18 de diciembre de 2018

Unos filósofos diminutos que aspiran a todo

El panorama filosófico está lleno de cuestiones pendientes de resolver. Por lo general, la actividad filosófica no consiste tanto en resolverlos (idea harto pretenciosa) como en tratar de aportar una nota original, una aportación que pueda contribuir, aunque sea un poco, al avance de la filosofía. Pero el caso es que tales aportaciones están al alcance de muy pocos. Sólo auténticos genios pueden aportar ideas innovadoras y originales, a la vez que útiles para el avance de los conocimientos filosóficos. Por lo general, el grueso de los que nos dedicamos a ello estamos asociados a alguna escuela, intentando ir corrigiendo impurezas o inexactitudes, así como dando a conocer sus bondades y posibilidades. De alguna manera, hemos de conformarnos con ser filósofos diminutos, tal y como le leí a José Sanmartín.

Pero que como ‘profesional’ de la filosofía uno no pase de ser un filósofo diminuto, no es óbice para que tanto un servidor como los que así nos consideremos nos hagamos las mismas preguntas que los grandes pensadores. Sin embargo, no todos los que nos formulamos las preguntas filosóficas lo hacemos por igual. ¿A qué me refiero con ello? Entiendo que en la filosofía se han de distinguir dos actitudes: la propiamente filosófica y la que podemos denominar meramente académica. La segunda sería aquella según la cual nos limitamos a estudiar a distintos autores, distintos temas filosóficos… distintos enfoques en distintas épocas… pero sin acabar de introducirnos en ellos, de introducirnos de verdad, de zambullirnos en esa problemática que pretenden resolver, para tratar de escudriñar sus implicaciones en nuestras vidas, en la vida humana. Es común, estudiar los problemas y los autores filosóficos como desde fuera, desde la barrera. Y las más de las veces, parapetados ya tras una opinión personal que pocas veces ponemos a ‘disposición del adversario’, cuya aportación se limita en el mejor de los casos a provocar que repensemos nuestra postura, cuando no a confirmarla. Se filosofa desde la barrera.

La otra actitud, la filosófica, evidentemente adquiere otro derrotero: es la de aquel que, si bien no puede excusarse de tener que estudiar y trabajar, lo hace viviendo aquello que pretende resolver, viviendo en primera persona dicha problemática filosófica… Esto que es muy fácil de decir, y más fácil pensar que lo estamos haciendo, en realidad es harto complicado.

Entiendo que en los grandes de alguna manera se dan de forma prodigiosa ambas actitudes. No sólo la filosófica, sino a causa de un cerebro portentoso, también la académica. Y no sólo eso, sino que son capaces de articular ambas en torno a una comprensión de las cosas, de la vida, de las personas… que les permite ofrecer una reflexión sorprendente, original y asombrosa. A los filósofos diminutos sólo nos queda que estudiar, aprender y, en la medida de nuestras posibilidades divulgar o dar a conocer todo aquello que esté en nuestras manos. Pero no sólo eso: también debemos intentar realizar la que quizá sea la tarea más relevante del filósofo, de cualquier filósofo, a saber: cultivar la actitud filosófica; actitud sin la cual toda nuestra tarea pierde su sentido, y en la que de alguna manera sí que podemos afirmar (aquí sí) que coincidimos con los grandes. En tanto que docentes, es a lo que hemos de aspirar: a poder transmitir siquiera un poco, la actitud filosófica ante la vida; sin ella, lo que sea la docencia será cualquier cosa, pero no filosofía.

Es por este motivo que, por muy diminutos que seamos como filósofos, por muy poco que podamos aportar a la comunidad filosófica y a su avance, ello no es óbice para que, en la medida de nuestras posibilidades, tengamos la inquietud e incluso la obligación de aspirar a todo. Y bien entendido, no puede (no debe) no hacerse, no puede prescindirse de ningún tipo de conocimiento (científico, psicológico, pedagógico, teológico, sociológico, biológico, artístico…). No hay oposición entre filosofía y —a grandes rasgos— cualquiera de estas disciplinas, todo lo contrario: todas ellas confluyen en un único objeto de conocimiento, aunque desde perspectivas diversas. Creo que tan erróneo es el filósofo que prescinde de las otras disciplinas, como aquel que prescinde de la reflexión no específica de su propia disciplina que le puedan aportar otros enfoques. El hecho de no reflexionar sobre algo puede llevarnos a pensar que no lo hacemos porque no es necesario, cuando las más de las veces desconocemos todo aquello que nos pueda aportar. Podemos justificarnos pensando que no nos tiene nada que aportar; la cuestión es cómo poder saberlo, si no hemos hecho el esfuerzo auténtico de introducirnos en su dinámica y en su problemática con el afán constructivo de comprender y dialogar, y también de aportar. Mantenernos en un esquema reduccionista propio de nuestra disciplina, quizá conlleve el riesgo de realizar una práctica (la que sea) desde la inconsciencia de los prejuicios y creencias que adoptamos en su ejercicio, lo que entraña no pocas dificultades. No se trata de las unas o de las otras, no es una disyunción: se trata sumar, cada una desde su perspectiva y su carácter propio. Con respeto y con actitud de la necesidad (que tenemos todos) de ‘dejarnos decir’.

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