31 de mayo de 2022

El margen de maniobra

'No reproducible', de René Magritte (1937)
'No reproducible', de René Magritte (1937)
Por lo general, tenemos la tendencia a dar explicación a los sucesos desde la comprensión de sus causas inmediatas. Se puede decir que se trata de una disposición innata en nuestro aprendizaje: «todos tenemos la tendencia a intuir una relación causa-efecto entre dos acontecimientos que coinciden en el tiempo o se suceden inmediatamente», dice Eibl-Eibesfeldt en La sociedad de la desconfianza, parafraseando la famosa idea de Hume. Aunque el etólogo alemán va más lejos que el filósofo escocés, poniendo de manifiesto la dificultad que entraña esta actitud para la resolución de problemas más complejos. Tanto es así, que tendemos a ‘curvar’ la realidad de las cosas según nuestros patrones de comprensión, cuando seguramente las cosas ocurran por causas que se nos escapan, y lo que es peor, que no estamos en condiciones ni siquiera de atisbar.

Es interesante cómo se van fraguando en nosotros estos patrones de lectura, de comprensión, de comportamiento… estas creencias que diría Ortega y Gasset, auténticas gafas que filtran la realidad para convertirla en ‘nuestra’ realidad, nuestro mundo. Eibl-Eibesfeldt insiste en el carácter eminentemente cultural de este proceso, para el cual nuestra dimensión biológica no está lo suficientemente preparada. Los millones y millones de años de historia evolutiva han preparado a nuestro organismo para reaccionar biológicamente ante determinados estímulos, pero no precisamente para los de carácter cultural. Por ejemplo, no tenemos ningún reparo en realizar ciertas actividades con un riesgo importante (hacer un viaje en coche, por ejemplo, cuando sabemos que centenares de personas pierden su vida a diario en las carreteras), cuando somos incapaces de coger una serpiente con las manos (por muy inofensiva que sea). Con mucha facilidad adquirimos fobias de este tipo, siendo muy resistentes a las fobias ante riesgos modernos. Seguramente, basta que nos ataque un perro, o que veamos su ataque a un tercero, para que arraigue en nosotros un temor indeleble; que ocurra lo propio viendo algún accidente, es mucho más extraño. Como dice Eibl-Eibesfeldt, «los coches no están previstos en nuestro programa filogenético».

Y éste es el asunto. La significatividad de las cosas se hace presente cuando aquello que estamos percibiendo lo vemos como una probabilidad para nuestras vidas, pero una probabilidad efectiva. Es entonces cuando adquiere una valencia afectiva. Todos sabemos que podemos tener un accidente en coche, pero no lo consideramos como una probabilidad efectiva cada vez que lo cogemos, sino que solemos pensar que no vamos a tener ningún accidente, si lo pensamos. Estas cosas las percibimos racionalmente, sin sentirnos implicados, lo cual no nos deja ninguna huella. Lo que de verdad nos moviliza es la relevancia afectiva en el presente que tenga en cada uno de nosotros el asunto en cuestión. Nos influye no lo que percibimos, sino la resonancia afectiva en nosotros de eso que hemos percibido. Por este motivo somos capaces de flirtear con riesgos que, en el fondo, no nos afectan en este sentido. Somos capaces de realizar actividades cada vez más arriesgadas, de construir casas en zonas inundables, etc. Sí, somos conscientes de que algún día podrá pasar algo, pero ello no nos afecta porque no resuena afectivamente en nosotros.

Nuestra vida se desenvuelve en torno a aquello que nos moviliza porque resuena afectivamente en nosotros, no en torno a lo que pensamos, independientemente de que aquello que resuena afectivamente en nosotros nos lo hemos representado previamente. De hecho, cuando algún pensamiento nos lleva a la acción es porque previamente ha resonado afectivamente en nosotros; el pensamiento, en sí mismo, es neutro: en virtud de cómo sea recibido afectivamente por nosotros, nos llevará a una acción o a otra.

Todo ello responde a patrones fisiológicos de conducta, heredados evolutivamente. Las especies animales tienden a enderezar sus conductas a aquello que les afecta emocionalmente (huida, hambre, reproducción, etc.), siempre bajo la batuta del sistema de recompensa. Pero ellos viven en un presente del cual no pueden evadirse, a lo sumo manejarse entre los márgenes de una estrecha holgura. Nosotros, gracias a nuestra inteligencia, podemos representarnos no sólo el presente en el que estamos, sino también el pasado y el futuro hasta límites inimaginables por cualquier otra especie. Algo que entraña un riesgo, en el sentido de que puede ocurrir ―de hecho, así es― que haya una descompensación, un desencuentro entre nuestras posibilidades cognitivas y su vinculación con lo orgánico, con lo corporal, con lo afectivo, con lo vital, haciéndonos naufragar entre las ocultas corrientes de la vida.

Si bien la posibilidad humana gira en torno a esta capacidad, no es algo exento de riesgos, tanto a nivel individual como social. Podemos ser afectados por cosas que no son reales (recuerdos, proyecciones en el futuro), tanto funcional como disfuncionalmente. Podemos no sentirnos afectados por cosas que pensamos que nunca van a pasar, pero que igual son consecuencia natural de nuestros actos; y ello porque no tenemos un vínculo con ello, no tenemos un ‘hilo afectivo’ que nos ayude a su valoración. Solemos vivir con luces cortas, sin la capacidad de levantar nuestra mirada hacia un horizonte que se nos presenta extraño, lejano, desconocido. Desde esta perspectiva la resolución de situaciones, o el planteamiento de proyectos, se torna problemático, pues vivimos en nuestro charquito, y de él no salimos. Y queremos solucionar nuestras vidas en él.

La madurez pasa ―a mi modo de ver― por la capacidad de poder iluminar nuestras vidas con las luces largas, desde una afectividad sana que nos permita enlazar nuestra representación de las cosas (pasadas, presentes y futuras) con nuestras posibilidades de actuación funcionales. Será entonces cuando nuestros deseos, nuestras motivaciones, aun en el seno de la inespecificidad del comportamiento humano, serán realistas tanto por lo que dan a las cosas como por lo que dan a nosotros mismos, en tanto que nuestras facultades estarán armonizadas funcionalmente, fruitivamente. Y esto tanto por lo que nuestra vida nos compete a cada uno de nosotros, como por lo que compete a nuestras relaciones con los demás: sin una vinculación afectiva por el otro (conocido o no, no es relevante en este caso), difícilmente podremos preocuparnos por él, y podremos considerarlo por su valor y dignidad, viéndolo únicamente a la luz de nuestro beneficio y bienestar.

24 de mayo de 2022

Desde los orígenes del electromagnetismo hasta la modernidad

Hoy en día, los físicos conocen el papel fundamental que la electricidad esgrime en la constitución de la materia; los técnicos saben la infinidad de las aplicaciones que puede tener en todo tipo de máquinas y aparatos electrónicos y de comunicación; todos nosotros sabemos de su casi omnipresencia en nuestro día a día, formando parte tan íntima de nuestras vidas como pueda ser el aire que respiramos o los alimentos que ingerimos. Y el caso es que el ser humano ha vivido durante siglos y siglos al lado de ella, sin sospechar en ningún momento su existencia, mucho menos su importancia. El famoso escritor Paul Valéry se preguntó: «¿Hay algo más desconcertante para el espíritu que la historia de ese pequeño trozo de ámbar manifestando tan humildemente una potencia que está en toda la Naturaleza, que es quizá toda la Naturaleza, y que durante todos los siglos menos uno, sólo se mostró por medio de él?», nos cuenta de Broglie. Efectivamente, es así. Y, como dice el físico francés, todavía hay más: «los átomos de los que está hecho nuestro cuerpo, las reacciones químicas que en él se producen y que aseguran su funcionamiento y su persistencia, están regidas por interacciones eléctricas y no podrían existir sin ellas; nuestro sistema nervioso no efectúa su cometido sino propagando influjos cuya naturaleza eléctrica es cierta, y nuestro cerebro, asiento de nuestras actividades más elevadas, debe seguramente a fenómenos eléctricos la prodigiosa complejidad y la maravillosa riqueza de su potencia de pensar y de acción». Algo de lo que hace nada éramos completos ignorantes; ¿qué ignoraremos hoy, y se descubrirá en un futuro?

Hasta finales del siglo XVII no se empezó a teorizar sobre la naturaleza de la luz desde una perspectiva más científica. ¿Qué se sabía hasta la fecha? Pues algunas experiencias toscas en referencia a la electrización por frotamiento, así como a los hechos magnéticos de carácter natural, claro está sin establecer ninguna conexión entre ambos tipos de fenómenos. Nada más. Como dice Gamow, «aunque los primeros investigadores de los fenómenos eléctricos y magnéticos tuvieron que haber presentido que había alguna relación profunda entre ellos, no pudieron establecerla».

Ya en el siglo XVIII la cosa comenzó a cambiar. Distintas figuras empezaron a identificar y controlar algunos de estos procesos. Así, se consiguió distinguir la electricidad dinámica de la electricidad estática (Gray y Dufay, sobre 1730). Es la época en que algunas figuras (Romas, Franklin) profundizaron en su estudio desde diversos flancos: el estudio de la electricidad estática, la naturaleza eléctrica de las tormentas… y algo muy importante: se comenzó a barruntar, muy sucintamente, la posible vinculación entre electricidad y magnetismo.

Esta fascinante época supuso un giro que ya nunca se detuvo. Pronto se comenzó a realizar un análisis más cualitativo de los fenómenos tanto de la electricidad como del magnetismo, de la mano sobre todo de Cavendish y de Coulomb, quienes fueron capaces de establecer numéricamente las relaciones entre atracciones y repulsiones de cargas eléctricas y polos imantados y sus respectivas distancias. Como explica de Broglie, «ellos encuentran esa disminución de las acciones en razón inversa del cuadro de la distancia que, un siglo antes, la teoría de gravitación de Newton había hecho familiar a los sabios». A partir de ahí se sucedieron los avances. Los de Galvani con las ancas de rana que respondían ante una descarga eléctrica, poniendo de manifiesto los posibles efectos de una corriente eléctrica en movimiento; los de Volta y Davy estudiando la generación de electricidad, el primero con su famosa pila, el segundo descubriendo la electrolisis; o los de Oersted quien, en 1819, observó la influencia que una corriente eléctrica ejercía sobre una aguja imantada, abriendo la senda de los estudios combinados de electricidad y magnetismo. Este momento supuso un giro importante en esta historia.

17 de mayo de 2022

La de arena de Merleau-Ponty sobre el problema de Driesch (2de2)

Decíamos en el anterior post de la semana pasada (aquí) que, según Merleau-Ponty, el campo fenoménico sería como un bol de cerezas, en el sentido de que la percepción de un objeto arrastraba consigo el resto de objetos susceptibles de ser percibidos. Dicho de otro modo: que no podemos percibir nada aislado del resto de objetos que conforman su horizonte. Y nos quedó pendiente pensar sobre las consecuencias metafísicas de ello. Vaya por delante que éste es un post un tanto complicado, pero bueno, vamos allá.

Puede ser de utilidad comenzar con esta idea del pensador francés: «Puedo, pues, ver un objeto en cuanto que los objetos forman un sistema o un mundo y que cada uno de ellos dispone de los demás, que están a su alrededor, como espectadores de sus aspectos ocultos y garantía de su permanencia».

Lo que nos está diciendo Merleau-Ponty es esto que acabo de comentar, que todos los objetos, tanto el que conforma el objeto de mi atención como los que quedan en el fondo, forman un sistema, en el que todos ‘disponen’ de todos. Creo que esto es muy interesante, y nos abre luces sobre el carácter sistémico de la realidad. Un carácter sistémico que no es sólo espacial, sino también temporal. Efectivamente esto, que está dicho desde un presente, en sentido espacial, igual podría decirse desde un horizonte temporal. Y esto en dos sentidos. Por lo pronto, en el de que ninguna percepción es atemporal, sino que se hunde en un devenir en el tiempo: toda percepción es de carácter tempóreo. Pero, hay otro sentido que va más allá del hecho de que toda percepción posea un carácter tempóreo en sí misma, que devenga como tal, que se despliegue en el tiempo; a lo que me refiero es al hecho de que, en todo presente de la percepción, también están co-presentes el pasado y el futuro. En toda percepción hacen acto de presencia las percepciones pasadas, de las cuales solicita su reconocimiento, aun cuando éste no sea objeto de percepción; nuestra historia perceptiva influye y mucho en lo que estamos percibiendo. Lo mismo cabe decir del futuro inminente, con el cual cuento para enderezar mi percepción; en función de mis expectativas, percibiré unas cosas y no otras. En todo presente perceptivo hay un doble momento, un doble horizonte: hacia atrás (de retención) y hacia adelante (de protensión); doble horizonte en virtud del cual el presente no es un presente puro, sino que se ve continuamente arrastrado y destruido por el transcurrir de su duración, deviniendo en un punto fijo de atención que es identificable en un tiempo objetivo.

El carácter sistémico que Merleau-Ponty dota a la percepción cabe enfocarlo bien espacialmente, bien temporalmente. Pues bien: aunque sigo pensando, tal y como concluía el anterior post, que Merleau-Ponty sigue situado a nivel del cosmos, creo que esta explicación de lo que es la apertura campal de la percepción puede ayudarnos a ilustrar lo que es el salto al mundo (en términos zubirianos), es decir, a lo metafísico. Si nos fijamos, Merleau-Ponty es consciente de que toda percepción deja al objeto ‘inacabado y abierto’: el objeto no se acaba en sí mismo, sino que su percepción completa no se puede conseguir sin percibirlo ‘a una’ formando parte del horizonte; apertura a través de la cual transcurre o fluye la sustancialidad del objeto, en su opinión. ¿En qué consiste esta sustancialidad del objeto? Pues en el resultado de una coexistencia de percepciones infinitas, como hemos visto: «A través de esta apertura transcurre, fluye, la sustancialidad del objeto. Si este ha de llegar a una densidad perfecta, en otras palabras, si debe existir un objeto absoluto, es necesario que sea una infinidad de perspectivas diferentes contraídas en una coexistencia rigurosa, y que, como a través de una sola visión, se ofrezca a mil miradas».

Pues bien, salvando las distancias ―y a mi modo de ver― se puede establecer un salto con la consideración metafísica formal de Zubiri. De modo análogo a que para percibir todo objeto es preciso percibir también el horizonte, el cual se erige en un elemento necesario para percibir completamente el objeto, un horizonte al cual la percepción de ese objeto concreto nos remite y gracias al cual lo podemos precisamente percibir en su completitud, algo así podemos esbozar que es la aprehensión del objeto no en tanto que contenido (que es en definitiva donde se sitúa Merleau-Ponty, aunque sea un contenido perfeccionado y ‘absoluto’), sino en tanto que real. Porque lo metafísico se nos abre cuando somos capaces de aprehender la realidad en tanto que formalidad, no en tanto que contenido. Si nos quedamos en el contenido, nos quedamos en ‘esta’ cosa, independientemente de que nos apoyemos en las que no son ella; pero, del mismo modo que para percibir la cosa hemos de apoyarnos en todo eso que no es la cosa, si establecemos ese paralelismo desde su realidad formal, aparece el mundo en su respectividad. Porque eso es lo que es el mundo para Zubiri: la respectividad de lo real. Aprehendemos lo mismo ―las cosas― pero bajo una clave distinta. Del mismo modo que la percepción de todo objeto es más que lo que percibimos de él directamente, la aprehensión de un objeto es más que la aprensión que podamos hacer de él fenomenológicamente: podemos aprehenderlo en tanto que real, en tanto que formando parte de la totalidad, de la realidad considerada no en tanto que cosas, sino en tanto que totalidad. Eso es el mundo: el cosmos actualizado no en tanto que contenidos, sino en tanto que totalidad. Y ello puede arrojarnos una noticia sobre la misma realidad que permanece ajena a una aprehensión meramente cósmica. El planteamiento de Driesch, que iremos viendo poco a poco, bien puede servirnos para adentrarnos al planteamiento de Zubiri.

10 de mayo de 2022

La de arena de Merleau-Ponty sobre el problema de Driesch (1de2)

Como vimos en un post anterior de hace unos meses (en éste), Merleau-Ponty hacía una aproximación (a lo fenomenológico) de qué pudiera ser un objeto percibido ‘en sí’, postura que pensaba que no era demasiado radical, pero muy sugerente. Tanto es así que creo que reflexionar sobre ello nos puede servir muy bien para comprender qué es la metafísica desde la perspectiva contemporánea. Para ello me quiero centrar en cómo incardina el objeto de nuestra atención sobre un horizonte. Hagamos un juego de malabares, a ver qué pasa.

En principio, nuestro entorno está repleto de objetos sobre los que podemos fijar nuestra atención; todos los objetos son perceptos posibles. En el momento en que nos fijamos en uno de ellos, los demás aparecen desplazados irremisiblemente a un segundo plano. No podemos atender a dos objetos a la vez, salvo que los agrupemos en uno sólo. Se da así una relación sistémica, de modo que, cuando un objeto se erige en el foco de nuestra atención, se desplazan los demás cubriéndolos de cierto velo de ocultación. Es condición de posibilidad: «el horizonte interior de un objeto no puede devenir objeto sin que los objetos circundantes devengan horizonte». La visión es un acto con dos caras: no hay objeto sin horizonte, y tampoco hay horizonte sin objeto.

Pero este horizonte tiene una función más que la de ser el correlato de la percepción de un objeto sobre el cual deponemos nuestra atención, a saber: asegurar la identidad del objeto en el curso de nuestra exploración. El horizonte no es un elemento secundario, ante la relevancia del objeto de atención, sino que adquiere un papel fundamental. ¿Qué quiere decir esto? Pues que dicho horizonte es el telón de fondo sobre el cual mi percepción se va a apoyar, para establecer precisamente la percepción adecuada de lo percibido; sin él, difícilmente podría tener la seguridad de que lo que percibo puede tener un correlato con el objeto. Digamos que el horizonte es aquello a lo que me agarro para no ir deambulando por ahí. «El horizonte es, pues, lo que asegura la identidad del objeto en el curso de la exploración, es el correlato del poder próximo que guarda mi mirada sobre los objetos que acaba de recorrer y que ya tiene sobre los nuevos detalles que va a descubrir». Destaquemos esa expresión: el horizonte es ‘como un poder que guarda nuestra mirada’, la cual, entonces, no puede divagar sobre él de manera arbitraria o imaginaria, si se quiere que sea una percepción (y no una ficción, por ejemplo). Fijémonos que esta función no podría ser desempeñada ni por ningún recuerdo, ni por ninguna conjetura; como muy bien afirma Merleau-Ponty, a lo más que podríamos llegar con estos apoyos (el recuerdo o la conjetura) sería a una ‘síntesis probable’, pero nunca a una percepción, la cual se distingue por su carácter efectivo.

Como consecuencia de todo ello, nos damos cuenta de que va implícito en la percepción del objeto, pues, un carácter de apertura, en el sentido de que es preciso para percibir adecuadamente un objeto, percibir lo que hay tras él, lo que lo trasciende, es decir, su horizonte. En la percepción va implícito un carácter de apertura trascendental. El horizonte, lejos de ser un estorbo, o de propiciar un ámbito en el que las cosas se difuminan y pueden ocultarse, es la condición de posibilidad de la percepción. «La estructura objeto-horizonte, eso es, la perspectiva, no me estorba cuando quiero ver al objeto: si bien es el medio de que los objetos disponen para disimularse, también lo es para poder revelarse». Nos damos cuenta, pues, de cómo, tras cada objeto percibido, hay un horizonte difuso tras él, un campo de objetos del que depende y que lo posibilita; o, dicho de otro modo: cada objeto percibido nos abre a la posibilidad de poder percibir los objetos que aparecen primariamente velados en el horizonte, pero que no pueden no estar, pues en ese caso la percepción no sería posible. Dice Merleau-Ponty una idea que no tiene desperdicio:

«Ver es entrar en un universo de seres que se muestran, y no se mostrarían si no pudiesen ocultarse unos detrás de los demás o detrás de mí. En otros términos, mirar un objeto, es venir a habitarlo, y desde ahí captar todas las cosas según la cara que al mismo presenten. Pero, en la medida en que yo también las veo, las cosas siguen siendo moradas abiertas a mi mirada y, virtualmente situado en las mismas, advierto bajo ángulos diferentes el objeto central de mi visión actual. Así, cada objeto es el espejo de todos los demás».

¡Qué expresión más bonita! ‘Cada objeto es el espejo de todos los demás’; en la percepción de cada objeto aparecen presentes, pre-anunciados o pre-presentados podríamos decir, todos los demás. El campo fenoménico sería como un bol con cerezas: percibir un objeto ‘arrastra’ consigo el resto de objetos susceptibles de ser percibidos. ¿Qué consecuencias metafísicas posee todo esto?

3 de mayo de 2022

Hacia el planteamiento antropológico contemporáneo

En el pensamiento europeo, no sólo clásico sino también moderno, la persona no es entendida al mismo rango que la Naturaleza: le pertenece, pero no al modo del resto de entes o de cosas, sino que es capaz de trascenderla por su carácter personal. Por eso la moral no es estrictamente moral, sino metafísica de la persona: está más allá de la naturaleza, reivindicando su libertad radical, así como su dignidad en tanto que persona. La persona no cabe en el marco de la naturaleza, la desborda, la sobrevuela… la persona es autónoma, es libre. La disociación medieval entre cuerpo y alma, se mantiene, con la preeminencia del alma, transformada ahora en conciencia. Si bien esta idea contribuyó en a modernidad a pensar al ser humano fuera del marco teocéntrico, cabe preguntarse si efectivamente el ser humano estaba tan ‘fuera de la naturaleza’ como ellos pensaban, o no, o tenía que ver algo con la naturaleza, con la realidad, aunque fuera pensado desde unas categorías diferentes a las hasta ahora establecidas.

Ésta fue una de las aportaciones clave de la antropología contemporánea a la postura moderna, cuando esta etapa ya estaba llegando a su fin, de la mano de autores como Kierkegaard o Nietzsche. Estos autores enriquecieron al ‘yo conciencia’ haciéndolo aterrizar a una existencia, a una vida, idea que pronto se extendió según categorías que nos son familiares: facticidad, circunstancia, historia, biografía… Se produjo así un enfoque del ser humano ya no tanto metafísico (en sentido clásico y moderno), sino existencial, vital. Pero no todo estaba dicho todavía.

No se puede dudar de la relevancia de todos estos aspectos que se reivindican en el nacimiento de la filosofía contemporánea, pero quizá todavía eran susceptibles de cierto enriquecimiento. Porque en estas décadas surge también con mucha fuerza, sobre todo a partir del giro evolucionista de la biología de mediados del siglo XIX, un estudio científico del ser humano, un estudio antropológico fuertemente apoyado en la biología evolutiva, así como en otras disciplinas científicas relacionadas con la persona (psicología, sociología, medicina, etc.). Crecían los enfoques desde los cuales estudiar al ser humano, sin una visión de conjunto que las pudiera aglutinar, lo que daba pie a cierta atomización.  Esta situación es la que trató de superar Xavier Zubiri, quien aúna todas estas perspectivas de lo humano en una conceptuación más holística y poliédrica, cuyo resultado es ciertamente sugerente. Ciertamente no parte de cero, pero sí que creo que enriquece notablemente las reflexiones de otros autores, sin ir más lejos la del mismo Ortega y Gasset.

A mi modo de ver, su antropología es uno de los intentos más serios por articular esta dimensión personal (íntima, biográfica, histórica, intencional, social, vital) con la dimensión natural (orgánica, fisiológica, material), porque el caso es que nosotros poseemos estas dos dimensiones: la natural y la personal, la biológica y la cultural, la vital y la racional.

Como nos dice el profesor Conill, Zubiri conceptúa al hombre como «un ente naturalizado que emerge de la naturaleza para ser [llegar a ser] lo que es: persona». Y continúa, parafraseando al mismo Zubiri: «el hombre ‘forma parte del mundo de las cosas’, pero su manera de formar parte es diferente, pues ‘el hombre existe para sí mismo’, ‘determinándose a ser esto o lo otro, sin poder dejar de determinarse’. ‘Expresamos esto diciendo que el hombre es persona’». Démonos cuenta de que estas dos dimensiones no son dos partes que se yuxtaponen, y que se pueden separar y juntar, sino que se trata de una única unidad que presenta esa doble dimensión, esos dos momentos: el fisiológico y el personal, el corpóreo y el psíquico. Duro golpe a las pretensiones de la conceptuación naturalista del ser humano, ya que el hombre no es reducible naturalistamente, sino que existe personalmente.

Zubiri recoge esta tradición recuperando nuestro cuerpo en nuestro ser persona. El cuerpo forma parte de nuestro ser (no tenemos cuerpo, sino que somos corpóreos), e influye en nuestra relación vital con el mundo: nuestro cuerpo posee una dimensión hermenéutica, ya que es a través de él que leemos y comprendemos el mundo; nuestro mundo de símbolos tiene su raíz primaria en nuestra dimensión corpórea. Toda la especificidad humana, destacada por no pocos autores a lo largo del siglo XX, pasa por ser una especificidad encarnada en un cuerpo, especificidad que nos permite, por otra parte, sobrevolarlo. Sobrevolarlo, pero no olvidarlo, pues nuestro cuerpo posee una capacidad de relación con el entorno, una capacidad hermenéutica (como decía), una sabiduría corporal. Por eso podemos decir que en nuestro cuerpo opera una actividad inteligente de carácter prelógico, simbólico, no conceptual, a partir de la cual operan precisamente nuestras facultades superiores. La inteligencia humana brota en el seno de una fisiología que, evolutivamente hablando, ya lleva viviendo y relacionándose con el mundo desde hace mucho tiempo, y sin conciencia. Esa sabiduría corporal ha sido desplazada, por lo general, por el yo conciencia, por la sabiduría de una razón teórica o especulativa ejercida al margen de las estructuras biológicas que la posibilitan. Son ellas las que nos abren a un mundo diferente, al mundo de lo humano. Por eso dice el profesor Conill que «la persona sin la naturaleza es huera, pero si la persona queda sumergida en la naturaleza pierde su carácter de persona»; es decir, la persona es bio-hermenéutica. Este modo de ser natural para ser a la vez más que natural, es lo que Zubiri define con su concepto de esencia abierta, cuyo carácter es poseerse formal y reduplicativamente, poseerse ‘de suyo’.