23 de abril de 2024

La tolerancia social comienza por la autenticidad personal

Hablábamos en el anterior post de la tendencia a vivir según determinados clichés, a vivir ideologizados en cierta medida, tendencia que suele pasar inadvertida, o cuanto menos sin acabar de identificar cuál es el peso de dicha ideología o creencia (en sentido amplio, sea del carácter que sea) en nuestras vidas. Y es que no es fácil salir de esa circularidad que nos encierra un modo de ver las cosas que, por muy nuestro que sea, sin duda será menesteroso de ser enriquecido. Creo que este esfuerzo es exigible a todos, en la medida en que tenemos la pretensión de convivir de verdad, más allá de las relaciones de superficie con las que a menudo nos conformamos. Además: no realizar ese esfuerzo, más allá de sus graves repercusiones a las relaciones sociales, ¿no supone también renunciar, incluso traicionar, lo que es ser persona? Tendemos a quedarnos con explicaciones fáciles y asequibles a los problemas y circunstancias de la vida, seguramente según nuestros esquemas, pues es donde nos sentimos cómodos y seguros. Nos cuesta asumir el riesgo de tener que cambiar nuestras convicciones, nuestras creencias. Nos genera ansiedad trascender los barrotes de nuestros prejuicios, bien porque ello nos obliga a pensar, bien porque nos obliga a ser críticos y, sobre todo, autocríticos. Nos cuesta escribir nuestras propias vidas. Pero mientras no seamos capaces de comprender que nuestros esquemas son seguramente insuficientes, que más allá de nuestro marco hay un mundo de sentido que se nos escapa y que los demás nos pueden ofrecer, o nos pueden ayudar a descubrir, seremos como ratoncillos que dan vueltas en su jaula de grandes tópicos, sin poder ir más allá de sus barrotes. Quizá sea esa renuncia a vivir apoyados en las cosas realmente importantes de la vida, lo que provoca enfrentamientos y divisiones, violencia. Quizá sea nuestra tendencia a vivir vidas inauténticas lo que propicia lecturas distorsionadas.

Esto es algo que se evidencia palmariamente en el ámbito de las relaciones entre creyentes y no creyentes. Algo así explicaba Edward Schillebeeckx, un famoso teólogo belga, cuando decía que quizá sean los mismos creyentes los que provocaban el ateísmo, en el sentido de que no habían sido capaces de que en ellos traspareciera la auténtica fe; no es la fe, sino la mala manera de vivir esa fe lo que propicia distanciamiento e incomprensión de lo que sea la fe. Por mi parte, creo que habría que matizar esa afirmación (hay personas creyentes ciertamente ejemplares) aunque, por desgracia, no le falta cierta razón. Quizá ése sea el motivo de que a veces no nos sintamos identificados con las críticas que se realizan a la fe, porque el ateísmo no pocas veces lo que critica no es tanto a la fe (que también), como a la falsa imagen de la fe, o a la falsa imagen de Dios, que es de la que tienen noticia porque es la que los creyentes han dado a conocer; como dice este autor, «quizá los verdaderos ateos no son siempre los que creemos»; frase que da que pensar, sobre todo si le damos la vuelta: quizá los verdaderos creyentes no son siempre los que creemos.

Todos, absolutamente todos, estamos inmensos en ese gran misterio que es la vida. Y es fácil recurrir a una imagen de Dios que nos ayude a sobrellevar nuestras incomprensiones sobre la realidad, nuestros sufrimientos, nuestros interrogantes… Es muy común que el creyente busqué a un Dios que le ofrezca seguridades terrenas, que intervenga activamente en la historia para que le ayude con su vida; pero quizá así se olvidé ―como dice Schillebeeckx― «que es la libertad la que hace la historia».

La fe en Dios ―a mi modo de ver― no es sino una convicción profunda, seguramente indemostrable racionalmente, pero intuida y experienciada razonablemente, de que el universo, y todo lo que en él acontezca, tiene sentido, no es un absurdo. Si buscamos a Dios donde no está, e incluso si ‘lo encontramos’ allí, ¿no es razonable que se nos acuse de que estamos dando continuas pruebas de su no-existencia? Si pensamos que Dios es accesible y comprensible como un ente del mundo, estamos errando el camino. Es, más bien, al contrario: «en el mismo momento en que no podemos alcanzar a Dios en nada, es cuando lo encontramos por todas partes». No hay que emprender ningún camino (intelectual, emocional…) para encontrarlo, sino que, sólo en la medida en que abandonemos dicha pretensión, Él se nos hará presente, de manera oscura si se quiere, porque ya está en nosotros.

Con frecuencia, la crítica del mundo ha ayudado a los creyentes a ir depurando la imagen de Dios. El conocimiento de Dios para nada está acabado, como no lo está ningún otro tipo de conocimiento; está vivo, en evolución, en dinamicidad, fruto del crecimiento de la humanidad durante generaciones. No hay mejor modo de crecer en la fe que ser capaces de ir limando las falsas imágenes, los pseudo-dioses que los mismos creyentes se han ido forjando. Creo que esta circunstancia, lejos de ser una prueba de su no existencia, es muestra de las limitaciones humanas, así como de su progreso en todos los órdenes, también en el espiritual. Creo que a Dios sólo lo encontraremos cuando seamos capaces de no pretender ni necesitar señalarlo con el dedo, identificarlo con nuestras expectativas, pues Él siempre estará más allá. Todo lo que contribuya a suprimir o minimizar el misterio de Dios, creo que nos presentará una imagen distorsionada suya.

A lo más que podemos aspirar es a pensar la dimensión humana de Dios la cual, para los cristianos la presenta Jesucristo, quien nos ha mostrado «lo que es un hombre que se ha entregado por completo a Dios». Con Jesús hemos aprendido que, a sabiendas de que hay leyes que rigen el universo, y de que los hombres se mueven al amparo de la libertad, la vida no es algo a lo que hemos sido arrojados, sino que puede ofrecernos una dimensión de sentido que se escapa a nuestra razón. El creyente no es alguien que sabe lo que tiene que hacer en la vida; como cualquier otro, es consciente de que tiene una vida que vivir, una felicidad que alcanzar, pero no sabe del todo ni qué es la felicidad ni cómo tiene que llegar a ella; tendrá que ir descubriéndolo poco a poco, aprendiendo gracias a sus entornos y a su propia experiencia de vida; tendrá una hipoteca que pagar, problemas familiares, éxitos y fracasos profesionales…; tendrá que discernir continuamente que es lo bueno y lo malo en cualquier circunstancia, ante cualquier vicisitud, porque no lo tiene más fácil por su fe, sino que, como cualquier otro, lo hará a tientas, acertando y equivocándose; tendrá que encontrar soluciones a los problemas sociales, económicos, etc., en el seno de las situaciones coyunturales de su época, siempre cambiantes. Quizá la diferencia entre creyentes y no creyentes esté en el marco en el que dicha tarea vital queda situada, una tarea que en la que el creyente no se siente sólo; un marco que no es cerrado, sino abierto, dinámico, en continuo proceso, para el cual son necesarias tanto reflexiones de creyentes como críticas de no creyentes. Y no sé si es razonable afirmar lo propio en el sentido opuesto, creo que sí. ¿Qué otro modo hay para crecer? Si sólo nos damos golpecitos en la espalda entre amigos, nos quedaremos cómodamente en nuestros esquemas (lo cual no deja de ser también una opción, ciertamente). En la cabeza del creyente siempre revoloteará la pregunta: ¿y si después no hay nada? En la del no creyente: ¿y si después hay algo? Creo que lejos de afirmaciones dogmáticas (independientemente de la convicción con que uno pueda asumir una u otra postura en su vida), hay buscar lugares de encuentro.

Creo que ésta es la idea que tenía Ricoeur en mente cuando hablaba de laicidad: la de, independientemente de las creencias (en sentido amplio) de cualquier persona o grupo social, realizar un ejercicio decisivo de tolerancia positiva, creando marcos propicios para la expresión de distintos modos de pensar y de enfocar la vida, para el diálogo y el debate, no tanto para salir victoriosos del enfrentamiento, sino para poder construir con el otro mejores espacios de convivencia y de respeto, sin pretender anular las diferencias, lo cual ni es recomendable ni, seguramente, posible. La solución de Ricoeur no consiste tanto en adoptar soluciones, ni recetas ad hoc, sino en el ejercicio de la deliberación pública como método y actitud, algo que, independientemente de nuestras creencias, nos humaniza y nos ayuda crecer como personas, tal y como dicen los hermanos Domingo Moratalla.

16 de abril de 2024

El signo es signo ‘para’ un pensamiento

En “Algunas consecuencias de cuatro incapacidades”, Peirce realiza una introducción a su teoría semiótica, con unas intuiciones interesantes, a mi modo de ver. Destaca allí que, siempre que pensamos, tenemos de alguna manera en nuestra conciencia alguna imagen, alguna sensación, algún concepto… es decir, algún tipo de representación. En su opinión, esta representación —la que sea¬— realiza en la reflexión un papel muy concreto: el de signo. En el signo están presentes tres referencias distintas, a saber: ‘para’, ‘por’ y ‘en’. ¿Qué se quiere decir con ello? Pues que se trata de un signo para alguien, en cuya conciencia se está dando algún pensamiento, y que lo interpreta; se trata de ‘tal’ signo por el objeto al que signa, de modo que es ese signo y no otro, motivo por el cual puede precisamente estar en el pensamiento en lugar de ese objeto; y es un signo en algún respecto o cualidad que, en definitiva, nos remite al objeto.

Cuando nos detenemos a reflexionar sobre nuestra conciencia, sobre nuestra mente, enseguida nos damos cuenta de que difícilmente hay en ella un único pensamiento; más bien lo que hay es una coexistencia de diferentes cosas, a muchas de las cuales apenas prestamos una mínima fracción de segundo nuestra atención. Podemos fijar nuestra atención en un pensamiento en concreto, pero no se sigue de ahí que los pensamientos que antes focalizaban nuestra atención hayan desaparecido por completo, independientemente de que hayan pasado a segundo, o a tercer plano. Tanto es así que ―en la opinión de Peirce― ningún pensamiento parte estrictamente de cero, sino que toda intuición o cognición se apoya o deviene de alguna manera de intuiciones o cogniciones previas, por muy fugaces o débiles que sean. Todo pensamiento se erige como un eslabón en una larga cadena de pensamientos, y nunca podrá ser algo ni independiente, ni tampoco instantáneo, «sino un acontecimiento que ocupa tiempo y que transcurre por un proceso continuo» (§21). Si esto es así, en todo pensamiento hay algo del anterior, y también algo del posterior, en un encadenamiento interminable que contribuye a la configuración de la identidad del sujeto.

Vamos con la segunda dimensión, la dimensión por. ¿En lugar de qué está el pensamiento-signo? La respuesta primera que se nos ocurre es, sin duda, en lugar de aquello en lo que estamos pensando. Pero esto no está tan claro. ¿Por qué? Pues porque raramente pensamos en el objeto en su totalidad, algo que por otra parte sería imposible; a lo sumo pensamos en distintos aspectos o rasgos suyos, los cuales se van sucediendo e integrando.

Podemos pensar en un árbol, luego en que es un pino, luego en que es grande, luego en que es muy frondoso, etc.; los distintos aspectos del árbol se van sucediendo unos detrás de otros, de modo que los pensamientos posteriores devienen de los anteriores, a los que tienen presentes de alguna manera, pero no del todo. Y, en ningún caso, tenemos todos estos pensamientos de golpe, sino que se dan sucesivamente. Por este motivo insiste Peirce que el pensamiento-signo está en lugar del objeto, pero sólo en aquel respecto en el que está siendo pensado (§22); o sea, que más que el objeto, lo que está presente en nuestra conciencia es el respecto, un respecto, de dicho objeto, que es distinto.

Es evidente, pues, que el signo no es idéntico a la cosa signada. Pero, ¿en qué sentido? No únicamente en el sentido de que el signo no agota lo que sea la cosa signada ya que tan solo es un respecto suyo, sino en el hecho de que el signo en cuanto tal es un ‘algo’ distinto al objeto y que, como tal, debe poseer algunas características que le competan intrínsecamente en cuanto signo, y que no necesariamente tienen que ver con su función representativa: es lo que Peirce denomina cualidades materiales del signo (§23), aquellas cualidades que le pertenecen por ser un signo, independientemente de a qué cosa esté signando. Por ejemplo, si pensamos en una palabra, en la palabra ‘á-r-b-o-l’, pues el hecho de ser una palabra, formada por cinco letras, ser llana, etc.; o en una señal de tráfico, el hecho de ser metálica, triangular, de tales colores, etc. El signo tiene cierta entidad como tal, por lo que posee determinadas cualidades materiales per se.

Hay otra dimensión de los signos no menos importantes desde este punto de vista, como es el hecho de que los signos deben poseer dos tipos de conexiones si es que pretenden ser útiles: con las cosas a las que signan (evidente), pero también con el resto de signos que sean análogos a él (al resto de palabras de un lenguaje, al resto de señales de tráfico de un código de circulación, etc.). Es lo que Peirce denomina aplicación demostrativa pura de un signo, es decir, la «conexión física, real, de un signo con su objeto, bien de forma inmediata, bien por su conexión con otros signos» (§23). Hay signos que tienen una conexión inmediata con lo que signan (como una veleta), pero otros no (como las palabras), y es fácil ver que una palabra poca utilidad tendría como signo si no pudiera conectarse con otras palabras. Nosotros podemos no saber qué significa una señal de tráfico en concreto, pero si es triangular con un ribete rojo, seguramente indicará un peligro.

Estas dos propiedades que acabamos de comentar de los signos (las cualidades materiales y la aplicación demostrativa pura) son propiedades que le competen en cuanto tales, pero no reside en ninguna de ellas —y aquí Peirce es muy sutil— la función representativa, porque el signo posee esta función en la medida en que su existencia está siempre referenciada a un ‘para’: para una conciencia, para un pensamiento; y estas dos propiedades pertenecen al signo en cuanto tal, independientemente de a qué pensamiento se dirijan, o siquiera de que se dirijan a un pensamiento o no.

9 de abril de 2024

El conocimiento metafísico: un conocimiento formal

Seguimos avanzando, poco a poco, en el conocimiento de lo que pueda ser lo real. De los cinco pasos que propone Driesch, nos quedan tres. Ya hemos hablado de la hipótesis de que es razonable postular que lo ‘en sí’ existe, independientemente ―éste es el segundo postulado, el principio de cognoscibilidad― de que poco podamos afirmar de eso ‘en sí’ en concreto, y debamos contentarnos con hablar de ello en general. En este estado de cosas, otro principio que asume Driesch tiene que ver que eso que es razonable postular que existe, y cuyo conocimiento no es difícil, es de tal modo que propicia que nuestra experiencia empírica (del orden dice él) sea tal y como es. Así lo explica él: «partimos del principio indubitable de que lo real ha de estar de tal modo conformado que su apariencia, esto es, el contenido de la experiencia ordinalizada, pueda ser como es».

Recordemos que la teoría del orden se ejercita sobre la cosa obtenida por la experiencia, se ciñe a lo empírico, a lo experimentado, a lo presente en nuestra mente, sin hacerse problema de lo que pueda ser la cosa en sí misma. Por esto le llama así, teoría del orden, pues, a lo más que puede llegar tal enfoque gnoseológico (así el idealismo) es a organizar el conocimiento ‘en nuestra mente’, cuyo correlato con la realidad es problemático. Esto es lo que Driesch no ve claro, porque él entiende que, si nosotros podemos tener esa experiencia empírica, es porque la realidad es como es y, siendo como es, nos permite tener esa experiencia y no otra. Se puede afirmar que existe una relación entre lo fundamental y lo consiguiente, una relación que muy bien podría establecerse en términos de ‘funcionalidad’ más que de causalidad necesaria, una función de la relación de consecuencia. De lo cual se puede extraer una segunda conclusión: que lo real es razón para la apariencia como consecuencia. Sólo podemos tener evidencia de lo dado, de la apariencia; y en esa misma apariencia, es legítimo que busquemos su razón; una búsqueda ―lo que en el fondo es dramático― que no puede ser sino hipotética: «el tránsito ascensional de los consecuentes a los antecedentes (lo que se llama ‘inducción’) nunca es de un sentido unívoco, sino que sólo puede ser hipotético», dice Driesch. Partíamos de la base de que la Metafísica sólo podía ser planteada hipotéticamente; pues bien, toda investigación acerca de su modo de ser será doblemente hipotética: en lo que se refiere a su ser, y en lo que se refiere a su modo de ser.

Un paso más, el cuarto. Toda ciencia del orden descansa en una serie de conceptos presupuestos, proto-ordinales, que se asumen, así como las relaciones entre ellos; presupuestos que no son científicos, es decir, que no son obtenidos según la metodología científica, pero que, gracias a ellos, el desempeño científico se puede dar. Un ejemplo claro de ello sería el principio del tercio excluso, o la aplicación de los axiomas matemáticos a las cosas concretas. En este sentido, asumimos que los objetos empíricos están sujetos a los mismos principios fundamentales de la racionalidad que los propios de la teoría del orden. Hay un vínculo entre la razón científica y el comportamiento de las cosas en la naturaleza. Pero ¿se puede decir lo propio entre la razón y el comportamiento de las cosas ‘en sí’? ¿Qué se puede decir de lo real en este punto? ¿Es legítimo pensar que los principios de la Lógica y de la Matemática son válidos para lo real, o no, debemos contentarnos con aplicarlos a las cosas empíricas? Si la respuesta fuera negativa, lo real sería irremisiblemente irracional, sería del todo incomprensible. Si bien es posible que así sea, no es necesario que lo sea. ¿Cuál de ambas posturas es más razonable? «Ciertamente, no sabemos si lo real es ‘racional’, y por lo tanto el principio de la cognoscibilidad racional de lo real es sólo un postulado, un postulado necesario para poder empezar a trabajar en metafísica».

Desde luego, si queremos pensar metafísicamente, difícilmente podemos hacerlo si lo real ‘en sí’, sea lo que sea y sea como sea, es irracional. Además: si decimos que lo real es razón de la apariencia, y que la apariencia es consecuencia de lo real; y, si tenemos en cuenta que, en lógica, la consecuencia no puede ser más amplia que las premisas, es razonable pensar que lo real sea por lo menos tan racional como su consecuencia, como la apariencia. Podemos afirmar que «lo Real no es menos complejo (menos múltiple) que el Fenómeno».

El siguiente es el último paso que ofrece Driesch, el quinto, y que él denomina el principio de la totalidad. ¿En qué consiste? Ya hemos visto que es difícil hablar de lo real ‘en sí’ teniendo en mente las cosas concretas, y que quizá deberíamos contentarnos con hablar de ello en general. Por aquí van los tiros. Este principio nos dice que, para establecer esa relación entre lo real y la apariencia, se puede considerar al fenómeno como efecto en su totalidad, y a lo real como causa en su totalidad también. ¿Qué quiere decir tomar al fenómeno en su totalidad? Pues quiere decir «tomar en cuenta no sólo el algo en toda su plenitud sino también el ser tenido en conciencia, esto es, la circunstancia de ser tenido, de ser ‘vivido’ por el yo». Es decir, no se trata de que lo metafísico tenga que ver con aprehender en plenitud el contenido de la cosa que se nos presenta empíricamente (¿saldríamos así, en todo caso, de lo empírico, de la teoría del orden?), sino en otro aspecto, como es tomar consciencia de que ahí hay algo otro que se le está haciendo presente al yo, que éste lo está viviendo. Si se considerara a lo metafísico en términos concretos, cósicos, siempre estaría el riesgo de que se quedara convertido en naturalismo reduccionista, sin realmente abrirnos a lo metafísico. Quizá por ello sea más adecuado hablar de lo metafísico a nivel formal, y no a nivel material. De lo que se trata es, pues, de ‘interpretar metafísicamente la experiencia’, es decir, buscamos ‘saber cuál puede ser su causa real’. Para resolver este asunto no hay que prescindir de la experiencia de lo empírico, todo lo contrario: es ella la que sugiere la necesidad de una Metafísica.

No hay que prescindir de la experiencia de lo empírico porque es éste nuestro punto de partida: pero parece razonable que se deba ir más allá de ello si se quiere ir más allá de una teoría del orden, en pos de un conocimiento metafísico.

2 de abril de 2024

Sólo existen los seres espirituales

Ya vimos en el anterior post cómo Berkeley necesita al ser divino para fundamentar su gnoseología. Pero no olvidemos que va a versar su tratado no sobre el conocimiento ‘en general’, sino sobre el conocimiento ‘humano’, el cual hay que distinguirlo claramente del ‘divino’, el cual posee unas connotaciones diversas, además de ser fundamental en su sistema. Como dice Lema-Hincapié, «aquí la perspectiva es humana sobre algo propiamente humano, aun cuando en lo humano, según Berkeley, lo divino posee una presencia de importancia suma y del todo necesaria». No se puede obviar el hecho de que Berkeley ―como Descartes― se sitúa en una postura cristiana, y es a esta luz como hay que leerlo.

En este contexto, no resulta tan extraña una afirmación tan sorprendente como la que sigue: «no hay otras sustancias sino las espirituales, esto es, las que son capaces de percibir» (§7). Para comprender bien esta afirmación, hay que situarse en el dualismo moderno más radical, para el cual lo único evidente es la propia conciencia, siendo problemática la existencia de cualquier cosa ajena a la misma. En efecto: los objetos inmediatos de conocimiento son las ideas, primariamente las ideas percibidas por los sentidos, y una idea no puede existir en un ser que no perciba pues ―para Berkeley― percibir es lo mismo que tener ideas; en este sentido, donde exista una idea sensible (olor, dureza, forma) ha de existir a la vez una mente que las aloje; estas ideas no pueden subsistir por sí mismas, sino que necesitan un ser que las perciba.

Vemos cómo Berkeley articula el ser en torno al concepto clave de percepción, y en torno a todo lo que en ella esté en juego. Es la percepción la llave para discernir lo que existe y lo que no existe, existencia que puede darse de dos modos: ser percibido o percibir. «Si percibir se desdobla en dos modos esencialmente unidos, es decir, en el acto de percibir y en el contenido percibido en ese acto, la existencia de cualquier realidad es atribuible con legitimidad cuando una cosa se ofrece como contenido percibido, o un agente realiza el acto de percibir algo. Con independencia de la percepción, no hay nada existente ―sólo hay nada».

Esta afirmación rompe por completo con la tradición filosófica, anclada radicalmente en la afirmación de la existencia de la ‘sustancia material’, la cual era conformada por los accidentes. Pero ¿qué es en el fondo esa sustancia material? Berkeley se hace eco de que ni percibe ni puede ser percibida. Una compañera del claustro, conocedora del pensamiento de Berkeley, me insistió en este aspecto. El concepto de materia que se tenía, así incluso en Descartes, era de carácter aristotélico, en virtud del cual las cosas reales eran el resultado de la conformación (accidental) de una materia prima (amorfa). Y la existencia de esta materia, de esta sustancia material, era más que problemática para Berkeley. Si lo pensamos, la única noticia que podemos tener de las cosas reales es la que tiene que ver con sus accidentes, siendo imposible de percibir la sustancia material. Esto es algo en lo que insistiré más adelante. Ahora me interesa detenerme en esta distinción que estaba comentando.

Este principio ontológico fundamental (fundamentar el ser en la percepción) divide todo lo que puede tenerse por existente bien en activo, bien en pasivo. Activamente existe aquello que percibe, pasivamente existe aquello que es percibido. Percibir es activo, ser percibido es pasivo. Todo lo que existe, pues, está dividido en seres activos y en seres pasivos, es decir, en espíritus e ideas, las cuales no pueden subsistir por sí mismas, sino que necesitan existir en una mente o sustancia espiritual. La existencia está vinculada a la percepción, una percepción que se ha de mantener actual y que debe ser constante, único modo de que no se desvanezca en nada todo aquello que es percibido, y aun que perciba. Sin la percepción el ser es nada, motivo por el cual es preceptivo que haya siempre un espíritu percipiente, que por esto mismo existe, y sostiene la existencia de los seres percibidos (§6). De esto se sigue que no puede existir una sustancia que no piense, una sustancia impensante que sea el sustrato de dichas ideas. Para Berkeley, en tanto que las ideas no pueden existir sino en el seno de una mente que las percibe, si no hay mente, no hay ideas y, por tanto, no hay nada.

Berkeley se hace eco enseguida de una objeción, quizá la más inmediata. La objeción es la siguiente: muy bien, se puede asumir que las ideas sólo existen en una mente y que no existen sin una mente que piense, pero «puede suceder que las cosas parecidas a tales ideas y de las cuales éstas son copias o semejanzas, existen prescindiendo de la mente y en una sustancia desprovista de pensamiento» (§8). La respuesta de Berkeley es sugerente, y pone de manifiesto el abismo existente entre la idea de una cosa y la cosa misma; nos dice que una idea sólo puede ser semejante a otra idea, y no es posible establecer la semejanza entre una idea y otra cosa que no sea del mismo carácter ideal. Si podemos establecer esa semejanza entre nuestras ideas y la cosa supuesto origen real de la misma, será porque entonces ellas son ideas. Claro, como muy bien afirma, las cosas externas ‘no son perceptibles por sí mismas’; la única noticia que podemos tener de las cosas externas es mediante la percepción en base a ideas sensibles en nuestra mente, y no podemos tener otra noticia distinta de ellas. ¿Cómo poder afirmar que, efectivamente, las cosas reales son análogas a las ideas sensibles que hemos percibido?

Si nos fijamos, Berkeley da aquí un paso más del que da Locke, en referencia a la distinción entre cualidades primarias y secundarias. Aunque, estrictamente hablando, esta distinción no fue original de Locke, sino que cabe remontarla a Demócrito y, ya en la época moderna, a Boyle y a Hobbes; pero no cabe duda de que fue Locke quien más la difundió en la filosofía europea de la época. Recordemos que las cualidades primarias serían aquellas que se ‘sustraen a valoraciones individuales’ y ‘se imponen a la mente’ como objetivas y reales, y que pertenecen a las cosas en sí mismas (extensión, figura, solidez, etc.), mientras que las secundarias serían aquellas que no pueden existir sin la mente que las percibe (colores, sonidos, sabores). Las cualidades primarias se corresponderían con propiedades que existen en una sustancia no pensante con independencia de una mente: son materia; «de donde se sigue [continúa Berkeley] que por materia debemos entender una sustancia inerte, carente de sentidos, en la cual subsisten realmente la extensión, la figura y el movimiento» (§9). Esto es algo que para Berkeley no se puede sostener, ya que no existe nada más allá de la mente que lo perciba, de modo que tan ‘secundarias’ son las cualidades secundarias de Locke como las primarias, en tanto que las cualidades primarias también son ideas que existen en nuestra mente, al igual que las secundarias; «y como una idea sólo puede semejarse a otra idea, resulta que ni estas ideas ni sus arquetipos u originales pueden existir en una sustancia que no perciba» (§9). O, como dice más adelante: todo lo antedicho confirma «ser imposible la existencia de la extensión, del color o de cualquiera otra cualidad sensible en un sujeto no pensante, como realidades exteriores a la mente» (§15).

Esto nos lleva al espinoso problema de la fundamentación de la existencia de los cuerpos externos, a sabiendas de que ya no cabe apoyarse en la sustancia primera.

26 de marzo de 2024

Hacia una sociedad de la confianza

Hablaba en otro post de la sociedad de la desconfianza, el cual finalizaba apostando por la posibilidad de generar vínculos en las anónimas sociedades de masas, en virtud de los cuales se pudieran reducir la atomización e instrumentalización de las mismas, en beneficio de relaciones personales liberadoras y de confianza. En términos de Buber, se trataría de revitalizar la esfera del Tú frente a la esfera del Ello. A mi modo de ver, Buber destaca dos posibles perspectivas desde las cuales afrontar esta distinción: una referente a los ámbitos de realidad con los que relacionarnos, que no son sino el de las personas y el de las cosas; otra referente a la actitud básica que tenemos tanto ante las cosas como ante las personas, pudiendo ser en ambos casos ‘tuificantes’ (valga la expresión) o ‘elloificantes’ (valga también); o, como él dice, según la forma-Tú o según la forma-Ello.
  
En el primero de los sentidos, la esfera del Ello no es necesariamente negativa, sino que es necesaria, en el sentido de que el ser humano necesita del Ello sencillamente para vivir. ¿A qué se refiere Buber con la esfera del Ello? Pues con todo aquello que viene a coincidir con el mundo de la cultura: conocimiento de la realidad, utilización de las cosas, habilidades técnicas, vivencias de todo tipo, etc.; es más, tanto la biografía personal como la historia social nos muestran que se da efectivamente un crecimiento progresivo del Ello. Pero con este ámbito del Ello nos podemos relacionar elloificantemente o tuificantemente; es decir, el problema adviene cuando la esfera del Ello es elloificada, y se desconecta de la del Tú, es decir, de la posibilidad de establecer relaciones personales, encuentros auténticos no sólo con las personas sino también con la realidad. Porque cuando la esfera del Ello se elloifica, también se elloifica la esfera del Tú; y viceversa: cuando la esfera del Tú se tuifica, también se tuifica la esfera del Ello. En ambos casos, de lo que se trata es de una actitud básica ante la vida.

La relación que se tiene con el ámbito del Ello consiste básicamente en vivenciarlo y en usarlo, todo lo cual tiene que ver con equiparnos cada vez mejor y facilitarnos la vida. Lo suyo sería que, con el ensanchamiento del mundo del Ello, se ensanchara también el horizonte desde el cual lo vivenciamos y lo utilizamos, es decir, se ensanchara nuestro horizonte vital, personal; porque, en caso contrario, eso iría precisamente en contra de nuestro crecimiento como personas, de nuestra humanidad. La capacidad de vivenciar y utilizar puede comprometer nuestra capacidad relacional, única capacidad mediante la cual el ser humano puede ser efectivamente humano, llevándonos a vivir en jaulas creadas por nosotros mismos y para nosotros mismos.

El ser humano sólo se relaciona de verdad cuando es capaz de establecer encuentros, y sólo es capaz de establecer encuentros como respuesta a un Tú. Este encuentro es fundamental, y tiene múltiples expresiones; pero, como tal, nos sumerge en un ámbito desconocido, un ámbito del misterio desde el cual nos interpela.

Se despiertan así posibilidades usualmente dormidas en nuestras vidas, mediante las cuales somos capaces precisamente de responder a un Tú, de relacionarnos con él, de encontrarnos con él. Una experiencia originaria, cuya expresión nos lleva necesariamente al mundo del Ello, y que hemos de saber articular adecuadamente. La actitud ante el Tú que es cada tú nos abre a la posibilidad de relacionarnos con el Ello como un Tú. No es lo mismo un Ello sin esta experiencia originaria que con ella: en el primer caso, lo tratamos como un mero Ello, cosificándolo, instrumentalizándolo; en el segundo caso, lo que se ha convertido en Ello lo hace inflamando dicha presencia originaria, lo que transforma nuestro modo de relacionarnos, entre la tensión establecida desde donde vino y hacia donde se endereza, es decir, desde el Tú y hacia el Tú, pero dando el rodeo del Ello. El Ello deja de ser visto instrumentalmente, para ser expresión de una presencia, para convertirse en Tú.

Esta pretensión no es actual en el ser humano cuya vida se satisface en el mundo del Ello; un mundo que hay que vivenciar y usar, sin tensión hacia nada que no sea ese vivenciar y usar. El mundo del Ello queda reducido a un mundo de usar y tirar. Lo que tiene sus repercusiones, porque en lugar de tender hacia lo presencial, el sujeto queda subsumido en un mundo que lo oprime y reprime, que lo explota, de modo que sólo puede relacionarse con el Ello así, como Ello, nunca como Tú. Es en la experiencia originaria, en la que el Tú no es un tú entre otros, no es una cosa entre otras, donde se experiencia exclusivamente una presencia, sin la cual encerramos todo en forma de Ello, lo cosificamos. Podemos crecer en el conocimiento del Ello elloificantemente, en forma-Ello, pero entonces nunca se nos aparecerá como Tú: siempre generará vivencias y utilidades, pero nunca encuentros. Ciertamente el conocimiento científico, el técnico, el intelectual son necesarios, pero ¿son suficientes? Desde la experiencia originaria se le abre al ser humano un misterio más profundo que su misma vida, con la cual precisamente responde.

Todo ello interpela a la persona, la cual responde con su misma vida, no diciendo lo que es ni lo que debe ser, lo que hacer ni lo que se debe hacer, sino diciendo cómo se vive desde la presencia del Tú. ¿Cómo? Sencillamente viviendo, generando encuentros, algo que para nada es común. Tanto es así que estos encuentros no serán siempre bien recibidos, ni siquiera recibidos, pues no son pocos los que están cerrados a este intercambio viviente que nos abre el mundo al mundo, encerrados en sus vivencias y usos. Son dos tendencias contrapuestas: la dinámica vivencial e instrumentalizadora reduce la relacional, y el crecimiento de ésta reduce aquélla. Son dos esferas destinadas a convivir, en tensión bien destructiva, bien constructiva. Dependerá de cuál de las dos predomine: la forma-Ello o la forma-Tú. Porque sólo es posible vivir esta convivencia constructivamente cuando se realiza desde la experiencia originaria del Tú, del encuentro.

19 de marzo de 2024

El desarrollo funcional del bebé

Ron Mueck: "Chico"
Decía que el entorno afectivo era fundamental para que el bebé pudiera ir construyendo ‘su mundo’, para que pudiera ir configurando una constelación de sentido con todo aquello que está percibiendo de su entorno, pero que todavía no tiene una significatividad definida para él. Esto es una tarea que debe realizar ineludiblemente, favorecida o dificultada por dicho entorno. El problema es que, por lo general, no acabamos de ser conscientes de cuál es el entorno afectivo que generamos a su alrededor, pensando que lo hacemos maravillosamente, y que ciertos rasgos del carácter de nuestros pequeños son ‘genéticos’, cuando no pocas veces son consecuencia del peor o mejor hacer de los padres o educadores.

Un ejemplo que a todos nos puede ser familiar es lo recomendable que es proporcionar al niño un espacio o un ambiente en el que pueda dormir con regularidad, bien protegido por su ‘objeto de apego’, en el que el olfato ―por cierto― suele jugar un papel determinante. Es fundamental para el funcionamiento orgánico de nuestro cuerpo, máxime en estas etapas tempranas de nuestras vidas que está en pleno desarrollo, dormir adecuadamente, con profundidad, ‘de un tirón’; ¡qué diferente es el desarrollo de este niño que el de aquél que presenta ‘dificultades’ para dormir, precisando de somníferos o extrañas estrategias por parte de los padres! Todo lo cual influye en el desarrollo de sus facultades (cognitivas, volitivas y afectivas), así como en el mismo proceso de crecimiento, como explica Cyrulnik. Que el niño duerma así, bien, no es casualidad, ni tampoco es natural del todo, sino que se debe en buena parte al buen hacer de los padres; buen ambiente que desarmarlo es más fácil de lo que parece. Cómo los padres, sobre todo la madre, se acerquen al bebé, lo miren, lo acaricien, lo cojan en sus brazos, lo manejen, lo abracen, le vayan corrigiendo… va a crear en torno a él un mundo afectivo que revertirá directamente en su modo de ser y en su modo de relacionarse con su entorno. Entornos nutritivos, padres serenos, estables, equilibrados, crearán un ambiente de calor y de proximidad, pronto a las demandas del bebé; entornos inestables, depresivos, ansiosos, dependientes, no responderán adecuadamente a sus demandas, generando en él experiencias de incertidumbre y angustia, de modo que con su ‘no respuesta’ a la sonrisa del pequeño, a sus reclamos, generarán un entorno de frialdad, carente de mimos y de atención, sin contacto.

Esta última opción deriva con facilidad en el anaclitismo, es decir, niños que sufren la patología ocasionada por ausencia de afecto o seguridad, por la falta de alguien en quien apoyarse; es un ‘no tener a nadie con quien contar’. Y no es menos frecuente que haya casos de anaclitismo en adultos ‘que lo tienen todo’ y a los que parece que la vida les sonría, pero que caen en severas depresiones cuando, a causa de la remota huella de vulnerabilidad que les queda de aquellos tiempos grabada en su personalidad profunda, si bien hasta la fecha la vida la había desactivado, cualquier circunstancia actual (una mudanza, un cambio de trabajo, un encuentro, una situación desafortunada…) despierta el dolor enterrado en la memoria.

Una persona con capacidad de vivir funcionalmente su vida no se improvisa, como tampoco ocurre en aquellas que la viven disfuncionalmente. Nuestras primeras experiencias dejan una huella que, aunque generalmente pase inadvertida por ser impresa según procesos no conscientes, no por ello deja de ser menos efectiva. Para que el bebé actúe adecuadamente, para que tenga deseo de expresarse, de comunicarse, de estar con los suyos, se requiere un entorno ‘maternal’ tanto por parte de la madre como del padre, sobre todo, pero también de los restantes miembros de la familia. Muchos problemas de los adultos (anorexias, enfermedades neurovegetativas, trastornos de la personalidad, etc.) no son sino síntomas de un problema mucho más profundo, al cual con frecuencia ocultan si sólo nos detenemos en ellos. Un problema que hunde sus raíces en los estratos arcaicos de la formación fisiológica de las personas, en las estructuras centrales de su cerebro. Querer participar sanamente en la vida, relacionarse amorosamente con las demás personas, depende de que las estructuras fisiológicas estén debidamente configuradas, para lo cual hacen falta tanto recursos biológicos como espirituales, los cuales, en estas primeras etapas de la vida, son fundamentalmente afectivos (independientemente de que, con los años, se vayan ampliando con los cognitivos, conductuales, etc.). Para poder desplegar una vida sana, es preciso que las estructuras fisiológicas estén debidamente conformadas, para lo cual el clima afectivo familiar es fundamental.

12 de marzo de 2024

El pasado y la verdad

En el seno del giro que estableció frente a Heródoto, en referencia al trato de los hechos pasados, Tucídides era consciente de que el resultado de contarlos así, científicamente, era menos atractiva que según el modo legendario, pero que, por el contrario, ofrecía una lectura o una comprensión más clara de los mismos. De hecho, sabedor de cuándo un relato era mítico y cuándo no, era consciente de las posibilidades y ventajas del relato mítico, capaz de ofrecer cierto tipo de enseñanzas al público. Pero para él, la verdad histórica no era cuestión ni de que fuera más o menos agradable, ni de que fuera más o menos dirigida a la enseñanza: era cuestión de hechos históricos, lo cual conllevaba a su vez cierto tipo de responsabilidad por parte del historiador: «si una persona va a ser considerada seriamente, por sí misma o por otras personas, como alguien que pretende decir la verdad sobre el pasado, tiene que tener alguna razón para creer que cierto acontecimiento tuvo lugar en vez de que no ocurrió», como dice Williams. Y eso se lleva a cabo enlazando los hechos del pasado con la evidencia presente, mediante una trama de relaciones que hagan inteligible dicho enlace, y que pueda ser entendible en la actualidad, a sabiendas de las diferencias de motivaciones, justificaciones, comprensiones, etc., entre las personas de otras épocas y las actuales. Si la explicación del pasado no es inteligible por el presente actual, difícilmente podrá ser aceptada. Y, en este sentido y, como muy agudamente dice Williams, «la unidad explicativa del mundo no sólo ata el pasado al presente, sino también el presente al futuro; y se da una expresión concreta a la idea de que nuestro hoy será el pasado distante de alguna otra persona».

Desde esta perspectiva objetiva, los relatos legendarios quedan ya desplazados, los ‘dioses’ dejan de ser relevantes históricamente, con independencia de que sus relatos puedan seguir vigentes en tanto que transmisores de ese otro orden de conocimientos. Es un hecho de que nuestras creencias y sentimientos son muchas veces alimentados por relatos de carácter mítico, incluso en nuestras sociedades contemporáneas. Pero también es un hecho que somos capaces de reconocer que dichas enseñanzas se dan con el ‘envoltorio’ de un relato mítico, no histórico, o científico. Seguidamente, para insistir sobre ello, Williams ofrece un giro que también es muy sugerente. Dice textualmente: «Respecto a Sherlock Holmes sabemos que es verdad que vivía en Baker Street (…), pero también sabemos con exactitud que respecto a Baker Street no es verdad que Sherlock Holmes viviera allí». ¿Qué quiere decir Williams con esto? Pues que, para comprender el sentido de la historia, nos tenemos que situar en el lado de allá, en el lado del contexto histórico que estamos analizando, y en la actitud o la perspectiva de allá. Siguiendo con el ejemplo, si contestamos que Holmes vivió en Baker Street, igual ganamos un concurso, pues hemos dicho la ‘verdad’; pero si nos piden la relación de personas que vivieron en Londres en aquella época, seguramente no pondremos a Sherlock Holmes, porque entonces no sería ‘verdad’.

Hoy en día podemos distinguir en qué registro nos encontramos, si en el local o en el objetivo. Pero debemos ser conscientes de que en la época de Heródoto no había dos registros, de manera que Heródoto pudiera elegir entre el local y el objetivo y eligiera el local, sino que sólo había uno, el local, y no había una noción objetiva de la historia. Y esto es importante porque, antes del siglo V a. C., los seres humanos vivían en general con esta concepción del tiempo, la local, por mucha violencia que nos genere a nosotros el situarnos en ese marco histórico.

No cabe duda de que este cambio fue un hito. Williams se plantea si fue inevitable, y él entiende que no, dado que, en verdad, hay muy pocas cosas inevitables en la historia. Pero, dada la aparición de la escritura y de la extensión creciente de su uso, sí que hay que entenderlo como prácticamente inevitable. Y, desde luego, todo ello repercutió en un crecimiento de la ‘potencia explicativa’. De hecho, el relato tradicional no puede responder a muchas cuestiones históricas que nos planteamos desde una concepción objetiva. No por ello se ha de adoptar necesariamente esa postura según la cual, por estar situados en la concepción objetiva, la científica, se minusvalore o se rechace la concepción local, la mítica. ¿Es la concepción local menos racional que la objetiva? Pues depende de cómo estemos situados. La respuesta es negativa «si eso implica (como se suele creer que implica) que los que seguían la práctica tradicional estaban confundidos o creían algo falso». La concepción local no niega el carácter histórico objetivo, sino que, sencillamente, no lo considera, no entraba dentro de su horizonte de comprensión; y el hecho de que no lo consideren no implica que esas personas estén confundidas sino, simplemente, que vivían en otro marco: «En concreto, no deberíamos decir que creen algo necesariamente falso, a saber, que la diferencia entre lo real y lo mítico es una diferencia temporal. La invención del tiempo histórico fue un avance intelectual, pero no todo avance intelectual consiste en refutar un error o en esclarecer una confusión. Como muchas otras invenciones, capacita a las personas para hacer cosas que antes de que se produjera no podían concebir».

5 de marzo de 2024

La relación entre el trabajo y el calor de un sistema

Vimos en este post cómo Joule fue capaz de poner en común dos fenómenos en principio dispares: un trabajo mecánico con la generación de calor. Y vimos cómo, una vez salvada la sorpresa inicial, la cosa no era tan descabellada pues, en el fondo se trataban de dos formas de energía. Inicialmente, Joule fue capaz de establecer una proporcionalidad entre el trabajo realizado y el calor generado. El siguiente paso fue averiguar cómo poner en común el trabajo o energía mecánica con el calor o energía calorífica, desde una base experimental y científica.

Empecemos por lo más fácil, que es calcular la energía partiendo del trabajo generado por las pesas. ¿Cuál fue la cantidad de trabajo que desapareció en el experimento de Joule? Si soltamos unas pesas, lo normal es que caigan con rapidez, con un movimiento uniformemente acelerado, hasta que den con el suelo. Pero, si nos fijamos, en el esquema de Joule no es así, sino que, al estar enganchadas a las paletas (a las que mueven) que giran en el interior del tanque, el agua genera una resistencia a las paletas y estas a la caída libre de las pesas, por lo que no caen en caída libre, sino lentamente. Es la propia resistencia del agua al giro de las paletas lo que evita que las pesas caigan en caída libre. Quedémonos con este dato, porque es importante: que, a pesar de estar las pesas sometidas a la gravedad, no se aceleran uniformemente como correspondería a una caída libre, sino que esa aceleración que debían tener se ve frenada por la resistencia que el agua ofrece a las palas.

Supongamos que hemos diseñado el mecanismo para que las pesas desciendan a velocidad constante, es decir, que su aceleración se vea anulada gracias a la resistencia del agua al giro de las paletas, algo que se puede conseguir fácilmente después de algunos tanteos. No olvidemos que estamos trabajando con un sistema conservativo, es decir, que mantiene constante su energía total la cual, en el caso de móviles (como las pesas) consta de una parte de energía potencial y otra parte de energía cinética. Si tomamos dos puntos de su trayectoria, A y B, en A tendrán una EpA y una EcA, y en B una EpB que será menor que en A y una EcB que, en el fondo, es la misma energía cinética que en A, pues hemos diseñado el experimento para que la velocidad sea la misma. En principio, la disminución de energía potencial debía ser la misma que el aumento de energía cinética, que es lo que ocurre, por ejemplo, en una caída libre; como no es el caso, ya que hemos diseñado el experimento para que la caída libre se vea frenada por la resistencia que ofrece el agua a las palas, este aumento de energía cinética que ha dejado de darse es, en el fondo, esa variación de energía que se sitúa en el origen de ese trabajo ‘que desaparece’. La energía potencial de las pesas ha disminuido sin incrementarse su energía cinética, y es esta falta de incremento de la energía cinética la que nos dice qué energía ‘ha desaparecido’, que será la que se haya transmitido, mediante las palas, al agua. Ese trabajo que desaparece de las pesas es el que provoca la agitación del agua y el cambio de su estado, elevándose su temperatura por rozamiento, calentándose. De este modo, ese cambio de estado del agua se interpreta como un cambio de energía (calorífica), el cual se mide por medio de la cantidad de trabajo que desapareció del ambiente (de las pesas).

Si E y E son los estados energéticos inicial y final del sistema en dos momentos concretos, tenemos que:

E₂ - E₁ = -W

W es el trabajo que ha desaparecido, es decir, la energía cinética que no se ha generado y que, a la postre, viene a ser la misma que lo que ha disminuido la potencial. Así, la diferencia de energía entre el estado final y el inicial es igual al trabajo que desaparece; de ahí el signo negativo de W: el signo menos de -W se debe a que es trabajo que realiza el sistema; si el sistema recibiera trabajo tomaría el valor positivo, y el sistema se enfriaría, no se calentaría. Se suele adoptar el criterio de que, si el trabajo es realizado por el sistema, su signo es negativo, y si es recibido por el sistema, positivo.

Decíamos que el trabajo era igual al cambio de energía potencial, dado que la energía cinética es la misma en ambos puntos. Si las pesas pesan P, nos queda que W = P·h₂ – P·h₁ = P · (h₂ – h₁). En el experimento de Joule, h₂ es más pequeño que h₁, es decir, en el instante 2 las pesas están más abajo que en el 1, por lo que la diferencia es negativa. Este valor negativo, multiplicado por el negativo de W nos da un valor positivo, que se corresponde con el incremento de energía que se obtiene en el depósito de agua (el agua se calienta, E₂ > E₁).

Como el trabajo que desaparece se puede medir perfectamente, sabemos cuál es la variación energética que experimenta el sistema, sabemos cuánto calor se ha generado en el agua. Hay una conexión entre trabajo realizado y calor generado. Esto es algo que ocurre siempre, es decir, si se tiene un sistema termodinámico, todo par de estados a diferentes temperaturas se pueden conectar mediante la realización de un trabajo adiabático: partiendo de uno de ellos, y realizando el trabajo correspondiente, siempre se puede llegar al otro. Que hasta la fecha haya ocurrido siempre, nos permite extrapolar razonablemente que es algo que ocurrirá siempre. Podemos pasar de un estado de un sistema a otro, siempre, realizando el trabajo oportuno.

27 de febrero de 2024

La percepción de lo vital

Ya vimos cómo nuestra percepción (sensible) cotidiana no es la más recomendable para adentrarnos en lo que sea una percepción estética, y ello por lo que dificulta que podamos adoptar una actitud fundamental, a saber: la demora en lo percibido; o mejor, la demora en el ‘estar percibiendo’. Comentamos dos casos. El primero tiene que ver con que su identificación, bien se trate de una identificación conceptual o de una identificación anímica. Una vez identificado lo percibido, algo que suele ocurrir antes de agotar su percepción, pues ya no es preciso continuar, ¿para qué? El segundo tenía que ver con nuestra actitud práctica, que sesgaba lo percibido en función de nuestros intereses, impidiéndonos también percibir el objeto en toda su riqueza, pues nuestro interés no está en lo que son las cosas, sino en lo que las cosas son para mí, en función de dicho interés. De este segundo hablaré más adelante. Hoy me quería detener en el segundo aspecto del primero, en el hecho, nada baladí, de que, efectivamente, seamos capaces de percibir estados de ánimo en otras personas. O algo más primario: su dimensión vital.

Ortega y Gasset escribió un texto no muy largo, titulado “Sobre la expresión fenómeno cósmico”. Si lo traigo a colación es porque en él lanza una pregunta que, aunque dicha en un contexto diferente, y con otra finalidad, creo que en aquí nos puede venir muy bien. La pregunta es la siguiente: «cuando vemos el cuerpo de un hombre, ¿vemos un cuerpo o vemos un hombre?». Con esta cuestión se quería hacer eco de que el hombre no es sólo un cuerpo, no es sólo su cuerpo, sino que también es psique, conciencia, alma, espíritu, yo, es decir, todo aquello de la persona que es memoria, sentimiento, volición, sensación, vitalidad. Y que, precisamente por ello, cuando vemos un cuerpo humano no vemos algo meramente material, sino que vemos algo materialmente animado. Es la misma diferencia que se puede establecer cuando vemos un cuerpo de una persona fallecida al de otra cuando está dormida: su aspecto es el mismo, pero para nada percibimos lo mismo. Es en este sentido que Ortega entendía que no podemos afirmar del cuerpo que es material en el mismo sentido en que lo es un mineral. ¿Dónde estriba la diferencia?

Pues que cuando uno ve a un cuerpo humano, prevé que hay algo más que lo que ve a primera vista: que hay un interior, un interior que nos presenta precisamente el cuerpo exterior. No hablamos igual del interior de un cuerpo vivo que del interior de un mineral, porque lo interior de un cuerpo vivo, estrictamente hablando, nunca se puede hacer externo, sino que es, por esencia, intimidad. Por eso la carne tiene un verdadero ‘dentro’ y no el mineral . Intimidad que llamamos primariamente ‘vida’ y que, en el caso del hombre, alcanza una riqueza exponencial.

Y esto es interesante. Podríamos pensar que ello se debe a su movimiento, pero no es así del todo, pues podemos ver objetos inanimados que se mueven, y no pensamos que estén vivos. Incluso podemos ver androides moviéndose como humanos, y darnos cuenta. Se puede decir, en este caso, que es que los androides no se mueven tan perfectamente como un humano como para que pueda engañarnos. Démosle la vuelta: cuando vemos a un humano imitar a un androide, por muy bien que lo haga ¬―y algunos lo hacen muy bien― hay un ‘no sé qué’ que nos indica que no es un androide, sino una persona, me parece a mí.

Ese ‘no sé qué’ tiene que ver con el hecho de que, percibiendo, podemos percibir algo más de lo percibido, podemos percibir lo vital. De hecho, no podemos conocer lo vital, lo anímico, lo íntimo, sino es a través de tal percibir. Y de manera que ello no se presenta ‘después de’, tras pensar o reflexionar sobre lo percibido primariamente, sino a la vez que con el percibir sensible, del modo más natural. Se da a una con la percepción. ¿Cómo es esto? ¿Cómo puede ser esto? Lo anímico —llamémosle así— no es algo otro a lo sensible —llamémosle también así— en el sentido de que no son dos percepciones distintas, pero el caso es que esa doble dimensión emerge de la misma y única percepción. Porque la percepción de lo anímico no se obtiene extrayéndola de su unión con la sensible, sino todo lo contrario: emerge de ella, pero con ella, no sin ella. Y es en el seno de esta unidad que ocurre todo en la percepción, sea lo que sea lo que se haga presente a nuestra conciencia.

20 de febrero de 2024

La flexibilidad de la ética frente a la rigidez de la jurisprudencia

Cuando Adam Smith reflexiona sobre el modo de encarar la ética en su Teoría de los sentimientos morales, distingue dos modos, a saber: el flexible y el rígido. Smith establece una analogía intuitiva, como es el uso del lenguaje. Para hablar un idioma es necesario conocer las reglas de la gramática, pero también es pertinente conocer las reglas de la buena redacción, de la expresión adecuada, de la interpretación de textos, etc.; y cada una de estas dos cosas se enseñan de modo muy distinto: mediante el detalle exhaustivo y la memorización la primera, y mediante el ejemplo y la práctica la segunda. Serían el método rígido y el flexible, cuyo correlato en la ética se verá enseguida.

El modo flexible tiene que ver con una descripción más o menos general de los principales conceptos de la ética, insistiendo en los beneficios del comportamiento bueno y en los perjuicios del comportamiento malo, todo ello sin pretender detallar criterios detallados, reglas precisas a seguir en todas las ocasiones. De lo que se trata es de hacerse eco de que cómo se concrete lo moral en una vida humana es complejo y delicado, dependiendo mucho de la situación y de la persona, lo que no impide un acercamiento con algún grado de exactitud. Pero no absoluta, ya que hacerse eco de todas las variables que puedan presentarse en las vidas de las personas, así como de las situaciones a las que tengan que enfrentarse, no es posible. Incluso aunque sólo fuera por el hecho de que los sutiles procesos y vivencias personales que se ponen en juego en el actuar moral difícilmente se pueden expresar con palabras en toda su profundidad. Las obras que tratan de estos principios generales sólo pretenden ―que no es poco― describir de modo general las consecuencias, formas de vida, etc., que acompañan al comportamiento moral.

Y ―como agudamente observa Smith― ello no es baladí pues con frecuencia estas obras suelen inflamar nuestros sentimientos naturales hacia la corrección de la conducta. El modo flexible, pues, no es exacto como tampoco lo es la interpretación de textos, aunque nadie duda de su utilidad y del acierto de sus sugerencias.

El modo rígido lo asocia Smith a los ‘moralistas’, muestra de los cuales pueden ser los representantes de la casuística medieval o de la jurisprudencia moderna, aunque sigan un enfoque distinto. Los segundos se ocupan sobre todo de lo que a la persona le es obligado hacer desde el derecho, algo que puede ser acompañado por la coacción. A diferencia de ellos, «los casuistas no examinan lo que puede ser con propiedad extraído a la fuerza sino más bien lo que la persona obligada ha de pensar que debe realizar a partir del respeto más sagrado y escrupuloso a las normas generales de la justicia, y del pavor más consciente tanto a perjudicar a su prójimo como a quebrantar la integridad de su propio carácter» (Smith, 2013: 561). Es decir, aunque emplean la misma metodología, prescribir reglas para diversas situaciones, el marco y el fin son distintos: en el marco del derecho y de la jurisprudencia para que los jueces y abogados puedan tomar sus decisiones, en el marco moral y de la casuística de la vida para la conducta buena de la persona. Son dos cosas muy distintas: «Si cumplimos las normas de la jurisprudencia, suponiendo que fuesen plenamente perfectas, no mereceríamos más que el quedar libres de sanción externa. Si cumplimos las de la casuística, suponiendo que fuesen como deberían ser, tendríamos derecho a una caudalosa alabanza merced a la recta y escrupulosa sensibilidad de nuestra conducta», dice Smith.

Esta diferencia de objetivos es muy importante, tanto como para que Smith estime que la casuística, tal y como está planteada, no sea adecuada en el ámbito moral, y sí a la jurisprudencia. Vamos a ver por qué. Hemos visto que el ‘modo rígido’ trata de fijar reglas exactas y precisas para que podamos ajustar nuestros actos concretos a las normas morales. Lo que se plantea Smith es que no todas las virtudes se prestan a ello; él cree que, de hecho, la única que lo hace es la justicia, y que hacerlo con el resto es una incongruencia. Un casuista, en el fondo, no demanda respeto a las normas generales, sino que trata de abarcar muchas otras consideraciones de la vida moral; pero claro, la rigidez de su metodología implica que esas otras consideraciones no las pueda abarcar, de modo que la moral quedaría reducida a aquellos aspectos que puedan ser circunscritos dentro de las normas, y cuya transgresión supondría bien un remordimiento de conciencia o bien un castigo. Desde este enfoque difícilmente puede cumplir su cometido moral la casuística, dado que el carácter bueno no se hace penalizando el mal, sino enderezando hacia el bien. ¿Cómo? Pues mediante el trato continuado, mediante la compañía enriquecedora, es decir, por aquellos encuentros en que hay una cierta correspondencia de sentimientos y opiniones, una armonía de mentes que, como los instrumentos musicales en una orquesta, van al mismo ritmo, acompasadamente. Como muy agudamente ve Smith, «esta deliciosa armonía no puede lograrse si no hay libre comunicación de sentimientos y opiniones», que es lo que no ocurre desde la casuística. Y, precisamente por ser algo tan personal, aunque la casuística se ocupe de bastantes de estos asuntos (más allá de la justicia ―que también― la casuística se ocupa del respeto a la propiedad y a la verdad, del deber de restitución, de las leyes de la concupiscencia y de los compromisos con terceros, etc.), nunca podrá contemplar todas las variaciones que se dan en el comportamiento de las personas, así como en los contextos en que se encuentren: «a pesar de la multitud de casos que recopilan, dado que la variedad de particularidades posibles es aún mayor, sólo por azar se encontrará entre todos esos casos uno que encaje exactamente con el que se está considerando». Y, desde esta perspectiva, difícilmente se nos puede animar hacia lo bueno, sino más bien se nos enseña a trampear con nuestra conciencia. Por este motivo entiende Smith que la ética ha de seguir la metodología flexible, y la jurisprudencia la rígida.

13 de febrero de 2024

La experiencia subjetiva del movimiento

Esta experiencia subjetiva del movimiento, que hemos estado viendo con Jonas, la trabaja muy bien Merleau-Ponty en un apartado de su Fenomenología de la percepción dedicado al efecto. En él se pregunta qué es exactamente lo que se nos da en el movimiento, es decir, qué experimentamos cuando nos sabemos moviéndonos, cuestión que, si para contestarla tratamos de ponernos en una postura crítica u objetiva, esta actitud nos imposibilitará dar una respuesta adecuada, pues supone una reducción del fenómeno ‘movimiento’ impidiéndonos alcanzarlo en su originariedad y génesis. La objetivación del movimiento nos oculta cómo nace efectivamente en nosotros.

Por lo general, cuando pensamos el movimiento lo pensamos teniendo en mente ‘algo’ que se mueve, una piedra, por ejemplo, en un entorno dado; y lo identificamos como un cambio entre las relaciones de la piedra y su entorno. Hablamos de movimiento cuando esa piedra, la misma piedra, persiste mientras la relación establecida con el entorno va cambiando, de modo que «no hay movimiento sin un móvil que lo vehicule sin interrupción desde el punto de partida hasta el de llegada», dice el filósofo francés. El entorno permanece, y la piedra también; lo que cambia es la relación existente entre la piedra y el entorno, y es entonces cuando decimos que hay movimiento, que la piedra se mueve. El movimiento no lo podemos identificar atendiendo estrictamente al objeto, sino atendiendo al cambio de cómo ese objeto está situado respecto a su entorno, siendo necesaria esa referencia exterior para poder identificarlo.

Hasta aquí podemos estar todos más o menos de acuerdo, ¿no? Pero Merleau-Ponty da una vuelta de tuerca más. Lo que se plantea es si la piedra ‘que se mueve’ es exactamente la misma piedra ‘que no se mueve’; es decir, lo que trata de pensar es si puede hacer recaer el movimiento, no sobre algo que le sucede a un objeto, sino sobre ese mismo objeto. Si sólo pensamos en algo que le sucede a un objeto, pero perdemos de vista al objeto mismo, ¿no se está negando así lo más importante del movimiento, el objeto que se mueve? ¿Es, pues, la misma piedra la que se mueve que la que no se mueve?
 
Si pensamos el movimiento, no desde ‘dentro’ de la piedra, sino desde ‘fuera’, como algo que le ocurre a la piedra, la trayectoria que describe no es más que una sucesión de estados que dan la ilusión de movimiento, tal y como ocurre con las imágenes en una película cinematográfica. Cada estado es una ‘parte de’ su movimiento, el cual puede ser perfectamente identificado, y distinguido del resto. De eso y no otra cosa se ocupa la cinemática, por ejemplo. Y por muy bien que la cinemática pueda describir el movimiento desde esta perspectiva, ¿nos permite situarnos ‘dentro’ de la piedra? «Incluso inventando un instrumento matemático que permita hacer tomar en cuenta una multiplicidad indefinida de posiciones e instantes, no se concibe en un móvil idéntico el acto mismo de transición que está siempre entre dos instantes y dos posiciones, por muy aproximadas que se quieran».

Enfocado así el movimiento, de modo objetivo y claro, es difícil de comprender lo que significa para la piedra el movimiento. Claro, pensar esto en términos de una piedra puede dejarnos perplejos, pero, si lo podemos hacer, es porque ese desdoblamiento podemos experimentarlo en nosotros: si lo podemos pensar así, es porque sabemos lo que el movimiento significa para nosotros. Porque es un hecho que nos movemos, que nos sabemos moviéndonos, y que tenemos experiencia subjetiva del movimiento, independientemente de que ese movimiento pueda ser visto y descrito desde ‘fuera’, objetivadoramente; y es precisamente porque tenemos esa experiencia subjetiva del movimiento, que podemos pensar el movimiento de la piedra, no desde fuera, sino desde la misma piedra.

La diferencia más relevante es que, desde este punto de vista interno, ya no nos hace falta referencia externa ni nada de eso, pues nos sabemos moviéndonos. Y esto es muy interesante, porque es esta experiencia subjetiva de sabernos moviéndonos la que nos permite proyectar que entre dos fotogramas estáticos de una película hay una continuidad moviente de los personajes. En caso contrario, ¿cuál sería el origen de semejante ilusión? Si no tuviéramos nosotros esa experiencia interna, difícilmente podríamos proyectarla en dos imágenes estáticas que se suceden con mayor o menor proximidad (que era lo que le acontecía a la semilla de Jonas que vimos en el anterior post). Es por eso que, cuando vemos a alguien realizar un movimiento, lanzar una piedra, nos podemos hacer eco de su experiencia subjetiva del movimiento del brazo durante el lanzamiento; es más, ¿no es éste el único modo de poder percibir adecuadamente el movimiento? De hecho, cuando vemos en una película (una sucesión de imágenes estáticas) a alguien lanzando una piedra, proyectamos en esa situación que está ocurriendo exactamente lo mismo que lo que ocurre cuando una persona de verdad, también nosotros, lanzamos una piedra, algo que no deja de ser falsa, pues la película es eso, una sucesión de imágenes estáticas. Es la diferencia entre la descripción objetiva del movimiento y la experiencia subjetiva; entre la perspectiva desde ‘fuera’ y la perspectiva desde ‘dentro’.

«La percepción del movimiento no puede ser percepción del movimiento y reconocerlo como tal más que si aquélla [la conciencia] lo aprehende con su significación de movimiento y con todos los momentos que son constitutivos del mismo», dice Merleau-Ponty. La consideración de una piedra que se mueve en el jardín no es diferente en cuanto a su relación de la de un jardín que se mueve respecto a la piedra; si decimos que es la piedra la que se mueve es porque tenemos la experiencia del movimiento, y sabemos que el movimiento ‘habita’ a la piedra, no al jardín. 

Si no se tiene la experiencia subjetiva del movimiento, no es posible ‘componerlo’ a partir de imágenes estáticas, y no se alcanza su esencia en toda su radicalidad, pues lo propio del movimiento no es su definición geométrica o matemática, sino la experiencia en primera persona del móvil y que es quien constituye en definitiva su unidad, aunque el móvil como tal no pueda sentir conscientemente su ‘moverse’. Esta unidad no tiene su origen en otro sitio que en nosotros que vivimos los movimientos, que los recorremos. Se trata de pasar de un ‘pensar objetivamente’ el movimiento, y que en el fondo lo destruye, a un ‘experienciarlo subjetivamente’ que trata de dar razón de su génesis, de su fundación, de su despliegue; y que será la que posibilite, en segunda instancia, que pueda ser pensado y definido geométrica y matemáticamente. Un científico no puede hablar del movimiento como experiencia, sino de movimiento en sí mismo, abstrayendo a aquél que lo hace posible: a ‘este’ objeto que se desplaza ‘aquí y ahora’ de esta manera. No se trata de que identifiquemos a un objeto que se mantenga idéntico bajo las fases del movimiento, sino que se trata de que es el móvil el que se mantiene idéntico en ellas: el movimiento lo define el móvil, no es el móvil el que es identificado por el movimiento que se describe.

6 de febrero de 2024

El concepto de ‘arte’ en la Antigüedad y en la Edad Media

El término ‘arte’ deriva del latín ars, el cual deriva del griego téchne. Sin embargo, ni ars ni téchne significaron en su época lo que hoy en día significa ‘arte’ para nosotros. Lo que significaban en la Grecia antigua y en la Edad Media, así como incluso en el Renacimiento, no era otra cosa que ‘destreza’, en el sentido más amplio. Se trataba de la destreza para acometer diversas tareas: construir un barco o una casa, fabricar una silla, hacer una estatua, dirigir un ejército, cultivar un campo, etc. Y lo artístico no estaba tanto en el producto alcanzado, sino sobre todo en la destreza de su artífice durante el proceso de producción, en el modo de ejecutarlo; para lo cual se debía apoyar en su conocimiento y manejo de las reglas de su arte para ‘este’ caso en concreto. Todo ello, según el caso, se identificaba como el ‘arte de’. Y todo arte venía acompañado necesariamente del conocimiento y del cumplimiento de unas reglas. Clásicamente no se entendía ningún arte sin normas a seguir: si no había reglas que respetar, sencillamente no era arte; si la práctica se debía a una mera inspiración o a la fantasía, no era arte para los antiguos. Quintiliano ―por ejemplo― definía el arte como aquello basado en un método y en un orden. Por este motivo, la poesía, directamente inspirada por las Musas, como la propia música, no era reconocida inicialmente como arte. La poesía se asociaba más al oráculo o al profeta que al artista: el poeta era un vate, mientras que el escultor era un artista. Tanto la poesía como la música tenían algo de maníaco, ubicándolas en el ámbito de lo mistérico antes que en el de lo racional, lo que les hacía ocupar un estatus superior.

En la Antigüedad, pues, se tenía un concepto de arte más amplio que el que tenemos hoy en día, más circunscrito éste a lo que se conoce como ‘bellas artes’. De hecho, su idea de arte, de téchne, la asociamos más a nuestras artesanías, a nuestras destrezas ‘técnicas’. Nuestro término ‘técnica’ se aproxima más a su concepto de ‘arte’ que nuestro concepto de ‘arte’. Para ellos no había diferencia entre nuestras artes y artesanías, motivo por el cual no las designaban con un término diferente, sino que era más importante lo que las unía que lo que las separaba: todas eran arte, en tanto que todas se amparaban en el seguimiento a sus respectivas reglas. El arte tenía que ver con un sistema de métodos regulares para fabricar o hacer algo, y eso estaba a la base de la fabricación de una silla, o de la de una estatua.

Si el arte tenía que ver con la fabricación de objetos según ciertos métodos sujetos a reglas, se comprende que el arte tuviera un fuerte carácter racional por definición, en tanto que implicaba un conocimiento. Para Aristóteles, por ejemplo, como explica Tatarkiewicz, el arte tenía que ver con la ‘permanente disposición a producir cosas de modo racional’. Las ciencias también pertenecían, pues, al reino del arte: disciplinas como la aritmética o la geometría eran áreas de conocimiento sometidas a reglas racionales, y que podían aplicarse a la hechura o fabricación de cosas.

Se estableció así una diferencia entre las distintas artes, según el tipo de esfuerzo que hiciera falta durante el proceso de producción: unas más mental, otras más físico, lo cual estaba relacionado con las clases sociales griegas. Fueron respectivamente las artes liberales (liberadas del esfuerzo físico) y las vulgares. Las primeras eran mucho más valoradas que las segundas. Pero no nos engañemos: no pensemos que todas las ‘bellas artes’ eran liberales; la escultura, o la pintura, por ejemplo, eran artes vulgares, no liberales. 

La idea de arte como destreza, o como ‘hábito de la razón práctica’, perduró durante la Edad Media, en la que la dimensión racional seguía siendo relevante. Así Tomás de Aquino, para quien el arte era ‘el recto ordenamiento de la razón’, o Duns Escoto, para quien el arte era ‘la recta idea de aquello que ha de producirse’ o como ‘la habilidad de producir basándose en principios verdaderos’, explica el historiador de arte. El medieval, igual que el clásico, entendía el arte como una producción regida por el conocimiento de reglas y reglamentos. Lo que no hay que interpretar como un impedimento a la libertad artística, como habitualmente se cree, sino el cauce para guiar la creatividad, que es distinto.

La división entre las artes liberales y las mecánicas (modo en que pasó a denominarse a las vulgares) se mantuvo, entendiéndose directamente como ars a las artes liberales, las racionales, y que para ellos fueron gramática, retórica, lógica, geometría, aritmética, música y astronomía. Estas eran las disciplinas que se enseñaban en las Universidades, en la Facultad de Artes, englobadas en los famosos trivium (las tres primeras, referidas al lenguaje y a la argumentación) y quadrivium (las cuatro últimas, referidas al cálculo). Si nos fijamos, entre las artes liberales ya aparecía la música, ya que en ella se descubrieron prontamente las reglas que le subyacían (algo que ya comenzó con los pitagóricos). Con la poesía la cosa era distinta, ya que ella sí que no aparecía en ninguna clasificación, ni siquiera en las clasificaciones más importantes de las artes mecánicas.

Se trató de mantener un esquema análogo al de las artes liberales para las mecánicas, reduciéndolas también a siete, algo que no fue sencillo, dado el gran número existente de artes de esta índole. Hubo varias propuestas, siendo quizá la más afortunada (con permiso de la de Hugo de San Víctor) la de Radulf de Campo Lungo, en el siglo XII. Él distinguió las siguientes artes: victuaria, referida a la alimentación; lanificaria, a la vestimenta; arquitectura, para dar cobijo; suffragatoria, para los medios de transporte; medicinaria, para las enfermedades; negotiatoria, para el comercio; y militaría, para defenderse del enemigo.

Como vemos, en ninguna de ambas listas medievales aparecen claramente identificadas nuestras bellas artes, sino que aparecen entremezcladas (las que aparecen). La arquitectura era mecánica, y había otras que no estaban, como la escultura y la pintura: tal era la importancia que tenían entonces. Ciertamente se consideraban como artes mecánicas, pero, para ser fieles a la estructura de la clasificación, escogieron las siete más importantes, sobre todo en términos de utilidad. Este es el esquema que se recibió en el Renacimiento, siendo necesario una serie de procesos para que, poco a poco, el concepto de arte se fuera adecuando al contemporáneo.

30 de enero de 2024

La extraña relación entre lo biológico y lo entrópico

Hay un asunto muy interesante en biología, que tiene que ver con cómo se despliega ontogenéticamente un individuo en virtud de su código genético. Se trata de estudiar, no cómo o de qué están compuestos los genes, sino de cómo, a efectos prácticos, esos genes propician que un organismo se vaya constituyendo como tal. Algo debe tener el código genético para que esté en perfecta correspondencia con un plan de desarrollo altamente complejo y definido, conteniendo los medios para el despliegue orgánico del individuo, en su carácter progresivo. ¿Cómo lo hace?, se pregunta acertadamente Schrödinger; ¿cómo trabaja, en definitiva, la sustancia hereditaria? Resolver esta cuestión es el auténtico leitmotiv de estas reflexiones del alemán. Recordemos que él trataba de discernir hasta qué punto las leyes de la física (él fue uno de los padres de la mecánica cuántica) se hacían presentes en los fenómenos biológicos, y de qué modo lo hacían, cuál era su alcance.

Su punto de partida se puede resumir en lo siguiente: «la materia vital, si bien no elude las ‘leyes de la física’, tal como están establecidas hasta la fecha, probablemente abarque ‘otras leyes físicas’ desconocidas hasta ahora, las cuales, una vez descubiertas, formarán, sin embargo, una parte tan integral de esta ciencia como las anteriores».

De alguna manera, su postura se endereza hacia la idea de que lo biológico puede ser explicado por lo físico-químico, aunque para ello haya que ensanchar un poco la esfera de lo físico-químico, tal y como está considerada en la actualidad. Es decir, se puede decir que Schrödinger se endereza hacia un reduccionismo fisicalista. Lo cierto es que hoy en día ―hasta donde yo sé― esas otras leyes de la física y química aún siguen buscándose.

Una de estas líneas de investigación (Kauffman) es la que tiene que ver con la posibilidad de ampliar la aplicación de las leyes de la termodinámica para poder aplicárselas a sistemas abiertos autoconstructivos, es decir, a organismos. Ya se vio cómo las leyes de la física son de carácter estadístico, aunque a la escala macroscópica se vean fenómenos perfectamente determinados; en cuanto se aumenta la escala, se observa cómo esta percepción determinista no se ajusta a la realidad de las cosas. Lo cierto es que, paradójicamente, la estabilidad macroscópica de las leyes de la física hay que agradecérsela al carácter estocástico de las partículas que componen las cosas. En opinión de Schrödinger, algo de esto parece que hay en las ‘cosas vivas’, pero no del todo; dice: «la vida parece ser el comportamiento, ordenado y regido por leyes, de la materia, sin estar basada exclusivamente en su tendencia de pasar del orden al desorden, sino basado en parte en un orden existente, constantemente mantenido». O, dicho de otro modo: el organismo vivo parece ser un sistema macroscópico cuyo comportamiento, en parte, se aproxima al comportamiento puramente mecánico (en contraste con el termodinámico) al que tienden todos los sistemas cuando se acercan al cero absoluto, suprimiendo paulatinamente el desorden molecular (estado de Bose-Einstein). O sea, si lo he entendido bien, que el comportamiento macroscópico de lo vivo se adecúa, en parte, al comportamiento de la materia cuando ésta se aproxima al cero absoluto, momento en el que su desorden molecular se ordena.

Lo que se plantea Schrödinger hasta qué punto tiene esto sentido. ¿Qué relación hay entre la vida y el desorden? ¿Cuándo se puede predicar de un ‘trozo de materia’ que está vivo? Un criterio que se podría barajar es: cuando sigue comportándose de una manera determinada más tiempo que el que suponemos que duraría un trozo de materia inerte bajo las mismas circunstancias. Me explico. En un sistema inerte, en un trozo de materia inerte, todo movimiento que pueda llevar se paralizará prontamente debido a diversas fuerzas que se le oponen, hasta que alcanza una nueva situación de estabilidad. Si tiramos una piedra, al poco la piedra se detendrá plácidamente allá donde caiga. Aunque en algunos casos esta nueva situación de estabilidad puede ser alcanzada con no demasiada rapidez (pensemos en los planetas girando alrededor del Sol), podemos considerar correcta esta afirmación, por la idea que le subyace. El comportamiento de la materia viva es radicalmente diverso: lo enigmático de su comportamiento es que no cede con esa prontitud a ese estado de equilibrio, sino que se resiste a él: lo vivo tiende a todo menos a quedarse parado, está en continuo movimiento, resistiéndose a todo aquello que lo quiera frenar. Tanto es así que antiguamente se suponía que los entes animados albergaban en su interior una energía especial, un ánima, idea que, en la época contemporánea se ha mantenido bajo distintas formulaciones (el élan vital de Bergson, la entelequia de Driesch), formulaciones que hay que comprender bien para no reducirlas a meros tópicos. Pero algo de eso hay.

O sea: mientras que la materia inerte a lo que tiende es a incrementar su entropía, de modo que cada vez tiene menos capacidad de trabajo, los organismos vivos hacen totalmente lo contrario: con su comportamiento disminuyen la entropía, por lo menos en el seno del sistema que conforman. Y el asunto es: ¿y cómo hace el organismo viviente para resistirse a esa pronta situación de estabilidad?