26 de julio de 2016

Desayuno (con) y diamantes

No, éste post no tiene mucho que ver con la fantástica película que Blake Edwards dirigió hace ya la friolera de 55 años. Pero el caso es que pensando qué título poner a este post me vino a la cabeza éste porque —en definitiva— tiene que ver con un desayuno y con unas personas que calificarlas como ‘diamantes’ aún sabe a poco. El caso es que hace un par de fines de semana vi una escena espectacular: dos niños discapacitados acompañados y animados por un enjambre de pequeños, envueltos en una nube de aplausos, llegando a la meta de un duatlón. ¿Y qué hacía yo allí?

Hace ya algunas semanas desayuné con un viejo amigo. Nos conocimos de pequeños en el colegio, y con subidas y bajadas, con presencias y ausencias, hemos mantenido la amistad desde entonces. En estas cosas ocurre —aunque suene a algo tópico— como con el buen vino: las amistades que perduran en el tiempo, con los años va a mejor. Y creo poder afirmar que en este caso es así, y también que fue una de las conversaciones más bonitas que he tenido recientemente… Él está pasando por una etapa difícil tanto a nivel personal como profesional; sin embargo, me asombró su capacidad de asimilación, su serenidad, su lucidez, y su fortaleza para afrontar el futuro.

Fue un verdadero regalo de la vida compartir aquella mañana (en concreto) con él. Hablamos sobre cómo cambian las perspectivas para aquellos que ya peinamos canas, de la importancia de poder vivir cada etapa de la vida desde la edad que efectivamente se posee (la infancia como niños, la juventud como adolescentes, la madurez como adultos,… y por lo que se nos viene encima la ancianidad como ancianos), de cómo las metas y los sueños de uno van dejando hueco a proyectos más cercanos (podríamos decir), de la necesidad de aprender a disfrutar de las cosas pequeñas de la vida (o mejor dicho, de las cosas cotidianas, que no por ser cotidianas y cercanas son pequeñas, todo lo contrario, igual son las más grandes),…

Pero bueno, a lo que iba. En dicha conversación me comentó que estaba apuntado a un club deportivo, en el que había una buena presencia de niños y, lo que más me llamó la atención, de personas (mayores y pequeñas) discapacitadas. Me comentó la impresión que le causó precisamente esto: el esfuerzo, la capacidad de superación de estas personas, y cómo todo ello iba acompañado de un clima de confianza, de ayuda mutua, de generosidad en todo el club. Dado mi interés, me invitó a un evento que organizaba el club y que fue precisamente la otra mañana. Aparte del ambiente festivo y deportivo que reinaba por todo el recinto, me quisiera detener en la impresión que me causaron dos personas (los diamantes), en concreto dos niños: uno con una deficiencia cerebral en una silla de ruedas, y otro con una enfermedad que le provocaba un crecimiento demasiado rápido, en una especie de triciclo hecho a medida para él. Ambos estaban compitiendo en la prueba. Si ver esta imagen ya es impactante, verles arropados por el resto de niños animándolos y apoyándolos sabedores del sobre-esfuerzo que les supone realizar la misma prueba que han hecho ellos, todavía más. Ya digo, me quedo sin palabras. Ahora que estoy escribiendo me da rabia no haber estado al tanto y haber fotografiado la escena para ilustrar el post, pero estaba tan embebido en ella que ni se me ocurrió. Supongo que a veces es bueno no estar pendiente de las RRSS para vivir con atención plena la situación en la que estás. Me viene a la cabeza una frase que aparecía en el hinchable de la línea de meta, que no recuerdo literalmente pero que venía decir algo así:

Comienza tú a convertir este mundo en el mundo en que tú quisieras que se convirtiera.

Pues sí. Y buena muestra de ello es la gran labor que se realiza en este club. En fin, una experiencia verdaderamente excepcional. Encuentros como éste son auténticas lecciones que te ayudan a mantener la estabilidad ante los embates de la vida, y dedicarte a lo que en definitiva es lo verdaderamente importante. Como decía Schopenhauer, los problemas en la vida de uno comienzan cuando pretendemos más placeres y satisfacciones que las que podemos ‘gestionar’ directamente, es decir, que las que podemos disfrutar de modo efectivo, porque es entonces cuando comenzamos a dejar volar nuestra imaginación ensoñándonos con bienes y placeres que no están a nuestro alcance, propiciando la avaricia y el egoísmo para su consecución. Supongo que el secreto de la vida es como un gradiente de fuerza que lleva la dirección de un contentarse con poco, no por la posibilidad o imposibilidad de poder o no contentarse con más (más coches, más casas, más viajes, más dinero, más prestigio…) sino por el hecho de que es en lo pequeño y en lo cotidiano en donde se encuentra el auténtico quid (creo yo).

Supongo que la vida te va enseñando a valorar lo pequeño y a prescindir de lo grande, o a vivir las cosas grandes como pequeñas, delicadamente, y a compartir todo ello con los demás. Y no me refiero tanto a cosas materiales (por sencillas que sean) como a la actitud con que se vive aquello que uno tenga o haga. Y esto es algo que muchos no lo tenemos claro; no todo el mundo tiene la suerte de ser un pelícano. Como digo, creo que el secreto de la vida va por ahí; un secreto que se nos escapa, o que incluso rechazamos con frecuencia,… pero que no sé muy bien por qué, no podemos dejar de anhelar y buscar. Quizá porque en definitiva es algo que palpita en nuestra profundidad más radical, aunque a menudo se encuentre dormido. Pues bien, a despertarlo es a lo que me ayudó el otro día ver a aquellos dos diamantes cruzando la línea de meta, gracias al desayuno con mi amigo.


19 de julio de 2016

El ser radical

En el anterior post hablábamos de qué era aquello que diferenciaba al ser humano del resto de seres vivos, a la luz del pensamiento de Xavier Zubiri. Decíamos que no era tanto el uso de la razón frente al del entendimiento (más ‘sencillo’ o más ‘básico’ en los animales que en nosotros), como aquello a lo que Zubiri denomina inteligencia, y que —a mi modo de ver— afecta tanto al entendimiento como a la razón. La inteligencia es, según Zubiri, la capacidad de poder aprehender las cosas como ‘de suyo’; es decir, que aunque presentes en el seno del proceso aprehensivo, son aprehendidas como existentes de modo independiente —podríamos decir— a su relación con el ser humano.

Esta definición presenta dos dificultades. a) La primera tiene que ver con el sentido con que Zubiri utiliza este término —inteligencia—, ya que difiere notablemente con el uso que le damos nosotros. Esto es algo que por suerte o por desgracia suele ocurrir con la mayoría de los grandes filósofos, a saber, que crean un glosario de términos con una significación personalizada de modo que, aunque los términos nos son de sobra conocidos, el sentido con el que los usa el autor no. Esto conlleva a su vez el problema (problema importante) de poner en el autor unas ideas que extrapolamos fácilmente de acuerdo a nuestra interpretación de dichos términos, y que permanecen ajenos al pensamiento del autor. Con lo cual no llegamos a comprender lo que el autor nos quiere decir.

Algo así ocurre con el término ‘inteligencia’. Usualmente entendemos que una persona es inteligente cuando tiene capacidad de pensar, de razonar, agilidad matemática, etc. Pero según el pensamiento zubiriano, no es que esto sea ajeno al ejercicio de la inteligencia sino que es secundario; secundario no menospreciativamente sino en el sentido de que no es lo primario: ulterior dirá él. Lo primordial sería esta capacidad de poder aprehender las cosas como ‘de suyo’ (aspecto en el que nos detendremos enseguida y que nos da pie a la segunda dificultad que comentaba). Para no caer en confusiones deberíamos perfilar un poco el vocabulario, entendiendo estos modos ulteriores (secundarios) de la inteligencia como facultades cognitivas en general (tales como la memoria, la imaginación, el pensar discursivo, la reflexión,…) frente a la inteligencia (que sería lo primario).

b) La segunda dificultad que comentaba tiene que ver con lo que significa exactamente que el ser humano posea inteligencia frente al resto de los animales y seres vivos que no la tendrían (en este sentido que estamos comentando). Para alcanzar una comprensión adecuada hay que situarse en la línea de diálogo con la fenomenología en la que se sitúa Zubiri. Para ésta es especialmente relevante la carga de sentido que da el ser humano a las cosas que aprehende, hablando del ‘ser’ de las cosas en estos términos, en cuanto pertenecientes al acto intencional del que hablaba Husserl y demás fenomenólogos. Zubiri quiere distanciarse de ellos y es para lo que acuña este concepto de inteligencia que es la facultad humana de aprehender las cosas como ‘de suyo’; es decir, aunque no podamos tener noticia de ellas más que en el acto aprehensivo, en la misma aprehensión viene dado que estas cosas existían antes de mi aprehensión e independientemente de ella (el habla de una especie de prius), y que aunque no podamos conocerlas si no es en nuestra aprehensión, poseen un modo de ser más primario que el que el ser humano le dota precisamente en el acto aprehensivo (o acto intencional fenomenológico): es el modo de ser según el cual las cosas son físicamente en la realidad.

Éste es el hecho primario: el ser (actualización) de las cosas en la realidad. Y secundariamente, el hombre otorga en su aprehensión el sentido a las cosas (que vendría a ser el ‘ser’ fenomenológico); pero si les puede otorgar un determinado sentido a las cosas (y no otro) es precisamente porque las cosas son ‘de suyo’ lo que son previamente al sentido que le dé el ser humano.

El sentido que les podamos dar pende en segunda instancia del ser humano (que es el que da el sentido a las cosas), pero en primera de cómo sea la cosa ‘de suyo’. El sentido que demos a las cosas no es algo arbitrario y que dependa exclusivamente de nosotros: ¡algo tendrán que ver las cosas! Y según el pensar de Zubiri, este aspecto primario no fue atendido debidamente por la fenomenología.

Para acabar este post quería comentar una última idea que desarrollaré en el siguiente post de esta serie, y que es fundamental para comprender a Zubiri. Según él, la inteligencia como tal (la facultad de aprehender las cosas como ‘de suyo’) no es algo que pueda hacer ella por sí sola, sino que necesita precisamente que aquello que aprehende le esté presente; y el único modo según las cosas le pueden estar presentes es mediante los sentidos perceptivos. Sólo podemos tener noticia de aquello que podemos percibir de alguna manera (lo que no quiere decir que Zubiri reduzca la realidad a lo aprehendido sensiblemente). Es por ello que habla de inteligencia sentiente. Pero no se trata, como es acostumbrado pensar, que lo que hace la inteligencia es ‘trabajar’ (procesar) la información ofrecida por los sentidos fisiológicos; no es eso. De lo que se trata es de que sensibilidad e inteligencia trabajan ‘a una’, de modo que es un único acto que presenta dos momentos: hay un único acto aprehensor que posee un momento inteligente y otro sentiente. Para destacar esta íntima unión, Zubiri no duda en calificar a nuestro sentir como sentir inteligente; como digo, no es un sentir que meramente recoge información sensitiva de la realidad, sino que a la vez que lo percibe (siente) lo percibe (intelige) como otro. Éste es el núcleo de su inteligencia sentiente o de su sentir inteligente.

Y la preocupación de Zubiri es averiguar por qué posee el ser humano esta facultad específica, y los otros animales no. Para ello dialogará con las ciencias experimentales (física, biología, química, etología,…) e irá sacando sus conclusiones. Todo ello nos llevará en primera instancia a los conceptos zubirianos de formalidad, de formalidad de estimulidad y de realidad (que ya hemos visto un poco), etc. Y en segunda instancia (y ahí es a dónde yo quería llegar), nos llevará a poder fundamentar el ejercicio de la razón humana desde parámetros diversos a los que tradicionalmente se la ha considerado. Es su idea de razón sentiente, que puede extenderse hacia una razón estética (no sé muy bien cómo llamarla) en la que verdaderamente posean un peso equilibrado lo racional y lo sentiente. Más o menos éste es el programa que me planteo con esta serie de posts, y que no sé muy bien a dónde me llevarán.

14 de julio de 2016

Tocando tierra

He mantenido alguna conversación haciéndome la crítica de que a menudo soy un poco abstracto en lo que digo sobre la educación. Creo que es cierto. Supongo que es complicado descender a lo concreto en las líneas de un post. Poner ejemplos es algo que me da un poco de reparo porque a menudo ocurre que el interlocutor se queda con detalles menores del ejemplo y no tanto con la idea que quiero transmitir. A mi modo de ver, esto es mejor hacerlo en talleres o similares, porque es más fácil hacerte entender. Por otro lado y en mi defensa he de decir que estos temas no son tanto cuestión de ‘recetas’ concretas para casos ‘determinados’, como de adoptar o adquirir una especie de estilo educativo, o quizá mejor, de estilo de vida, según el cual con nuestro comportamiento vayamos transmitiendo como por ósmosis, atmosféricamente, un modo de vida en nuestro hogar.

Pero me voy a arriesgar y voy a comentar algún ejemplo para intentar ilustrar alguno de los casos que comento. No se trata de grandes dramas ni de casos espectaculares, sino de situaciones muy muy cotidianas, tanto que incluso parecen irrelevantes, pero analizándolas un poco servirán (espero) para ilustrar lo que quiero decir. Normalmente no cometemos grandes abusos con nuestros hijos, sino pequeñas deficiencias que van creando un lastre sobre ellos que bueno, si se pueden evitar, pues tanto que mejor.

Esto que voy a comentar lo he visto más de una vez, en mi casa y en casa de gente conocida, incluso me he reconocido haciéndolo en alguna ocasión (¡qué le vamos a hacer!). Es lo siguiente. Mi hijo pequeño quiere agua, y le lleno el vaso hasta casi el borde. Que cosa tan trivial, ¿no? Pero, ¿qué puede ocurrir cuando el nano coja el vaso? Pues probablemente que la derramará, ¿verdad? Efectivamente, se le cae. ¿Y si me pilla en un mal momento? Pues que me enfado con él por haber vertido el agua sobre toda la mesa, encima de los platos, etc. Esto me ha pasado a mí, y lo he visto no pocas veces en otras personas. Le he chillado, y luego me he arrepentido.

Vamos a analizar este suceso tan trivial —que yo creo que nos habrá pasado a todos— con un poco de detención. Y yo pregunto: ¿quién es el responsable de que se haya caído el agua, yo o él? Parto de la base de que un niño pequeño derramando agua es algo perfectamente normal: ¡es pequeño! Pero bueno, a lo que iba: ¿quién es el responsable en este caso? Pienso que yo, porque le he puesto en una situación de ‘excesiva’ responsabilidad: no puedo pretender que un niño coja un vaso lleno hasta el borde y no lo derrame. Pero el caso es que luego me enfado con él, y le riño, etc. Quizá hubiera sido más razonable llenarle el vaso hasta la mitad, o procurarle un vaso al tamaño de su manita,…

Y yo pregunto: seguro que alguna vez os habéis visto sometidos a una bronca por parte de vuestros padres, de vuestro jefe, o de quien sea, sobre algo de lo que en principio no erais demasiado responsables. ¿Cómo os habéis sentido? Y sin ir más lejos: ¿cómo os sentís cuando alguna figura de autoridad os chilla, os riñe,… aunque tenga razón para hacerlo? Pues bien, el proceso afectivo que se da en el niño es exactamente el mismo que en nosotros, aunque no tenga la capacidad de comprender lo que le sucede. Y del mismo modo que eso genera en nosotros resistencias, resentimientos,… en ellos también. Y pensad además qué ocurriría en vosotros cuando esa figura de autoridad que os recrimina algo justa o injustamente no es una figura de autoridad más, sino que es ‘la’ figura de autoridad, aquella en la que confiáis y os apoyáis indefectiblemente, que es lo que somos nosotros para nuestros hijos.

Le hemos puesto en una situación complicada al nano, él siendo fiel a su edad hace lo que puede pero acaba tirando el agua, y encima se lleva (gratuitamente) una bronca por nuestra parte. No pensemos que porque el nano no le echa cuentas es que no le deja huella todo esto; claro que le deja. Lo bueno es que si esto ocurre puntualmente no pasa nada, pero a menudo ocurre con cierta frecuencia (casos como éste o similares, que cada cual piense en su propia experiencia) y ello va generando en sus estructuras psicológicas pautas de comportamiento no funcionales debido a nuestro comportamiento inadecuado.

Este ejemplo tan trivial puede ser extendido a otras muchas situaciones familiares, en las que actuamos de modo no funcional (normalmente no conscientemente) con ellos. A ver, otro que se me ocurre, y que me pasó la semana pasada. El otro día, dieron de merendar a un pequeño ya un poco tarde. Al poco era ya la hora de cenar, y lógicamente no tenía demasiada hambre: comió un poco del plato y se dejó la mitad: media tortilla y un poco de hamburguesa. El padre le exigió al nano que se acabara el plato, y el nano decía que no podía más, que estaba lleno. Vuelvo a preguntar: ¿quién tiene la culpa de que el nano no cenara bien, el padre que le dio la merienda tarde, casi a la hora de cenar, o el niño? Esto que aquí está tan claro, en la práctica no lo está tanto: sólo basta fijarnos en casos similares de fricciones con los nanos, y ver cuántas veces estas fricciones está causadas realmente por ellos y cuántas por un comportamiento nuestro o unas expectativas sobre ellos no adecuadas.

Pero ahí no acabó la cosa con la tortilla. El padre empezó a subir el tono (yo estaba delante) y el niño poco a poco se fue sofocando hasta que comenzó a llorar, empezó a comer llorando, se atragantó,… en fin. El padre se puso cada vez más enfadado y el niño cada vez más asustado. Y lo curioso del caso es que el padre, ya chillando, le gritaba al niño si era necesario montar ese numerito por media tortilla: «¡sólo media tortilla!, ¿te parece bien montar todo este numerito sólo por media tortilla?». Y yo pensaba: ¿y qué estás haciendo tú, acaso no estás montando tú ese numerito —tú, adulto, maduro— por la misma media tortilla? Le decía en pensamiento: ante un asunto sin mayor importancia, tú te pones como un energúmeno, provocando tú (que eres el adulto) una situación problemática, y encima culpando al niño de dicha situación, de por media tortilla armar tal numerito. Si para él no tenía que ser tan importante media tortilla, supongo que para ti tampoco, ¿no? Y en definitiva: ¿quién era el responsable de que el niño no tuviera hambre, él o tú? Bien, es otro ejemplo de educación no funcional, en el que no sólo no lo hacemos bien nosotros (quizá no deberíamos haber dado la merienda al nano tan cerca de la cena) sino que encima armamos un numerito y encima le echamos la culpa al pequeño. Imaginémonos nosotros en la situación del niño, y pensemos cómo viviríamos la escena.

En fin, como digo, casos como estos (en distintas situaciones y distintos ámbitos) los hay con mucha frecuencia, casos en los que nosotros no somos coherentes, la cosa no sale bien, y encima pretendemos que sea el niño el que se ‘adapte’ a la situación no funcional que nosotros hemos creado, lo que provoca disrupciones en su psicología que si se repiten en el tiempo o son de cierta intensidad, pueden llevarle a comportamientos patológicos o clínicos. Menos mal que también hay otras situaciones en las que podemos manifestar nuestro cariño y nuestro ‘saber hacer’ con ellos, y que de alguna manera compensan nuestros errores (tampoco somos perfectos), pero si en alguna medida podemos evitar nuestros comportamientos no funcionales supongo que ello redundará en su beneficio (y en el nuestro). Espero que se haya comprendido lo que quería transmitir.

7 de julio de 2016

La palabra escrita y hablada

Eugenio d’Ors poseía una teoría sobre la palabra verdaderamente interesante. Su papel en el ámbito humano era mucho más considerable que el de vehículo comunicativo (incluso auto-comunicativo, reflexivo) sin el cual las relaciones humanas se verían radicalmente mermadas. No por quitarle importancia a ello, ni mucho menos, sino porque él se situaba en otro orden de cosas. Su inquietud era otra, tenía que ver con una aprehensión diversa de lo real que nos permitiera sobrevolar lo dado para poder alcanzar un conocimiento de la realidad que, desde la distancia, nos posibilitara una comprensión de las cosas más amplio y global, y a la vez, más profundo. Él estaba convencido de que la realidad era más que lo dado, y de que permaneciendo en lo dado nos sería imposible acceder a este otro tipo de conocimiento, acceso para el cual no debíamos desprendernos del conocimiento fenoménico sino manteniéndolo y ejerciéndolo, trascenderlo. Es lo que denominaba la dimensión estética del conocimiento.

Porque el ser humano se mueve entre la tierra y el cielo, entre lo dado y lo velado,… y la palabra puede erigirse en una herramienta adecuada para llevarnos a este fantástico tránsito. Para d’Ors la palabra no es únicamente un término asociado a un determinado concepto, sino que es algo vivo, de modo que más que una ‘definición’ estática lo que nos ofrece es un ‘sentido’ dinámico, una línea de significado en cuyo seno anida una realidad germinal que la ‘anima’ y que le proporciona un abanico abierto de posibilidades fruto del diálogo palabra-realidad: es lo que d’Ors denomina un nimbo de sentido. Desde su germen original, toda palabra nos remite más allá de su significado actual hacia las posibilidades que su nimbo de sentido nos ofrece, y que aún no conocemos pero que las palabras, a modo de antenas entre lo allende y lo aquende, están prestas a facilitarnos.

Estos días he tenido la suerte de poder participar en un curso de verano en el que se ha reflexionado sobre la estética filosófica y el arte desde una perspectiva fenomenológica, perspectiva que no pertenece a mi ámbito de estudio. Por este motivo se han dicho muchas ideas y conceptos nuevos para mí que me costaba procesar y digerir, pero que provocaban en mi mente como un alumbramiento de conexiones con lo ya conocido y de posibilidades aún por conocer, a veces en un ritmo un tanto frenético que me hacía perder el hilo del discurso.

Y es que la palabra hablada tiene eso: es un torrente continuo que no cesa, al dictado del discurso del orador, con la intensidad del que vive y siente lo que dice. Y hay que estar continuamente atento para no perder detalle, atención que en mi caso en ocasiones me abandonaba. Si la palabra hablada tiene la riqueza del encuentro personal, de los matices del ‘directo’, del calor del diálogo presencial, posee también la fuerza del discurso que se te impone con una cadencia implacable que solicita tu compromiso continuo para no caer en la desatención.

En momentos anhelaba la serenidad de la palabra escrita, tranquila, siempre dispuesta,… Durante las sesiones del curso echaba de menos poder detener el discurso, pausarlo momentáneamente para reflexionar lo que se decía; e incluso rebobinarlo para volver a escuchar una idea que se me antojaba confusa… Pero claro, no era posible. Por el contrario, la lectura facilita la reflexión personal, aunque posee la limitación de la ausencia de la presencia, del encuentro personal que permite el contacto y un enriquecimiento mutuo distinto. Quizá por ello, para que puedan cumplir el papel que les otorgaba d’Ors sea necesaria tanto la palabra hablada como la escrita, la escrita como la hablada.

Ejemplo de ello es también una tarea que llevo entre manos. Hace unos meses celebramos unas jornadas cuyas conferencias estamos preparando para su publicación. Recuerdo con detalle alguna de dichas ponencias que me gustó especialmente, por lo que decía y por cómo lo decía. Y sin embargo, mi experiencia al volver a leerla (¿escucharla?) preparándola para su publicación ha sido diferente. Sin el encanto y el calor de la presencia, pero con más y mejores posibilidades para su reflexión.

En cualquier caso, la experiencia de estos tres días del curso ha sido muy interesante, pues nos hemos encontrado dos grupos de personas en principio muy diferentes, pero que nos une un mismo interés común: el arte. Filósofos y artistas nos acercamos a él desde distintos enfoques: unos más reflexivo, otros más práctico. Pero ha sido especialmente enriquecedor el interés que suscita para los filósofos el ejercicio artístico, experiencial, vivido, personificado en los artistas, así como el interés que suscita en el artista la comprensión intelectual de lo que ellos mismos hacen y experimentan, a veces vivido como un misterio que precisa ser desvelado. Un diálogo fructífero, con dos interlocutores que quizá se parezcan más de lo inicialmente pensado, pues la filosofía parece que tiene un poco de arte, y el arte un poco de filosofía.

Un bonito encuentro en el que he conocido personas interesantes con las que compartir inquietudes y, ¿por qué no?, algún proyecto futuro. Si a todo ello unimos una organización tan profesional como cercana por parte de miembros de la Universidad de Zaragoza y de la Universidad de Verano de Teruel así como de la Fundación Mindán Manero (verdadera protagonista del encuentro), en un entorno tan acogedor como el Centro Buñuel de Calanda, todo queda transformado en una experiencia de aprendizaje y de trabajo, pero también lúdica y de disfrute. Nada más llegar me decían que quien prueba uno de estos cursos repite. No sé si podré repetir o no, pero ya estoy esperando la temática del curso que viene y las fechas, para ver si me puedo acoplar.