implicaba negar la existencia de la materia, sino buscarle un fundamento de naturaleza espiritual, a saber: la percepción divina. El carácter espiritual de las cosas tiene que ver con ser percibido por alguien, con pertenecer a la mente de alguien; condición de su existencia es ser percibido por alguien. ¿Quién las percibe cuando no hay ningún hombre que lo haga? Dios. Su filosofía se desplomaría si no tuviera a Dios como garante; ciertamente, sería absurdo pensar que las cosas se volatilizarían cuando no fueran percibidas por ninguna persona. El fundamento de que las cosas no se volatilizasen es precisamente su presencia en la mente de Dios.

Esta aportación tuvo consecuencias muy importantes en la historia de la filosofía. Con su concepto de ‘idea’ (muy cercano al del contemporáneo ‘fenómeno’) abre dos vías de aproximación a la realidad: la gnoseológica, el tener noticia de algo; y la metafísica, lo que ese algo sea más allá de nuestra noticia. Este desdoblamiento también estaba presente en el espíritu clásico, pero desde la perspectiva de que ello no suponía mayor problema que el de perfeccionar nuestro conocimiento para, finalmente, llegar al conocimiento de la realidad. Esta posibilidad fue la que nuestro autor cuestionó abiertamente, abriendo una línea de reflexión de la que hasta hoy se perciben ecos. Si la aportación idealista al conocimiento, aunque matizada o perfilada, es hoy en día asumida, sigue siendo un reto en la actualidad la dimensión metafísica, en el sentido de conceptuar filosóficamente qué sea la realidad.

3 de diciembre de 2019

La clasificación de los seres vivos

Creo que esta clasificación es una de estas cosas de la que todos hemos oído hablar alguna vez, pero que no sabemos a ciencia cierta cómo es. Por lo menos esta es mi experiencia, y mi caso. La clasificación de los seres vivos de la Tierra, disciplina de la biología denominada taxonomía, ha sido una preocupación desde antiguo. Aunque quizá sea más exacto decir que la ciencia que efectivamente estudia la clasificación de los seres vivos es la sistemática, siendo la taxonomía la ciencia que estudia teóricamente los criterios y metodologías de las posibles clasificaciones. En cualquier caso, y como no podía ser de otra manera, ya el gran Aristóteles, biólogo además de filósofo, dijo algo al respecto. Entre él y la época actual, y como tampoco podía ser de otro modo, hubo un gran hito que cambió el modo de entenderla: la teoría de la evolución de Darwin.

Una idea que nos genera violencia pensarla, es la de mirar la naturaleza sin las gafas de la teoría de la evolución; lo tenemos hoy en día tan asumido, que se nos hace complicado pensar la naturaleza desde ese marco. Pero el caso es que, antes de que empezara a cobrar forma en la mente de las gentes y de los científicos la idea de evolución biológica, se consideraba que las especies eran como eran, y que siempre habían sido así, como eran. Si bien esto es algo que hoy nos parece inaudito, incluso ingenuo, creo que puede ser considerada como una conclusión natural en la época, sobre todo porque la amplitud de miras de una vida de la época clásica no iba más allá de lo que el ojo puede alcanzar, durante el tiempo que dura una vida; desde estas coordenadas: ¿quién podría afirmar que la evolución es algo evidente? La evolución es demasiado lenta para que una vida humana pueda darse cuenta de ella, por lo que es muy razonable —como digo, desde estas coordenadas— la consideración de que las especies eran fijas.

Antes de que la teoría de la evolución fuera enunciada como tal, su espíritu ya empezaba a ser lugar común en algunos ámbitos científicos. Y empezaron a surgir dudas en referencia a cómo había que considerar a las especies, las cuales ya no podían ser fijas, sino que debían ser cambiantes, y algunas de ellas tener a otras como descendientes. Tal y como nos explica Manuel Alfonseca en su libro sobre la evolución biológica y cultural del hombre, se empezó a plantear a las especies como un árbol genealógico en el cual, desde un punto cero, el origen de la vida, se irían creando diferentes ramificaciones en función de las distintas especies, constituyéndose un auténtico árbol de la vida. Toda especie debería de tener su lugar en él

Con el tiempo, este árbol de la vida se comenzó a complicar en demasía. Eran tantas las especies (¡millones!) que tenía que albergar y, en ocasiones, la información de la que se disponía (en muchos casos información fósil) era tan precaria, que se hacía complicado mantenerlo actualizado. Por lo que se volvió a retomar la taxonomía clásica, en la que la clasificación es sistemática, no cronológica: el eje del tiempo (evolutivo) desapareció, y se retomaron las categorías que a todos nos son familiares, a saber: partiendo de la categoría ‘vida’ estarían reino, phylum, clase, orden, familia, género y especie. Como dice Boadilla, «los rasgos de las divisiones más generales corresponderían a adaptaciones básicas o principales que surgieron en los momentos iniciales de la evolución de las especies progenitoras de estos grupos. Por ejemplo, hay cinco grandes reinos: las móneras, las protistas, los hongos, las plantas y los animales, que se corresponden con las cinco diferenciaciones principales de la vida sobre la Tierra». El phylum se correspondería con las líneas anatómicas fundamentales que, en el caso del reino animal, serían esponjas, anélidos, artrópodos, cordados… Los siguientes estratos se corresponderían con subdivisiones cada vez más especializadas. Tomando el ejemplo del propio Alfonseca, un león comparte con un tigre el género (Panthera), con un lince la familia (Felidae), con un oso el orden (Carnivora), con un canguro la clase (Mammalia), con una sardina el phylum (Vertebrata), y con una estrella de mar el reino (Metazoaria). También ocurrió con el tiempo que esta clasificación se mostró poco eficaz, al integrar tantas especies en tan pocas categorías, complicándose con más y más subcategorías.

Para poner las cosas más difíciles, llegó en su día van Leeuwenhoek descubriendo la capacidad de aumento de la imagen de las lentes. Con su microscopio de fabricación propia sacó a la luz el increíble mundo de los microorganismos, hasta entonces totalmente desconocido. La clasificación, todavía aristotélica, entre reino vegetal y animal se mostró insuficiente. Inicialmente se introdujeron algunos microorganismos en un reino y otros en el otro, clasificación que fue dudosa. Finalmente, ya en el siglo XX, se decidió añadir un tercer reino a los dos aristotélicos: el de las protistas, seres unicelulares de los que provendrían por evolución plantas y animales.

Esta división en tres reinos pronto se vio ampliada también en dos sentidos. El reino de los vegetales se dividió, sobre la década de los setenta del siglo pasado, en hongos y vegetales que no son hongos, es decir, los metafitos. En la siguiente década, gracias a la potencia de los microscopios electrónicos aumentó exponencialmente el reino de los protistas: se descubrió que algunos microorganismos tenían un núcleo celular en cuyo seno el ADN estaba encapsulado, mientras que otros no tenían núcleo y el ADN estaba repartido por todo el cuerpo celular; así, se estableció su división en tres reinos: eucariotas (organismos unicelulares con núcleo), y procariotas (sin núcleo), los cuales se dividieron a su vez en bacterias y arqueas (o arqueobacterias). Así, a finales del siglo pasado los organismos vivos se dividían en los siguientes reinos: bacterias, arqueas, protistas eucariotas, hongos, plantas y animales; los dos primeros procariotas y los cuatro últimos eucariotas; y de estos cuatro eucariotas, el primero unicelular y los otros tres pluricelulares.

Con los avances en la investigación genética, y el conocimiento creciente que se tiene del ADN, etc., se comenzaron a establecer otros criterios de clasificación, basados en lo que se denomina clados, pero que establecía algunas contradicciones con el modo habitual de entender la clasificación. Hoy en día, se puede establecer como definitiva la anteriormente citada de seis reinos, a los que se puede añadir uno más para distinguir, en el caso de las protistas eucariotas una diferenciación: la de los arqueozoos o eucariotas primitivos, que no tienen orgánulos, mientras que los protistas sí. Debido también a esta gran clasificación entre procariotas y eucariotas, parece que se ha impuesto, en una categoría superior a la del reino, hablar de dominio.

26 de noviembre de 2019

Dimitir como personas

No cabe duda de que una de las páginas más bellas de la filosofía española contemporánea son las dedicadas a expresar lo que es quizá el asunto más importante que nos compete en tanto que seres humanos, a saber: dar razón de nuestras vidas. Apoyado en distintos autores, Unamuno y Ortega introdujeron este nuevo planteamiento para analizar la vida, no tanto teórico como experiencial, no tanto desde fuera como desde dentro; si el primero lo hace con ese tono trágico que tanto le caracteriza, el segundo, sin desestimar el carácter dramático de la vida, lo enfoca con un tono más esperanzado, más lúdico, más deportivo: «la vida no sólo es piélago en el que me ahogo, sino también playa a la que arribo».

Gracias a ellos se abre en España una tradición filosófica genial, articulada alrededor de esa categoría filosófica que es mi vida, categoría filosófica que no deja de ser un tanto problemática, pero que tampoco deja de ser muy fecunda. Pues bien, uno de los autores que más la han trabajado, aparte del propio Ortega, es sin duda Julián Marías, autor que, si en sus inicios se apoyó relevantemente en el pensamiento de su maestro y amigo, conforme fue madurando intelectualmente fue adoptando un pensamiento más propio y original. Si hay algo que puede describir el carácter del pensamiento de este filósofo vallisoletano, diría que es su sensibilidad y su perspicacia a la hora de abordar con finura y elegancia tantos y tantos temas como trabajó durante su vida. Su principal foco de atracción fue sin duda la persona, tratada tanto a nivel individual como social, tanto a nivel biográfico como histórico. Hable de la imaginación, de la felicidad, de nuestro carácter personal, de la afectividad, de la historia española… hable de lo que hable, podemos escoger cualquiera de sus páginas y con toda seguridad encontraremos ideas que nos evocarán reflexiones y pensamientos que difícilmente podríamos haber alcanzado sin su lectura.

Si digo esto es porque el tema de este post tiene que ver con una idea suya, que he recordado gracias a un TFM en cuyo tribunal estuve ayer mismo. Para Marías es una categoría clave de la vida humana su carácter personal. Su concepto de persona es rico e interesante, y tiene que ver con nuestro esfuerzo para alcanzar una vida lo más auténticamente humana posible, sin dogmatismos, con responsabilidad. Marías nos invita continuamente a vivir nuestras vidas como protagonistas, no como simples espectadores que acuden a una representación, a una pantomima; nos invita a no vivir como turistas en la existencia, a no ver la vida desde la barrera, sino a vivirla de verdad, hasta la médula, extrayendo hasta la última gota que podamos exprimir.

Pero no siempre se hace así; es más, ciertamente es frecuente que dimitamos como personas. Y esto puede ser entendido desde un doble sentido: forzado o ‘voluntario’. En el primer caso, uno puede ser obligado a dimitir, le pueden robar su dignidad como tal, mediante la esclavitud, el racismo o el exterminio, como tristemente ha sucedido en nuestra historia. Recuerdo a Hannah Arendt explicando cómo los soldados nazis lo primero que trataban de hacer era robarles a las personas judías su dignidad, atormentándolas, humillándolas continuamente, rebajándolas, tratándoles como a ganado… porque, de este modo era más sencillo dirigirlos y manejarlos. Al robarles su dignidad como personas, les habían quitado lo más preciado. Una persona tratada como quien ya no lo es, se convence poco a poco de que es poco menos que un animal; una persona despersonalizada, obligada a dimitir de su carácter personal, no se siente libre, dejándose manejar o gobernar por ‘amos’ de distinto calado.

Pero no es ésta la única manera de dimitir como personas. Existe otra menos dramática… o mejor, menos llamativa, pero más frecuente, mucho más frecuente y, quizá por eso, también dramática. Se dimite como persona cuando uno renuncia a vivir su vida, cuando uno renuncia a ser protagonista de su vida, cuando renuncia a ser el autor de su vida… cuando uno renuncia a tomarse su vida en serio, y prefiere vivirla en clase turista; cuando uno renuncia a buscar su ser más profundo, su esencia como persona… cuando prescinde de la búsqueda de un proyecto de vida que no se quede en lo epidérmico, en el mero divertimento… cuando uno renuncia a la felicidad. Ciertamente la vida nos depara en ocasiones experiencias amargas, y quizá lo mejor para ‘salvar nuestra circunstancia’ (tal y como explica Ortega) no sea renunciar a nuestro proyecto personal vital, deslizándonos por la vida como un surfista sobre una ola, sino arreciando en ella desde nuestras entrañas, para sacar lo mejor de nosotros mismos.

Y ponía ‘voluntario’ así, entrecomillado porque, aunque de alguna manera esta opción depende de nosotros, pocas veces suele ser el resultado de una deliberación conscientemente realizada; más bien suele ser el resultado de un dejarse deslizar por la suave pendiente de la comodidad, de la seguridad, ante el temor de transitar por un terreno desconocido e impredecible, el cual seguramente será el que nos abra la puerta a una felicidad hasta entonces difícil siquiera de barruntar. Algo así decía Helen Keller; quien conozca un poco su biografía, sabrá que esta fantástica mujer sabía de qué hablaba cuando, en La puerta abierta, afirmaba:

«Cuando se cierra una puerta de felicidad, otra se abre; pero con frecuencia nos quedamos mirando durante tanto tiempo la puerta cerrada que no vemos la que se ha abierto para nosotros».

Nadie mejor que ella ha contemplado el ‘corazón de las tinieblas’, y nadie mejor que ella sabe el esfuerzo que hay que realizar para no dejarse arrastrar por su influencia paralizante. Más allá del optimismo y del pesimismo, esta mujer abogaba por un equilibrio entre ambos, una situación desde la cual se vislumbra perfectamente cada una de estas posturas, una situación propiciatoria de una forma de vida realista, vivida con densidad, con profundidad, y ¿por qué no? con deportividad. Sólo entonces se comienza a vislumbrar el verdadero significado del amor, el cual nos permite aprehender la realidad en toda su espesura porque, como decía Marías, «cuando no existe el amor todo es ilusorio, no hay nada que construir ni que perpetuar».

19 de noviembre de 2019

La ley de √n

Una de las preocupaciones de Schrödinger, el padre de la ecuación de onda, fue establecer vínculos entre la física y la biología. Ya estuvimos hablando de su libro ¿Qué es la vida?, cuya motivación fundamental comenté aquí. En él se plantea una idea ciertamente interesante, como es por qué los seres vivos somos de una escala tan enorme en referencia a la escala atómica. Su opinión al respecto la estuvimos viendo en este post. Lo que pretendo hacer aquí es, desde este punto de partida, dar a conocer una ley muy sencilla, que nos ayuda a hacernos una idea del orden de magnitud necesario para que se comiencen a convertir los fenómenos atómicos, totalmente impredecibles, en movimientos de grupos de partículas que ya responden a leyes funcionales: la ley de √n. Para ello voy a introducir el asunto, con algunos ejemplos del propio Schrödinger, para pasar a comentar dicha ley.

Todos hemos oído alguna vez el carácter estocástico característico de las partículas atómicas y subatómicas. Los científicos hablan de que, como mucho, se pueden prever mediante determinadas leyes probabilistas los comportamientos de grandes grupos de partículas, pero no de una sola. Algo que llama la atención: probabilísticamente podemos determinar el comportamiento de una muestra de gas de un cierto tamaño, por ejemplo, sin poder llegar a determinar cuál será el comportamiento de una sola de sus partículas; cada una seguirá su camino, independientemente de que, junto con todas las demás, sí que podamos saber con un reducido porcentaje de error el comportamiento conjunto de todas ellas. Los átomos sueltos, por su parte, tienden a adoptar un comportamiento desordenado, imposibilitando describirlo mediante leyes perceptibles. «Únicamente en la cooperación de una cantidad enorme de átomos, las leyes estadísticas empiezan a ser aplicables, controlando el comportamiento de esos ‘conjuntos’ con una exactitud que va en aumento conforme al incremento de la cantidad de átomos abarcados en el proceso», dice Schrödinger.

Al respecto propone algunos ejemplos. Sabido es que, en un gas, sus moléculas siguen trayectorias erráticas deambulando por el recipiente que las contiene, sea un tubo de ensayo o el salón de nuestra casa. Además de este movimiento errático, cada una de ellas posee una vibración propia que las hace girar sobre sí mismas. Pues bien, cuando a un gas se le aplica un campo magnético, sus moléculas tienden a orientarse según dicho campo, de modo que van alcanzando una orientación paulatinamente paralela. Evidentemente, la orientación que provoca el campo se encontrará siempre con la oposición desordenadora de las propias moléculas del gas. Pues bien, ante una magnetización suave, algunas moléculas irán orientándose parcialmente y otras no, sin saber a ciencia cierta cuáles de ellas harán una cosa o la otra, ni siquiera si su orientación se acoplará al cien por cien con la del campo o sólo parcialmente.

El segundo ejemplo tiene que ver con el hecho de que, cuando tenemos en un líquido partículas en suspensión, una vez agitado y dejado reposar, vemos cómo el nivel de las partículas va descendiendo poco a poco. Y, el caso, es que cada una de esas partículas no sigue un movimiento rectilíneo hacia abajo, como sería de suponer, análogo a cuando dejamos caer una piedra desde una altura, sino que sigue una trayectoria muy irregular, descrita como movimiento browniano o de Brown. Una por una, somos incapaces de determinar sus trayectorias, pero sabemos calcular el ritmo según el cual, tomadas en conjunto, van depositándose en el fondo.

Más llamativo es el fenómeno de la difusión. Supongamos que tenemos partículas de un sólido disueltas en agua, y que se encuentran desigualmente distribuidas en un recipiente, más concentradas en un lado y menos en el otro. Sabemos que, con el tiempo, las partículas tenderán a distribuirse uniformemente en todo el recipiente. Lo que no tenemos tan claro es el motivo por el cual esto ocurre así. Tendemos a pensar que, en la zona en las que hay más partículas, algunas de éstas ‘empujan’ a sus vecinas hacia el lado más vacío, porque hay más presión.

Pero el caso es que, cada una de estas partículas, se comporta de modo totalmente independiente al del resto; es decir, el movimiento que sigue cada una es independiente de que, a su lado, haya ninguna o miles de partículas. Por demás está decir que no es posible predecir el movimiento de ninguna de ellas, el cual estará sometido al continuo choque con las partículas del agua, sin poder saber qué trayectoria seguirá. Pero el caso es que ese es el único motivo que hará que se muevan las partículas, independientemente de que haya una sola o miles. ¿Por qué, entonces, las partículas tienden a distribuirse uniformemente por todo el recipiente? El motivo es muy sencillo. Supongamos que distribuimos dicho recipiente (como el de la figura) en compartimentos verticales estrechos, de modo que cada uno de ellos posea una concentración más o menos concreta. Las partículas de cada uno de estos compartimentos, saldrán con la misma probabilidad (en su marcha azarosa) hacia la izquierda o hacia la derecha. Por este mismo motivo, si cogemos cualquier plano vertical, le llegarán siempre más partículas por la izquierda que por la derecha, pues a la izquierda están los compartimentos más cargados de partículas. En cualquier plano vertical que miremos, ocurrirá esto: siempre le llegarán más partículas desde la izquierda que desde la derecha, «y mientras subsista tal estado de cosas, el balance de los movimientos se revelará en un flujo regular de izquierda a derecha, hasta lograr una distribución uniforme», el cual se puede predecir según la ley de la difusión. Pero se puede predecir el comportamiento general, no el de cada partícula.

¿Y qué tiene que ver todo esto con la ley de √n? No podemos predecir de ninguna manera el comportamiento de una partícula; y el de grupos de partículas lo podemos predecir con cierta probabilidad, pero no con una certeza absoluta. Esta probabilidad depende del número de partículas que estamos trabajando, y se cumple de modo bastante aproximado que es del orden de n. Si trabajamos con 100 partículas, el grado de desviación será 1/n, es decir: 10%. Si trabajamos con un millón, será del 0’1%. Con lo que, cuanto más grande sea el número de partículas de un cuerpo, más estable y fiable será su comportamiento, en tanto que responderá a leyes cada vez más exactas. En el caso de un organismo vivo esto es muy importante, pues a éste ‘le interesa’ que tanto las leyes biológicas para su funcionamiento interno como para su relación con el entorno sean bastante exactas. Los organismos muy pequeños, como de hecho así ocurre, dependen y mucho de su interacción con el medio, influyendo incluso las partículas de éste en sus movimientos. Podemos pensar que una desviación del 0’1% es razonable pero, tal y como nos dice Schrödinger, para nada es suficiente «como para justificar que una cosa merece la honrosa denominación de ‘Ley natural’».

12 de noviembre de 2019

La asesina asesinada: la palabra

Es fácil, al escuchar una melodía musical, por ejemplo, detenernos en la melodía principal; en oídos poco entrenados —como el de un servidor— es frecuente atender principalmente a ésta, descuidando todo lo que la acompaña. Sin embargo, hay un sinfín de detalles ¿minúsculos? que escapan por completo a nuestra experiencia, sonidos menores que abrazan a la melodía principal, llevándola en alas de plata (como me decía un conocido), que resuenan en lo profundo de nuestras entrañas sin darnos cuenta, despertando ecos que no sabemos reconocer, pero que nos transportan a un nuevo mundo más allá de las formas y de los pensamientos. Algo así ocurre también en la pintura. Cuando fijamos nuestra atención en algo, nuestra vista abre un campo de visión repleto de infinidad de estímulos de los que tampoco somos conscientes, que nos pasan inadvertidos, pero sin los cuales no seríamos capaces de percibir lo que percibimos como lo percibimos. Algo de eso saben los artistas, quienes bañan el motivo principal de su idea con infinidad de matices distraídos que bañan el lienzo, matices insignificantes gracias a los cuales el producto final alcanza su gracia, su calidad de artístico.

¿No será gracias a estos detalles menores que podemos aprehender el motivo principal de un modo diferente? Si probamos a suprimirlos, quedándonos a solas con la melodía principal de la música, con el motivo principal del cuadro, ¿tendríamos la misma experiencia? Probablemente, seguramente, no. Su secreto estriba en ellos precisamente; su ‘significado’ definitivo lo podemos alcanzar, no gracias a lo que primariamente somos capaces de percibir, a lo que dichas obras nos muestran en su superficie, sino gracias a estas otras formas intersticiales; formas —como dice Rof Carballo— «inarticuladas, sin configuración, aparentemente amorfas, de percepción subconsciente, que se escapa a nuestra atención por sutil que ésta sea, y que acompañan como armónicos a la forma que aparece en primer plano, que son como intersticios por los que bulle y hierve el subconsciente soterrado».

El artista es así un acróbata, que es capaz de hacer piruetas entre ambos mundos, «brincando de manera inconsciente, pero efectiva, entre las formas articuladas y netas que su mente superficial le obliga a configurar y los elementos inarticulados, amorfos, de su percepción inconsciente».

Así ocurre con las palabras. La realidad siempre es mucho más que lo que podamos conceptuar de ella. El contacto vivo que podamos obtener mediante una experiencia primaria nunca podrá ser debidamente alojado en el seno de conceptos y palabras, por muy elevado que sea nuestro lenguaje. Acaso esos sonidos originales a base de interjecciones, poseyeran una riqueza sombríamente desestimada. Las palabras cincelan la realidad como estiletes, frías como el hielo. Pero el caso es que nunca nos expresamos únicamente con palabras. Al igual que en la pieza del músico o en el cuadro del pintor, acompañan a la palabra infinidad de detalles imperceptibles, que dotan al mensaje de una riqueza, ciertamente inferior a la realidad que pretenden decir, aunque sin duda superior a la idea principal que dirige el discurso. Este eje principal es el que primariamente atrae nuestra atención; pero, junto a él, se dan también elementos informes, seguramente inarticulados, sin configuración alguna, que se escapan a las leyes de la buena retórica… pero que son percibidos por nuestra ‘mente profunda’, más allá de la consciencia. Todo ello ofrece una noticia que no es reducible a lo conceptual, que no es consciente siquiera, pero que puede aprehenderse, sin embargo, bajo una mirada atentamente radical, holística, integral. El buen hablante no deja de ser un encantador que, en lugar de serpientes, emplea palabras; o, mejor, los intersticios que dejan las palabras, entre los cuales desliza infinitos mensajes que hablan al subconsciente del interlocutor.

El lenguaje, el auténtico lenguaje no está tanto hecho de palabras como de silencios. Los silencios sin sigilosos, elegantes… no se abren paso a la fuerza, sino que están ahí, a la espera de que las palabras que se suceden en torrente vertiginoso lleguen al pie del risco escarpado, serenando su caudal, permitiendo aflorar silencios silenciados por su apresurado discurrir. Sólo mediante lo que no se puede decir, es posible alcanzar todo aquello que trasciende lo que sí se puede decir; paradoja que nos abre a un modo original de comprender la realidad, más allá de toda comprensión. El buen discurso ha de dejar espacios amplios entre sus palabras y sus frases… A mal entendedor le parecerá que no está bien trabado; a buen entendedor, agradecerá esas oquedades que permiten aflorar el mundo verdadero, ajeno a las cárceles de la conceptuación, y que propiciará el óptimo sentido a sus propios carceleros.

No estamos acostumbrados a escuchar los sonidos del silencio, a dejar que la soledad sonora reverbere en nuestro interior. Los silencios vuelven aprehensible lo inaprehensible, tangible lo intangible; son «donde resuenan en inarticulado murmullo los iniciales balbuceos, el cauce formado por mil recónditos riachuelos invisibles sobre el que las palabras despliegan el poder de su encantamiento». Lo que no se dice hace visible y tangible todo ese río profundo que acompaña a lo que se dice. Y hacia ahí es hacia donde tiende toda palabra, tensionada siempre hacia más allá de su propio límite, para decir lo indecible.

«La palabra, que al nacer siempre asesina un poco lo que ha querido decir, tiene, para acabar de decirlo todo, que morir en silencio».

Sólo cuando la razón humana ha encontrado sus límites y ha visto su dificultad para comprenderlo todo, se puede abrir hacia lo que está más allá de la razón, hacia ese espacio vacío que aparece entre las oquedades de las palabras, rodeándolas, esperando que se atrevan a dar ese salto que muchos desconocen, que muchos ignoran, instalados como están en el cómodo aposento de lo dicho.

5 de noviembre de 2019

El personaje histórico no está sólo

Comentaba en un post anterior la circunstancia en la que se encontraban aquellas personas que se erigían en personajes históricos, en protagonistas de la historia, en el sentido de que, si bien se deben de alguna manera a los hilos de la historia que deben manejar, no se encuentran determinados por ellos, sino que en ese margen más o menos amplio más o menos estrecho de actuación, se dan diversos futuribles, que debe resolver ‘a su manera’. Y en función de esta resolución, la historia seguirá unos cauces y no otros; su carácter histórico o público tiene que ver con el hecho de estar sujeto a estas circunstancias, de no poder disponer de su vida con demasiada capacidad de maniobra.

A mi modo de ver, aquí hay que situar la grandeza o la miseria de un personaje histórico: en su capacidad para poder tomar aquellas decisiones, de poder resolver los futuribles, a la luz de las consecuencias que dichas decisiones puedan tener históricamente para sus conciudadanos, para llevarlos en la medida de sus posibilidades al mejor puerto, independientemente de la presión de las circunstancias así como de sus intereses personales y de las lecturas ideológicas de la Historia que pueda realizar. Ciertamente no todo depende de él pues, como he tratado de mostrar, hay hilos de la historia que de alguna manera le condicionan, pero no por ello se puede olvidar la parte que sí que depende de él; si bien no puede hacer lo que buenamente se le antoje, sí que tiene cierta capacidad de actuación; como dice Bueno, su responsabilidad «no se diluye, pero tampoco cabe concentrarla en él».

Gustavo Bueno destaca otro aspecto de esto que estoy diciendo, y lo hace en referencia a la dimensión colectiva del personaje histórico; es decir, al grupo de personas que se mueven en torno a él, a su equipo, a sus consejeros, con los que habla y departe, y que también contribuyen a proporcionarle ciertas sugerencias y no otras. Pero tampoco sólo de ellos, sino que también está presente una dimensión más amplia.

Porque la decisión de un individuo en esta tesitura depende de él, sí, pero también de todos aquellos que le secundaron y le apoyaron expresamente (equipo cercano) o consintieron con su silencio sus decisiones (a nivel social). Y ello tanto en las decisiones afortunadas como en las desafortunadas.

No se trata de eludir la responsabilidad directa que alguien pudiera tener, sino de ser realistas y hacer notar que una decisión no la toma uno de modo más o menos puro, sino que recoge un legado, ante el cual intervienen más elementos además del discernimiento personal: el curso de los acontecimientos, las muestras de apoyo o de rechazo a sus valoraciones, la expresión del sentir popular (quien calla otorga, se suele decir), etc. ¿Por qué digo esto? Porque por lo general, cuando se busca un ‘chivo expiatorio’, un ‘criminal de guerra’, como responsable de todo lo que haya ocurrido en un determinado momento (también sería injusto en sentido contrario, uno nunca es responsable del todo del éxito de una decisión) ello «será debido no a la justicia, sino a que los vencedores necesitan del simbolismo de la condenación para definir su propia normativa como vencedores». Hablar de ‘responsables’ en la Historia —siguiendo el pensamiento de Bueno, que me parece ciertamente razonable— suele deberse más a intereses ajenos a la historia que a la realidad de los hechos; como dice él mismo, los ‘culpables’ aparecen cuando se piensa la Historia ‘con la brocha en la mano’.

No me puedo resistir a transcribir literalmente un texto suyo un poco largo: «Si una sociedad bien consolidada en su presente puede ‘liberarse’ de su dependencia de un pasado partidista y parcialista, tendrá que comenzar, ante todo, triturando su memoria histórica, y no mediante el olvido, sino mediante el análisis (des-composición) de los recuerdos, a fin de incorporarlo a una visión propia que le permita enfrentarse con los problemas reales del futuro. Por ello, la mejor prueba del grado de asentamiento que tiene una determinada sociedad puede en gran medida obtenerse de la observación de cómo se comportan sus dirigentes hacia su pasado inmediato. Si, paradójicamente, constatamos que el ejercicio de su memoria histórica acusa tendencias significativas hacia la ocultación y el olvido (…) podremos asegurar que esta sociedad, o sus dirigentes, no están seguros de sí mismos, y buscan la revancha, no la Historia».

Los intereses de estos ‘revanchistas históricos’ pueden ser legítimos o no; habrá que verlo. Pero lo que quizá no sea tan legítimo es la reivindicación de dichos intereses realizando lecturas partidistas de la Historia, cosa muy distinta.

29 de octubre de 2019

Del conocimiento instrumental al conocimiento filosófico

Distinguíamos en otro post entre dos tipos de conocimiento: el primero de ellos se puede denominarlo natural, vital… o instrumental, porque su principal rasgo es que es útil para la vida. Incluso los animales dotados ya de cierta sensibilidad poseen un conocimiento de su entorno, más o menos elaborado, el cual sirve para poder orientarse en él. Se suele decir que los animales lo poseen básicamente por instinto, aunque esta afirmación me suscita cierta inquietud; lo digo en el sentido de que, ciertamente, creo que los animales tienen instintos, pero no sé si a veces se emplea con demasiada facilidad este término para designar nuestro desconocimiento de todos esos procesos que poseen ‘de fábrica’. En cualquier caso, los animales conocen su entorno, se pueden orientar en él, y saben relacionarse con él adecuadamente en función de sus necesidades (supervivencia, alimentación, apareamiento…).

Este tipo de conocimiento instrumental también es relevante en nuestro caso; es más, quizá sea el tipo de conocimiento más común; aunque eso sí: se extiende también a distintas áreas de la vida específicamente humana que no compartimos necesariamente con la de los animales (laborales, de ocio, relaciones personales…). Por lo general, nuestras facultades están dirigidas hacia un desenvolvimiento puramente pragmático de la vida, lo cual es perfectamente legítimo y natural. Pero también es cierto que el ser humano puede no quedarse ahí, sino que perfectamente puede ir más allá de ese dato sensible y de su aplicación inmediata: puede proyectar, conceptuar, imaginar, crear… acciones que si bien no son totalmente ajenas al mundo animal, sí que es cierto —a mi modo de ver— que en nosotros poseen una riqueza y una profundidad que no es comparable. Ello propicia un tipo de conocimiento diverso, el conocimiento teorético, el cual va más allá del instrumental. Pero este conocimiento teorético precisa del instrumental, como subsuelo sobre el cual poder darse. El conocimiento instrumental, más vital, proporciona una especie de saber pre-teorético, como una especie de subsuelo sobre el cual se ‘monta’ el teorético, tomando ya cierta distancia de la inmediatez y pragmaticidad del primero. Siguiendo a Hartmann, no es legítimo plantearse un conocimiento teorético, crítico, si no es contando como subsuelo al natural o instrumental.

Si bien con ello aumenta exponencialmente las posibilidades de conocimiento humano, también es cierto que lo hace más frágil, en el sentido de que es más fácil equivocarse. El conocimiento instrumental tiene menos margen de error —en general— lo cual es comprensible. Este tipo de conocimiento posee una finalidad pragmática, dirigido a poder desplegar nuestras vidas y, en este sentido, cualquier tipo de error aflorará rápidamente porque la realidad de las cosas se encargará de ‘hacérnoslo saber’. Si este tipo de conocimiento nos ayuda a orientarnos y a adaptarnos en nuestro entorno, ese mismo entorno nos avisará de cualquier error en nuestra orientación o adaptación al mismo. Y aprendemos rápido: nuestra supervivencia (biológica o social, podríamos decir) está en juego. La realidad es como es, y tenemos que contar con ella tal y como es; nuestro entorno posee una consistencia ajena a nuestras inquietudes y nuestros intereses, y se nos impone muy a nuestro pesar. No es una realidad dócil a nuestra manipulación, como puedan serlo nuestros mundos imaginados. No se adapta a nosotros, antes bien, hemos de adaptarnos nosotros a ella, y nuestra actividad creadora se ha de adaptar a su modo de ser. En caso contrario, sencillamente, no sobreviviremos.

En el conocimiento instrumental adquiere plena justificación un concepto de verdad que nos es familiar: la verdad como adecuación. Hoy en día no está muy reconocida, crítica que seguramente esté justificada. Pero el caso es que, cuando predominaba en el ser humano esta actitud natural ante el mundo, era perfectamente legítima.

Y no sólo es que fuera perfectamente legítima, sino que no podía ser de otra manera, tenía que ser así. Tampoco debemos pensar que los pensadores clásicos no se hacían eco de la dificultad de conocer, claro que se lo hacían; eran conscientes de lo fácil que es engañarnos con nuestros sentidos, con nuestros prejuicios, con nuestras precipitaciones, etc.; pero sí que es cierto que subyacía en ellos una confianza radical en que, superando todas las dificultades, era posible conocer la realidad en sí misma (¿no ocurre algo así hoy en día en el común de los mortales?). Es más: ése y no otro era el objetivo del conocimiento, hacer crecer nuestro conocimiento y perfeccionarlo hasta llegar al conocimiento de las cosas. De lo que se trataba era de que, lo que nosotros pensamos de la realidad, fuera lo más coincidente posible con ella. El error, consecuentemente, era la ausencia de dicha coincidencia, cuando un pensamiento ya no se ajustaba a la realidad.

Ante esta actitud natural, vital, cotidiana, en la que predomina este tipo de conocimiento que hemos denominado instrumental, no cabe la posibilidad de plantear un problema crítico, en el sentido en que hoy lo entendemos. Las dudas sobre el conocimiento estaban relacionadas con la perfección del conocimiento, pero no con su consistencia como tal conocimiento, con sus posibilidades y alcance. Podemos preguntarnos cómo y por qué se dio ese tránsito en el ser humano; quiero decir: ¿por qué, en un momento dado, el conocimiento humano pasó de un conocimiento instrumental pragmáticamente aplicado a su vida, a un conocimiento teorético que difícilmente podía tener esa aplicación? Creo que este tránsito está muy bien explicado en el curso que impartió Ortega y Gasset publicado bajo el título de ¿Qué es la filosofía?

A donde quería llegar es a que, con este tipo de conocimiento teorético ya no es tan sencillo dar con la verdad (o con el error); es un tipo de conocimiento en el cual ya no son válidas esas certezas espontáneas típicas del conocimiento vital. Es más: el conocimiento teorético presupone como posibles errores las verdades de la actitud vital, idea que sin duda nos recuerda a Descartes. En la actitud vital hay una serie de verdades indubitables, muchas de ellas espontáneas, es decir, adquiridas sin hacernos debida cuestión de ellas: las asumimos porque nos son útiles en el sentido más amplio del término, y funcionamos con ellas. Y es sobre este subsuelo que se superpone el conocimiento teorético, el conocimiento filosófico, en el cual se ponen en juego otros rasgos que nos caracterizan, más allá de los estrictamente pragmáticos. Su ausencia de carácter pragmático no quiere decir que no sea útil para el ser humano. Ahora bien, esa utilidad nunca la encontraremos en lo pragmático, en su aplicación instrumental; quizá se hagan actuales dimensiones del ser humano que, no por no ser pragmáticas, dejan de ser humanas, todo lo contrario: quizá sean las más específicamente humanas.

Quisiera acabar insistiendo en que este conocimiento crítico, filosófico, no se alimenta de una realidad primara que sólo fuera accesible para él, que sólo le fuera dada de modo inmediato al filósofo; más bien, como afirma Ferrater Mora y en la línea que estoy diciendo, el filósofo «parte de experiencias comunes, cognoscitivas o no, y de lenguajes corrientes»; lo que ocurre es que, para el filósofo, estas experiencias comunes y corrientes no son suficientes: pueden ser la primera palabra, pero no la última.

22 de octubre de 2019

Para leer 'Sobre la libertad', de John Stuart Mill

Cuando Mill aborda en esta obra el problema de la libertad, no lo quiere plantear en tanto que concepto, o en tanto que problema metafísico, tal y como ha sido planteado por la tradición clásica cuando reflexionaba sobre el problema del libre albedrío, etc. Él se la plantea desde una perspectiva —digamos— más fáctica, relacionada con cómo se gestiona la libertad en las sociedades democráticas, atendiendo no a cómo debería ser o cómo nos gustaría que fuera la libertad social, sino a cómo de hecho se da ese difícil equilibrio entre el poder del Estado y la vida de los individuos en el seno de una democracia liberal, como es la suya (Inglaterra, durante la primera mitad del siglo XIX).

¿Hasta qué punto podemos establecer la originalidad de Mill en esta obra? En el siglo XVII había grandes figuras en la tradición inglesa, como Bacon, Hobbes o Locke; pero en su pasado inmediato parece que, exceptuando a Jeremy Bentham (quien, por cierto, influyó notablemente en su educación, y en el que se apoyó fuertemente para su propio pensamiento), parece que no hubo nadie más. Y, a sabiendas de que Mill modificó bastante los planteamientos de Bentham, pues sí que se puede afirmar que, efectivamente, le da cierta pátina de originalidad a su pensamiento.

Un argumento a favor de este carácter de originalidad de sus escritos puede hallarse en una circunstancia particular: la propia dinámica de la historia. Me explico. Cuando John Stuart Mill reflexiona sobre la sociedad inglesa, la democracia liberal ya lleva cierto camino andado. Frente a otros regímenes políticos anteriores, la democracia fue recibida con mucha ilusión y con muchas expectativas: por fin el pueblo iba a ser gobernado por el pueblo. Sin embargo, como él mismo dice muy agudamente en su introducción, el éxito saca a la luz errores y defectos que el fracaso no permite observar (máxima que puede ser extendida a cualquier ámbito de la vida, tanto social como también individual). Pues bien: el caso es que cuando escribe en 1859 Sobre la libertad, la democracia ya lleva bastantes años en marcha, y es entonces cuando comienzan a aflorar defectos que antes no podían haber sido tenidos en cuenta.

Por este motivo podemos decir que, consecuentemente, el modo que tiene Mill de tratar el problema de la libertad en las sociedades democráticas sí que es original porque, independientemente de la agudeza y del tino de este autor, los autores anteriores no gozaban de la información que él ya poseía, en referencia a los difíciles equilibrios que surgen en el seno de las incipientes democracias liberales.

A mi modo de ver, creo que es importante situarse en el punto de vista anglosajón para poder extraer el máximo provecho de la lectura de sus autores. Algo que para un espíritu continental no es fácil, porque poseemos una cosmovisión diferente (por lo menos un servidor). Esto posee un aspecto bueno y otro menos bueno, diría yo. Éste último lo relacionaría con el hecho de que no podemos encontrar en ellos las respuestas que nosotros estamos buscando. Creo que no me equivoco al afirmar que tenemos cierta tendencia a buscar los fundamentos de las cosas y de las acciones de los hombres, no tanto con la idea de querer desprender de ahí ningún tipo de normatividad universal sino, sencillamente, por la convicción de que las cosas no se deben únicamente a sí mismas, y anhelamos saber ese ‘por qué’ que va más allá de una descripción fáctica, y su consecuente explicación fáctica también. Y creo que, precisamente en este aspecto, la filosofía anglosajona en general y la de Mill en particular, posee una debilidad, porque a menudo presupone algunos principios, digamos, indiscutibles, cuando esa indiscutibilidad no es para nada evidente en su sistema filosófico. Muestras hay de ello en el texto. No basta con afirmar —tal y como yo lo veo— que tal cosa funciona, sino que habría que intentar argumentar por qué efectivamente tal cosa funciona. Si funciona —se podría preguntar—, ¿por qué quieres ir más allá de ello? Pues yo diría porque la filosofía siempre va en búsqueda de la verdad, y dicha búsqueda nos impulsa más allá de lo fáctico, por muy bien que funcione.

Pero esta diferencia de cosmovisiones —como decía— también tiene un lado bueno y que, sin duda, se erige en un atractivo indiscutible, como es el enriquecimiento que supone el esfuerzo mental de abrirse y de intentar comprender una cosmovisión diferente a la de uno. Nunca seremos conscientes de lo dirigidos o condicionados que estamos por nuestra cosmovisión de las cosas, en todos los niveles; y cuanto más sea así, más difícil nos será situarnos en otros cuadros de coordenadas, hasta llegar al punto de sencillamente ignorarlos, cuando no de estigmatizarlos. De ahí al dogmatismo sólo hay un paso. Porque, efectivamente, salir de nuestros esquemas es complicado; con ello no quiero decir que necesariamente otras cosmovisiones sean mejores que la nuestra, sino que, precisamente para dirimir esta cuestión, es preciso poder valorarlas en su justa medida, y eso no es fácil. No es fácil, y en esta dirección hemos de trabajarnos, pues lo fácil es ignorar y estigmatizar porque lo nuestro es mejor cuando, las más de las veces, supone un enriquecimiento en tanto que nos ofrecen modos complementarios de percibir las cosas.

Pues bien, en este sentido, si no buscamos respuestas fundamentales en Mill, creo que nos sorprenderá su agudeza a la hora de explicar los resortes y los procesos que se dan en el seno de la sociedad democrática de modo que, aunque sus reflexiones se enmarquen en el ámbito de ‘su’ sociedad democrática, creo que son en gran medida aplicables a ‘nuestra’ sociedad ¿democrática? del siglo XXI. Lo cual nos puede ayudar a conocernos mejor y a resolver nuestros problemas también mejor.

15 de octubre de 2019

La paradoja de Richard

En 1905 Jules Richard elaboró una famosa paradoja conocida por su nombre, la paradoja de Richard, que trajo de cabeza a los matemáticos de la época, aunque a la postre se mostró que su planteamiento no era correcto (enseguida diremos por qué). Nuestro interés en ella reside no tanto en la paradoja en sí, como en el hecho de que Gödel utilizó una estrategia similar para su famoso teorema. Así que, introducirnos en ella nos ayudará —así lo espero— a comprender mejor el teorema de Gödel.

Lo que planteó Richard fue lo siguiente. Consideremos cualquier lenguaje actual, por ejemplo, el castellano, en el que podamos expresar las propiedades aritméticas de los números cardinales. Cada una de estas propiedades las podemos expresar en ese lenguaje (de hecho, es algo que todos hacemos al explicar y aprender las matemáticas) sencillamente definiéndola. Un ejemplo de ello sería expresar lingüísticamente lo que es un número primo: “un número es primo si no es divisible por ningún otro excepto él mismo y el 1”. Ésta sería una de esas definiciones. Tendremos así una relación más o menos extensa de propiedades aritméticas expresadas en castellano, una relación más o menos extensa de definiciones matemáticas.

Cada una de estas definiciones tendrá un número finito de palabras, así como un número finito de letras. En base a este número, podemos ordenar las definiciones de más corta a más larga. En el caso de que dos definiciones coincidan en su longitud, las podemos ordenar alfabéticamente. Una vez hecho esto, tendremos todas las definiciones de que disponemos debidamente ordenadas en una gran lista, cada una de ellas situada en una posición concreta, la cual podemos numerar según los números naturales. Así, cada número representará su respectiva definición: la definición número 1 será la más corta, la definición número 2 será la siguiente, etc. A cada número natural le irá asociada una y sólo una definición.

Se puede dar el caso de que, el número que se corresponda con una definición, cumpla en sí mismo lo definido en dicha definición. Por ejemplo, si la definición de número primo ocupase el puesto 16, no ocurriría esto, pues el número 16 no es primo; pero si ocupase el número 17 sí, pues el número 17 sí lo es. Se da la coincidencia que la posición que la definición de número primo ocupa en dicha relación ordenada cumple lo que ella misma define. Pues bien, en este ejemplo, el número 17 es no richardiano, por cumplir aquello que define su definición; cualquier otro número que acompañe a una definición que no se cumple en él, será un número richardiano (como el número 16 de nuestro ejemplo).

En palabras de Nagel y Newman: «definimos ‘x es richardiano’ como abreviatura de ‘x no posee la propiedad designada por la expresión definitoria con la cual x está relacionado en el grupo de definiciones ordenadas sistemáticamente’».

Llegamos al punto en el que podemos enunciar la paradoja. Acabamos de definir una propiedad de los números enteros: la de ser richardianos. Entonces, esta definición ocupará su lugar en esa relación de definiciones que acabamos de realizar. Y en tanto que ocupa un determinado lugar en esa relación, irá acompañado de su respectivo número entero. Supongamos que la posición que ocupa la definición de un número richardiano en dicha relación es el número n. Es lícito preguntarnos si n es richardiano o no. Y es aquí donde aparece el problema. ¿Por qué?

Pensémoslo. El número n sería richardiano si, y solo si, no posee la propiedad definida por la definición a la que acompaña que, en su caso, es la de ser richardiano. Pero, para ser richardiano (según dice la definición) no debe poseer la propiedad que define la definición. Luego n es a la vez richardiano y no richardiano, «de tal modo que el enunciado ‘n es richardiano’ es, al mismo tiempo, verdadero y falso». ¿Cómo dar explicación a esta paradoja?

Como decía, esta conjetura hoy no se acepta porque, de alguna manera ‘hace trampas’. El fallo está en que, en principio, debemos definir propiedades aritméticas de los números; pero la definición de ser richardiano implica nociones extra-matemáticas, es decir, nociones que van más allá de su pura matematicidad, como, por ejemplo, el número de letras que acompañan a una frase, su ordenación alfabética, etc. Y esto no es lícito. ¿Qué conclusión cabe obtener? Pues que ‘la construcción de la paradoja de Richard es claramente falaz’.

Lo importante para nosotros es fijarnos en el procedimiento que realiza este matemático para construir su conjetura, el hecho de asignar un número a un enunciado lingüístico. Es decir, hay como un reflejo de una relación expresada de una determinada manera en otra expresada de otra manera: es lo que se conoce como mapeo.