28 de noviembre de 2017

Ideas dotadas de biografía (iii): la tectónica artística

Hablábamos en el post anterior de esas figuras que podemos adivinar en la realidad, para lo cual era preciso pensarla figurativamente, tomando cierta distancia de perspectiva, no quedándonos empastados en ella. Estas formas no es que existan como tales, sino que las podemos entrever partiendo de la realidad concreta de las cosas, de su movimiento, de su devenir, de sus relaciones...Hablábamos en el post anterior de esas figuras que podemos adivinar en la realidad, para lo cual era preciso pensarla figurativamente, tomando cierta distancia de perspectiva, no quedándonos empastados en ella. Estas formas no es que existan como tales, sino que las podemos entrever partiendo de la realidad concreta de las cosas, de su movimiento, de su devenir, de sus relaciones...

El caso es que dichas figuras geométricas no se dan en la realidad así, de forma pura, ideal… sino que se dan encarnadas en ella. Lo que existen son las cosas y las situaciones; pero partiendo de su misma existencia, y por observación de ciertas constantes en fenómenos diversos, nos permitirá, si nos acercamos a ello figurativamente, si podemos pensar ‘en relieve’, extraer esas figuras geométricas cosmológicas. Recordemos que éste es el proceso al que d’Ors denomina tectónica, ese proceso según el cual las formas se dan a una con los elementos de la realidad, de modo que a la vez que se genera ese hecho o esa cosa se genera a la vez la forma que alberga en su seno. Otra cosa es nuestra capacidad para identificar dichas formas, actividad que denominaba morfología. Si la morfología estudia las formas, la tectónica estudia cómo esas formas se dan de hecho en la realidad; y no sólo en la realidad natural, sino también en la realidad cultural. Morfología y tectónica se complementan armónicamente en la cosmovisión dorsiana.

Este complemento armónico d’Ors lo articula alrededor del estético, ámbito privilegiado para poder ejercer su morfología, la cual es viable por la tectónica propia de la realidad. A su modo de ver, para poder aprehender en toda su profundidad la tectónica de la realidad es preciso acudir a modos de ejercer la razón que vayan más allá de lo lógico-científico; con ello, pero yendo más allá de ello. Para poder aprehender la tectónica, López Quintás dirá que es preciso atender a la realidad ‘ambitalmente’, modo gracias al cual podemos precisamente trascender la dualidad sujeto-objeto, para acudir a un ámbito de súperobjetividad: ámbitos de encuentro, relacionales, que sólo pueden ser aprehendidos si trascendemos la intuición sensible de la realidad para acceder a un pensamiento figurativo, o como describe muy gráficamente un pensamiento en relieve.

Pues bien, según d’Ors el arte se debe a este proceso; si se queda en la primera impresión, en lo sensible, en el deleite de los sentidos, en el virtuosismo, se convierte en un arte desvirtuado, sine nobilitate (sin nobleza, snob). El arte es el modo en que se puede reproducir artificialmente (artísticamente) esa tectónica que subyace a la realidad de las cosas, y que por ende nos encamina hacia ella. El arte es mediador, no un fin en sí mismo. La tectónica artística no es un objetivo en sí, cosa que ocurriría en aquellos casos en que reducimos lo artístico a lo primariamente percibido, a lo sensible; la tectónica es un medio para transmitir esa realidad que trasciende a lo primariamente sensible y a lo inmediato, y que d’Ors articula alrededor del concepto de ‘formas’.

El pensamiento figurativo dorsiano, pues, tanto en el ámbito artístico como en el natural y en el cultural capta simultáneamente el elemento sensible y el elemento racional del orden formal. Para él este conocimiento racional es más elevado que el sensible en la medida en que nos permite alcanzar dimensiones más profundas de la realidad, pero entiende que no se puede dar sin el sensible; la forma hay que buscarla en la realidad y no fuera de ella. Las formas no existen fuera de las cosas concretas que tienen figura, y no son sino ‘esquemas racionales que se añaden al elemento material de la sensación’. De hecho, el conocimiento estriba en, traspasando la realidad percibida sensiblemente, en saber mirar y saber dar forma a lo visto, saber configurarlo, en saber dibujarlo.


¿Qué otra cosa es sino pensar? Pensar es precisamente ‘organizar en cosmos un caos amorfo de posibilidades’. Mediante el pensamiento figurativo somos capaces de esquematizar racionalmente esas ideas que sólo se dan en la realidad, que sólo se dan encarnadas… esas ideas dotadas de biografía.


21 de noviembre de 2017

Ideas dotadas de biografía (ii): de la morfología a la tectónica

Como decía en el anterior post, Eugenio d’Ors hablaba de esa posibilidad de reconocer en ámbitos tan distintos como la naturaleza como en los hechos culturales e históricos ciertos esquemas formales que se repetían a modo de patrones. Recordemos que d’Ors no adopta aquí un enfoque platónico, aunque pudiera parecerlo: él es consciente de la existencia de lo múltiple y de lo diverso, lo cual no es óbice para observar estos patrones formales que los subyacen, y que permiten por otro lado contrastarlos. Ése y no otro es el objetivo de su morfología.

Quisiera detenerme en el hecho de que estas formas, o estos esquemas formales, no existen como tales en la realidad, así, de modo ‘puro’, de modo ideal, sino que se dan precisamente en la misma realidad de las cosas y de los hechos que acontecen. La morfología lo que hace es extraer de la realidad dichos esquemas formales. ¿Cómo lo hace? D’Ors lo expresa magistralmente: pensando figurativamente la realidad. Un ejemplo sencillo sería, por ejemplo, el de las órbitas de los planetas. En sí mismas, las órbitas en cuanto tales no existen, pero su formalización nos ayuda a conceptuar el movimiento de los astros. No se trata de que los astros deban seguir necesariamente esas órbitas elípticas; los astros tienen las trayectorias que siguen, cada uno la suya. Eso no es óbice para que nosotros podamos abstraer de dichas trayectorias unas líneas imaginarias. Y curiosamente podemos darnos cuenta de que, independientemente de que cada uno sigue su trayectoria particular, comparten características similares que podemos formular mediante leyes.

Para llegar a estos elementos formales es preciso partir de los hechos concretos y actuar inductivamente. Y esto no está en las manos de cualquiera. Muy agudamente (y adelantándose a ideas asentadas con posterioridad en la filosofía de la ciencia), d'Ors es consciente de que para seleccionar estos hechos concretos de los que se parte, para elegir unos sí y otros no, no valen criterios estrictamente científicos, sino que es preciso contar con cierta ‘subjetividad’ humana, subjetividad articulada alrededor de la intuición del individuo, sus preferencias personales, etc., inevitables aunque se pretenda una objetividad racional del problema. Pero a lo que iba. A lo que hay que atender es al hecho de que esos esquemas formales se dan en la naturaleza en una serie de elementos. Pues bien, este proceso según el cual la existencia de estos elementos, cosas reales, etc., dan a su vez las formas que rigen sus comportamientos, es lo que Eugenio d’Ors denomina tectónica.

Junto a una geometría abstracta (a base de puntos, líneas, planos, figuras), d’Ors habla también de una geometría cosmológica; geometría que si bien es necesariamente más ‘grosera’ que la abstracta, es ‘eminentemente sugestiva’, definida como el ‘estudio sistemático de las relaciones cuantitativo-figurativas existentes en el mundo sensible’. Y entre ellas hay una diferencia muy notable. La geometría abstracta aspira a emanciparse en la medida de lo posible de la intuición (sensible) con sus elementos ideales o puros; pero los elementos de la geometría cosmológica no sólo no aspiran a tal emancipación sino que encuentran en ella (en la intuición sensible) ‘a la vez regocijo y sustancia’ (mantengamos en la memoria estos dos términos: regocijo y sustancia).

Así, d’Ors no se acercará a la realidad desde los elementos puros o ideales (actitud platónica) sino que, atendiendo a lo real, intentará sonsacarle las constantes geométricas que la misma realidad nos permite entrever. Para ello será preciso mantener una actitud diversa, habrá que pensar la realidad figurativamente, en lugar de mantenernos a ras de tierra, empastados en ella. Como vemos, no son ideas puras, no son propias de un conocimiento puro racional, sino que están sujetas a contingencias y vicisitudes. Sin embargo, no se limitan a lo concreto, a lo inmediato, sino que se encuentran a medio camino entre lo inmediato sensible y el mundo abstracto de los conceptos. Por un lado, poseen cierta similitud con lo conceptual (por lo que tienen de puro), y por el otro, cierta similitud con lo fenoménico (por lo que tienen de concreto). Son figuras encarnadas, perceptibles por una intuición sensible que encuentra en la realidad regocijo y sustancia, fundamento del conocimiento estético, como veremos.

14 de noviembre de 2017

Ideas dotadas de biografía (i): palpar la realidad

Eugenio d'Ors es un autor que ha elaborado una teoría bastante personal de lo que es la metafísica, la cultura y el arte. Todo ello gira en torno a un núcleo fundamental en su pensamiento: la estética. Gracias a ella, podrá crear vínculos velados entre fenómenos aparentemente tan dispares como los históricos y los naturales, los culturales y los metafísicos.

No es un pensador platónico: la realidad de los hechos y su multiplicidad y diversidad es algo que se impone, pero ello no implica necesariamente una ausencia de formas, o de ideas, todo lo contrario; lo que cambia es el modo de acceder a ese sustrato. Para él será tarea ineludible poner orden en ese aparente caos que es la pluralidad de hechos concretos que continuamente se dan, e incluso entre ámbitos aparentemente inconexos. Su pensamiento gira alrededor de la idea nuclear de que entre lo variado hay una armonía, entre lo dinámico elementos estáticos de razón… de modo que no se trata de que sea lo uno ‘o’ lo otro, sino de lo uno ‘y’ lo otro. Ambas dimensiones (lo dinámico y lo estático, lo diverso y lo armónico) son necesarias para darse una realidad que es complemento necesario de ambas.

Ahora bien, para poder avanzar hay que proceder mediante una metodología que dé cabida a esa combinación viva de dimensiones tan dispares, porque no es fácil acceder a ese conocimiento que combina lo múltiple y diverso con lo formal y racional. No puede ser un conocimiento al uso, fuertemente marcado por el segundo aspecto: el racional, el formal, el reflexivo… Es necesaria una metodología diferente, que incluya en su seno esa dimensión física que nos pone en contacto con la dimensión también física de la realidad diversa: una metodología que él denomina palpitación; es decir, un conocimiento tentativo, como ‘a tientas’, palpando la realidad, sintiendo su palpitar, su vibrar, su existir. Para ello podrá en combinación dos disciplinas, a saber: la morfología y la tectónica, inseparables la una de la otra. La primera tiene que ver con la dimensión formal; la segunda, con el modo en que la realidad se da en su génesis de acuerdo a esas formas.

La primera de ellas, la morfología, se ocupa de la identificación de formas. Ahora bien, hay que entender qué significan estas formas, porque como digo no es un autor platónico, ni en consecuencia entiende las formas al modo de ideas platónicas que configuran aprióricamente la realidad. Para d’Ors no se trata tanto de algo que desciende del mundo de las ideas para conformar la materia, como de determinadas constantes ‘no mordidas por el tiempo’ que se dan en la naturaleza, y que en consecuencia pueden ser identificadas. No son leyes que se hayan de cumplir necesariamente, no son determinantes; ni siquiera son leyes que necesariamente deban existir como tales… Son constantes que se pueden adivinar en los procesos, se pueden identificar, y en un momento dado pueden no darse.

Esto es algo a lo que más o menos podemos estar acostumbrados en la naturaleza, ámbito por excelencia en el que podemos apreciar esas constantes que subyacen a los procesos naturales, a pesar de su diversidad. ¿Qué otra cosa es una ley científica, por ejemplo? Dos piedras nunca caen exactamente igual (sería imposible), y sin embargo ambas obedecen a las mismas leyes. Más novedoso es el hecho de identificar estas formas en el mundo de la cultura; sin embargo, será el empeño de su ‘morfología de la cultura’. Del mismo modo que podemos percibir esquemas formales en el mundo natural (¿recordáis cuando hablábamos de la espiral de Fibonacci?, o también el ejemplo de las regiones de Voronoi) podemos hacer lo propio en el mundo cultural o histórico.

D’Ors pone los ejemplos de los paralelismos que se pueden adivinar entre las aportaciones de Linneo a las ciencias naturales y las de Palladio a la arquitectura; o también entre los minuciosos grabados de Callot por un lado y la matemática infinitesimal de Lambertin por el otro. No se trata de una relación extrínseca entre fenómenos dispares, sino de distintos fenómenos de los que se pueden extraer patrones comunes según determinados aspectos. Patrones que —desde su punto de vista— ponen en evidencia cierta relación entre ambos tipos de fenómenos (los naturales y los culturales), relación que no posee el carácter de ‘necesidad’ (ciertamente), pero que se puede observar, prueba de que esa relación existe. Y no sólo entre lo natural y lo cultural, sino incluso entre fenómenos culturales de distinta índole, como entre lo artístico y lo político: famoso es su ensayo titulado precisamente Cúpula y monarquía, en el cual sugiere que es posible explicar los sistemas políticos atendiendo a las variaciones arquitectónicas producidas en la misma época; relación que como digo no se encuentra a modo de ‘ley’ sino como una constante que liga a estos dos fenómenos en su plasmación concreta. Otro ejemplo de este tipo serían las grandes edificaciones faraónicas de hormigón propias de los regímenes totalitarios.

Y esta es la cuestión que d’Ors se plantea, esto es, cómo es que de realidades tan dispares podemos extraer pautas formales que son semejantes, y que se repiten en ámbitos tan diferentes como en el de la naturaleza y el de la cultura. Porque estos esquemas formales no son algo meramente ideal, conceptual, sino que efectivamente se dan en la realidad de las cosas y de los hechos que acontecen, motivo por el cual los podemos reconocer. No se trata de algo meramente ‘puro’ sino físico, real… que se puede palpar.

8 de noviembre de 2017

Las bondades de la metamatemática

En un post anterior establecíamos la distinción entre matemáticas y meta-matemáticas, es decir, entre el contenido del discurrir matemático y aquello que se podía decir sobre dicho contenido, sobre dicho discurso. Esta distinción que hoy en día puede parecernos más o menos evidente, no lo era hasta no hace demasiado. Y si nos puede parecer hasta nimia, no lo es en absoluto, pues ello ha introducido la posibilidad de establecer una mirada crítica a los procesos mediante los cuales los matemáticos hacían matemáticas. Hasta la fecha, los procesos matemáticos estaban fuertemente influenciados por los conceptos comunes según los cuales nos relacionamos con la realidad, pero en el momento que dicha transferencia ya no está legitimada porque nos hemos ocupado de deslegitimarla por definición, los elementos que son utilizados en el discurso matemático están despojados de su significado habitual para adquirir aquel que está definido por los axiomas y por los criterios con que se han formulado los mismos.

Hoy en día estamos acostumbrados a escuchar expresiones del tipo meta-‘lo que sea’: meta-lenguaje, meta-comprensión, meta-psicología, meta-materiales… Por ello no nos es extraño diferenciar entre los sistemas formales que construyen los matemáticos (las matemáticas propiamente dichas) y la descripción, la discusión y la teorización acerca de los mismos, todo lo cual es incluido hoy en día en el campo de las ‘meta-matemáticas’. Pero esto es algo, como digo, bastante reciente; y hasta la fecha ha sido frecuente que los mismos matemáticos (al compartirse los significados de su reflexión matemática con los que usualmente les son atribuidos en la realidad) confundieran ambos ámbitos, y pensaran hacer matemáticas cuando únicamente estaban teorizando, discutiendo sobre ella, lo que ha dado lugar a no pocos problemas. La gran ventaja de esta distinción ha sido la de suprimir del cálculo estrictamente matemático todo aquello que no era específicamente matemático (como suposiciones ocultas o asociaciones indebidas); por otra parte, ha supuesto una depuración del ejercicio matemático por el esfuerzo que conlleva definir bien todo el sistema en términos estrictamente formales. De hecho, el programa de Hilbert tiene su origen en el debate abierto por el constructivismo ante los ‘excesos’ formalistas: frente a la postura constructivista que desestima algunos conceptos formalistas, Hilbert no está de acuerdo, proponiendo en la década de 1920 una alternativa, que cristalizó en la publicación de varios artículos, dando entrada a la metamatemática. Su objetivo no sería otro que contrastar la validez de los teoremas matemáticos, tratándolos como meras secuencias de símbolos, sin significado semántico, susceptibles de ser tratados mediante las reglas algorítmicas.

por aquí derivó la idea de Hilbert (que comentaba en el anterior post): en formalizar el lenguaje matemático, entendiendo que la empresa de reconducir disciplinas matemáticas a sistemas formales revestidos de un ‘traje axiomático’ era viable, convirtiendo las expresiones matemáticas en secuencias de símbolos sin significado explícito. Partiendo de ahí, se podrían identificar los elementos y las reglas que se deben seguir en las deducciones, etc., creando así un entramado estructural formal a partir del cual no pudieran generarse enunciados ni formulaciones contradictorias, o inconsistentes: los enunciados matemáticos serían tratados como una mera secuencia de símbolos sin más significado que el que tuvieran según las reglas con que se ha constituido dicho sistema formal, los cuales ya estaría en condiciones de ser manipulados en él. Ciertamente, estos sistemas serían complicados e incomprensibles en muchos casos porque, semánticamente, serían accesibles sólo por medio de sus reglas gramaticales y transformacionales, sin significado alguno cotidiano. Motivo por el cual no parecía sensato del todo renunciar a una ‘comprensión semántica’, espontánea, de operadores, entes, propiedades, etc. Esta comprensión semántica cotidiana no debía ser la principal, pero no podría tampoco renunciarse a ella del todo. Hilbert pensaba que, con la metamatemática, se podría averiguar qué razonamientos matemáticos eran válidos o no.

Como dice Morales Medina, el programa de Hilbert proponía que los axiomas para la aritmética debían cumplir cuatro condiciones, a saber: a) el sistema debe ser consistente; b) toda demostración debe poder realizarse en una cantidad finita de pasos; c) dado cualquier enunciado P, o bien él o su negación deben ser demostrables en el marco axiomático; y, d) la consistencia de los axiomas (primera condición) debe ser verificable en una cantidad finita de pasos. El carácter finito era importante, y ello en dos ámbitos: en el de la expresión de una proposición (que debía emplear un número finito de símbolos) así como en la expresión de una demostración (que debía emplear un número finito de pasos, o de proposiciones); no tenía sentido plantear proposiciones con un número infinito de símbolos, o demostraciones con un número infinito de pasos, pues en ambos casos parece razonable exigir que una proposición pueda ser expresada y una demostración realizada, para lo cual es preciso poder alcanzar su conclusión. No menos importante es su consistencia o ausencia de contradicción.

En este empeño formalizador tuvo un papel relevante Boole en 1847, pero sobre todo Russell y Whitehead con sus Principia Mathematica en 1910, apoyándose en los trabajos previos de Gottlob Frege. Lo que pretendía este autor era mostrar que todas las nociones aritméticas pueden derivar de ideas y procesos puramente lógicos, al hilo de lo que estamos viendo; es decir que, efectivamente, cualquier teorema se pudiera deducir mediante la aplicación de unas reglas de deducción partiendo de unos pocos axiomas iniciales. Russell y Whitehead pusieron de manifiesto claramente esas insuficiencias que ya denunciaba Hilbert en referencia a lo frecuente que era que una deducción matemática se ‘contaminara’ con elementos meta-matemáticos. Evidentemente, el uso de estos elementos contaminantes por parte de los matemáticos hasta la época se hacía de modo inconsciente, y no ha sido hasta estos años que se ha evolucionado lo suficiente como para ponerlos en evidencia. Por ejemplo, se detectan casos así en la geometría euclidiana, la cual llevaba en vigor sin ningún problema cerca de dos mil años: la lógica tradicional es incompleta, e incluso fracasa a la hora de explicar razonamientos matemáticos que hoy en día son considerados elementales.

Sin embargo, esta pretensión de reducir la consistencia de los sistemas matemáticos a la consistencia formal lógica de sus procesos no ha triunfado, y sucesivas investigaciones han puesto de manifiesto que la pretensión de Frege y Russell no ha sido ‘la’ respuesta al problema planteado. Sin embargo, su trabajo no ha sido en balde; como suele ocurrir, el esfuerzo realizado, aunque no alcanzara su objetivo, ha proporcionado elementos de notable valor, en este caso estos dos: a) la formalización del razonamiento matemático, y b) la relación de todas las reglas y normas inferenciales formalmente empleadas en las demostraciones y deducciones matemáticas. Los Principia Mathematica de Russell y Whitehead contribuyeron en definitiva, así como los trabajos de Frege, a la posibilidad de crear un cálculo matemático ausente de contaminaciones interpretativas, reduciendo la operatividad a transformaciones de cadenas de señales sin significado en otras cadenas de señales sin significado, de acuerdo a unas reglas establecidas.

1 de noviembre de 2017

Las voluntades de Schopenhauer

La filosofía de Arthur Schopenhauer no se puede entender —a mi modo de ver— sin estudiarla a la luz de su cosmovisión; y a su vez, su cosmovisión entiendo que no se puede acabar de comprender sino es a la luz de su filosofía. Esta circularidad supongo que es extensiva a todo pensador; sin embargo, destacaría la relevancia que posee en él, y que él mismo reconoce al comienzo de su El mundo como voluntad y representación, su obra de mayor relevancia, sin duda.

En su tiempo no tuvo un gran reconocimiento como filósofo, debido al hecho de coincidir con uno de los grandes, de los más grandes, como fue Hegel. Ambos poseían un modo de entender el todo más o menos similar, aunque con dos diferencias fundamentales. Tanto uno como otro hablan de un principio absoluto de todo lo que existe, principio absoluto que se objetiva en este mundo, en la naturaleza, en la realidad: el ‘espíritu absoluto’ para Hegel, la ‘voluntad’ para Schopenhauer. En el primero, este principio absoluto tiene un marcado carácter lógico, racional, pero también orgánico, vital, deviniente. En Hegel, efectivamente, el espíritu absoluto presenta una dimensión que a menudo se olvida, como es esa dimensión de fuerza, de vitalidad, independientemente de que en él posea un carácter marcadamente más acentuado el racional, el lógico (pero no un lógico meramente abstractivo, sino orgánico, incluso metafísico). Pues bien, en Schopenhauer este carácter vital y orgánico es el fundamental: el principio del mundo es aquello que le hace ser, que propicia el movimiento, la energía, la vida… Ésta sería la primera diferencia. La segunda tiene que ver con el modo en que todo este gran proceso cósmico se da, el cual como sabemos en Hegel posee un carácter marcadamente cerrado, teleológico, progresivo, hacia el retorno del espíritu a sí mismo, algo que no está tan presente en el pensamiento del segundo.

El concepto clave en Schopenhauer es el de voluntad. Un concepto amplio y complejo, del cual se echa de menos una explicación más rigurosa por parte del autor. Y no porque le dedique pocas páginas (todo lo contrario) sino porque a causa de su riqueza es muy complicado.

Creo que es preceptivo definir muy bien a qué grado de la misma hacemos mención, o en qué ámbito de la existencia nos encontramos. Me explico. A mi modo de ver, la voluntad es nombrada por él según tres acepciones, las tres íntimamente relacionadas —como no podía ser de otra manera— pero cada una con su especificidad propia. No se trata de tres voluntades distintas, sino de tres modalizaciones de la misma, y que influyen en el modo en que se manifiesta: me refiero a la Voluntad, a la voluntad y a la voluntad humana.

La primera es la voluntad tal y como la hemos expuesto, como ese fundamento del mundo, cuya objetivación no es sino la naturaleza, toda la realidad. Denominaré a la voluntad según esta acepción, antes de ser objetivada, ‘Voluntad’, con mayúscula, para distinguirla de las otras dos, sobre todo de la siguiente. Esta Voluntad tiene que ver con el ámbito de lo ‘en sí’, el ámbito previo incluso al de esa primera objetivación que es la de las Ideas (recordemos que Schopenhauer, y en general buena parte del romanticismo era platónico en este sentido). La Voluntad es pura energía, pura fuerza… y como tal se convierte en el fundamento de toda la realidad en su dinamicidad y en su organicidad.

Un segundo estadio sería precisamente la objetivación de la Voluntad en el mundo: sería la ‘voluntad’ —con minúscula— tal y como acontece en nuestro mundo, según distintos grados de objetivación: desde la materia inerte, pasando por los distintos niveles de vida, desde los más inferiores a los superiores, hasta el grado máximo en el ser humano. Todo lo que existe está sujeto a las leyes de la naturaleza, a las categorías espacio-temporales, y a lo que Schopenhauer denomina el principio de razón. En la naturaleza así considerada prima la resistencia, el esfuerzo por la supervivencia, el esfuerzo por mantenerse en la existencia… La armonía de la naturaleza está repleta de numerosos y pequeños conflictos, consecuencia de la lucha continua de la materia por existir, de las especies por sobrevivir; y en ese plano, en tanto que sujeto a la voluntad, se encontraría también el ser humano. En este plano, las personas son unos ‘seres vivos más’, en el sentido de que su existencia se reduce a sobrevivir, a ir consiguiendo lo necesario para vivir, a ir satisfaciendo las necesidades conforme le van surgiendo en la vida, como acontece también a cualquier otra especie; a ir satisfaciendo sus deseos, obteniendo a cambio ese placer a ras de tierra, la mera satisfacción, un bienestar epidérmico.

La única diferencia con el resto de seres vivos y animales sería la que da origen al tercer tipo de voluntad al que me refería, esa especificidad que la voluntad (objetivada) adquiere en el ser humano, y que por analogía (que no por identificación) es lo que lleva a Schopenhauer a denominar a la Voluntad así, Voluntad: me refiero a la ‘voluntad humana’, con su carácter propio en tanto que humana. La voluntad humana en tanto que perteneciente a la esfera de la voluntad (objetivada) no es realmente libre sino que, como ocurre con todo lo que existe en este plano, está sujeta a las leyes de la naturaleza. El hombre en este plano se cree libre, pero en el fondo no lo es porque está sujeto al dolor por tener que sobrevivir, al placer por satisfacer sus necesidades; y tanto en un caso como en otro no hace sino responder a una misma clave: la de una voluntad humana sujeta a las leyes de la naturaleza.

Aunque no del todo, porque la voluntad humana es la única que puede elevarse sobre esta situación; la voluntad humana es la única objetivación de la Voluntad que puede sobrevolar la voluntad objetivada. Parece un juego de palabras, pero si no me engaño creo que lo he dicho del modo adecuado. La voluntad humana puede sobrevolar el plano de la voluntad objetivada, sobre-elevándose por encima del plano de las leyes y de la necesidad natural, para situarse en la línea hacia la Voluntad. Si la Voluntad fundamenta todo el mundo, también fundamenta al ser humano; pero sólo el ser humano posee la posibilidad de acceder a ella desde su voluntad humana, trascendiendo la voluntad objetivada. Para ello hay que superar las categorías del principio de razón, itinerario cuyo primer paso sería el arte, y el segundo y definitivo la santidad (que Schopenhauer explica en la tercera y cuarta parte de su libro).

A mi modo de ver, si no se tiene en cuenta esta estratificación, no se puede comprender adecuadamente el trasunto metafísico del pensamiento de Schopenhauer, ni se puede comprender su reflexión estética ni antropológica. Se dan así tres esferas: la de la Voluntad (en sí), la de la voluntad (objetivada, la naturaleza), y la de la voluntad humana (el grado más elevado de la voluntad, específica del ser humano). Como digo, Schopenhauer no realiza ninguna distinción en este sentido en su obra, y ello da lugar a cierta ambigüedad, a cierta confusión en algunos pasajes, por lo menos a un servidor. Pero creo que leerle a la luz de esta estratificación puede ser aclarador.

24 de octubre de 2017

¿Se mantiene Dilthey en el historicismo, o es fiel a la hermenéutica? (y iv)

Bueno, acabo hoy este pequeño ciclo de cuatro posts dedicados a Dilthey. Dejábamos el anterior preguntándonos cómo poder dar solución al problema planteado a la luz de la reflexión de Dilthey, a saber: si el ser humano vive inmerso en la historia, ¿cómo puede elevarse sobre ella para poder alcanzar una comprensión global y ‘objetiva’? Como nos podemos imaginar, éste ha sido un punto de reflexión capital en Dilthey. Una primera solución podría pasar por un primer paso consistente en la comprensión de nexos históricos más reducidos, más a mano, para de ahí ir extendiendo la tarea hacia nexos más amplios (relación análoga a la comprensión de los textos: palabra, frase, párrafo, obra,…). Pero esta sería una propuesta metodológica que para nada daría solución a los principales problemas hermenéuticos: como por ejemplo, el hecho de estar ya situado en una situación histórica determinada de partida, concreta, y no ‘pura’; consecuentemente, habría que añadir todo el conjunto de prejuicios, condicionamientos, etc., que le acompañan. ¿Cómo salvar estas complicaciones, cómo sobrevolarlas?

Según Gadamer, para Dilthey esta tarea no es un imposible (del todo). Él entendía posible una especie de razón histórica ilustrada capaz de sobrevolarse a sí misma en aras de la comprensión de la historia universal. ¿Y cómo puede ser esto posible, cómo un individuo puede comprender la historia de todos los tiempos, como —por ejemplo— un individuo occidental del siglo XX podría comprender objetivamente lo acaecido en una cultura extranjera en la Edad Media, por ejemplo? La respuesta de Dilthey pasa por el reconocimiento de una semejanza natural en todo el género humano, un nexo de unión que antropológicamente poseen todos los hombres, y que posibilitaría dicha comprensión: es algo que él denomina simpatía. De hecho, llega a afirmar que «sólo la simpatía hace posible una verdadera comprensión». ¿Qué es exactamente esta simpatía? Pues el «ideal de la conciencia histórica acabada que supera por principio los límites que impone a la comprensión la casualidad subjetiva de las preferencias y de las afinidades respecto a algún objeto». Es decir, la superación de las deficiencias intrínsecas al hecho de estar en una situación concreta y determinada. No se puede negar en esta idea reminiscencias románticas.

Como vemos, para Dilthey la contextualización concreta de la conciencia histórica no es un impedimento para alcanzar la comprensión universal; tan sólo tendría que superarse a sí misma, sobrevolando lo particular para alcanzar lo universal de modo que pudiera superar su relatividad intrínseca y así alcanzar el conocimiento espiritual-científico.

Pudiera parecer que aquí Dilthey se acercara a Hegel, pero entiendo que no es así del todo. Sí que es cierto que para él, igual que para Hegel, hay un nexo de significatividad que sobrevuela lo concreto y particular, y que puede llegar a ser comprendido; pero también es cierto, a diferencia de Hegel, que este nexo no está determinado teleológicamente por el devenir del espíritu absoluto sino que está identificado (comprendido) por la conciencia histórica, que es totalmente distinto. ¿Y dónde está la diferencia?

Vemos que en Dilthey este conocimiento de la historia no es identificable con el saber absoluto hegeliano pero, ¿qué es entonces? Pues es un conocimiento que la conciencia histórica obtiene de la historia, siendo consciente a la vez de sus limitaciones (hermenéuticas) en tanto que histórica; comprende a la historia y a la vez comprende su carácter histórico. «La conciencia histórica es capaz de comprender históricamente su propia posibilidad de comportarse históricamente». La conciencia histórica se sabe inmersa en aquello que trata de comprender (la historia) desde el momento en que realiza su tarea desde un contexto histórico y cultural concreto. Lo que debe hacer la conciencia histórica es intentar tomar cierta distancia respecto de su propio hacer, distancia que es la que precisamente le capacita para poder comprender mejor el nexo de la historia. La conciencia histórica no es una conciencia pura al margen de la historia sino que se va haciendo a sí misma, no es ‘expresión’ de un absoluto. Ésta es la diferencia.

¿Y qué es lo que se estudia cuando se estudia una sociedad histórica? Pues su objetivación. Es éste un proceso que se suele dar inicialmente de modo inconsciente —digamos—, natural. Antes de poder ser estudiado históricamente, en una sociedad se va produciendo como una especie de objetivación del contexto histórico (de la vida), que se expresa en sus distintas actividades culturales populares: la sabiduría popular, los refranes y las narraciones legendarias,… pero sobre todo en el arte. Y no será hasta después de todo ello que dicho contexto pasará a ser objeto de estudio desde disciplinas más científicas.

A juicio de Gadamer, el arte juega aquí un papel fundamental, en tanto que «es un órgano especial de la comprensión de la vida, porque en sus ‘confines entre el saber y la acción’ la vida se abre con una profundidad que no es asequible ni a la observación, ni a la meditación, ni a la teoría». Ello no quiere decir que en el arte no haya una cierta verdad, sino que la expresión de la misma es una expresión vivencial, que no por ser vivencial excluye un cierto saber. Expresión vivencial que se da también en otros modos de plasmarse el espíritu objetivo como las normas sociales, el cuerpo legislativo, el lenguaje, las costumbres,… y en segunda instancia mediante el conocimiento científico y la reflexión filosófica.

Del mismo modo que las ciencias naturales intentan ir más allá de lo dado empíricamente para dar con leyes de comportamiento universales, de esta manera también las ciencias del espíritu se elevan sobre la trama social de significados para acceder a aquello que colabora significativamente en el nexo de la historia. Porque que ese nexo exista no es discutible para Dilthey: es un dato originario; y ello no por un principio especulativo sino por el devenir mismo de la autorreflexión histórica.

El problema que Gadamer ve en Dilthey, y que por otro lado le confirma en su propia postura, es que éste no fue capaz de evadirse del planteamiento moderno en el que primaba la polarización sujeto-objeto. A pesar de que Dilthey no deja de considerar a la conciencia histórica desde esa circularidad que implica el encontrarse inmersa en una historia que es a la vez su objeto de estudio, según Gadamer Dilthey no llegó hasta el final de las consecuencias, permaneciendo en esa estructura moderna: «la necesidad de algo estable tiene en Dilthey el carácter de una extraordinaria necesidad de protección frente a las tremendas realidades de la vida. Pero espera la superación de la incertidumbre y de la inseguridad de la vida menos de esta estabilización que proporciona la experiencia de la vida que de la ciencia». Es decir, Dilthey no llevaría hasta el final la hermeneuticidad de la experiencia histórica, refugiándose en una visión científica de la misma, según la cual un sujeto (que está aquí) estudia a un objeto (que está ahí, frente al sujeto). De hecho, su apelación al romanticismo estético tenía esta finalidad de acercar el modo de conocimiento de la conciencia histórica a la metodología propia de las ciencias naturales, ya que la hermenéutica romántica prescindía de esa situación histórica que él tanto reivindicaba. Al enfocarlo como un objeto científico, podía conseguir identificar ese rastro histórico que proporcionaba el surgir del nexo significativo de un modo tan puro que lo que había que hacer era descifrarlo del mismo modo que se descifra el sentido de un texto. Pero claro, esto no es afín al planteamiento de la conciencia histórica, que de por sí es más impura. Y según Gadamer, al final el resultado es que «la historia quedó reducida a historia del espíritu». Y que de este modo, «Dilthey acaba pensando la investigación del pasado histórico como desciframiento y no como experiencia histórica». El cartesianismo en definitiva pudo con él.

La impresión que nos daba en el Seminario es que Gadamer arrimaba el ascua a su sardina para poner de manifiesto lo ‘adecuado’ de su propuesta. Pensamos que Dilthey está más cercano a él mismo que lo que el propio Gadamer reconoce, aunque bueno, también es cierto que nos falta un conocimiento más exhaustivo de las obras de Dilthey. No obstante, nos quedamos un poco escamados al respecto.

17 de octubre de 2017

El salto ¿legítimo? de la vida a ‘la’ vida en Dilthey (iii)

Nos planteábamos con Dilthey el problema de cómo hacer para dar el salto de lo personal a lo social, de lo biográfico a lo histórico, de lo que uno ha vivido a lo que han vivido otros… ¿Cómo acceder al nexo de sentido cuando lo que hay que vincular significativamente no lo puedo conocer en primera persona, sino que es algo que conozco porque… otros me lo han contado? ¿Cómo puedo alcanzar ese nexo de sentido de lo histórico, cuando la mayoría de los acontecimientos históricos no los he vivenciado en primera persona? Gadamer llega incluso un poco más lejos: «no es cómo puede ser vivido y conocido el nexo general, sino cómo pueden ser cognoscibles también aquellos nexos que ningún individuo como tal ha podido vivir».

Para dar respuesta a este problema, Dilthey esbozó su segunda gran categoría: si la primera fue la de ‘vivencia’, ahora le toca el turno a la comprensión. Todo lo que es expresado, propicia una comprensión; y, de modo análogo a lo que ocurría con la vivencia, la relación entre lo expresado y la comprensión es diversa a la de la relación causa-efecto de las ciencias naturales: no es una relación ni mecánica ni necesaria. Éste es el gran esfuerzo de Dilthey: situarse ante las ciencias de la naturaleza y todas las relaciones causales analizadas entre sus objetos de conocimiento; y para ello, los conceptos de expresión y de comprensión (de dicha expresión) son fundamentales. Y el nexo que une estas dos categorías no es sino el significado.

Y aquí Dilthey es muy agudo cuando analiza el por qué una expresión cualquiera genera una comprensión concreta, sin apelar a la articulación causa-efecto. Partimos de que algo es dicho, de que algo es expresado; y de que de esa expresión, se tiene una determinada comprensión. Es lógico pensar que esa comprensión concreta estaba en el seno de todo el conjunto de posibles comprensiones de lo expresado (que seguramente serían muchas o incluso infinitas). Sabemos que el modo en que lo comprendido se encuentra presente en lo expresado no se encuentra de modo determinado ni necesario: ante cualquier expresión, caben diversas comprensiones. Ni siquiera es consecuencia —cómo en la época estaba de moda pensar— de los procesos neuro-fisiológicos de nuestro cerebro; o, como dice Gadamer, que la comprensión no «se construye simplemente como resultante de factores operativos sobre base del ‘mecanismo’ de la vida psíquica». Efectivamente, hay algo más que la mera conexión neurológica, que la mera determinación necesaria; y ese más se puede articular —a juicio de Dilthey— alrededor de esos nexos de significado entre los que se mueve la conciencia, nexos que sirven de mediadores entre quien experimenta la vivencia y la trata de comprender, y aquello que provoca dicha vivencia.

Son nexos no determinantes, no necesarios, pero son nexos; aunque gozan de cierta flexibilidad, o de cierta horquilla, no son totalmente aleatorios.

Todo ese ‘algo más’ lo articula Dilthey, pues, yendo más allá de una consideración eminentemente lógica del significado, para situarlo en un ámbito global más amplio, el ámbito de la vida; el individuo se encuentra en el seno de su vida, y desde ella en su continuo devenir aprehende la realidad y comprende lo que (le) acontece. Si nos fijamos, el sujeto y la vida poseen esa circularidad que comentábamos cuando hablábamos de la experiencia lúdica y la experiencia artística: la vida tiene estructura hermenéutica. Y esta estructura circular (hermenéutica) es fundamental en la filosofía de la vida de Dilthey, ya que es lo que le permitirá superar el panlogismo hegeliano. La vida es algo que se concreta en individualidades históricas bajo determinadas circunstancias (no podemos dejar de acordarnos de Ortega).

El individuo humano suele tomar consciencia de sí mismo por la resistencia que le ofrecen las realidades de su alrededor; por todo tipo de presiones, condicionamientos, barreras, limitaciones… y que hacen que sea consciente de su propia fuerza. Pero su facticidad no sólo se reduce a esto, sino que a su vez hay que añadir el ámbito en el que él se sitúa: ese conjunto de realidades históricas, políticas, sociales, culturales, económicas,… físicas también, que si bien por un lado le sustentan, por el otro permiten que él mismo como individuo histórico pueda vivir, pueda darse expresión a sí mismo, pueda desenvolverse como individuo en su vida desde la situación histórica que le haya tocado vivir. La vida es el estado constructo de dos elementos: el yo más el medio, un medio compuesto como digo de elementos biológicos, físicos, históricos, culturales,… el yo y mi circunstancia.

En esta situación histórica (vital) ‘lo dado’ no es similar a ‘lo dado’ en el ámbito natural, más fijo y determinado, sino que es un ‘lo dado’ producido por el mismo ser humano, y que además está en continua fluencia, en continuo devenir. Y extrapolando la vivencia personal a la comprensión histórica (de alguna manera también hay una dimensión personal de la comprensión histórica, la que tiene que ver con mi vida), se podría alcanzar una comprensión de lo histórico. Pues bien, como he comentado antes y según el pensamiento de Gadamer, Dilthey no acaba de realizar bien este salto. Lo que propondría éste último para acercarse desde el individuo humano a este ‘lo dado’ en continua fluencia y que le desborda en tanto que histórico y social, es acudir como a una facultad superior del ser humano que denominaba espíritu (al modo como también haría Scheler), diciendo espíritu donde antes decía vida. Como se puede apreciar, Dilthey iría acercándose a Hegel en este sentido, pero con una diferencia fundamental: si bien para éste lo que se realiza en la filosofía es el retorno del espíritu absoluto a sí mismo, para Dilthey el devenir histórico no sería consecuencia de este retorno del espíritu a sí mismo sino que sería únicamente su expresión en la historia, sin ningún proceso de carácter teleológico, que es totalmente distinto.

Aquí parece que Gadamer realiza una visión de Dilthey un tanto crítica (y cuanto menos cuestionable), pues en su opinión Dilthey renuncia a toda su elaboración reflexiva para acabar por morir en una especie de espíritu absoluto, que si bien es diferente al de Hegel, en definitiva no lo es tanto; la diferencia estaría en que ya no sería el correlato de lo racional (como en Hegel) sino el correlato de la conciencia histórica: la comprensión de la historia es patrimonio de la razón histórica, no de la razón especulativa (Hegel). «No es en el saber especulativo del concepto sino en la conciencia histórica donde se lleva a término el saber de sí mismo del espíritu», dirá Gadamer. La filosofía ya no será el máximo exponente del retorno del espíritu absoluto a sí mismo, sino que vale como expresión de ‘la’ vida, una ‘vida’ que sobrevuela a las vidas concretas e históricas de los individuos.

Ante esto caben algunos interrogantes. El primero que se me ocurre es el siguiente: ¿qué es exactamente la conciencia histórica? Y en segundo lugar: ¿es la conciencia histórica capaz de realizar ese papel? La propia conciencia está limitada o condicionada por su contextualización histórica: ¿cómo puede pretender comprender ese nexo superior del saber de la historia, cómo puede sobrevolar las vicisitudes concretas de la situación histórica correspondiente para alcanzar una comprensión global y ‘objetiva’? Porque una conciencia histórica se debe a su época; y las diferentes conciencias históricas se van sucediendo cronológicamente, y se van dando en distintos contextos: ¿cómo pretender poder conseguir esa tarea?, ¿cómo poder situarse ‘por encima’ de la historia?

3 de octubre de 2017

La articulación filosófica de la vida según Dilthey (ii)

El problema planteado en el anterior post, cómo conjugar lo que es ‘la’ historia que acontece y la ‘propia’ experiencia personal, supone introducir en la reflexión una serie de categorías que ya no son epistemológicas al uso, sino que han de ser unas categorías ‘vitales’ que nos permitan apresar y fundamentar el conocimiento de esos objetos en continuo devenir como son la historia y la vida. Pues bien, la categoría que por excelencia acuña Dilthey al respecto es la de vivencia.

La conceptuación que realiza Dilthey sobre lo que es la vivencia es muy interesante. Con ella se cuestiona la diferencia que media entre una experiencia personal de algo que he vivido, de los procesos causales propios del acontecer natural. Es decir, los procesos según los cuales acontece una experiencia personal de los procesos según los cuales acontece un hecho natural y yo lo pueda percibir. En el caso de un hecho natural, aquello que ocurre es diferente de mi percepción del mismo, y soy consciente de ello, y puedo distinguir una cosa de otra. Pero en la vivencia no ocurre así; la vivencia es un acto único que no se puede dividir en esas dos partes, a saber: aquello que estoy vivenciando y el hecho de estar vivenciándolo. Según el pensamiento de Dilthey, estos dos momentos (el hecho de hacerse cargo y aquello de lo que me estoy haciendo cargo) no son desglosables sino que son dos momentos de un único acto, y que es la vivencia.

Claro, esta perspectiva se distancia de ese enfoque idealista en el sentido de que ya no hay un protagonista de la historia supra-individual, trascendental, sino que lo que existen son individuos históricos. No existe algo así como ‘la’ historia, o un espíritu ‘objetivo’ de la historia. Y es en ellos —en los individuos históricos— en los que se genera, o se produce, o se da un acontecer en devenir en una doble dimensión, que en el individuo se unifican: la dimensión histórica y la dimensión vital. Es la vida en tanto que realidad histórica. ¿Y qué es esta realidad histórica de la vida? ¿Qué es la vida en tanto que aquello que vive un individuo concreto e histórico? Pues la vida es (y esto no puede sino recordarnos a Heidegger, bastante más posterior) ese nexo de sentido y de significados de aquel individuo que los comprende, en una unidad que los engloba, unidad que no es otra cosa que la propia vida.

La vida es un nexo en el que se unen determinadas vivencias que han sido significativas para el individuo, y a la luz de las cuales él mismo se comprende; a la luz de esas vivencias, «como a partir de un centro organizador, es como se constituye la unidad de un decurso vital». El nexo vital no es sino la significatividad otorgada a las sucesivas vivencias del individuo (no hace falta decir que Dilthey conocía de primera mano la psicología descriptiva y analítica). En la vida (como también en la comprensión de un texto), el todo y las partes se hallan en mutua interdependencia: si bien no hay todo sin las partes, no se pueden comprender bien las partes si no es a la luz del todo, «cada parte expresa algo del todo». La vida no es una unión de momentos sucesivos atomísticamente inconexos sino íntimamente entrelazados; tanto como para poder establecer esa unidad superior que engloba todas las vivencias concretas.

Y es aquí donde quería llegar Dilthey: el nexo de sentido es el sustituto de la causalidad (física, mecánica, necesaria).

Ahora bien, lo que hasta ahora está mostrando Dilthey es lo que es la vida en tanto que histórica, pero no acaba de enlazar lo vital (individual) con lo histórico social (colectivo). Una cosa es la experiencia histórica individual que posea cada uno en base a sus vivencias y que conforman su propia vida, y otra cosa es cómo dar el salto de esa experiencia personal a la experiencia histórica que, por su propia índole, es supra-individual, social, general, y por propia definición no es patrimonio de ningún individuo. ¿Cómo hacerlo? Es algo parecido al problema de si existe algo así como ‘la’ sociedad, o si lo que existe no son sino un grupo de individuos que viven juntos; que esto segundo es así es indudable, pero por otro lado tenemos la percepción de que ‘la’ sociedad tiene como cierta consistencia, cierto cuerpo, aunque no sepamos muy bien cómo definirlo. Pues algo similar ocurre con esto, y será la solución que adopte Dilthey: será una especie de sujeto lógico (‘la’ historia) o de realidad psíquica que hay que considerarla precisamente porque uno no puede obviarla en sus consideraciones. La cuestión es cómo articular todo esto epistemológicamente. Y según la opinión de Gadamer, Dilthey nunca acabó de dar adecuadamente este salto.

26 de septiembre de 2017

Dilthey: de la experiencia histórica a la filosofía de la vida (i)

Con Dilthey, todo lo que hemos estado viendo en esta larga serie de posts empieza a cristalizar, ofreciendo una visión coherente de conjunto, y dando origen a dos de las corrientes filosóficas más fructíferas del siglo XX: la hermenéutica contemporánea y la filosofía de la vida. Quizá estos dos posts que voy a dedicar específicamente a esta cuestión sean especialmente complejos a causa precisamente de la relevancia de lo que en ellos se trata; por mi parte, intentaré minimizar la dificultad filosófica en la medida de mis posibilidades. Se ha dicho de Wilhelm Dilthey que es quizá la figura filosófica más importante del siglo XX, quizá un tanto paradójicamente pues no es demasiado conocido, por desgracia.

Gadamer realiza una lectura de él —digamos— matizable (por lo menos hasta donde yo sé), pues realiza afirmaciones sobre esta gran figura de la filosofía contemporánea que por lo menos son discutibles. No obstante, la imagen que nos ofrece no deja de ser interesante, muy interesante. Por lo pronto, Dilthey se sitúa en el punto álgido de la tensión creada entre las dos grandes corrientes interpretadoras de la historia vistas hasta ahora: la estético-panteísta y la de la razón histórica. Inicialmente se sitúa en el ámbito de la primera; no en vano, Dilthey fue biógrafo de Schleiermacher (dato significativo), situándose así en la tradición a la que éste pertenecía, a saber: la del romanticismo alemán. Pero, por otro lado, fue también alumno de Ranke, quien le abrió perspectivas más allá de la visión estético-panteísta del primero, más allá de la interpretación metafísica hegeliana. Dilthey aplica las reflexiones de Ranke no sólo al ámbito de la historia sino también y sobre todo a un ámbito más cercano, más próximo, a saber: el de la vida. Y en esto fue un auténtico innovador. He aquí una de sus aportaciones más importantes: con él se inicia la conocida como filosofía de la vida (con permiso de Kierkegaard) cuyos ecos podemos encontrar ampliamente en la tradición española gracias a la labor de Ortega y Gasset. ¿Qué es exactamente esto de… la filosofía de la vida? ¿Cómo llega Dilthey a ello? Pues más o menos fue una consecuencia ‘natural’ de su reflexión. Vamos a verlo.

Lo que intenta hacer Dilthey es, ante el modo ‘puro’ de ejercer la razón en Kant y en el idealismo alemán, poner de manifiesto una ‘razón histórica’, que sirviera como «fundamento epistemológico sólido entre la experiencia histórica y la herencia idealista de la escuela histórica». ¿Por qué? Porque a juicio de Dilthey, la filosofía histórica resultante del idealismo alemán (Hegel) poseía el mismo carácter dogmático que la metafísica a la que Kant tanto criticó. El éxito de Kant no fue tanto realizar esa crítica, sino abrir una vía diversa según la cual podía tener cabida el conocimiento, sin caer en dichos dogmatismos. Pues bien, salvando las distancias, algo así pretende Dilthey: realizar una especie de ‘crítica de la razón histórica’ mediante la cual poner de manifiesto el dogmatismo de la filosofía de la historia idealista, y proponer a la vez una vía de salida que no es otra que su razón histórica articulada alrededor de su filosofía de la vida.

¿Cómo hacerlo? No podía volver a Kant porque el objeto de conocimiento era distinto: la naturaleza en el caso del filósofo de Königsberg frente a la historia en el suyo, lo que creaba un problema considerable. Y ello según dos aspectos, y esto es muy interesante. a) Por un lado, a causa de la ruptura palmaria de esa correspondencia inmediata entre el ser de las cosas y el logos humano: ya no está tan claro que aquello que se conozca de la naturaleza sea más o menos exactamente tal y como se conoce. El conocimiento se ha vuelto problemático, y hay que analizar cómo se produce tal conocimiento; de hecho es ahora cuando se acuña el término ‘teoría del conocimiento’ para analizar dicho proceso. Y b) porque, de modo análogo a que se rompe esa univocidad entre realidad y gnoseología humana, también se rompe esa unión íntima entre el espíritu de la historia y el espíritu humano que la conoce (o que la puede conocer); en consecuencia, se hace problemático cómo el espíritu humano puede conocer la historia; o lo que es lo mismo: cómo la experiencia histórica puede convertirse en ciencia.

En definitiva, el problema que se trata es el del diálogo entre historicidad y objetividad. ¿Es la historia algo objetivo que se pueda conocer, o no? Frente al neokantismo, Dilthey tiene claro que la experiencia en este ámbito no tiene nada que ver con la experiencia en el ámbito de las ciencias de la naturaleza. Y el riesgo de no ver esto es notable, riesgo que ha sido común sobre todo a  comienzos del siglo XX con el cientificismo o historicismo. La ciencia necesariamente ha de objetivar aquello que quiere conocer, ha de transformar las cosas reales en objetos de conocimiento precisamente para ejercer su labor científica. El problema surge con todo aquello que por su propia índole no es objetivable, no es transformable en objeto de estudio (científico). Y la solución adoptada por los cientificistas (que no por todos los científicos ni mucho menos) fue la de reducir la realidad (en global) a todo aquello que es susceptible de convertirse en objeto de conocimiento científico, postergando al olvido todo aquello que por su propia índole es ‘no objetivable’, a saber, todo lo relacionado con lo humano y lo vital.

Pues bien, como alternativa a esta experiencia científica (historicista), Dilthey propone la experiencia histórica. Ésta no consiste en aprehender algo que está ahí, como ocurre en el conocimiento científico (en principio), sino que su índole es muy diferente, sobre todo por lo que respecta a su carácter intrínsecamente histórico, en devenir. En la experiencia histórica lo importante no es qué fiabilidad poseen nuestros sentidos para ofrecernos adecuadamente el mundo exterior, ya que en este caso (histórico) nos encontramos ante un ‘mundo exterior’ diverso y creado por el propio espíritu humano: el mundo de la historia. Y esto crea una actitud de partida diversa, como nos dice el mismo Dilthey:

«La primera condición de posibilidad de la ciencia de la historia consiste en que yo mismo soy un ser histórico, en que el que investiga la historia es el mismo que el que la hace».

El propio sujeto es objeto de sí mismo en tanto que sujeto histórico. Nada más lejos del conocimiento científico. No olvidemos que estamos a finales del siglo XIX y comienzos del XX; de hecho, su Introducción a las ciencias del espíritu fue escrita en 1883. Esta afirmación no podría mantenerse en la epistemología actual.

Una vez puesta de manifiesto la dificultad para acceder a este objeto que no es el de la naturaleza, queda por ver otro problema: cómo accede el individuo desde su experiencia personal a la historia, esto es, cómo sabe el individuo que su experiencia de eso que está ahí ante él se corresponde efectivamente con una experiencia histórica (y no otra cosa). Y es aquí donde entra la filosofía vital diltheiana, en el sentido que ese nexo que une al individuo con la historia se sitúa en un contexto vital en el que se produce esa unión entre ‘la’ historia que acontece y ‘su propia’ experiencia personal.

13 de septiembre de 2017

La oscuridad de los que ven

Por lo general, no solemos hacernos cuestión del uso que damos a nuestra sensibilidad. Solemos usar nuestros sentidos fisiológicos únicamente para percibir lo que nos rodea, y poco más. No seré yo el que diga que esto no sea muy importante, todo lo contrario. Nuestros sentidos son nuestra puerta abierta al mundo, nuestro modo básico de relacionarnos con el medio, nuestro modo de obtener la información que en principio necesitamos para hacer nuestras vidas. Ahora bien, si digo ‘en principio’ no es una mera expresión retórica; lo digo porque en el fondo creo que no es cierta, o no lo es por lo menos en la especie humana, o no lo es del todo. Este uso que estoy comentando lo compartimos en mayor o menor medida con todas las especies vivas de nuestro planeta, sobre todo con los animales, especialmente conforme ascendemos en la escala biológica. También los microorganismos o los vegetales tienen una especie de sensibilidad primaria según la cual pueden ‘actuar’ en orden a mantenerse vivos; pero no cabe duda de que la sensibilidad de los animales superiores es más afín a la humana.

Y ¿por qué digo que en el fondo no creo que sea cierta esa afirmación ‘en el caso humano’? Porque creo que ese modo de ejercer la sensibilidad para obtener información y poder desenvolvernos en el mundo y desplegar nuestras vidas no es todo el uso que podamos darle, ni siquiera en los casos de la más compleja epistemología. Todo depende de qué estemos hablando cuando hablamos de conocer. «Estáis tan acostumbrados a la luz que temo que deis un traspié cuando yo trate de guiaros a través del país de la oscuridad y del silencio. (…) Si tenéis la paciencia de seguirme, descubriréis que ‘hay un sonido tan sutil que nada vive entre este sonido y el silencio’, y que hay mucho más significado en las cosas que en aquello que se presenta a los ojos», dice Helen Keller.

En nuestro modo de vida la vista posee una relevancia fuera de toda duda. Podríamos añadir el oído, pero creo que es la vista la que se lleva la palma. Vivimos en una sociedad eminentemente audiovisual, pero más audio-visual que audio-visual. Y ello posee una clara repercusión en nuestro modo de estar en el mundo. Porque lo visual tiene muchas virtudes, pero también tiene alguna carencia. Por ejemplo, lo visual está íntimamente relacionado con lo presente, con lo abiertamente manifiesto, con lo patente… lo que provoca que nuestra relación con la realidad sea la de lo inmediato, sin posibilidad de sorpresa, de novedad: ya vemos lo que hay, nos ofrece certezas. Sin embargo, la vista no nos ofrece sino una dimensión de la realidad, precisamente la visual; pero queda mucha realidad al margen de lo visual. Cada sentido nos ofrece parcelas distintas de realidad: evidentemente, el ojo nos permite aprehender el ámbito visible de la realidad, su dimensión visual; pero a su vez el oído hace lo propio con la auditiva; el tacto, con la táctil; etc. Pero no tenemos desarrolladas las posibilidades que nos brindan el resto de sentidos, pues la vista nos lo impide, tan apoyados como estamos en ella. Incluso ni siquiera la vista la tenemos bien desarrollada, contentándonos con una mirada muy, muy superficial de las cosas. Decía Diderot que, «de todos los sentidos, la vista era el más superficial; el oído, el más orgulloso; el olfato, el más voluptuoso; el gusto, el más supersticioso y el más inconstante; el tacto, el más profundo».

Llama la atención esta frase de Diderot. Efectivamente, con la vista no podemos ‘entrar’ en la realidad, no tenemos más remedio que mantenernos en lo superficial, en la epidermis de la realidad… Con el tacto, el sentido más elogiado por el filósofo francés, no es que podamos acceder a su interior, pero quizá sí que nos permita acceder a algo más valioso: a su intimidad. La vista es hasta cierto punto agresiva, invasora, violenta en ocasiones… el tacto es sutil, suave, respetuoso… Creo que una de las escenas más bonitas que podemos presenciar es la de una persona ciega tocando algún objeto o algún rostro… El tacto es delicado, de una riqueza inconcebible para los que no lo cultivamos. ¿Quién ha acariciado alguna vez la superficie del agua? «El tacto proporciona a los ciegos muchas certezas agradables, que nuestros más afortunados semejantes ignoran porque su sentido del tacto no está cultivado», nos dice Keller. Y continúa:

«Admito que en el universo visible hay innumerables maravillas que yo no puedo siquiera imaginar. De manera semejante, ¡oh crítico que tan seguro estás de ti mismo!, hay un sinfín de sensaciones que yo percibo y con las que tú ni sueñas».

La verdadera oscuridad no es la de los ciegos, sino la de todos nosotros que no hemos explorado todas las posibilidades que poseemos para aprehender a la realidad en toda su riqueza. Sólo percibimos aquello que estamos ‘habilitados’ para percibir, y no todos estamos igual de habilitados; es más, por lo general, nuestra habilitación sensible es más bien nimia. Nos contentamos con unas migajas. «La noche de los ciegos también tiene sus maravillas. La única oscuridad sin luz es la noche de la ignorancia y de la insensibilidad. Nos diferenciamos unos de otros, los ciegos y los que ven, no por nuestros sentidos, sino por el uso que de ellos hacemos, por la imaginación y la valentía con que buscamos la sabiduría independientemente de nuestros sentidos. Es más difícil enseñar a un ignorante a pensar que enseñar a un ciego inteligente a ver la grandiosidad del Niágara. He paseado con personas cuyos ojos están llenos de luz, pero que no ven nada ni en el bosque ni en el mar ni en el cielo, nada en las calles de la ciudad y nada en los libros. ¡Qué farsa más tonta es esta vista! Mejor sería navegar para siempre en la noche de la ceguera con sensibilidad, sentimiento y juicio que contentarse con el mero acto de ver. (…) Sus almas viajan por este mundo encantado con una mirada estéril».

5 de septiembre de 2017

Destino o casualidad, en una sociedad de codazos

Es raro pensar en alguien que hoy en día no se sienta razonablemente libre. Ya lo hemos comentado en otros posts. Sin embargo, tal y como comentábamos en ellos, hay no pocas muestras de que ese ejercicio de la libertad está más que comprometido. Y para ello no hace falta ningún totalitarismo, ni nada que se le parezca. Bueno, algo que se le parezca sí, aunque en principio dé la impresión de que no se le parece demasiado: ahí está la cuestión. En todo caso diría que no es preciso ningún totalitarismo explícito, porque hay otros modos de ejercer esa presión coercitiva que permanecen con facilidad en el inconsciente colectivo, manteniéndonos en el interior de unos barrotes de cristal que no vemos pero que sentimos como una especie de presión que flota en la atmósfera y que moldea nuestra conducta. Se me ocurren varios ejemplos de ello: uno sería lo que suele ser considerado como lo ‘políticamente correcto’; o también todo lo acompañado por el calificativo ‘democrático’; o ¡cómo no!, por el de ‘calidad’. Ya puedes decir la mayor de las sandeces que, si acompañas tu discurso con el calificativo democrático, tus oyentes lo encajarán totalmente convencidos asintiendo con la cabeza: una educación… democrática, una sociedad… democrática, una oposición… democrática. Y no digamos si además de ‘democrático’ es ‘de calidad’; entonces ya, seguro que nos llevamos el gato al agua: no, es que la enseñanza que yo propongo es de calidad. Dicho esto así suena a chanza, pero escuchemos a nuestros tertulianos, o mejor a nuestros políticos, y veamos cuántas veces hablan en estos términos. ¿Cuántas veces se justifica lo injustificable añadiéndole el calificativo mágico de ‘democrático’? O ¿cuántas veces uno se tiene que morder la lengua por miedo a no mantenerse en el seno de lo considerado políticamente correcto? Ahora es más lícito que a uno le llamen chorizo que, no sé,… que cada uno piense en lo que le parezca.

Esto nos tiene que llevar a pensar una consecuencia inevitable, y es sobre qué términos recaen los debates políticos nacionales; o mejor dicho, cuáles son los resortes según los cuales nuestra sociedad se mueve; porque de alguna manera lo segundo guía lo primero. Es cierto que en el debate público prima una discusión violenta, agresiva, beligerante, donde más que una búsqueda conjunta de lo que sea mejor para nuestro país lo que se hace es buscar continuamente errores, fallos, para convertir al adversario en una especie de chivo expiatorio cuyo sacrificio resolvería por arte de birlibirloque todos los problemas. No se esbozan argumentos para justificar propuestas u opiniones, sino que lo que se busca es generar bandos o tribus en los que la escucha es un bien escaso, tanto como pueda ser la negociación en la que se pusieran en juego algo más allá de los propios intereses partidistas; no sé, algo así como el bien común, por ejemplo. En este sentido leí recientemente un tweet que decía así: «Nuestra política no es una reflexión compartida sobre la verdad posible, sino un combate despiadado para captar votos desde la apariencia». De lo que se trata es de polarizar las relaciones para, una vez bien atrincherado, situar al otro en el extremo opuesto, sabiendo dónde está uno para así tener claras las cosas, y saber a dónde tengo que dirigir mis diatribas.

El otro no es alguien como yo que busca el bien público, sino el enemigo a batir, porque claro, lo que mi país necesita es a mí y a mi partido, pues tengo la varita mágica con la cual voy a solucionarlo todo. De este modo, cuando algún personaje público habla, lo hace acongojado por si dice algo fuera de lugar, por si en alguna veleidad se olvida de las herramientas básicas de permanencia en lo políticamente correcto, ofreciendo así carnaza para que el adversario o la opinión pública o los medios de información se abalancen sobre él. No hay confianza; y quien no genera confianza, por lo general no es de fiar.

Por desgracia, esto que ocurre en nuestra clase pública es algo que por extensión se puede aplicar a toda la sociedad. Las sociedades democráticas occidentales, se caracterizan por una relajación alarmante de la cohesión social. Los distintos grupos de cualquier índole, lo único que buscan son sus intereses particulares, con escasa o nula preocupación por algo o alguien que no caiga dentro de ese ámbito. Como dice Eibl-Eibesfeldt, vivimos en una ‘sociedad de codazos’, en la que lo cotidiano es buscar el propio interés a cualquier nivel.

«El egocentrismo de motivación hedonista se envuelve en los ropajes de la autorrealización. Todo el mundo habla de los derechos que reclama, y pocos de obligaciones».

La beligerancia manifiesta de los políticos y demás personajes públicos se encuentra implícitamente también en el grueso de la sociedad. Sólo basta observar qué ocurre cuando ocurre algún conflicto, cómo saltan los peores instintos y los ánimos más adversos. Y es que el otro es un extraño con el que no me queda más remedio que convivir; convivir con animadversión, desde unas vidas desconfiadas. Si a esta desconfianza radical, le unimos una creciente indiferencia, se da el salto a la explotación de sus debilidades con suma facilidad.

¿Qué tipo de desarrollo social cabe esperar de una sociedad de codazos, de una sociedad de la desconfianza? Esta no es una pregunta baladí, sino que todos estamos metidos de lleno en ella, estamos involucrados -como se suele decir- hasta las cejas. No se trata de que nosotros seamos los buenos y los demás los malos, porque mañana yo seré de los malos y otros serán los buenos; no se trata de vencer hoy y derrotar al otro, porque mañana me derrotarán a mí otros. Mientras nos movamos en el esquema del ‘y tú más’, del ‘yo tengo la clave del éxito y tú no’, nunca podremos llegar al mínimo de convivencia desde el cual se posibilite un desarrollo social mínimamente digno para cada uno de nosotros. Mientras no seamos capaces de sustituir el codazo por el diálogo estaremos alejándonos cada vez más, fundamentando la estabilidad social en criterios únicamente hedonistas y pragmáticos. Y ya digo, esto es un tema que nos compete a todos, pues allá adonde vaya nuestra sociedad, iremos nosotros.

23 de agosto de 2017

La metamatemática de Hilbert

Veíamos en el anterior post de esta serie cómo empezó a cobrar actualidad el problema de la consistencia axiomática. Comentábamos también que el sistema axiomático euclidiano tenía validez porque se apoyaba en la realidad de las cosas, es decir, que la veracidad o falsedad de sus proposiciones venía dada por su confrontación con la realidad a la que se referían. Hoy vamos a dar un paso más, porque si nos damos cuenta al hablar en estos términos del sistema de Euclides estamos hablando de dos cosas diferentes. Porque un sistema axiomático puede estar ajustado a la realidad (hasta la fecha), pero no por ello ser necesariamente un sistema consistente. ¿Es lícito fundamentar la consistencia de un sistema axiomático —en este caso el euclidiano— en el hecho de que la realidad de las cosas se corresponda con la veracidad de sus postulados? Si para el individuo de a pie la respuesta probablemente sería afirmativa, para el matemático con toda seguridad será negativa.

Es en la modernidad cuando surge este problema, el de la consistencia o no del sistema axiomático de Euclides. ¿Es suficiente argumentar su consistencia por su correlato con la realidad, o cuanto menos con nuestra experiencia de ella? Como es fácil suponer, desde un punto de vista lógico-matemático no, pues si bien aunque todo lo observado hasta ahora concuerde con el sistema euclidiano, nada impide que una futura observación entre en contradicción con él. Habría, pues, que demostrar matemáticamente dicha consistencia, pues las consideraciones inductivas (es decir, su confrontación con la realidad) sólo pueden mostrar que los axiomas son plausibles y probablemente verdaderos… hasta ahora, pero nada asegura que lo sigan siendo en un futuro.

Y esto, ¿cómo se demuestra? El problema fundamental con el que se encuentra la demostración de la consistencia es el hecho de que de cada sistema axiomático puede dar lugar a un número infinito de deducciones; ¿cómo podemos saber que todas esas deducciones, de las cuales la mayoría aún no sabemos cuáles son, van a ser verdaderas? En principio es difícil, pero hasta que no se pueda demostrar eso, la consistencia de los axiomas estará puesta entre paréntesis. Claro, si acudiéramos a sistemas que proporcionaran un número finito de deducciones la cosa sería más fácil, pero esto sólo es posible en casos concretos y muy reducidos: lo normal es que los modelos adoptados sean infinitos, con la problematicidad que lleva aparejada su no-finitud:

«Los modelos finitos son suficientes, en principio, para establecer la consistencia de un cierto grupo de postulados. Pero éstos son de pequeña importancia matemática. Los modelos no-finitos, necesarios para la interpretación de la mayoría de los sistemas importantes de postulados de las matemáticas, sólo pueden ser descritos en términos generales; y no podemos concluir, como cosa natural, que las descripciones estén exentas de contradicciones ocultas», contradicciones denominadas antinomias.

Dado que los métodos no-finitos utilizados al modo clásico también podían dar lugar a inconsistencias (como el propio sistema de Euclides), surgieron dudas sobre la consistencia de distintos sistemas matemáticos sobre los cuales en general no había caído nunca ninguna sospecha. Era preciso buscar otros métodos que dieran fiabilidad total a este problema, métodos denominados absolutos. Los esfuerzos de los matemáticos fueron encaminados entonces hacia la definición de pruebas absolutas de consistencia.

El primer paso firme que se dio para establecer la consistencia de sistemas sin apelar a la consistencia de otro sistema fue el dado por Hilbert, cuya línea de trabajo fue la total formalización de un sistema deductivo. Ello quiere decir que había que reducir los elementos utilizados en el sistema como meros signos, sin ningún significado que vaya más allá que el que se le ha otorgado en dicho sistema; los signos, fuera de su contexto, son meros signos vacíos, y los modos en que se combinen deben seguir unas pautas y reglas establecidas con total precisión. Esto que parece tan sencillo, fue una idea original y novedosa. Démonos cuenta de la violencia que genera para la forma de pensar común, pues supone abstraernos del correlato que dichos signos y reglas tuvieran con la realidad para atenernos a su significado estricto dentro del sistema en que se definen.

Lo fácil para nosotros es sumar manzanas, o multiplicar caramelos; lo difícil es no pensarlo así para atender únicamente al significado lógico-matemático de una operación. Pero de este modo, las tramas deductivas en un sistema formal son meras sucesiones de enunciados, seguidos unos de otros mediante procesos ajustados a reglas definidas, generando así elementos más complejos partiendo de elementos más simples. Y no necesariamente han de tener su correlato con lo real. «Cuando un sistema ha sido completamente formalizado, la derivación de teoremas a partir de postulados no es más que la transformación (conforme a la regla) de una serie de estas ‘cadenas’ (de signos) en otra serie de ‘cadenas’». Una serie de estas cadenas en principio no afirma ni niega nada sobre el mundo, sino que es simplemente un ‘razonamiento’ abstracto y formal que siguen unos elementos según unas reglas, todo ello previamente establecido.

Ahora bien, aquí se introduce un concepto que luego hizo fortuna también en otros ámbitos, y que es el meollo de la cuestión. Una cosa es toda esta sucesión de signos y deducciones abstractas que podamos pensar, y otra muy distinta es lo que se pueda decir acerca de ellas; son dos cosas totalmente distintas. Y, si nos fijamos, todo este conjunto de afirmaciones o comentarios sobre los elementos de este sistema formal, claramente escapan al propio sistema formal, pertenecen a otro ámbito. ¿Cuál es ese otro ámbito? El que Hilbert denominó meta-matemáticas. Lo perteneciente a las meta-matemáticas no son estrictamente (formalmente) matemáticas sino aquello que se dice sobre ellas: es la diferencia entre el ‘contenido que se estudia’ y el ‘discurso acerca de ese contenido’.