26 de enero de 2016

La subjetivización de la estética por la crítica kantiana

En este segundo capítulo Gadamer fija su atención en la tercera crítica de Kant, porque en la capacidad de juzgar kantiana se vislumbran los mismos problemas a los que él se enfrenta. Sin embargo, el título del capítulo da que pensar. Gadamer parte del hecho de que lo que hace Kant es subjetivizar la estética: ¿es esto correcto? No se puede negar la relevancia que posee el sujeto ya no en la estética kantiana sino en todo su pensamiento pero, ¿implica ello que Kant cae en un craso subjetivismo? Quizá esto fuera así si se prescindiera del adjetivo con el que Kant califica su idealismo: idealismo trascendental, pero si lo tenemos en consideración la cuestión da un giro de 180º. ¿Acaso lo ‘trascendental’ no impide precisamente que le encerremos en un solipsismo subjetivista? A mi modo de ver sucede todo lo contrario. De hecho, cuando uno ha leído la Crítica del Juicio se queda como un poco perplejo —por lo menos un servidor— por la lectura que Gadamer hace de ella.

Da la impresión de que Gadamer ‘fuerza’ un poco las cosas para llevarlas a su terreno, y establecer unas oposiciones donde quizás no debiera haberlas. Me refiero, por ejemplo, a la oposición que establece entre naturaleza y arte en referencia a la estética kantiana, o entre gusto y genio, e incluso entre símbolo y alegoría. Todo ello para ir preparando su argumentación que va a desarrollar a lo largo de los siguientes capítulos, y que consiste en un proceso de fundamentación de la verdad arraigado a la realidad para no andar por un terreno a base de témpanos flotantes que se deslizan entre sí, riesgo al que se han visto abocados no pocos hermeneutas del siglo XX.

El enlace de la estética kantiana con el problema al que se enfrenta Gadamer partiendo de los conceptos humanistas más relevantes es claro. La validez de lo bello es algo que se escapa a un enfoque cientificista: ni se puede argumentar ni se puede demostrar. Ya no por su índole estética, sino sobre todo porque estrictamente no recae tanto sobre el contenido del objeto aprehendido como sobre lo formal y su correlato en las facultades humanas. Lo estético no recae tanto en que un objeto sea bello o feo (que es lo que la mayoría solemos entender), como en el modo en que su aprehensión influye en el ejercicio de nuestras facultades, que es distinto. Y no sólo es distinto, sino que lo hace enormemente más complejo. Porque apreciar lo bello es algo que no se aprende como se aprende una teoría científica, ni tampoco por imitación, sino que se aprende —como dice Gadamer— mediante el seguimiento, mediante un aprendizaje en el que uno mismo está implicado sin poder evadirse del quehacer propio.

Uno de los problemas que subyace fuertemente a la estética es la paradoja que se da cuando, al aprehender uno algo bello, pretende que también lo sea para el resto de la humanidad; no le vale con que le guste a él, sino que de alguna manera ‘solicita’ que le guste a cualquier observador. Pero claro, esto es algo que no se puede ni exigir ni imponer: yo podré rebatir a quien me diga que dos más dos no son cuatro, pero no a quien me diga que este cuadro no es bello. ¿Cómo fundamentar la universalidad de la belleza? Este es el problema, el gran problema de la estética. Y problema al que Kant propone la solución en la línea de la idoneidad del objeto conocido con las facultades de conocimiento, y que se trasluce en el placer estético (nada que ver con el placer al uso).

Una idea interesante es el giro que da Kant al concepto de gusto. Si antes era considerado en el sentido social y referido sobre todo a un saber hacer, a un buen hacer, a un saber estar, etc., en Kant este aspecto moral no es que no esté, sino que está fundamentado en una antropología mucho más profunda. Porque el buen hacer no se reduce a las cosas que hago, sino aquello en que se fundamentan las cosas que hago, para lo cual esa armonía entre las facultades que me provoca el placer estético es fundamental. Del mismo modo, el objeto de la estética no es el objeto artístico (aunque éste sea un elemento especialmente relevante) sino aquello que me permite precisamente aprehender estéticamente un objeto artístico, que es distinto. Y el método en que se apoya Kant para retrotraerse a este nivel más profundo es no atender al contenido material del objeto, no atender a lo conceptual, sino a su carácter formal.


El hecho de no reducirnos a lo concreto nos posibilita abrir nuestra capacidad de conocer más allá de toda coacción impuesta por el propio objeto, liberando el ejercicio de nuestras facultades en la capacidad de conocer.

En la estética posterior —sobre todo Schiller— se comienza a dar más peso al genio que al gusto, quizá por la relevancia que va adquiriendo el concepto de educación estética y sus repercusiones morales y sociales. O lo que es lo mismo, el peso se va desplazando de la realidad a lo que depende más del propio ser humano. Tanto como para poder afirmar que el genio sería algo así como el fundamento o la mesura del gusto, y nos serviría de criterio para su valoración. Como digo, este paso se dio después de Kant; y aquellos que le habían seguido en otros usos de la razón (uso teórico o práctico), no hicieron lo propio en el uso estético. El gusto más antropológicamente o naturalmente considerado (Kant) es desplazado por el genio artístico. Hecho que culmina en Hegel, pues es en el arte donde el hombre se encuentra a sí mismo, donde el espíritu encuentra al Espíritu.

20 de enero de 2016

Y… ¿cuál es tu ‘tipo ideal’?

Ya hablé en otro post de lo que era un tipo ideal según Weber (y de lo que no era), así que para no hacerme pesado no me voy a repetir. Hablaba allí de cómo íbamos adquiriendo antes de que ni siquiera nos diéramos cuenta una cosmovisión del mundo y de la realidad, cómo nos íbamos forjando una opinión de nuestra sociedad y de los distintos grupos culturales próximos, debido en gran parte a las ideas que ya ‘flotaban’ en nuestro entorno cercano. Estas ideas muy bien podrían ser llamadas creencias (e incluso prejuicios), y de alguna manera es inevitable que las poseamos. A mi juicio todos las tenemos, consciente o inconscientemente.

Estas creencias sesgan indefectiblemente nuestra visión o nuestra relación con los demás y con la sociedad. Ante cualquier suceso o encuentro, partimos ya de un presupuesto de base. Ejemplos se podrían poner todos los que queramos. No se relaciona igual con la sociedad una persona cercana siempre a ambientes militares que otra cercana a círculos pacifistas (sin entrar a valorar las bondades de uno y de otro); tampoco quien se ha movido en entornos sociales más tradicionales que quien se ha movido en entornos sociales más alternativos; tampoco quien ha crecido en entornos religiosos que quien ha crecido en entornos beligerantes contra cualquier tipo de expresión religiosa; tampoco quien ha vivido en un entorno intelectual o artístico que quien ha vivido en un entorno laboral exigente; tampoco quien ha vivido en un entorno laboral autónomo que quien ha vivido en un entorno laboral público; etc. Los ejemplos son infinitos.

Sin entrar a valorar cada caso en concreto, supongo que esto no es ni bueno ni malo: sencillamente es así, y ya está. Donde yo creo que podría estar el problema es en el hecho de no ser consciente de esta situación, en no ser conscientes de que cada uno de nosotros (ya no a nivel social, sino incluso a nivel individual) tenemos nuestro particular ‘tipo ideal’, de lo que sea. Ya decía Xavier Zubiri que para él pensar «es justamente el pensar las posibilidades con que algo puede y debe de ser entendido, tanto en sí mismo como en función de la situación en que uno esté inserto en la vida. Desde este punto de vista el pensar no es unívoco». Consecuentemente, gran peso de nuestras diferencias y de nuestros malentendidos se suelen producir, no tanto por la dificultad propia del asunto de que se trate, sino porque estamos situados en diferentes perspectivas o en distintos cuadros de coordenadas, lo que nos dificulta sobremanera cualquier posibilidad de encuentro y entendimiento. Y esto no sólo porque opinemos cosas distintas ante un mismo tema (lo cual es muy legítimo), sino también porque a causa de este desencuentro damos el salto rápidamente a lo afectivo, y aflora un estado emocional elevado que complica bastante las cosas: al final no importa acceder a la verdad o a lo mejor, sino salirme yo con la mía.

Tenemos nuestras propias pautas de pensar, nuestro esquema de pensamiento personal según el cual y de forma cuasi-inmediata valoramos cualquier hecho social, ya se trate del ejército, de los antisistema, de la Iglesia, de la política, del fútbol, del mercado, de los anarquistas, de los inmigrantes,… Cada uno de nosotros se ha hecho una elaboración conceptual propia de cualquier cosa que podamos pensar, contando para ello con unos criterios específicos establecidos por su propia historia personal y su contextualización (amplia y específica) social, criterios que guían no sólo su comprensión de las cosas sino también sus pautas de actuación. Y lo tenemos tan grabado en nuestro interior que nos cuesta ser conscientes de ello, tanto que ni siquiera caemos en la cuenta de que lo que opinamos no es sobre el hecho más o menos objetivamente, sino que es nuestro tipo ideal sobre ese determinado hecho.

Creo que es interesante e importante que pensemos críticamente en nosotros mismos, en nuestras opiniones y en nuestras costumbres, en saber por qué pensamos lo que pensamos y en por qué hacemos lo que hacemos y nos comportamos como nos comportamos.

Mientras no seamos capaces de hacerlo, seguiremos viviendo en un sesgo (el nuestro) de la realidad de las cosas, y no dejaremos hueco para otros planteamientos de vida que no ‘quepan’ en nuestra visión sesgada y menguada: seguiremos viviendo en un mundo reducido, en el que nos parapetamos defendiéndonos a ultranza de todos y de todo, porque cualquier opinión diferente a la nuestra la seguiremos viviendo como una amenaza a nuestra estabilidad personal, a nuestros esquemas de vida confortables y seguros; en definitiva, una amenaza a nuestra forma de vivir pequeña y mezquina. Supongo que la vida le lleva a uno a darse cuenta de que ni los buenos son tan buenos ni los malos son tan malos, sino que en el fondo estamos todos ahí en una escala de grises, lejos del blanco o del negro.

El mismo Weber se hace eco de esto que comentamos cuando habla del carácter tanto hacia afuera como hacia adentro, de modo que «las acciones reales discurren en la gran mayoría de los casos sin que se tenga conciencia de su ‘significado pensado’ o en una vaga semi-inconsciencia del mismo. El agente ‘siente’ ese significado de una manera más imprecisa que si lo supiera o lo ‘tuviera claro’; en la mayoría de los casos actúa por impulsos o por costumbre. El significado de la acción sólo en algunas ocasiones se hace consciente como un significado racional o como un significado irracional». Y continúa: «en realidad, una acción con un significado claro y plenamente consciente es siempre un caso límite». 

No es que no tengamos que tener una opinión de las cosas (¡cómo no la vamos a tener!); de lo que se trata a mi modo de ver es de esforzarnos por poseer una mínima capacidad crítica sobre todo hacia nosotros mismos, desde donde podremos establecer una vía de diálogo abierta y productiva con el otro. Un ejercicio sano bien pudiera ser intentar vernos desde fuera, ver como si estuviéramos grabando con una cámara nuestro modo de comportarnos en nuestras conversaciones, o incluso en las discusiones que podamos mantener. ¿Cómo lo hacemos? No es una pregunta sencilla de responder. Es curioso cómo cuando uno alcanza esa distancia consigo mismo, cuando uno es capaz de verse como desde fuera, surge simultáneamente otro modo de ver a los demás. Cuando somos capaces de percibirnos desde esa alteridad, nos posibilitamos para entablar un diálogo enriquecedor; los demás dejan de verse como una amenaza, y comenzamos a verlos como alguien distinto a mí pero que poseen su propia historia personal y sus propias convicciones. No necesito imponer mi visión, no se trata de ‘o mi visión o la tuya’, sino de posibilitar un diálogo constructivo, una nueva relación basada en lazos de confianza y de respeto, porque lo importante no es ‘tener razón’ sino ‘vamos a construir algo juntos’.

Es más fácil destruir que construir; es más fácil descalificar que argumentar; es más fácil provocar el enfado que la serenidad; es más fácil rechazar que buscar el encuentro.

12 de enero de 2016

Cómo comunicamos lo que no sabemos que comunicamos

Hasta ahora hemos insistido en todos esos procesos no conscientes mediante los cuales también contribuimos y de modo importante en el comportamiento de nuestros hijos. ¿Cómo es eso, cómo es que se dan fácticamente dichos procesos? Para empezar a aclararlo, entiendo que es importante hablar de un tema del que se ha hablado mucho, aunque quizá sea menos común su aplicación: me refiero a la comunicación no verbal. Como digo, no me gustaría tanto detenerme en ella (hay infinidad de videos y de textos que la explican mucho mejor que yo) como en analizar su repercusión en los procesos educativos, verdadero leitmotiv de esta serie de posts, y que veremos en el próximo.

¿De qué estamos hablando cuando hablamos de comunicación no verbal? Efectivamente, cuando nos comunicamos no sólo emitimos un mensaje; transmitimos mucho más. La cuestión es: ¿qué es eso que transmitimos de más? Es obvio que lo que se transmite es un mensaje, pero no se transmite un mensaje únicamente sino también un cómo, esto es un determinado esquema modal que acompaña inevitablemente a dicho mensaje, y lo modula tan significativamente que incluso puede lograr que un determinado contenido adquiera dos sentidos diametralmente opuestos. No se trata de lo que decimos (o no se trata sólo de lo que decimos) sino, en este contexto, de cómo lo decimos. En dicho esquema modal intervienen invariablemente gestos, expresiones, miradas, actitudes,… articulados mediante la posición de las manos, el tipo de mirada, la expresión corporal, el tono de voz,… Es difícil ofrecer ejemplos escritos de todo ello, porque por su propia índole todos estos elementos escapan al lenguaje escrito; lo ideal sería un taller pero claro, no es viable.

En todo esto hay dos peligros: el del muro y el del ciego. El del muro consiste en la típica reacción del que… ya se lo sabe todo, como que estas cosas no van con él porque ya está de vuelta: "Sí, claro; ¿qué me vas a decir a mí? Ya sé de qué me hablas, ya". Yo creo que todos pecamos un poco de ser muros, pero sobre todo pecamos de ciegos. El ciego es aquel que no es capaz de ver en él mismo todos estos procedimientos no verbales, bien por no estar preocupado en este sentido, bien por no estar entrenado —que quizá sea lo más común—. Por esto último es recomendable recurrir a alguien con cierta experiencia y que sepa observar y explicarnos todos estos procedimientos no verbales para hacernos caer en la cuenta de cómo, desde nuestra no consciencia, los empleamos continuamente. Ya una vez hemos comenzado en esa dinámica, ya podemos hacer una especie de gestión autónoma, pero empezar desde cero es complicado.

En definitiva, la idea nuclear a la que quiero llegar es que cuando comunicamos, no sólo decimos lo que pensamos, no sólo decimos lo que queremos decir, sino que decimos cómo nos encontramos en ese momento, decimos qué es lo que sentimos, expresamos nuestras valoraciones de lo que acontece… en definitiva nos decimos a nosotros mismos: comunicamos lo que somos. Mostramos como dos imágenes de nosotros mismos: cómo estamos realmente y cómo decimos que estamos.

La comunicación no es únicamente transmitir un mensaje. En la comunicación no sólo transmitimos lo que pensamos; transmitimos lo que somos. Y ello implica transmitir sentimientos, actitudes, opiniones, prejuicios,… Como consecuencia de toda esa información de más, el mensaje puede cambiar radicalmente; de hecho lo hace. Y un contenido que a lo mejor es adecuado, dicho con un esquema modal desafortunado puede convertir el mensaje en no funcional. Y lo que es más importante: lo común es que toda este proceso se desarrolle de manera no consciente; que no nos damos ni cuenta, vamos.

Hay escuelas psicológicas que trabajan mucho este campo, el de la comunicación no verbal. Se dice que en este sentido afectivo, se ofrece más información por lo no verbal que por lo verbal. Lo que ocurre es que no estamos habituados a captar esta dimensión comunicativa salvo en circunstancias más extremas, cuando ya las emociones nos desbordan; e incluso en no pocas ocasiones ni aun entonces.

Si yo hablo de cómo me siento, digo más con mi cuerpo que con mis palabras, aunque lo esté intentando decir con total fidelidad.

Lo no verbal, pues, no tiene tanto que ver con lo que pensamos sino con nuestro yo más íntimo y profundo, con cómo somos y cómo nos sentimos, que básicamente tiene que ver con nuestro mundo afectivo. Y como ya vimos en anteriores posts nuestra educación afectiva es muy importante en nuestras vidas ya que de nuestras emociones y sentimientos van a depender muchas de las cosas que hagamos y de las decisiones que tomemos. Pero aún hay un tercer factor que me gustaría destacar y que influye y mucho en todo este proceso: el de nuestra situación personal sobre todo cuando somos pequeños, clave de bóveda de todo nuestro aprendizaje emocional y posterior comportamiento tendencial.