28 de mayo de 2019

‘Sentido’ y ‘verdad’ en el "Tractatus lógico-philosophicus"

Desde una perspectiva cotidiana, cuando se habla del ‘sentido’ de algo, enseguida se relaciona con algo su significado; descubrir el sentido de un texto, de un acontecimiento, etc., tiene que ver con la comprensión de su significado, de su por qué. Sin embargo, no es ésta la acepción en que es utilizada en el seno de la filosofía analítica del lenguaje de tradición wittgensteniana, en concreto con la tradición del joven Wittgenstein, el del Tractatus. El sentido de una proposición no tiene tanto que ver con su significado, sino con el contenido informativo que pueda proporcionar (o, quizás, mejor dicho, con el modo en que dicho contenido informativo es dado). Porque no todas las proposiciones del lenguaje tienen sentido, es decir, no todas proporcionan un contenido informativo. Esto es interesante porque quiere decir que hay proposiciones del lenguaje que no proporcionan contenido informativo (válido), es decir, que no tienen sentido.

La pregunta inmediata tiene que ver con el esclarecimiento de cuáles sean las condiciones de posibilidad para que una determinada proposición tenga sentido. A juicio de Wittgenstein, tenemos que tener presente dos. La primera tiene que ver con la forma que subyace al lenguaje la cual, en su planteamiento, coincide con la del mundo. A ambos —al lenguaje y al mundo— subyace una misma forma lógica, que regula igualmente la sintaxis de los signos lingüísticos y los hechos del mundo (descritos por el lenguaje). La segunda condición de posibilidad tiene que ver con una coincidencia entre los objetos (que son por un lado los significados de los nombres, los cuales se pueden combinar en proposiciones), y por el otro la sustancia formal de que está hecho el mundo.

Aquí hay que hacer una distinción clave para comprender bien el marco wittgensteniano. Acabo de decir que los objetos constituyen la ‘sustancia formal’ del mundo, no su ‘sustancia material’. ¿Qué quiere decir esto? Para comprenderlo, daremos introducción al segundo de los dos términos objetos de este post: al término de ‘verdad’.

Wittgenstein distingue las condiciones de posibilidad del sentido de una proposición, de las condiciones de posibilidad de su carácter de verdad. ¿Qué diferencia hay? Para que una proposición sea verdadera, debe ser de tal modo (proposición elemental) que reproduzca un ‘hecho’ constitutivo del mundo. O, en caso de que no sea elemental, debe poder ser reducida a proposiciones elementales verdaderas precisamente mediante las reglas de la inferencia lógica y las funciones de verdad (a este respecto se puede consultar este post).

Estos ‘hechos’ elementales no hay que confundirlos con los ‘objetos’. Los hechos tienen que ver con la sustancia material del mundo, y están vinculados con el carácter de verdad. Los objetos tienen que ver con la sustancia formal del mundo, y están vinculados con su carácter de sentido. Para Wittgenstein, el ‘mundo’ no está formado por cosas, por objetos, sino por hechos. Así da comienzo él mismo a su Tractatus lógico-philosophicus en las proposiciones 1 y 1.1: «1. El mundo es todo lo que acaece. 1.1 El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas». Esto quiere decir que sólo constatando un hecho podemos decir algo acerca de los objetos del mundo. Pero los objetos únicamente poseen, digamos, un carácter colateral, son como una ‘excusa’ para poder decir algo sobre los hechos, que son en definitiva los constitutivos del mundo. En La transformación de la filosofía, nos dice Apel: «Los objetos por sí solos, y por más que se los suponga como elementos del significado que hacen posibles las proposiciones, no determinan las cualidades materiales del mundo independientemente de su configuración en la proposición». Y, siguiendo a Wittgenstein: «Dicho sea de paso: Los objetos son incoloros» (2.0232); es decir, no tienen espesor.

Esta diferenciación entre las condiciones de posibilidad del sentido y de la verdad es relevante. El sentido tiene que ver con la lógica de las proposiciones, y la verdad con el correlato de esas proposiciones lógicas con los hechos, lo que nos impele a ir más allá de la forma lógica. Sin embargo, este segundo paso (su correlato con el mundo) no es necesario en Wittgenstein para comprender el sentido de las proposiciones: basta su forma lógica. Es por esto que el problema de la verdad es diferente al problema de la comprensión del sentido en el marco de la filosofía analítica del lenguaje. Wittgenstein entiende que, con este tipo de lenguaje lógicamente perfecto, sólo podemos suponer que las proposiciones enuncian, en virtud de su forma lógica, hechos posibles, porque la lógica que subyace al lenguaje es la que subyace al mundo, pero no implica que esos hechos existan necesariamente. La forma lógica de la proposición es condición necesaria para que pueda ser verdadera, pero no suficiente. Y es aquí donde hay que situar el sentido para Wittgenstein, porque la forma lógica del lenguaje encierra ya un marco de comprensión que puede propiciar ‘lo que es el caso’ cuando la proposición que lo refiere es verdadera.

Esto conlleva una consecuencia importante, y es que pueden darse proposiciones verdaderas, pero sin sentido. Caben dos posibilidades. Puede darse la posibilidad de que una proposición sea verdadera, pero su forma proposicional no sea lógica; su forma lógica no mostraría entonces ‘lo que es el caso’, es decir, no tendría sentido. O, en su caso, puede ocurrir que no hemos alcanzado el sentido (su forma lógica) al estar velado por la forma externa del lenguaje corriente, un lenguaje que se caracteriza precisamente por su falta de rigor lógico. Esto es lo que suele ocurrir con las proposiciones filosóficas, que no necesariamente son falsas, sino sin sentido. Dice Wittgenstein en el Tractatus (4.003):

«La mayor parte de las proposiciones y cuestiones que se han escrito sobre materia filosófica no son falsas, sino sin sentido. No podemos, pues, responder a cuestiones de esta clase de ningún modo, sino solamente establecer su sinsentido.
La mayor parte de las cuestiones y proposiciones de los filósofos proceden de que no comprendemos la lógica de nuestro lenguaje.
(Son de esta clase las cuestiones de si lo bueno es más o menos idéntico que lo bello.)
No hay que asombrarse de que los más profundos problema no sean propiamente problemas».

21 de mayo de 2019

Las diferencias entre los mundos son diferentes

Comentaba en otro post una experiencia que podemos vivir todos, según la cual advertía que las emociones o sentimientos que aparecían en un momento dado se podían superponer, se podían dar en distintos planos superponibles en función de cuál fuera el grado de amplitud de nuestro mundo. Una consecuencia directa de nuestra inteligencia es la ‘apertura a un mundo’, entendiendo a éste en sentido fenomenológico. Fruto de la evolución, nuestra inteligencia posibilita esa mínima toma de distancia ante nuestro medio, lo cual permite que nuestro instinto pulsional se relaje y propicie una oquedad en cuyo seno pueda originarse dicha toma de distancia. La inteligencia humana surge cuando en unas determinadas estructuras fisiológicas (las nuestras) la legalidad instintiva ya no es suficiente para, desde su carácter tensional e impulsivo, determinar nuestra acción. La aparición de la inteligencia supone un modo radicalmente diverso de estar situados en la naturaleza, porque con ella podemos hablar en la relación con las cosas ya no de entorno y de medio, sino de mundo (de lo cual hablé en este post hace ya algunos años). La apertura a un mundo es algo específicamente humano. Pero si la apertura al mundo es propia de la especie humana, si todas las personas tenemos un mundo, no todos lo tenemos igual.

Podemos plantearnos cómo uno está situado en su medio, es decir, en su entorno ‘tamizado’ por las posibilidades de la sensibilidad humanas. Las aportaciones de Merleau-Ponty son en este sentido muy sugerentes. Este autor propone que nuestra relación con la realidad se ve caracterizada por el hecho de que esta relación nunca es ‘pura’, neutra, mecánica. Esto es algo que puede ser compartido con el resto de especies animales, en la medida en que el modo en que cada una se relaciona con una misma naturaleza, con un mismo entorno, depende de sus posibilidades de relación, de su sensibilidad fisiológica. Cada especie tiene su propio medio; decía William James que, atendiendo a la sensibilidad de cada especie, podemos ‘predecir’ cómo es su medio, con qué y con qué no se puede relacionar. Pero el caso humano va más allá, pues en su especificidad humana está relación con el entorno no se acaba en su transformación en un medio, sino que siempre estará mediatizada por un proyecto, por una estructura de comprensión la cual posee una doble dimensión: una colectiva, compartida intersubjetivamente, y una individual, singular, propia, tal y como nos explicaba Ortega y Gasset cuando nos decía que cada uno de nosotros éramos el resultado de unirnos a nosotros mismos con nuestra circunstancia.

Nosotros no seríamos capaces —sigue Merleau-Ponty— de relacionarnos con la realidad neutralmente, asépticamente… sino que de modo necesario (en esto consistiría precisamente nuestra especificidad humana) lo hacemos dotándole de un determinado significado. Entre las cosas y nosotros interponemos unas inquietudes, unos deseos, unos proyectos, un pasado… De hecho, nos genera violencia percibir las cosas sin imputarles esa carga de sentido; toda aprehensión de cualquier cosa, necesariamente se ve mediatizada por este cuadro categorial.

Que nuestra especificidad humana nos lleva a una apertura a un mundo, no implica —como decía— que todos nuestros mundos sean iguales, sino que cada uno de nosotros tiene su mundo. Y el hecho de que cada uno tenga su mundo, nos permite afirmar que hay diferencias entre los mundos de cada cual. Y esto es muy importante. ¿Por qué? Cuando cada uno habla de que tiene un mundo, y de que su mundo es diferente a otros mundos, implica que hay diferencias. No digo que sean totalmente distintos (pues en tanto que pertenecemos a la misma especie, y también en tanto que pertenecemos a los mismos entornos sociales, algo compartimos, ya que, en caso contrario, difícilmente podríamos sencillamente comunicarnos), sino que no son totalmente iguales. Y, si no son totalmente iguales, es porque hay diferencias entre ellos. Pero —y aquí es a donde iba— que existan diferencias entre ellos, no implica que todas las diferencias sean iguales, que quepa situarlas en el mismo plano, que sean todas del mismo carácter. Y esta distinción no es algo baladí, todo lo contrario: a mi modo de ver, es fundamental.

A mi modo de ver, estas diferencias pueden establecerse en torno a tres planos o categorías. Estaría la primera diferencia, que voy a considerar a parte, que tiene que ver con el hecho evidente de que cada uno de nosotros tiene su mundo y es diferente al mundo de cualquier otro, independientemente de que compartamos buena parte de él —como digo— sobre todo con los más próximos. Mi mundo es mío, pero no tan mío que me impida comunicarme o relacionarme con los demás; es un mundo compartido, pero no del todo, pues siempre habrá un resquicio personal e intransferible. Partiendo de aquí, creo que se pueden distinguir estos tres planos. En primer lugar, el hecho de que cada mundo particular posee una mayor o menor amplitud, una mayor o menor diversidad… Cada uno posee una mayor o menor posibilidad de apertura, lo cual revertirá en su mundo: vivirá en un mundo pequeño, o no, en un mundo amplio. En segundo lugar, el hecho de que cada mundo propio no es siempre el mismo, sino que se va modificando a lo largo de la vida, bien creciendo, bien menguando. Nuestra biografía, nuestros aprendizajes, nuestra historia, nuestras experiencias, irán provocando que nuestro mundo se vaya modificando, se vaya ensanchando más o menos… y ello en todos los niveles: académicos, profesionales, experienciales, vitales… Y, finalmente, y, en tercer lugar, el hecho de que cada mundo particular posee también un mayor o menor riqueza, o consistencia, en el sentido de que un determinado mundo se encuentre mayor o menormente arraigado en la realidad de las cosas. Frente a los ‘castillos en el aire’, se puede establecer un sentido de realidad, que nos ayuda a no ensoñarnos ilegítima o inapropiadamente, algo a lo que por desgracia estamos tan habituados. Es característica nuestra la imaginación, la fantasía, la creatividad… sólo que algunas veces podemos irnos demasiado arriba, perdiendo el mínimo arraigo con la realidad que tiene la verdadera creatividad. La riqueza tiene que ver con esto, con que este mundo no esté vacío, yermo.

14 de mayo de 2019

El sentido común no es un enemigo de la ciencia

Cuando uno se introduce por los senderos de la ciencia, se va dando cuenta de que las teorías y conceptos que emplea son cada vez más abstractos, y, consecuentemente, más complejos de comprender para los no iniciados. Como decía la semana pasada, una de las notas que caracterizan a la ciencia contemporánea, a diferencia de la moderna, es precisamente lo poco intuitiva que es para el hombre de a pie. Cuando, paradójicamente, el mundo que nos explica la ciencia es el mismo que ese en el que vivimos cada uno de nosotros. La ciencia nos describe un mundo en principio objetivo y real —sin entrar a debatir estos dos conceptos que acabo de comentar, consciente de la complejidad que conllevan— pero, como decía García Morente, no es ése el mundo que nosotros vivimos en nuestra experiencia cotidiana. No vivimos en un mundo a base de relaciones matemáticas y observaciones cuantitativas y mensurables, sino un mundo repleto de significados y proyectos, tanto sobre las cosas como con las personas, de lo que son y de las relaciones que establecemos, bienes y valores que direccionan nuestra vida.

Bachelard fue un epistemólogo muy recomendable, científico dialogante con la filosofía, pero que no dudaba en endurecer su crítica cuando era menester. Decía este autor que una de las dificultades para que cualquier persona pueda comprender mínimamente la ciencia es la carga de sentido que posee esa concepción cotidiana de la realidad, carga de sentido que en el ejercicio científico se ve, si no suprimida del todo, sí que trascendida sustancialmente. Así, cuando uno quiera comprender la ciencia, debe intentar 'resetear' todo ese bagaje de significados que lleva sobre los hombros, y que le dificulta precisamente dicha comprensión.

Hace poco leí estas palabras de Lancelot Hogben, un afamado biólogo: «ya desde mis primeros años abandoné la idea de que las hipótesis científicas han de conformarse a las exigencias del sentido común».

Para explicarlo, empleó el concepto de ‘vida’. Entre biólogos, este concepto sólo se entiende en el sentido de las propiedades características de las cosas vivas, así como de las relaciones que guardan éstas entre sí y con la materia no viva, de la que han surgido. No entra dentro de su planteamiento, en tanto que científicos, otro enfoque que no sea el meramente científico, de marcado carácter mecanicista (como no podía ser de otra manera en su ámbito), sin añadir ninguna de las connotaciones que se suelen poseer desde el entorno cotidiano cuando se habla de vida, tanto más cuando se habla de vida humana.

Sin entrar a valorar el hecho de que este modo de trabajar, aunque pueda ser muy útil para conocer los procesos fisiológicos humanos (físicos, químicos, biológicos…), no nos dice nada, por mucho que se quieran extender sus ámbitos, sobre la especificidad de la vida consciente, ámbito que antes que abordarlo, se ha intentado reducir al de los fenómenos mecánicos, el problema deriva de utilizar un mismo término (vida) tanto en el ámbito cotidiano como en el científico. El caso es que, el sentido en que el científico adopte estos términos —insiste Hogben— en tanto que científico, es el que está legitimado en su entorno científico, no en el cotidiano.

No se le puede quitar la razón, ni mucho menos, pero cabe preguntarse si esto es así del todo, si el científico se puede abstraer de todas las connotaciones cotidianas en su ejercicio como tal, siendo que él también forma parte de ese grueso de la sociedad cotidiana. ¿Puede quitarse esa ‘mochila’, del todo, cuando se pone su bata de científico? Es cierto que el ejercicio científico debe intentar mantenerse al margen de las consideraciones de tipo hermenéutico; la duda está en si, cuando lo intenta, lo consigue absolutamente, o no, tan sólo parcialmente. No es extraño decir que sí se consigue. Sin embargo, si no desde la perspectiva cotidiana, por lo menos sí desde la filosófica, esta afirmación no puede sino despertar ciertas sospechas, porque creo que el científico no acaba de ser consciente de la hondura de la discusión, seguramente por salirse de su ámbito. Quizá podríamos decir aquí que, si bien el científico se queja de que desde la vida cotidiana o desde la filosofía no se acaba de comprender en profundidad el espíritu científico, lo mismo podría decirse del científico en referencia a los conceptos filosóficos, por ejemplo, a los cuales suele catalogar de confusos e inservibles. Para ello no hace falta irse a comienzos de siglo cuando la corriente cientificista estaba más en boga; un ejemplo mucho más cercano lo podemos encontrar en Richard Feynman, cuando algo así afirma en su biografía ¿Está usted de broma, Sr. Feynman?

Un ejemplo de esto que digo lo tenemos en un concepto que aparecía en aquella frase de Hogben, ‘sentido común’, un concepto que si bien suele poseer un significado más o menos aceptado, su acepción filosófica va mucho más allá. Sólo que para acceder a ella quizá haya que ir más allá del método científico, esfuerzo que unos cuantos científicos (no todos, como he podido tener la suerte de comprobar) no están dispuestos a acometer. A poco que profundicemos en ello, se pueden distinguir en este concepto dos aproximaciones, que de alguna manera se oponen entre sí: una que nos cierra acomoditiciamente en nuestro mundo; y otra, quizá más inadvertida, que hace todo lo contrario: abrirnos al mundo desde una radicalidad nueva y primaria, gracias a la cual hasta el propio quehacer científico puede verse sustancialmente enriquecido.

7 de mayo de 2019

Prejuicios positivos

Un asunto interesante que se planteaba Gadamer en el anterior post, es por qué necesariamente todo prejuicio debe ser negativo per se. Él nos explica que este enfoque negativo fue acuñado durante la Ilustración, en tanto que propicia una opinión o un juicio que no está debidamente fundamentado racionalmente. Pero no siempre ha sido así; incluso cabría plantearse si se pudiera dar el caso de que un prejuicio posibilitara una mejor comprensión de las cosas. Con ello no quiere decirse que uno no tenga que cuidar su espíritu crítico, sino que quizá hay que confiar un poco más en la tradición heredada; a lo que se opone es Gadamer es a ese típico carácter reaccionario que rechaza la tradición simplemente por ser eso, tradición.

Básicamente se pueden distinguir dos tipos de prejuicios: los debidos al respeto humano y los debidos a la precipitación. Los primeros tienen que ver con el recurso a la autoridad, y los segundos con el mal hacer propio. El primero fue sobre el que más incidió la Ilustración, en tanto que propende hacia el valor de la autoridad por sí misma; en una época en la que se nos invita a que nos atrevamos a pensar, el recurso a la autoridad no es evidentemente bien visto. Antes bien: lo fundamental es que cada uno piense por sí mismo, que se sirva de su propio entendimiento. La época ilustrada en general, y la que tiene que ver con nuestro problema en particular, se sitúa en un ambiente que generalizadamente se enfrenta a la tradición religiosa imperante, articulada alrededor de la Sagrada Escritura y su interpretación dogmática; es por ello que el prejuicio se asocia a esta lectura ‘sesgada’ de la tradición en favor de lo religioso-dogmático, y lo que hay que hacer precisamente es liberarse de ese sesgo, de ese prejuicio, lo cual se consigue actuando y pensando racionalmente.

Gadamer parte de la base de que, en una primera aproximación a un texto, a cualquier texto, hay un prejuicio primario generalizado: dotar de credibilidad o de fiabilidad a lo allí expuesto. Parece que el hecho de que haya sido puesto por escrito le otorga cierta autoridad, que el lector le concede. Pues bien, la Ilustración es el ejemplo paradigmático de superar ese prejuicio, con la idea de acrisolar racionalmente todo texto; y ello no únicamente en el ámbito de la Sagrada Escritura sino en el de cualquier otra índole (histórico, legal, filológico…). La tradición aparece así desplazada como fuente de autoridad, sustituyéndole la razón: no necesariamente lo que está escrito es verdad.

Sin negar la parte de verdad que tiene esta postura, la duda que surge de modo inmediato es si, desde el ejercicio ilustrado de la razón, pueden superarse efectivamente todos los prejuicios. Quizá esta pretensión de la Ilustración no deje de ser ella misma un prejuicio; quizá esta pretensión de la Ilustración sea un prejuicio similar al que, aunque en signo contrario, esboza el Romanticismo, a saber: que lo viejo o lo clásico por serlo, no sólo es digno de credibilidad, sino que es lo canónico en referencia al tema que se esté tratando. Frente a ello, el ilustrado dirá que, por defecto, lo clásico no tiene por qué ser mejor que lo moderno, y que lo que es efectivamente mejor es la opción moderna de acrisolar lo clásico racionalmente según los parámetros de la modernidad. Pues bien, quizá ambos sean, aunque de signo opuesto, un mismo prejuicio: tomar como únicamente cierto lo que se estima en cada caso (lo clásico, lo moderno) desestimando insistentemente lo que caiga fuera de dicho ámbito (lo moderno y lo clásico respectivamente). El Romanticismo ve en lo clásico un tipo de sabiduría superior a la que se puede obtener en la modernidad; y es ésta creencia romántica la que lleva a enquistarse a la Ilustración en su valoración de la racionalidad de la época. Y viceversa: es la obcecación ilustrada en la razón lo que lleva al romántico a insistir en el excelso conocimiento del hombre antiguo.

Pero como dice Gadamer, ambos casos no dejan de manifestar posturas igual tanto de abstractas e ideales como de dogmáticas. Ni en lo mítico hay ausencia de saber, ni en el ejercicio de la razón deja de haber reminiscencias o creencias de carácter mítico. El mero hecho de no ser consciente de esto es muestra fehaciente de ello.

En cualquier caso, tanto la pretensión restauradora romántica como la racional ilustrada se asientan sobre un mismo apoyo: la ruptura con la continuidad de la tradición. Ambos la invalidan por desestimación: unos en favor de lo clásico, otros en favor de lo racional. Sin embargo, tanto unos como otros —como hemos visto— caen en sendos prejuicios de los que no son conscientes. Y quizá sea propio de un auténtico intento crítico a la hora de realizar una ciencia histórica traer a la consciencia dichos prejuicios, crítica desde la cual se podrá alcanzar «una comprensión adecuada de la finitud que domina no sólo nuestro ser hombres sino también nuestra conciencia histórica». Desde esta comprensión adecuada de nuestra finitud se puede afirmar, pues, que la idea de una razón absoluta (pura) no es posible en el seno de la humanidad (limitada e histórica).

«La razón no es dueña de sí misma sino que está siempre referida a lo dado en lo cual se ejerce».

El problema de la ciencia histórica debe atenderse desde un cambio de plano radicalmente diferente. No se trata de intentar conocer la historia como si quisiéramos apresarla, dominarla, sino de sabernos pertenecientes a ella; mucho antes siquiera de ser conscientes de nosotros mismos, ya nos encontramos en un ambiente (familia, sociedad, estado) que vive según unos parámetros y normas de conducta que nos afectan y configuran irremediablemente. Consecuentemente, muchos prejuicios con los que se cuenta no son más que la inevitable consecuencia de habitar en una determinada realidad histórica y social.