29 de septiembre de 2018

Little Manhattan

Ayer vimos una bonita película, un cuentecito: “Little Manhattan”, en la que un niño, hijo de un matrimonio a punto de divorciarse, se enamora por primera vez de una ‘vieja’ amiga de la guardería, a la que no veía desde entonces. En la película se narra en off los pensamientos del niño, sus conversaciones internas, intentando adivinar qué es lo que pensaba su amada Rosemary sobre él.

El niño, un tanto desorientado en estas cosas del amor, pidió consejo a su padre el cual, viendo su historia presente, no se veía con mucho ánimo de aconsejarle. Tan sólo compartió con él que, en su caso, habían tenido mucho peso las cosas no dichas. Lo no dicho no se olvida, se enquista. Su hijo le preguntó por qué no le decía esas cosas a su madre, a lo que el padre contestó con un ‘no lo sé’. Y su hijo le preguntó también: “y esto, ¿qué tiene que ver conmigo?”, a lo que el padre contestó con otro ‘no lo sé’. Pero el caso es que sí tenía que ver. Y ahí la película dio un giro, que no paso a contar.

Pensando sobre el tema, nos dimos cuenta de que las cosas no dichas se enquistan, sí; pero las dichas pero no atendidas, también. ¡Cuántas cosas dichas caen también en el olvido, porque el otro no las atiende! El otro las oye, está presente… pero en el fondo no lo está.


25 de septiembre de 2018

Como niños mimados

Cuando uno toma cierta distancia y observa la actualidad social, se da cuenta de que lo que prima es un orden que no sólo es diferente, sino que mina los cimientos sobre los cuales surgió nuestro modelo. Quizá el problema más lacerante que padecemos hoy en día es la falta de cohesión, generándose a la vez una expansión exagerada del individualismo, tanto a nivel personal como grupal. Se potencia lo particular, en detrimento de lo social; lo tribal, en detrimento de lo general. En definitiva, el aprovechamiento próximo, en lugar de la responsabilidad colectiva. Nos mostramos cuanto menos extraños entre nosotros, con frecuencia enfrentados, recelosos, a la defensiva.

No mucha gente se siente cómoda en estas circunstancias; puede aceptarlo más o menos, puede asumirlo como un mal inevitable, lo cual es muy distinto de sentirse a gusto con ello. Nos gustaría vivir más allá de estas fronteras que nos encierran en una vida mediocre, pero no sabemos cómo. Es común buscar soluciones, pero quizá se hagan desde una miopía social y un cortoplacismo recalcitrante; se mira al futuro, sí, pero en el mejor de los casos suele ser un futuro miope. Somos incapaces de mirar un poco más allá; cuando aquello que somos, para bien o para mal, no lo somos por obra de un día, ni de una generación… y la solución a nuestros problemas tampoco. Es preciso preguntarse no lo que va a pasar mañana, ni dentro de cuatro años, ni de cincuenta… es preciso pensar mucho más allá, pensar en las consecuencias que nuestras decisiones pueden tener para todos, incluyendo a nuestras generaciones futuras. Aunque presupuesto de todo ello es una inquietud personal.

Estamos en una sociedad del ‘bienestar’; a poco que echemos un vistazo a nuestro alrededor, a otras culturas, a otros continentes, nos daremos cuenta de que somos efectivamente unos privilegiados. Y estamos tan acostumbrados a ello, que no sabemos valorarlo. En lugar de trabajar duro por mantener un estado de vida que cada vez es más excepcional en el mundo, nos atascamos en minucias egocéntricas en las cuales empeñamos nuestras vidas.

«Vivir es habitar el mundo, ciertamente; pero solemos vivirlo medio dormidos, como niños que no toman en serio ni para qué hacen las cosas ni qué se proponen, y que, sobre todo, ni tienen idea clara de qué piensan y de qué están ya aceptando como verdadero sin haberlo comprobado personalmente».

Esta frase del profesor García-Baró tiene mucha enjundia; la equiparación de los ciudadanos occidentales con ‘niños’ no puede ser más acertada. El individuo occidental es un niño mimado que dedica su vida a ridiculeces, porque en el fondo no ha crecido. No nos tomamos en serio las cosas, ni para qué las hacemos, ni en el fondo qué nos proponemos con ellas. Ni siquiera sabemos muy bien lo que pensamos. Nos ‘creamos’ problemas, enfrentamientos con personas que no conocemos sencillamente para sentirnos vivos, cuando si fuéramos capaces de relativizar las cosas seguramente les daríamos un abrazo, o si tuviéramos necesidad de ellos no dudaríamos en pedirles ayuda. Vivimos a base de clichés ideológicos que no sabemos muy bien lo que significan, porque no los hemos experienciado, no los hemos vivido, no son nuestros. Vivimos, pensamos, actuamos, según nos dictan… incapaces de decidir por nosotros mismos. Nos vendemos por un mendrugo de pan. Y pensamos que somos libres.

Nos creemos que somos dueños de nosotros mismos porque somos libres, porque podemos hacer lo que queramos. Pero eso es una visión cicatera de la libertad, desde la cual prescindimos del otro y de lo otro: no nos preocupa más que nuestra vida. Y, ¿es esto así?, ¿nuestra vida es sólo nuestra? Está claro que es nuestra, pero ¿sólo nuestra? Yo creo que no. Desde el momento en que venimos a la existencia, incluso antes, desde el momento en que somos concebidos, dependemos de otros y de nuestro entorno. El ser humano nunca es un ser aislado (¡ningún ser lo es!), y su yo sólo es en la medida en que es junto con el entorno que le rodea y junto con las cosas que le suceden. Somos seres relacionales, y no podríamos subsistir ni un segundo sin el aire que respiramos, sin el suelo que pisamos, sin el otro que nos cuida. Del mismo modo que todo lo que no es yo permite y posibilita mi existencia, ¿no debería ser el fundamento de mi existencia cuidarme yo y a la vez cuidar de lo que no soy yo?, ¿no es responsabilidad mía tanto yo mismo como lo que no soy yo? Me planteo hasta qué punto es legítimo el uso de una libertad que no vaya en beneficio de todo lo que existe, incluido yo mismo, sí, pero también los demás y lo demás. Del mismo modo que nuestras vidas no son sólo nuestras, sino que son un poco de todos en la medida en que gracias a ellos vivo, las vidas de los demás tampoco son sólo suyas, sino que son un poco mías también, en la medida en que gracias a mí viven. Eso es la libertad: no una ‘libertad de’ para hacer lo que se me antoje, sino una ‘libertad para’, una libertad desde la que podamos responsablemente y mirando más allá de nosotros mismos (también con nosotros mismos) contribuir a la mejora social.

18 de septiembre de 2018

Entre el silencio y la palabra

Hay un libro de Rof Carballo titulado tal y como el post, Entre el silencio y la palabra, en el que ofrece dos imágenes del silencio muy sugerentes. El valor del silencio, en una cultura como la nuestra, en una cultura de la información, de la comunicación, está ciertamente puesto en entredicho. Sin embargo, no son pocos los autores que reivindican constantemente el valor que posee para una vida humana. Porque hay cosas que no se pueden decir con palabras, y el hecho de que no se puedan decir con palabras no implica que no se puedan decir, sino eso, que no se pueden decir… con palabras. Ello implica situarse de un modo distinto ante la vida, ante el otro, ante la realidad… para darse cuenta de que el auténtico discurso no es aquel que lo comunica todo explícitamente sino el que invita, el que evoca, el que sugiere… todo lo cual acontece precisamente cuando la palabra calla y permite que aflore aquello ‘que no se dice’. Como dice Rof Carballo, las cosas grandes quizá se digan más fácilmente con silencios que con palabras, silencios preñados de sentido.

Y es que, entre la palabra y el silencio, hay un abismo. Tanto como el que supone para nosotros desprendernos del rumor ensordecedor de un sinfín incesante de palabras, tanto habladas como escritas; un parloteo más o menos estridente, pero que no cesa, en continuo devenir, fundamento de su inconsistencia. La palabra con poso, no se encuentra en la cantidad, ni en la sonoridad… todo lo contrario: se encuentra en el silencio; de él viene, y a él apunta. Sólo desde la plenitud hallada en el silencio puede decirse una palabra que no se encuentre a merced del viento; la palabra auténtica brota de la plenitud hallada en el silencio, el cual le dota de firmeza y de riqueza. Así, aparece legitimada: en realidad, esa palabra no es sino el ‘silencio dicho’, el silencio ‘vuelto del revés’. Sólo la palabra surgida del silencio nos protege de las fuerzas destructivas de lo humano que se encuentran presentes en el rumor, en la cháchara… El auténtico lenguaje es orgánico, es expresión de una unidad profunda; la cháchara es mera concatenación desarticulada de palabras que obedece únicamente al deseo de ser dicho, de ser escuchado, incluso de imponerse, de vencer en no sé muy bien qué batalla, quizá la que uno libra consigo mismo.

Paradójicamente, esta expresión de la unidad profunda, o de la unión con lo profundo, no se da mediante palabras, tampoco mediante el silencio; es preciso que aquéllas mengüen para que aflore algo más sutil, apenas perceptible, que se encuentra precisamente entre el silencio fontanal y la palabra dicha; todo ese conjunto de ademanes, de insinuaciones, de miradas, de estares, de actitudes… que en definitiva expresan lo que uno no puede dominar, lo que uno no puede controlar, y que en realidad le definen en su intimidad. Un ‘modo de ser’ imperceptible que dice lo más verdadero de nosotros mismos, y del que nosotros a menudo ni si quiera somos conscientes.

Sabido es que el ser humano cuando nace no nace acabado, sino que precisa que sus estructuras fisiológicas y conductuales vayan acabándose de gestar; los genes tienen su papel, pero los genes sin el entorno adecuado son totalmente insuficientes. Cada individuo se ha de ‘acabar de hacer’ en diálogo con su medio y entre otros individuos, en medio de sus personas cercanas, las cuales le irán esculpiendo con ese lenguaje de palabras no dichas, de gestos no calculados, de besos no conscientes; en definitiva, la nueva personalidad se irá formando sobre todo de aquello que se le comunica con ese lenguaje callado, el cual a la postre se va a erigir como el «supremo escultor de lo más entrañable y radical que hay en el hombre, que le rodea en la primera infancia», dice el genial gallego, y que une a los hombres entre los intersticios que dejan las palabras. Esta idea me parece genial: nos une, más que nuestras palabras, los intersticios que quedan entre ellas; sepámoslo o no. En el fondo, toda palabra emerge de ese trasfondo de lo no dicho que nos subyace y nos conforma; en el fondo, toda palabra no dicha nos define como somos.

Estos son los dos sentidos que otorga Rof Carballo al silencio: en tanto que origen fontanal de nuestra esencia, y en tanto que modo de decir (sin palabras) lo que somos. Supongo que la maravilla será vivir ambos silencios en sintonía, en armonía, de modo que nuestro ser no sea sino una resonancia de lo que somos esencialmente.

El silencio no es un hueco inservible, sino que es la muestra de que se está empezando a vivir. El silencio es signo de creación, de vida viviente; el silencio es fuente de la que mana toda acción y toda dicción humana, y que le da sustento, y que le da consistencia. El silencio es fuente de vida. Algo incomprensible en el mundo de hoy; y, por incomprensible, desestimable. Y, ¡quién sabe!, quizá cuando se descubra esa verdad profunda ya no será necesario vivir ni con disfraces ni con máscaras, sino que nuestro comportamiento será expresión fiel de aquello que somos en nuestra esencia, más allá de egocentrismos y de egolatrías que impiden no sólo un encuentro auténtico con el tú, sino un encuentro auténtico con nosotros mismos.

11 de septiembre de 2018

La formalización de un sistema matemático: nuevas perspectivas de la realidad

Decíamos en otro post que la formalización del cálculo matemático ha sido un paso fundamental en la historia de esta disciplina. De hecho, hoy en día estamos ‘rodeados’ de sistemas formales que contribuyen a mejorar nuestro día a día, de los que a menudo no somos conscientes, como aquellos que se ponen en acción cuando estoy escribiendo estas palabras con mi ordenador. El origen de este ímpetu formalizador hay que situarlo en las intenciones logicistas de cambio de siglo, sobre todo de la mano de Frege. Este autor estableció su programa logicista, que consistía «en reducir todos los términos matemáticos a definiciones explícitas en las que sólo intervinieran términos lógicos, por un lado, y en conseguir demostrar todas las proposiciones matemáticas a partir de unos cuantos principios considerados como lógicos y mediante el empleo de reglas de razonamiento también lógicas», dice Lorenzo.

¿En qué consiste este proceso? ¿Qué hay que hacer para formalizar un determinado lenguaje? Pues hay que definir todos sus elementos. Hay dos aspectos que quisiera destacar, siguiendo a Raguní. El primero es que, en la definición hay que contar no sólo con sus elementos constitutivos y funcionales, sino también con otros elementos más sutiles que se dan en la práctica, y que tienen que ver con procesos de simplificación de expresiones largas (o denotaciones). Hay que destacar que definir no sólo tiene el objeto de acotar, de abreviar, sino más bien de evidenciar entes que concentran ciertas propiedades más o menos numerosas a expresar, algo que, conforme se complican las proposiciones, se erige en una tarea imprescindible. Un ejemplo familiar es el uso del símbolo ‘N’ cuando nos referimos al ‘conjunto de los números naturales’; no hay que repetir cada vez que necesitamos referirnos a él esa expresión, sino que basta con decir ‘N’. El segundo aspecto, y que ya vimos cuando hablábamos de la metamatemática, es que en toda definición hay una convención semántica, es decir, el lenguaje matemático, hasta el más básico, necesita de cierto significado ajeno a su propio lenguaje.

Una vez aclarado esto, se pueden establecer cuatro etapas. Hay que establecer unas convenciones mínimas para que el sistema sea operativo, sobre el cual sobrevuela un objetivo definido (aunque no necesariamente ha de ser explícito): que sea útil para generar conocimiento. Es decir, interesa que los teoremas verdaderos en el sistema formal nos conduzcan a interpretaciones verdaderas de la realidad, es decir, nos interesan modelos de interpretación correctos. «En tales condiciones, los teoremas son útiles e interesantes porque constituyen proposiciones verdaderas en tales modelos». Sin embargo, esto no será del todo posible, no hay una relación perfectamente biunívoca entre las proposiciones verdaderas en uno o en otro lenguaje, lo que dará pie a algún problema, como veremos en breve.

Pues bien, lo primero que habría que hacer es generar un vocabulario, es decir, una relación de todos los signos de que va a constar el sistema, y que consecuentemente se van a emplear en el cálculo. El segundo paso sería el establecimiento de las reglas de formación, es decir, qué combinaciones de signos son aceptables en el sistema o no. Por ejemplo, en nuestra aritmética la expresión ‘2+5=7’ es admisible, pero ‘2+=57’ no. En lógica simbólica, más importante para nosotros en este contexto, ‘pVq’ es admisible, pero ‘pqV’ no. En este ámbito son conocidos los operadores ‘no’→, ‘y’, ‘o’ y ‘si…entonces’. Estas reglas de formación están diseñadas de tal modo que las expresiones resultantes de su buen uso ofrezcan proposiciones o fórmulas en dicho sistema. De este modo, si ‘p’ es una proposición, su negación ‘no p’ también lo será; o, si ‘p’ y ‘q’ son dos proposiciones, ‘p y q, o ‘p o q’, o ‘p→q’, etc., también lo serán, siempre que estén expresadas respetando dichas reglas de formación.

Démonos cuenta de que aquí no entra todavía la corrección o no de la operación, sino la sintaxis de los signos, cómo se pueden agrupar en orden a expresar una proposición. La corrección de la operación tiene que ver con las reglas de transformación, en base a las cuales se construyen unas fórmulas y se hacen derivar unas proposiciones en otras: son las reglas de la inferencia, mediante las cuales se obtienen los distintos teoremas. Lo suyo es que el conjunto de estas reglas sea no vacío (es decir, que haya por lo menos una), pero también finito (para que lo podamos manejar). Y, por último, lo que hay que hacer es escoger ciertas proposiciones como axiomas, que serán en definitiva el punto de arranque y de apoyo de todo el sistema.

Vocabulario, reglas de formación, reglas de transformación y axiomas, son los cuatro grandes elementos de que consta un sistema formal. El sistema formal sería algo así como un constructo teórico, compuesto en definitiva de un lenguaje (formal) y de un mecanismo de procesamiento, de transformación o de deducción. Dicho lenguaje estaría compuesto por un conjunto de signos, los cuales se encuentran exentos de cualquier valor semántico en su definición (es decir, en tanto que formal, no debe poseer primariamente ningún correlato con la realidad), así como ese conjunto de reglas que nos dicen cómo han de combinarse los signos para que las expresiones que se realicen con el vocabulario sean expresiones correctas. Por su parte, el mecanismo de procesamiento no sería otra cosa que las reglas de transformación, es decir, reglas que nos dicen cómo transformar unas expresiones en otras.

Para los ajenos a este mundo es complicado hacernos a la idea de lo que es un sistema formal en tanto que conjunto de signos sin significado alguno, que operan según unas reglas definidas previamente. Pensar en ese cálculo formal sin mayor correlato con la realidad es complejo.

Un buen modo de imaginarnos cómo ‘funciona’ un sistema formal que se me ocurre, es intentar ponernos en el lugar de una máquina que juega al ajedrez. Los movimientos que calcula la máquina no tienen para ella ningún significado como sí que lo puedan tener para los ajedrecistas. Para la máquina, para deep blue, no sólo no tienen ningún significado los movimientos, sino que tampoco lo tienen ni el tablero, ni las fichas, ni el contrincante… Lo único que hace es establecer combinaciones en función de las reglas que se han puesto a la base del sistema, y escoger las que más probabilidades de éxito le ofrezcan. Sus cálculos no tienen ningún valor semántico.

Una última idea para acabar. Si nos fijamos, el método axiomático posee una limitación, que bien entendida puede dar lugar a una gran ventaja; como se suele decir, una debilidad se puede convertir en una fortaleza. ¿Cuál es la debilidad? Pues el hecho de tener la limitación de poder pensar únicamente desde el marco definido por sus axiomas. Sí, dado un marco axiomático determinado los enunciados y teoremas que se pueden hacer son infinitos, pero el caso es que no son ‘todo’ lo infinitos que quisiéramos. (¡Vaya!, creo que aquí es aplicable lo de Cantor y sus distintos infinitos). Sólo podremos crear infinitos teoremas en el marco definido por esos axiomas… Sí, serán infinitos, pero… sólo dentro de un marco. Aunque, si nos fijamos, el caso es que también podemos establecer infinitos marcos, podemos definir tantos sistemas axiomáticos como queramos, de modo que cada uno de ellos pueda albergar en su seno infinitas proposiciones. Ahora tendríamos infinitos marcos en cada cual se pueden albergar infinitas proposiciones… Y ésta era la fortaleza. No el hecho de que se puedan generar tantas proposiciones (ya que, muchas de ellas no serán muy útiles), sino el hecho de que estos nuevos marcos axiomáticos nos pueden servir —y de hecho nos sirven— para aproximarnos a la realidad desde distintas perspectivas, muchas de ellas ajenas al sentido común, al sentido común euclidiano. Gracias a estos nuevos marcos podemos pensar un espacio curvo, por ejemplo. Esto no ocurre siempre, ni mucho menos, pero a veces sí. Y en este sentido, y además de la importancia que tengan en sí mismas, las matemáticas se erigen en una importante herramienta para, desde ellas, adentrarnos en la realidad desde nuevos enfoques.

4 de septiembre de 2018

¿Por qué un hecho es histórico?

Hace poco hablaba con un amigo de una historia que leí hace ya bastantes años del gran Stefan Zweig, uno de sus ‘momentos estelares de la humanidad’: en concreto el que se refería a la batalla de Waterloo. Lo que contaba ahí Zweig era un hecho ‘secundario’ en el desarrollo de la batalla, en principio no muy relevante, pero que, a la postre, se tornó fundamental. El asunto fue que, a causa de una circunstancia que difícilmente podría preverse, uno de los subalternos de Napoleón tomó una decisión que no es que fuera equivocada (según la información de que disponía), pero que contribuyó gravemente al desenlace que todos conocemos: Grouchy, sencillamente, cumplió las órdenes dictadas por Napoleón; unas órdenes que se volvieron contra el ejército francés, pero que Grouchy no quiso desobedecer, siendo fiel a su espíritu militar. Si las hubiera desobedecido (a la luz de la narración, tampoco estaba tan claro que lo tuviera que hacer), y en vez de perseguir a un ejército prusiano que nunca halló hubiese vuelto sobre sus pasos para ayudar a Napoleón, otro hubiera sido el desenlace de la batalla.

Comentábamos mi amigo y yo el hecho de que la vida, la historia, a menudo se ve decidida por detalles pequeños, por protagonistas desconocidos los cuales intervienen decisivamente en el desenlace de las cosas. Por ejemplo, este caso de Grouchy: todos conocemos Waterloo, pero nadie conoce a Grouchy, cuando fue una figura fundamental en dicha batalla, influyendo fatalmente en el destino de Napoleón. Supongo que, como ese, se podrían poner infinitos casos. Y bueno, conversando, conversando, esto nos llevó a reflexionar sobre qué es lo que hace que unos hechos pasen a la historia, y otros no: efectivamente muchos hechos son catalogados como históricos, pero otros muchos no. Y esta es la cuestión: ¿qué es lo que hace que un determinado hecho sea considerado como un hecho histórico, frente a aquellos otros que no?

Al respecto, un buen amigo y compañero de la universidad (e historiador, para más detalles) me recomendó unas reflexiones más que interesantes que Gustavo Bueno realiza en el séptimo capítulo de su Zapatero y el pensamiento de Alicia. En él pone de manifiesto distintas circunstancias que pueden ayudarnos a una mejor comprensión de esta cuestión, pero no sólo de ella. De hecho, me ha ayudado a comprender algo más esto tan complejo como es la Historia. Pero bueno, en este post me voy a ceñir a la que más me interesa, en relación a la duda que planteo. Seguramente en otra ocasión comentaré el resto, pues no tienen desperdicio (a mi modo de ver).

En primer lugar, habría que distinguir que no todo lo que acaece sobre la superficie de nuestro planeta (o en el universo en general) puede ser calificado como tal. Continuamente están ocurriendo infinidad de eventos que no se podrían calificar así, como por ejemplo todo lo que ocurre en el ámbito de la materia inanimada. Pero tampoco en el ámbito de los seres vivos en general: los animales, a diferencia de lo que ocurre con las cosas, ejecutan acciones, ‘hacen cosas’, pero tampoco se nos ocurre calificar dichas acciones como históricas. Aunque esto no es así del todo: tanto en el caso de la materia inanimada como en el de los seres vivos en general, ocurren cosas que sí que calificamos como históricas, y el motivo es su referencialidad con el mundo humano. Hay muchos animales que mueren cada día, pero la muerte de la perra Laika podemos calificarla como histórica, a causa de su importante significatividad en la conquista del espacio por parte del hombre. Hay muchos volcanes que han entrado en erupción, pero el del Vesubio fue un hecho histórico por su fatal repercusión en Pompeya.

Pero tampoco todo lo que hacemos los seres humanos adquiere la categoría de histórico. Todo aquello que hagamos, cualquiera de nosotros, ocurre en la historia; todos nuestros actos son en este sentido históricos, pero no lo son en el sentido de que tengan relevancia histórica, es decir, que posean una determinada significatividad en el devenir de la historia, además de para cada uno en su vida.

La pregunta sigue en pie: ¿qué es lo que hace que un determinado acto de un individuo, pase a engrosar la lista de los inmortales sucesos que jalonan el devenir de la historia humana? Porque lo usual es que cada cosa que hacemos se mantenga en el anonimato de la sociedad. Pues bien, una de las reflexiones que realiza Bueno tiene que ver con esta duda, con el criterio a seguir para que la relevancia de acciones o biografías individuales puedan considerarse que caben en el seno de la Historia o no: es «la cuestión de por qué algunas ‘secuencias biográficas’ tienen un significado en la Historia objetiva y otras no». Y la clave, en su opinión, es el hecho de que ello depende de hasta qué punto las decisiones que pueda adoptar un determinado sujeto, y las acciones que pueda desempeñar, pueden ser decisiones totalmente libres, o no. Es decir, si el sujeto ‘se debe’ a líneas de fuerza entre las que está situado y que de alguna manera le impiden hacer lo que buenamente querría hacer, precisamente por estar situado en dichas líneas o corrientes (de todo tipo) por las que se ve ‘arrastrado’ mientras se sitúe en su seno. Podríamos decir que, mientras se está en el seno de dichas corrientes, uno no acaba de ser dueño del todo de su propia vida. Estas corrientes son los compromisos que ha asumido en su vida social en mayor o menor grado, a los que se debe.

Precisamente por pertenecer a dichas corrientes, aquello que haga tiene consecuencias públicas que van más allá de las que pueda tener para su propia vida. A cuantas más corrientes pertenezca, más tensionado estará, y más repercusión social o histórica poseerá aquello que haga. Su relevancia histórica tiene que ver con cuántas y cuáles corrientes son con las que tenga relación, de modo que dicha relevancia desaparecería en el momento en que las abandonase para volver a vivir su vida individual.