28 de noviembre de 2023

Cuando el intolerante soy yo

Terminábamos hace tiempo un post con una afirmación interesante de Mill, alineada con el pensamiento de Ricoeur que estamos siguiendo, y que tiene que ver con la necesidad, sí, necesidad, de escuchar al otro, de escuchar al que no piensa como nosotros, si es que se quiere construir una sociedad en la que prime la tolerancia, la tolerancia auténtica y no el mero transigir o soportar. Es ésta una idea que Ricoeur aterriza a la presencia de las religiones en el diálogo social, apostando por la laicidad, es decir, por esa actitud honesta desde la que todos sean acogidos, creando espacios en los que todos quepan; nada que ver con el laicismo, cuya dinámica, si lo pensamos bien, va en contra de la libertad y respeto que dice defender, como explica Melloni: «El error del laicismo es convertirse en un nuevo absolutismo que acaba negando lo que trata de defender ―la igualdad y la libertad― al no aceptar la aportación de las religiones en el espacio social público».

¿No es ahí hacia donde se debería tender, y hacia donde deberían apuntar todas las fuerzas públicas? Lejos de provocar enfrentamientos que dividen y siembran la discordia, ¿no sería oportuno que tanto los poderes del Estado como la sociedad civil crearan marcos de encuentro y de debate, de respeto y de auténtica atención a la diferencia, en lugar de imponer clichés ideológicos que impiden pensar? La laicidad positiva, la tolerancia bien entendida, requiere esfuerzo y madurez, y sus resultados seguro que justifican cualquier esfuerzo en este sentido. Y los que han de realizar ese esfuerzo no son ‘los otros’, sino también ‘nosotros’, sobre todo ‘yo’, cada uno de nosotros. Si esto no empieza por todos y cada uno de nosotros, difícilmente se podrá avanzar ningún paso, por pequeño que sea. Máxime cuando, en los tiempos que corren, desde los espacios mediáticos políticos e informativos se potencia la divergencia y el enfrentamiento ideológico y emotivista.

A veces no es fácil darse cuenta de que vivimos la vida a base de ideologías, de pensamientos más o menos prefabricados y recibidos desde los cuales generamos nuestra identidad, cuando nuestras biografías, si por algo se caracterizan, es por ser narrativas, vivas, personales, originales; de modo que cuando así no se comprenden, cualquier contradicción genera rupturas profundas en nuestras personalidades que devienen en enfrentamientos emocionales, verbales, cuando no físicos: violentos, en cualquier caso.

Quien vive ideologizado fácilmente proyecta a los demás esa forma de entenderse: del mismo modo que uno vive a base de clichés, no duda en hacer lo propio con los del ‘otro bando’. Pensamos que los demás dirigen sus vidas por lo que nosotros pensamos que lo hacen, craso error. Cada vida es un mundo, y seguramente posee unas motivaciones desconocidas en gran medida para nosotros; cada persona es un misterio, un pozo sin fondo, al cual sólo podemos acceder ―parcialmente― en la medida en que el otro está dispuesto a compartirlo con nosotros, y en la medida en que lo pueda hacer, pues nadie es capaz de acceder del todo a la profunda hondura del pozo que es él mismo. El esfuerzo por reconocer esta actitud en nosotros es el único camino para adquirir la sensibilidad necesaria para identificar cuándo la estamos proyectando en el otro; sólo descubriendo nuestros procesos y resortes podremos ir adquiriendo un sentido crítico para con nosotros mismos, el cual revertirá beneficiosamente para descubrir a ese ‘tú’ que se esconde debajo de esos clichés en que lo habíamos reducido.

Sólo desde esta actitud para el encuentro y el diálogo auténticos, sólo cuando estemos dispuestos a dejarnos sorprender por el otro y a ser críticos, no tanto con el otro, como con nosotros mismos, estaremos en condiciones de expandir nuestro horizonte más allá de donde nos permiten nuestras miopes vidas. Hasta ese momento, nuestra libertad no será sino cierta holgura de movimientos en un espacio limitado por los barrotes de nuestra incapacidad de ir más allá de nuestras entendederas. Porque en el fondo, nos da pereza, nos da miedo, pensar siquiera que hay más mundo tras dichos barrotes, recluyendo nuestra capacidad de comprender al sentido marcado por dichos límites.

21 de noviembre de 2023

Entre el todo y las partes

Desde las partículas elementales hasta el universo considerado en su totalidad, todo lo que existe puede ser observado como un conjunto estructurado. Si se quiere comprender bien la realidad, pues, es preciso conocer bien lo que es una estructura física, un sistema físico, porque físicos y no conceptuales son los sistemas o estructuras que componen nuestro universo. Ya lo estuvimos viendo en el anterior post. Contra la idea tradicional de que lo que existen en el universo son ‘cosas’, en sentido amplio, lo cierto es que, cuando profundizamos en lo que sea esa cosa, aparece como una estructura, como un sistema de notas cíclica y constructamente constituido, y que estará constituido por sistemas más pequeños. Se podría decir que hablar de cosas significa un alto en ese camino de profundización, una renuncia a seguir indagando en qué sea una cosa porque eso que hemos conceptuado como ‘tal’ cosa nos es suficiente para nuestros intereses; camino que, si se continuara, nos llevaría a la consideración de sistemas más hondos. Por ejemplo: yo puedo pensar en la cosa ‘reloj’, que suele ser suficiente para manejarme con ello en mi vida cotidiana. Si soy relojero, no me es suficiente esa consideración, y digo que esa cosa es un sistema formado por engranajes, muelles, fuerzas, etc. Si soy físico, tampoco me quedo contengo, y digo que cada una de las notas de ese sistema que es el reloj (engranajes, etc.) es un sistema de átomos; y cada átomo, un sistema de partículas subatómicas, etc.

Pues bien: de lo que quería hablar hoy es de cómo nos podemos aproximar a un sistema a la hora de conocerlo o comprenderlo. Básicamente, lo podemos realizar desde dos flancos: desde las partes que lo forman, o desde el todo unitario y sistémico que es. Son dos puntos de vista tradicionalmente enfrentados: el atomístico y el holístico. La diferencia es relevante: para el segundo, no se puede dar razón del ‘todo’ atendiendo únicamente a la yuxtaposición o a la combinación de las propiedades de las partes, mientras que, para el primero, por el contrario, las propiedades del todo se pueden reducir a la suma o combinación de las propiedades de sus partes. Desde el enfoque holístico, sistémico, cada sistema lleva a aparejado la aparición de propiedades emergentes a las que difícilmente se les puede dar razón desde las propiedades de sus partes; desde el enfoque atomístico, esto no es sólo una posibilidad, sino que se erige en una exigencia del modo de ser de la materia.

La opinión de Bertalanffy (y de tantos otros: Ortega, Zubiri, Rof, Laín) es la holística, la sistémica, pues, en caso contrario, no se comprende cómo dar razón del comportamiento del sistema desde su consideración mecanicista. Y esto en todos los niveles de la realidad: la inanimada y la animada, también en el caso de los animales superiores y en las personas. Él llega a esta conclusión no por un razonamiento abstracto o una creencia personal sino, sencillamente, observando los hechos: «La afirmación de que el orden o la organización de un todo trascienden la suma de las partes de las que está compuesto, para él no es una afirmación metafísica, fruto de una especulación filosófica, sino simplemente un hecho observable cuando nosotros examinamos un organismo vivo, un grupo social, o también un átomo», explica Marjanedas.

Desde el enfoque sistémico de la realidad no se trata de comprender metafísicamente el ser (independientemente de que, desde él, desde el enfoque sistémico se pueda efectivamente pensar la realidad en clave metafísica), sino explicar o describir cómo se da en la naturaleza, que es distinto.

Este enfoque sistémico supone una actitud muy diversa a la del mecanicismo a la hora de enfrentarse con lo real, aun en el seno del ejercicio del conocimiento científico. Laín Entralgo realiza una buena descripción de esta actitud: «Quien no se decida a imitar la osadía mental de Heisenberg ante la realidad de las partículas elementales, y no sea capaz de rebasar la visión cosificante del mundo, la concepción de éste como una composición interactuante de ‘cosas materiales’ y ‘cosas espirituales’; quien no pase de ver el cosmos como sintaxis de cosas singulares y las estructuras del cosmos como conjuntos meramente relacionales; quien ante los entes materiales no se arriesgue a sustituir los conceptos de ‘forma sustancial’ y de ‘suma asociativa’ por el de ‘estructura dinámica’, ése no entenderá adecuadamente lo que la realidad del mundo es para nuestra inteligencia».

Además, este enfoque sistémico puede ser el mejor antídoto para evitar la práctica de un holismo precipitado, ejemplo de lo cual puedan ser las entelequias de Driesch, entendiéndolas como principios formales rectores del despliegue de un organismo. El enfoque sistémico permite entender las estructuras devinientes en el conjunto del universo, poseedoras ciertamente de propiedades nuevas, emergentes, pero no por ello ajenas a las posibilidades de sus partes. Ciertamente, las propiedades del todo no son reducibles a una combinación de las de sus partes, pero tampoco son del todo ajenas a ellas; las partes ponen su granito de arena en las propiedades del todo de un modo diverso a como se encuentran cuando no forman parte de dicho sistema: formando parte de él en subtensión dinámica. En caso contrario no habría una novedad, el sistema no aportaría algo original. Si pensamos en la molécula de agua, que haya hidrógeno y oxígeno es fundamental, pero no es suficiente: no siempre que hay presencia de moléculas de hidrógeno y de oxígeno se produce agua, se precisa algo más. Como dice Gracia, «tan esenciales son al agua el hidrógeno y el oxígeno como las condiciones que se requieren para que de ellos salga agua». Es entonces cuando aparece un sistema nuevo respecto al hidrógeno y al oxígeno: el agua.

14 de noviembre de 2023

El silogismo inductivo

Veíamos en el anterior post cómo, en el razonamiento de Peirce, el silogismo inductivo es diametralmente opuesto al deductivo, en el sentido de que lo que en éste es la conclusión, en aquél es una de las premisas de partida. Poníamos como ejemplo el porcentaje en el que la letra ‘e’ estaba presente en un texto inglés. Tras varios casos, se veía que esta cantidad era de un 11’25%, lo cual nos llevaba a inferir que, en cualquier texto en inglés lo suficientemente largo, con un mínimo de palabras, ese % se cumpliría. En palabras de Peirce: «la característica central y clave de la inducción es la de que al tomar como premisa mayor de un silogismo la conclusión así alcanzada, y, como premisa menor la proposición que afirma que tales objetos y tales otros se toman de la clase en cuestión, la otra premisa de la inducción seguirá deductivamente de ellas» (§12). En la inducción ‘se da la vuelta’ a un silogismo típico deductivo.

Tomemos la anterior inferencia inductiva y ‘démosle la vuelta’. Inicialmente teníamos: (i) Este libro está escrito en inglés; (ii) En él aparece la letra ‘e’ un 11’25% de veces; (iii) En todo libro en inglés aparece la letra ‘e’ un 11’25% de veces. Si ahora damos la vuelta a esta inferencia inductiva, tendremos el siguiente silogismo deductivo: (i) En todos los libros escritos en inglés aparece la letra ‘e’ un 11’25% de veces; (ii) Este libro está escrito en inglés; (iii) Luego en este libro aparece la letra ‘e’ un 11’25% de veces. Por este motivo dirá Aristóteles que la inducción es «la inferencia de la premisa mayor del silogismo, a partir de su premisa menor y su conclusión» (§12). Y explica Peirce: «La función de la inducción es la de sustituir una serie de muchos temas por una sola que abarque a estos y a un número indefinido de otros. Es así una especie de ‘reducción de la multiplicidad a la unidad’» (§12).

Pero el caso es que esta reducción no posee por su propia naturaleza certeza absoluta, sino que a lo sumo puede poseer un determinado nivel (el que sea) de validez estadística; o, lo que es lo mismo: siempre es ‘hipotética’. La inferencia inductiva que acabo de exponer se ha establecido con únicamente un caso, lo cual arroja una validez estadística muy pobre.

Sería oportuno repetir la experiencia un número de veces mínimamente razonable (comprobar la presencia de la letra ‘e’ en un razonable número mínimo de libros) para alcanzar validez estadística, y para que nuestra hipótesis sea consistente. ¿Cuántas veces? Las que, desde un cálculo estadístico, arroje un margen de confianza razonable.

Así se comprende mejor su definición de hipótesis. Dice Peirce: «La hipótesis puede definirse como un argumento que procede sobre el supuesto de que una característica, que se sabe que implica necesariamente un cierto número de otras, puede predicarse probablemente de cualquier objeto que tenga todas las características que se sabe que esta característica implica» (§13). Y continúa Peirce: «al igual que la inducción puede considerarse como la inferencia de la premisa mayor de un silogismo, así la hipótesis puede considerarse como la inferencia de la premisa menor a partir de las otras dos proposiciones». La función de la hipótesis es la de ir aunando diferentes afirmaciones o predicados, relacionadas entre sí pero que no conforman una unidad, en un único (o pequeño número) que los implica a todos (aunque muy bien pueda referirse también a otros). La función de la hipótesis sería la de «sustituir una gran serie de predicados, que en sí mismos no forman una unidad, por uno solo (o un pequeño número) que los implica a todos, junto (quizá) con un número indefinido de otros» (§13). En todo silogismo deductivo, la premisa menor aparece como antecedente; por este motivo, la ‘inferencia hipotética’ puede llamarse razonamiento del consecuente al antecedente.

7 de noviembre de 2023

El arte conceptual, y la transición a fluxus

Se podría definir al arte conceptual como aquel en el que el concepto prima sobre la propia dimensión artística. Un concepto que no sólo está presente en su aprehensión por parte del espectador, sino también mediante la realización de una especie de diario que refleja el proceso de creación por parte del artista (bocetos, anotaciones, borradores), el cual se expone también para que se vea cómo se ha ido desenvolviendo. Por lo general se trata de un arte con carga conceptual en detrimento de su dimensión material o sensible, acompañado de una gran crítica social. Una de sus principales críticas es el haberse reducido lo artístico a ser un objeto de consumo, tratando de superar su explotación mercantil, vinculada a criterios utilitaristas o acomodados al establishment cultural, en beneficio de —como decía— su reivindicación en aspectos políticos, sociales, culturales, etc. Se puede decir que la verdadera obra de arte no es tanto el objeto artístico en sí, sino todo lo que la acompaña y que tiene que ver con el proceso creativo.
 
Es un movimiento que surge entre las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX, y que se puede remontar a los ready-mades de Marcel Duchamp (1887-1968), famoso por su Fuente (1917). Iniciado en pinturas tradicionales, derivó hacia la ironía o el nihilismo. Lo que hacía era emplear objetos cotidianos proponiendo usos distintos, fuera de su contexto habitual, y que serían los diseñados en sus composiciones artísticas. No eran simples collages, sino exposiciones anti-artísticas, tratando de enfrentarse a una idea divinizada o sacralizada del arte. ¿Dónde estaba aquí lo artístico? Pues en la misma opción por su desacralización, por mostrar los objetos en su crudeza, sin ningún asomo de belleza ni de empeño por alcanzarlo. Lo estético había que situarlo en la ausencia de cualquier atisbo estético, algo que se conseguía con mayor intensidad cuanto más humilde o modesto era el objeto empleado, el cual no tenía importancia en sí mismo, sino más bien por su pertenencia a la nueva realidad que el autor trataba de expresar. Lo que muestra la obra de Duchamp son «las infinitas posibilidades de ‘lectura de lo real’», explica Vásquez; una obra diversa y plural, flexible y distendida, ajena a la normatividad propia de un mudo organizado e institucionalizado.

Relacionado con ello estaba el surrealismo, del que participó el propio Salvador Dalí, aunque no con tanta carga crítica (de la que sí participaba de modo acusado el dadaísmo), sino más bien provocativa, tratando de establecer relaciones entre objetos dispares, pero que podían ser vinculados, tal y como se aprecia en la Sonata africana, del artista ruso contemporáneo Vladimir Kush (agradezco a un lector anónimo que me sacara de la confusión, pues pensaba que era de Dalí). De lo que se trataba era de desafiar al espectador, proponiendo composiciones imposibles y extravagantes que despertaran su imaginación. También cabe mencionar el pop-art, que buscaba acercar el arte a lo cotidiano mediante objetos comunes, convertidos en iconos de las nuevas corrientes estéticas (paradigma de lo cual fue el famoso Andy Warhol).

Esta dimensión reivindicativa y crítica está presente en el arte conceptual, en el que la propia experiencia creativa del autor es parte fundamental en esa especie de diario que se conoce como el libro del artista. Viene a ser como la historia de esa creación, y nace con el propósito de acerca la creación artística a cualquier persona, más allá del reducido círculo de los marchantes y las galerías, es decir, de la explotación comercial del arte. El libro es un vehículo para comunicar el proceso creativo, además de para expresar el pensamiento del artista.

El espectador se ve solicitado a una mayor implicación, no sólo en la percepción de la obra sino en su participación en todo el proceso creativo. Las dinámicas artistas evolucionan hacia performances, dando origen al que se conoce como movimiento fluxus, representaciones relacionadas con problemas vitales desde una visión inconformista. En la experiencia fluxus, todo puede ser empleado, con una libertad total, en el seno de la cual se desvanecen los nexos de sentido, reivindicando todo lo que el arte también debería haber dicho, pero nunca dijo.

Fluxus es un movimiento interdisciplinar, tratando de integrar materiales y situaciones pertenecientes a ámbitos diversos en una especie de arte total, buscando un espacio propio análogo al del dadaísmo. Lleva asociado una nueva conciencia, sabedora de su capacidad para pensar y decir lo que quiera, con libertad absoluta para decir y expresar. Si los ready-mades introducen lo cotidiano en el arte, fluxus trata de disolver el arte en lo cotidiano, explica Vásquez. Seguramente sea su principal paradigma el polifacético artista alemán Joseph Beuys (1921-1986). Beuys creció como artista en la tradición romántica, tanto a nivel artístico como intelectual (con lecturas tanto de Novalis y Hölderlin, como de Schiller y Hegel). Especial influencia tuvo en él, como en otras figuras como Kandinsky, tuvo el teósofo Rudolf Steiner y sus teorías de carácter social. De hecho, para Beuys era importante implicar a la sociedad en el arte, haciendo aterrizar de algún modo el paradigma romántico, haciendo aterrizar la estética a una antropología de la creatividad. Si para el romanticismo la posibilidad estética era un antropológico universal, para Beuys cada persona era efectivamente un artista en potencia, cuyas facultades creativas debían ser reconocidas, cultivadas y perfeccionadas.

Para ello era necesario sacar al arte del circuito profesional y antivital, liberar a las obras de arte de su cárcel mercantil y elitista, transformando la realidad a la vez en un inmenso taller y en un inmenso museo. Un inmenso taller en el que tendría cabida toda persona, legitimando y reconociendo su talento, incluso aunque no se viera necesariamente así. El arte es extensible a toda la sociedad, y en este sentido es transformador, posibilitando a todos su crecimiento espiritual. La creatividad es intrínseca a la vida humana, tanto en la vida cotidiana como en el conocimiento intelectual y científico, especialmente en el arte, ámbito especialmente propicio para su desarrollo. Por este motivo entendía Beuys que había que fomentar la educación artística, pero no tanto enderezada hacia la creación de objetos artísticos al uso, sino más bien como el modo más eficaz de desarrollar la creatividad como topos antropológico, con la consiguiente ganancia para desarrollar nuevas miradas hacia la realidad y hacia la vida. Gracias a esta educación estética, el ciudadano podrá crecer en el desempeño de su vida, así como de sus compromisos y desempeños sociales. De lo que se trata es de que el ser humano pueda ver sus pensamientos tal cual el artista observa su obra: como un producto original de su propia creatividad.

No es casualidad que Beuys haya trabajado en zonas problemáticas o desfavorecidas. Para Beuys era prioritario identificar arte y vida, y ello en todos los niveles de la sociedad. Por este motivo, más que objetos artísticos él trataba de crear procesos artísticos, dinámicos, como dinámica es la vida. Un arte performativo, en el que el discurso también debe estar paralelamente presente, consciente de la importancia del lenguaje y de su capacidad de expresar verbalmente lo espiritual. El arte debe acompañar a la vida, y no debía guardarse o esconderse en unos pocos lugares al alcance de unos pocos. Lo que trata de hacer es descender a los ámbitos más primarios de la humanidad, lindando con la animalidad, no para animalizar lo humano, sino para humanizar ese fondo de angustia y opresión que anida y esclaviza a la persona, tal y como trató de expresar en su famosa performance Coyote.

Los roles tan marcados propios de la esfera artística se difuminan, siendo todos artistas y espectadores de una realidad que se torna artística. No hay trascendencia, sino narrativas exitosas en contextos plurales, visiones del mundo con su carga de verdad desde la pulsión creativa de toda persona. No es una estetización de lo banal, ni una pérdida de lo artístico, sino una reivindicación del valor que posee para la humanidad un arte tradicionalmente recluido en los cánones del espectáculo y de la moda. Para ello el artista debía renunciar al mundo de las galerías y del mercantilismo: esa fue la pretensión de Beuys.