25 de abril de 2023

Estamos hechos de historias

Hay una frase de Eduardo Galeano que me parece especialmente sugerente, y que suele abrir un horizonte nuevo a aquellas personas que se encuentran más cómodas en el ámbito científico, o cuanto menos más familiarizadas con él. Es una frase famosa, y que circula por las redes; de hecho, ahí es donde yo la conocí. Dice así: “Los científicos dicen que estamos hechos de células, pero, a mí un pajarito me ha dicho que estamos hechos de historias”. Me recuerda a una idea orteguiana que ha solido ser mal interpretada, sobre todo hace algún tiempo, según la cual afirmaba que “no somos naturaleza sino historia”. Ni se trata de que efectivamente no estemos hechos de células, que lo estamos, ni que no tengamos una especificidad biológicamente humana, que la tenemos, sino de que eso no es lo más importante cuando atendemos a lo que somos desde una perspectiva diferente. ¿Desde cuál? Pues desde la que tiene que ver con nuestras vidas, con nuestra existencia. No sólo somos biología, sino que también somos biografía.

Seguramente, la preocupación más importante que pueda tener una persona cuando reflexiona sobre sí misma no es tanto cuántas células tiene, ni cuáles son las características propias de su especie, sino qué ocurre con su vida: qué le ha ocurrido hasta la fecha y qué hacer con lo que le queda por vivir, qué le cabe esperar. Todo lo cual pasa por dar razón de ella; ¿a quién? Pues a sí mismo. Esto es algo de lo que, felizmente, la tradición española se ha hecho amplio eco: Ortega y Gasset, Zubiri, Marías, Zambrano… todos ellos nos han regalado una generosa reflexión con la que han tratado de reivindicar, más allá de nuestra consideración científica, lo que tiene que ver con la otra, con la existencial, con la vital; para lo cual han acuñado términos como raciovitalismo, sentir inteligente o razón poética. Incluso en la tradición anglosajona también se han hecho eco de ello; no hace mucho estuvimos trabajando en un seminario el famoso libro de MacIntyre, Tras la virtud, en el que descubrí esta misma idea, algo que la verdad me sorprendió. En un momento leía esto: «Soñamos narrativamente, imaginamos narrativamente, recordamos, anticipamos, esperamos, desesperamos, creemos, dudamos, planeamos, revisamos, criticamos, construimos, cotilleamos, aprendemos, odiamos y amamos bajo especies narrativas».

Modo sugerente de expresar que, en el fondo, lo que necesitamos, más allá de saber lo que somos desde una perspectiva científica (que también) es hallar un sentido (narrativo) a nuestras vidas, encontrar nuestro lugar en el mundo. ¿Acaso no es esta misma idea la que subyace a la expresión orteguiana ‘salvar nuestra circunstancia’?

Imán Maleki: "Memory of that house"
Efectivamente: porque vivimos narrativamente nuestras vidas, la entendemos en términos narrativos, tanto la nuestra como la de los demás. Y cómo uno cuente su historia dice mucho de él, porque lo importante no es tanto lo que nos pase, sino la lectura, la comprensión que cada cual haga de aquello que le pasa, que es muy distinto. La persona es capaz de soportar cualquier cosa si le dota de un por qué. A todos nos ocurren cosas, una sucesión de experiencias que no podemos sino vivir, experiencias bien que nos sobrevienen bien que las provocamos, y que integramos en lo que será nuestra biografía, nuestra historia, nuestra narración. Porque toda historia se vive antes de dotarle de sentido, antes de expresarla en palabras, salvo en el caso de las ficciones, claro. Y, como decía, lo que pesa no es tanto lo que pasa, sino la lectura que hacemos de lo que pasa: esto es, nuestra biografía; o mejor: nuestra autobiografía. La autobiografía es algo plural y dinámico. Uno puede descubrirse personaje de distintas narraciones simultáneamente, encajadas todas ellas entre sí, y muy bien puede ver cómo esa trama de repente deja de encajar, y se desmonta. O al revés: uno puede no comprenderse en algún momento de su vida, no saber qué es lo que le pasa y, con el tiempo, convertirla parcial o totalmente en una historia inteligible. Somos una historia abierta, una biografía personal y única que nadie puede escribir en nuestro lugar.

18 de abril de 2023

El calórico no existe

Como comentábamos en este post, no fue hasta finales del siglo XVIII que Benjamin Thompson, soldado de profesión, afirmó en 1798 que «el calor no era un tipo de sustancia sino un tipo específico de energía resultado de la transformación del trabajo mecánico». Ello supuso un cambio fundamental en su estudio, porque contribuyó a que se dejara de considerar al calor como un fluido que podía viajar de un cuerpo a otro para considerarlo como una característica de un cuerpo cuyo origen había que buscarlo en su interior, en una suerte de movimiento interior de sus elementos, en un estado energético interno. ¿Por qué obtuvo esta conclusión? Pues porque observó que el calor podía conseguirse ‘de la nada’; es decir: no hacía falta acercar un cuerpo caliente a otro para que éste se calentara, pues bastaba con frotarlo para calentarlo. Él estaba cansado de observar esto en las perforaciones que se hacían a los cañones cuando eran fabricados; en dicho proceso, se hacía un agujero longitudinal a un cilindro metálico macizo (por donde salían las balas), y Thomson observó que, al introducir el perforador, se generaba una cantidad de calor más que relevante, tanto como para que en algunas zonas el metal se pusiera al rojo. ¿Por qué se calentaba tanto el metal, si no había ninguna fuente de calor próxima? No tenía sentido seguir pensando en el calórico. Además, si el calórico existiera y el calor efectivamente fuera un fluido que pasara de un cuerpo a otro, el cañón calentado debía pesar más que cuando estaba frío, en tanto que había asumido calórico, pero sus mediciones le mostraron que no. Sus palabras fueron algo así: «me parece difícil, si no absolutamente imposible, imaginarme que el calor sea otra cosa que aquello que en este experimento (perforación del cañón) estaba siendo suministrado continuamente al trozo de metal cuando el calor aparecía, a saber, movimiento».

Ello supuso —como es fácil esperar— un giro importante en los estudios sobre el calor: el trabajo mecánico y la generación de calor ya no se consideraban dos fenómenos independientes, sino como parte de un proceso físico en base al cual realizando un trabajo se generaba calor, es decir, un proceso de transformación de energía mecánica en calorífica.

No tardaron los trabajos para elaborar científicamente esta teoría postulada por Thompson, el primero de los cuales corrió a cargo del alemán Robert Mayer (1814-1878), quien, en el artículo “Observaciones sobre las fuerzas de la naturaleza inanimada” publicado en 1842, expuso un modo para encontrar la equivalencia entre el trabajo mecánico y el calor generado. Ello lo hizo empleando un gran depósito de una fábrica de papel relleno de pulpa, la cual era removida por una pala arrastrada por un caballo que caminaba en círculo alrededor, como si fuera una noria. Así, comprobó que, efectivamente, partiendo del trabajo realizado por el caballo, se generaba una determinada cantidad de calor en la pulpa. Aunque no llegó nunca a establecer ninguna graduación.

No deja de llamar la atención el hecho de que se produzca esta ‘comunicación’ de energías (de mecánica a calorífica); y tampoco algo más interesante, esto es, cómo poder hablar de energías cuando los elementos protagonistas son tan pequeños como moléculas de un fluido (la pasta de papel, o el agua o el mercurio, etc.). Nos es más fácil hablar de energías mecánicas, las cuales asociamos con facilidad a desplazamientos de móviles, cuerpos, etc., a escala mesoscópica, pero nos es más farragoso pensarlo en términos a nivel microscópico. Para hacerlo, podemos establecer precisamente una analogía entre los sistemas termodinámicos y los sistemas mecánicos conservativos que, aunque su nombre es un poco extraño, a todos nos son familiares. En los sistemas mecánicos conservativos se distinguen dos tipos de energía: la cinética y potencial, y en todo momento la suma de estas dos energías, o, lo que es lo mismo, la suma de la energía total del sistema mecánico se conserva, permanece constante (siempre que no haya fuerzas externas actuantes, en cuyo caso hay que considerarlas según el trabajo que realicen sobre el sistema). Creo que nos son familiares ciertos problemas del colegio en los que se aplica este principio. Pues el caso es que ese mismo principio cabe aplicarlo al caso de fluidos, en concreto a la pasta de papel según la disposición que Mayer ideó; aunque claro, en este caso es más difícil calcular el sumatorio de energías cinéticas y potenciales de todos los elementos que componen el sistema, que serían sus moléculas. Pero si se pudiera identificar todos los componentes a escala microscópica, sería aplicable el mismo principio que para los sistemas mecánicos conservativos, es decir, la ley de la conservación de la energía seguiría siendo perfectamente válida.

A la vista está que eso no se puede hacer, que no se pueden ir separando una a una todas las moléculas de la pasta de papel y medir sus energías. Ahora bien, que no se puede medir cada uno de los estados energéticos de las distintas moléculas no implica que no se pueda medir su sumatorio total. Pues bien, este sumatorio total es precisamente lo que indica el calor, que es una magnitud macroscópica ya medible. El calor no es sino una energía, la suma de las energías de todas las moléculas que componen el sistema. Y es este calor el que varía en función del trabajo generado por fuerzas externas al sistema. Esto fue lo que planteó Mayer; y ni él ni los científicos de la época se les ocurrió nunca plantearse qué ocurría ‘dentro’ de los sistemas, dentro de la pasta de papel, es decir, considerar los sistemas a nivel microscópico, tan sólo preocupados (seguramente sería suficiente para la época) por el nivel macroscópico. Ciertamente, en la Termodinámica clásica no se podía dar una definición de las energías cinéticas y potenciales de las moléculas, ya que no podían descender todavía a ese nivel; no olvidemos que la estructura atómica y molecular de la materia se iría consolidando científicamente bastante después. Para los científicos termodinámicos de la época, el sistema en cuestión era una especie de caja negra de la que no se sabía qué ocurría en su interior.

Independientemente de esto, fue Joule quien diseñó más rigurosamente un experimento para analizar la intuición de Mayer, aunque el esquema fue básicamente el mismo.

11 de abril de 2023

Tiempos legendarios y tiempos históricos

Cuenta Bernard Williams una anécdota interesante, con la idea de sacar a relucir los dos modos diferentes de comprender la historia que vimos en el anterior post: la legendaria o la histórica; la narrativa o mítica (de Heródoto) o la científica (de Tucídides). La anécdota gira en torno a Minos, conocido rey de Creta, que dio nombre a la famosa cultura minoica. Tradicionalmente es considerado hijo de Zeus y de Europa (una mujer), por lo que no era del todo humano, pero tampoco del todo divino: era mitad humano, mitad divino. Hoy en día sigue siendo controvertida la cuestión del carácter histórico (en lo que corresponda) de dicha figura, pero no es eso lo que nos ocupa. El caso es que Minos es el protagonista de un pasaje de Heródoto, en el cual se refiere al gobernante de Samos (muerto en torno al 522-521 a. C.); dice Heródoto que Polícrates fue «el primero entre cuantos conocemos que se había propuesto controlar el mar, excepto Minos el cretense o algún otro que pudiera haber dominado los mares anteriormente. Pero de lo que se llama la raza humana, Polícrates fue el primero». Lo que le preocupa a Williams es por qué Heródoto realiza esta distinción, por qué una cosa son los humanos y otra los no humanos, por qué Minos no contaba y no importaba que hubiera tenido una flota antes que Polícrates. Ciertamente Minos no era humano del todo como sí lo era Polícrates, pero ¿era eso razón suficiente para desestimarlo, estando como estamos en el seno de la cultura heroica? ¿Qué ocurría con Minos?

Una cosa que deja clara este pasaje es que el tiempo de Minos fue anterior al tiempo de los humanos, y por ende al tiempo de Polícrates; un tiempo anterior en el que semejantes seres (mitad humanos mitad divinos) habitaban la Tierra. Pero el caso es que Heródoto no tenía una idea clara de cuándo fue ese tiempo; para Heródoto, el pasado se encerraba en una especie de período indeterminado, anterior al actual, sin mayor concreción. Y esto era suficiente, no hacía falta especificar más.

Dada esta vaguedad, ¿cabe considerar a este relato como histórico? Hoy en día difícilmente se podría sostener. Pero la postura que defiende Williams es interesante. No podemos olvidar que Heródoto se situaba todavía en una tradición mayoritariamente oral, en la que lo que se comunicaba mediante la palabra entre las generaciones era primariamente fiable. En el seno de una tradición oral, no podemos retrotraernos vívidamente mucho tiempo atrás, seguramente el límite esté en lo que recuerdan los ancianos del lugar. Todo lo que se pudiera situar más atrás de ese límite establecido por unas pocas generaciones, quedaba englobado en los tiempos pretéritos, en los tiempos legendarios. Y ello propicia una concepción del tiempo diversa a la que podamos tener ahora: un tiempo dividido entre el de prácticamente ahora (período que comprende unas pocas generaciones, hasta la de los ancianos) y el de lo anterior (lo legendario). Pero esta afirmación hay que matizarla.

Esto no nos debe llevar a pensar precipitadamente que hubo un tiempo en el que habitaban la Tierra dioses, a diferencia de ahora que no lo hacen. La diferencia entre seres humanos y seres divinos no es una diferencia de eras, porque cuando habitaban los dioses también era un mundo de humanos, tal y como ponen de manifiesto la existencia de seres semidivinos, como el propio Minos. La división que establece Heródoto no es entre el tiempo de los dioses y semidioses, y el tiempo de los humanos; pensar así sería malentenderlo. Para él no hubo dos tiempos perfectamente definidos, el tiempo de los dioses y el tiempo de los humanos, el tiempo de la historia y el tiempo legendario… Porque para tener esa perspectiva tendría que haber tenido una concepción cronológica del tiempo (como la que podamos tener hoy en día), y él no la poseía; él no poseía una concepción de los ‘dos lados’ de ese tránsito: ‘antes de’ (tiempos legendarios) y ‘después de’ (tiempos de la historia).

Todo esto nos acerca a la perspectiva de Heródoto, pero todavía no nos la explica. Vamos a seguir dando pasos. En una cultura de tradición oral, es natural que se compartieran muchos relatos. Algunos de ellos tenían que ver con situaciones de su presente, los cuales eran asumidos generalizadamente por todos como verdaderos, y ello no suponía mayor problema, ya que se refería a ‘lo que acaba de pasar’. No había problema para distinguir cuándo unos relatos eran verdaderos y cuándo otros eran falsos: bastaba observar lo que acababa de ocurrir. Pero también había relatos que se referían a tiempos pasados, y remotos, mezclándose vagamente unos con otros (los pasados con los actuales), actualizando los relatos pasados al presente, aplicándolos de alguna manera. Es decir, se contaban historias actuales, pero ‘aderezadas’ de elementos del pasado, sin que lo importante fuera del todo qué ocurrió exactamente en aquel momento pasado, sino su aplicación en el relato referido al presente. Es por ello que los elementos del pasado se solían englobar en un ‘antes’, en un ‘en los viejos tiempos’; pero eran considerados válidamente, cuanto menos en la tradición griega y, por extensión, en cualquier tradición oral. Eran relatos compartidos, que se escuchaban y se contaban, e incluso se trataba de conciliarlos entre sí (como hizo Hesíodo).

¿Qué grado de fiabilidad tenían esos elementos del pasado incluidos en los relatos del presente? ¿Cuál era su validez histórica? La explicación que ofrece aquí Williams es sugerente: «Estos mundos de leyenda se consideraban verdaderos, en el sentido de que la gente no dudaba de ellos, pero no creían en ellos como las personas creen en las realidades que las rodean». Los consideraban verdaderos… de otro modo, en tanto que suponían una herramienta válida para dar razón y para ordenar la vida social del presente. Esta práctica duró mucho tiempo; y sólo dejó de hacerlo cuando empezó a cobrar presencia la pregunta específica de si a estos mundos de leyenda se les debería dar la misma credibilidad que a las realidades que rodeaban a las personas; porque en ese mismo momento se perdió esa confianza irreflexiva, o natural, en ellos. El hecho de que esos mundos de leyenda pertenecieran a tiempos legendarios, les preservaba de ser susceptibles del mismo modo de credibilidad que precisaban los hechos actuales y presentes. Pero el caso es que su evolución como cultura (la griega), así como su encuentro con otros pueblos (como Egipto) hizo complicado mantener esta postura natural. Y empieza a surgir la necesidad de preguntarse qué son exactamente los hechos acontecidos en los tiempos legendarios. Empieza a surgir la necesidad de la historia como ciencia.

4 de abril de 2023

La percepción cotidiana es más que percepción

Qué duda cabe del papel que juega la percepción en la estética filosófica; su mismo nombre, ‘estética’, cuyo origen etimológico es aisthetiké, que viene a significar relacionado con la sensación o la percepción, así lo demuestra. Término que, ya desde la antigüedad, y aunque inicialmente no era así, pronto se asoció a la percepción de la belleza, pues sólo mediante la percepción puede ser aprehendido el objeto bello. Es fácil pensar que para percibir lo bello no es suficiente un modo cualquiera de percepción, sino que hay que alcanzar uno que esté de acuerdo con lo que se experiencia. No vale cualquier percepción para percibir lo bello, sino que es preciso un modo de percibir muy específico. Ahora bien: este modo más elaborado de percepción no consiste necesariamente en uno ‘radicalmente diverso’ del corriente, todo lo contrario, se sitúa en línea de continuidad; pero sí que es cierto que éste —el corriente— no es suficiente para dar razón de aquél —del estético—.

La percepción, cualquier percepción, hasta la más sencilla, es un fenómeno complejo. Más que una mera yuxtaposición de sensaciones, es el resultado de una actividad compleja, en la que se aúna lo ‘dado’ directamente a los sentidos, más algo ‘añadido’ por el sujeto y que no se da de modo directo a aquéllos, quizá sí oblicuamente. Y ello en dos sentidos. El primero, en el de que nunca se nos da del todo ningún objeto, nunca percibimos —es imposible— un objeto totalmente, sino que siempre es completado por nosotros, algo que hacemos sin más, sin darnos cuenta. Todo objeto presenta un ‘delante’ y un ‘detrás’, un ‘detrás’ que no podemos percibir precisamente porque nos lo tapa su ‘delante’; cuando vemos una naranja de frente, nunca sabremos, a no ser que la giremos, si está la naranja entera o sólo la mitad que vemos; suponemos que así será, es lo normal, pero nunca tendremos la certeza absoluta mirando desde acá. Pero el caso es que, aun lo que vemos directamente, tampoco lo vemos siempre todo, nunca vemos de golpe todo lo que la cosa nos muestra a nuestra percepción, nunca ‘agotamos’ sensiblemente lo que vemos de la cosa, sino que basta con una percepción parcial que luego completamos nosotros; percibimos lo suficiente para poder identificarla de modo que, una vez identificada, enseguida accedemos al concepto y abandonamos la percepción. Esto es algo que hacemos de modo natural, tan natural que ni siquiera caemos en la cuenta porque, en el fondo, es nuestro modo usual de percibir. Como dice Hartmann, no se trata de un proceso añadido, o de una reflexión o estrategia posterior, sino que lo hacemos en el seno del mismo proceso de percibir: «en la percepción desaparece la frontera entre lo dado ópticamente y lo añadido. Pues lo que en ella se lleva a cabo sintéticamente, sucede más acá de la reflexión, desde luego basado en la experiencia, pero no por procesos posteriores de conclusión, comparación, combinación y otros semejantes».

Pero esto no es todo. A este fenómeno hay que añadirle otro más, a lo que estamos diciendo hay que incluir una dimensión nueva, que excede el ámbito perceptivo de alguna manera, aunque no es ajeno a él. Y es que cualquier percepción cotidiana posee de suyo un contenido que no es estrictamente hablando apresable por medio de los sentidos, aunque su noticia venga de la mano con lo que sí.

Por ejemplo: vemos un paisaje y vemos la vida que alberga: la de los árboles, la de las flores, la de las abejas y mariposas que revolotean por doquier; entramos en una modesta casa, y percibimos la austeridad de sus dueños, o su delicadeza a la hora de cuidarla; cuando vemos un rostro, percibimos su determinación, o también su indolencia. Estrictamente hablando, con lo que nuestra sensibilidad percibe objetivamente (el paisaje, los árboles, los muebles de la casa, un rostro) no hay nada ni de vida, ni de delicadeza, ni de indolencia; pero no del todo porque, de alguna manera, sí que percibimos todo ello. Parece que, junto a lo dado sensiblemente en la percepción, hay algo co-dado, que ya no es dado sensiblemente, pero no del todo, pues eso co-dado no lo podríamos percibir sino es partiendo de la noticia objetivamente sensible. Hay, pues, en la percepción, una dimensión anímica, que también forma parte intrínseca de nuestra experiencia cotidiana. Con este fenómeno ocurre algo análogo a lo que ocurría con el anterior, a saber: que lo anímico de la percepción no se obtiene tras una elaboración o reflexión posterior, sino que se da a una con el mismo proceso perceptivo sensible, le pertenece a él, y sin él no se podría dar.