26 de febrero de 2019

Clever Hans

En el ámbito de la etología, hay una cuestión interesante como es el proceso según el cual los animales aprenden —sobre todo los animales superiores—. Es común la postura conocida como asociacionista, según la cual un aprendizaje determinado se produce como consecuencia de series de asociaciones elementales. Ello podría ser extendido también al caso humano, que no haría más que acumular respuestas binarias elementales. Un ejemplo de esta postura sería la del famoso Pavlov, quien se declaraba en contra de aquellos etólogos (como Köhler) que pensaban que los chimpancés poseían una inteligencia superior a la de, por ejemplo, un perro. Pavlov no veía ninguna diferencia entre los procesos cognitivos de los perros y de los chimpancés; ¿por qué los del perro tenían que ser asociativos, y no los de los chimpancés? Y, como digo, extendería su postura hasta la especie humana. Así, en 1934 declaró: «A partir de mis propias investigaciones sobre los monos, sólo puedo decir que su comportamiento, por lo demás complejo, no es otra cosa que asociación y análisis. En mi opinión, éstos son los fundamentos de los procesos nerviosos superiores. Hasta el momento no hemos encontrado nada distinto, y lo mismo ocurre con los humanos. Nuestro pensamiento es asociación y nada más que asociación».

Una postura similar fue la de la escuela conductista de Skinner, según la cual la diferencia del comportamiento humano no es tanto cualitativa como cuantitativa; es decir, en amplitud y en complejidad si se quiere, pero no propiciada por procesos necesariamente distintos a los de los animales por debajo del nivel humano. Esto fue importante para la escuela conductista porque, si esto era efectivamente así, el ser humano era un ser tan científicamente investigable como cualquier otra especie; y esta consideración no era ninguna reducción de lo humano a lo científicamente aprehensible, sino que lo humano era así, sin ningún tipo de reduccionismos.

Conforme han avanzado los estudios etológicos, se han detectado dos graves problemas. El primero tiene que ver con el hecho de que comportamientos aparentemente similares entre el hombre y los animales pueden no deberse a las mismas causas. Hay un riesgo patente de antropomorfización, del que también se hacía eco Frans de Waal en su Bien natural. El segundo tiene que ver con las relaciones que se establecen entre los investigadores y los propios animales investigados, vínculos que van más allá de lo perceptible por las personas y que influyen en las conductas analizadas. Que en la etología actual se esté más pendiente de estos riesgos es común, pero en los inicios de estas disciplinas no era tan frecuente. En este post quería ilustrar un caso simpático, paradigma de ese segundo problema que comentaba: os presento a Hans el listo (Clever Hans).

Hans fue un caballo de M. van Osten, un caballo especialmente fabuloso capaz de responder preguntas que le hacía su adiestrador. ¿Cómo las respondía? Pues dando golpes en el suelo con su pata; según el número de golpes, la respuesta era una u otra. Según parecía, Hans el listo (como se le comenzó a llamar enseguida) era capaz de leer preguntas escritas en cartones, y de resolver algunas operaciones aritméticas (sumas y restas, ¡pero también multiplicaciones con fracciones!). Incluso podía componer palabras, siempre dando instrucciones con los golpes de sus patas. Comisiones de científicos investigaban los procesos, y comprobaban que el caballo no recibía ningún tipo de instrucción por parte de van Osten; no había ni trampa ni cartón. Incluso podía responder preguntas de otras personas.

Un famoso psicólogo de la época, Oskar Pfungst, analizó la situación desde otra perspectiva, y mostró que el comportamiento del caballo no era ajeno a la relación de éste con su adiestrador. Resulta que, durante el cuestionario, van Osten realizaba leves movimientos con su cuerpo, leves movimientos con la cabeza, que repetía constantemente sin darse cuenta, pero que el caballo sí que los captaba, y que era lo que a la postre guiaba su comportamiento; el caballo, respondía realmente en función de las posturas de su adiestrador, y no tanto por el contenido de las preguntas mismas. Nos dice Pfungst: «una ligera inclinación hacia delante de la cabeza del que hacía la pregunta daba a Hans la señal de empezar a golpear, tanto si la pregunta había sido hecha o no, y el ritmo de los golpes dados parecía depender del ángulo de la cabeza del preguntador. Cuando Hans llegaba al número exacto de golpes, el que hacía las preguntas tenía tendencia a enderezarse, proporcionando con ello a Hans la señal de pararse». Por lo visto, estos movimientos leves apenas eran perceptibles por las personas mismas que presenciaban la situación, más no para Hans el cual, en este sentido, sí que era listo. El giro que hizo Pfungst y que provocó que se descubriera el pastel fue fijarse no tanto en el caballo como en el comportamiento de las personas presentes cuando se hacían las preguntas.

De todo ello extrajo una conclusión importantísima: que «el proceso de adiestramiento y las relaciones con el experimentador pueden en realidad proporcionar al animal índices apenas perceptibles, pero toscamente significativos, que son los únicos rasgos a los que el animal presta atención».

De este modo, toda esa complejidad de aprendizajes cognoscitivos se reduciría a uno mucho más sencillo: el de conformidad o disconformidad del adiestrado con el adiestrador. Independientemente de los contenidos de las preguntas, lo que importaba era que la acción del animal investigado (el caballo en este caso) sintonizara con las expectativas del adiestrador. Ello ocurría, como explicó posteriormente Premack refiriéndose a Hans, mediante un tipo de comunicación en el que lo que primaba eran los mensajes de carácter no tanto simbólico, como sino afectivo. En efecto, depurando los procesos entre adiestrador y adiestrado, en los años siguientes se produjo una disminución en los casos de los animales con gran inteligencia. Ello supuso un avance importante en los estudios etológicos, depurando un tipo de error que inducía a desviaciones importantes en los resultados.

No obstante, la diversidad de opiniones ante si la diferencia, ya no sólo entre humanos y animales, sino entre animales superiores e inferiores, es cualitativa o cuantitativa, sigue estando encima de la mesa. Como era previsible, enseguida se dieron respuestas a las consideraciones de Pfungst. Y es también un hecho que se vieron también diferencias importantes entre, por ejemplo, los chimpancés y otros monos. Si esas diferencias son cualitativas, o sólo son más complejas cuantitativamente hablando, sigue siendo hoy en día materia para la reflexión.





19 de febrero de 2019

Sobre por qué los átomos son tan pequeños… o no

Es de todos conocido el reducido tamaño de los átomos. Cuando hablamos de la cantidad que hay en minúsculas porciones de materia, salen cifras astronómicas cuyo orden de magnitud se nos escapa. Como se suele decir, hay más estrellas en el universo que granos de arena en un desierto; pero no somos tan conscientes de que en cada grano de arena hay unos dos trillones de átomos; o de que en un glóbulo rojo hay unos 10 billones de átomos. También se puede enfocar intercambiando la perspectiva: si los átomos de nuestro organismo fueran como naranjas, seríamos tan grandes que podríamos coger el sistema solar con nuestras manos. En fin, como digo, todas estas comparaciones van más allá de nuestra imaginación.

Podríamos preguntarnos por qué los átomos son tan pequeños dado que, cualquier porción de materia, por muy pequeña que sea, los contiene en cantidades desorbitadas. Pero no podemos olvidar una cosa, aunque sea de Perogrullo: y es que cuando nos preguntamos por qué los átomos son tan pequeños, no lo hacemos sino en referencia a nuestro orden de magnitud. Evidentemente, el tamaño de un átomo es pequeño cuando lo comparamos respecto a nuestras medidas de longitud, pero no lo sería si los comparásemos, por ejemplo, respecto a las partículas subatómicas. Por tanto, más que hablar de si son grandes o pequeños, deberíamos plantear la cuestión en otros términos, a saber: por qué hay tanta diferencia entre las dimensiones de los átomos y las nuestras.

Cuando Erwin Schrödinger se plantea esta cuestión en ¿Qué es la vida? (obra de la cual ya dijimos algo aquí), le da un giro que a mi parecer es genial. Tenemos la tendencia de plantearnos las cosas en referencia a nosotros, lo cual por otra parte es lógico, pues nos planteamos las cosas en tanto que nos afectan, en tanto que afectan a nuestras vidas. Pero, dado que, desde los orígenes del universo, el átomo existió como tal mucho antes que cualquier organismo y, evidentemente, que nosotros, deberíamos preguntarnos: «¿Por qué nuestros cuerpos tienen que ser tan grandes en comparación con el átomo?».

A pesar de estar compuestos por átomos, no podemos percibirlos, nuestros sentidos fisiológicos no son aptos para tener noticia de ellos lo cual, si lo pensamos un poco, no deja de ser sorprendente. ¿Por qué es esto así?, ¿por qué no podemos ver, o escuchar, o tocar átomos aislados, cuando nuestros dedos, nuestros ojos, etc., están compuestos por átomos?

La respuesta que propone Schrödinger es sugerente. Es razonable pensar que, si pudiéramos percibir los átomos, deberíamos ser de un orden de magnitud cercano a ellos, mucho más pequeños de lo que somos ahora y, por ende, deberíamos sujetarnos a las leyes del comportamiento que los rigen a ellos. Sin embargo, las leyes que rigen nuestros procesos fisiológicos (biológicos, cognitivos, etc.) así como los procesos físicos que rigen las cosas entre las que estamos, precisan gozar de cierta estabilidad, de cierto orden, de cierta armonía, pues, en caso contrario, ¿cómo sería posible vivir subsumidos en los estados estocásticos característicos de las partículas atómicas? Por aquí hay que situar el argumento de Schrödinger.

Efectivamente, llama la atención que, nuestro cerebro, por ejemplo, necesite estar constituido por un sinnúmero de átomos para que pueda funcionar correctamente y que, en cambio, no pueda percibir los ‘ladrillos’ a partir de los cuales está ‘construido’. Llama la atención que, para poder ser funcional, no le baste con ser del orden de magnitud de dichos ladrillos, sino que precise ser exageradamente más grande. Y llama la atención también que, en el seno de dicha funcionalidad, no pueda percibir —como digo— a partículas similares a sus propios ladrillos.

Gracias a que es como es, las funciones que realiza el cerebro son de alguna manera regulares, estables. El cerebro piensa, siente, percibe… funciones que no puede realizar aleatoriamente, sino desde cierta regularidad. Y, por este mismo motivo, aquello con lo que se relacione debe tener características afines, es decir, contenidos que posean un orden de regularidad similar. Para que el ojo funcione —por ejemplo— debe estar sujeto a procesos fisiológicos bien definidos, ya que en caso contrario no podría sencillamente funcionar; es razonable pensar que, aquello que perciba, sea afín a su propia estructura (a la del ojo) y a su funcionamiento; es decir, que, de alguna manera, sea ‘visualizable’ podríamos decir.

Esas son las dos importantes consecuencias que obtiene Schrödinger de aquí. La primera es que todo sistema físico que adquiera cierta independencia y autonomía en su funcionamiento, debe estar lo suficientemente ordenado para que las leyes que se den en su seno obedezcan a un grado de estabilidad y fiabilidad elevado. Y, la segunda, que aquella información que afecte a dicho sistema físico, debe ser de características similares a él, es decir, de un orden de magnitud similar y también de cierta regularidad y orden, de modo que dicha información debe proceder de cuerpos físicos que obedezcan a leyes físicas también rigurosas.

Y lo que se plantea este autor es lo siguiente: ¿se podría alcanzar ese mínimo de estabilidad, regularidad y exactitud en estructuras físicas compuestas por un número reducido de átomos? Es sabido que los átomos describen movimientos desordenados, lo cual impide describir leyes estables de comportamiento considerando únicamente un número reducido de los mismos. Sólo cuando alcanzan ya cierto número empiezan a ser aplicables las leyes estadísticas para controlar el movimiento, ya no de cada uno de ellos, sino del comportamiento del conjunto. Control o definición del movimiento que va ganando en exactitud conforme aumenta el número de átomos incluidos en el conjunto, hasta que, los procesos adquieran ‘un aspecto verdaderamente ordenado’. Es por esto que los cuerpos, para que puedan existir, necesitan el número mínimo de átomos cuyo comportamiento sea estable. Y esto no se consigue con unos pocos. Así lo explicó Gamow en su famoso libro Biografía de la física, haciéndose eco de este planteamiento de Schrödinger, comentando el famoso ‘demonio de Maxwell’: «“¿Por qué los átomos son tan pequeños?” A primera vista esta pregunta parece en absoluto sin sentido, pero lo tiene y se puede responder si se invierte y preguntamos: ¿Por qué somos tan grandes (comparados con los átomos)? La respuesta es sencillamente que un organismo tan complejo como un ser humano, con su cerebro, sus músculos, etc., no puede ser construido con unas cuantas docenas de átomos del mismo modo que no se puede construir una catedral gótica con unas cuantas piedras. (…). Cuanto más pequeño el número de partículas,  tanto mayores las fluctuaciones estadísticas en su comportamiento, y un automóvil en el cual una de las cuatro ruedas saltara espontáneamente para convertirse en el volante mientras el radiador se convertía en el depósito de gasolina y viceversa, no sería un vehículo que se pudiera conducir. Del mismo modo, un demonio de Maxwell, real o mecánico, haría tantos errores al manejar las moléculas que todo el intento fracasaría por completo».

12 de febrero de 2019

Recuperándonos a nosotros mismos

Decía en otro sitio que los individuos occidentales contemporáneos eran como niños mimados. Casualmente he leído un par de textos que me lo han recordado, y que me han servido para iluminar una idea que paso a comentar al final. El primero es un texto de Habermas que explica la figura de un antropólogo del siglo XX, Arnold Gehlen, el cual decía una afirmación parecida a la que quería expresar en aquel post. Gehlen estudió el papel de las instituciones en la sociedad occidental, en el sentido de que, de alguna manera, canalizan nuestras energías ante la ausencia de unas tendencias instintivas fuertes que guíen nuestra conducta. Y, desde su perspectiva, afirmaba lo cómodo que nos es vivir al amparo de las instituciones, situación desde la cual nuestra ‘libertad’ es mucho más llevadera. Efectivamente, no es fácil ser libres; es más, a menudo es algo que nos atemoriza. Nos es más cómodo que ‘nos digan’ a qué atenernos, situación en el seno de la cual ejercemos nuestra ‘libertad’. Los ciudadanos occidentales son —a su juicio— como «niños que necesitan esconderse tras el delantal de las instituciones establecidas», hasta el punto de que, de modo no consciente o, incluso, pensando lo contrario, se venden al diablo para no encontrarse en el desamparo de un no saber a qué atenerse.

Paralelamente, aquí se podría argumentar también la necesidad de dichas instituciones: porque, de alguna manera, potencian dicha dependencia, de modo que mantienen a los individuos ‘en minoría de edad’ sencillamente para justificarse y mantenerse en sus ‘pequeñas’ existencias: «[las instituciones] los encuentran y los mantienen en lo que son [a los hombres], mera repetición de su miserable existencia, haciéndoles creer que son libres, libres en cuanto no sometidos a ellas». En esta línea iba el segundo texto que quería comentar —del que tuve noticia gracias a una amiga virtual—, correspondiente a Ramón Andrés, un autor que no conocía. Dice este autor:

«Saturados y sobrealimentados, sobornados, hemos caído en una severa adicción al confort y la seguridad. Esto, como sociedad, nos hace cobardes y frágiles. Creo que la gran acción política, la de cada uno, consistiría en saber vivir con lo necesario. Tener la noción de lo suficiente te hace inexpugnable. Así no se sostendría este espejismo; tendríamos tiempo para pensar y no nos costaría tanto ser humildes, que es lo que nos corresponde».

Palabras duras, que deben hacernos pensar. Desde el ‘sistema’ se tiende a fragmentarnos, a individualizarnos, situación desde la cual somos más rentables, tanto en nuestro ejercicio profesional como en el consumo de bienes absurdos cuya necesidad es creada artificialmente. Porque es fácil creer que eso no nos sucede a nosotros, sino a los demás; de hecho, es fácil hacer esta denuncia en referencia a los otros, pero ya no tanto en referencia a nosotros. E incluso quizá podamos llegar a identificar algunos aspectos en los que a nosotros nos ocurre, pero quizá no les demos mayor importancia, o lo asumamos sin más; más difícil es, desde luego, caer en la cuenta en aquellas situaciones en las que nos ocurre de manera efectiva y que, seguramente, nos pasa desapercibido.

Pero, ¿pensar?... ¿qué?, ¿sobre qué?, ¿para qué? Creo —tristemente— que, ante la invitación que podamos hacer hoy en día a alguien cercano a nosotros para que piense, no me sorprendería en absoluto escuchar estas preguntas como réplica. Y es que, por lo general, hoy en día no hay una sensibilidad en general que ponga de manifiesto la necesidad de pensar. Vivimos con la sensación de habitar un universo el cual, poco a poco, podremos ir conociendo cada vez más, podremos ir dando explicación de sus procesos, si no ahora en su totalidad, quizá sí en un futuro más o menos cercano, más o menos lejano, mediante las ciencias naturales, la física, la matemática… O, si no se consigue en su totalidad, sí que vamos progresando por lo menos lo suficiente para poder obtener el mínimo necesario de conocimiento para garantizar ese mínimo de bienestar ‘exigible’ para nuestras vidas. Igual se vive con la idea de que no podremos conocerlo del todo, pero tampoco importa demasiado, pues vamos avanzando, y ello nos permite ir viviendo cada vez más cómodos, aunque sea en nuestra isla occidental. Según parece, la inmortalidad ya está ahí, a la vuelta de la esquina. ¿Será al modo del Sísifo dichoso que denunciaba Albert Camus? Eso es harina de otro costal.

No pocos autores se plantean si así no estamos dejando de lado una dimensión suya, de la realidad, que quizá sea indispensable para la vida humana; y ello no tanto por lo que da al universo, como por lo que da a nosotros: me refiero a su dimensión en tanto que misterio, en tanto que horizonte… Sí que es cierto que desde la ciencia está asumida la dificultad implícita de conocer el universo en toda su profundidad (independientemente de que no faltan aquellos profetas que pregonan, que no, que es cuestión de tiempo), pero no me refiero aquí a eso; o, cuanto menos, en ese sentido. Me refiero al hecho de considerar al universo desde ese carácter en tanto que insondable, en tanto que misterio, en tanto que nos supera y desborda, por mucho que nosotros podamos avanzar —que lo hacemos— en su conocimiento. Quizá hemos perdido esa dimensión porque ya no la necesitamos. Pero, ¿es esto así?, ¿no la necesitamos?

Algunas personas no se sienten cómodas ante aquellos que afirman que somos producto de la evolución, quizá por entender que concomitantemente con ello se da una visión meramente biologicista del ser humano. Yo creo que no es así, a pesar de que —a mi modo de ver— es común ese enfoque reduccionista de nuestra especie. A mi modo de ver, el hecho de vernos sobre el telón de fondo de la realidad material y orgánica, del universo inerte y del resto de especies vivas, realza de manera notable nuestra especificidad, la cual se puede articular —esquemáticamente— alrededor de nuestra inteligencia, ofreciendo productos tales como el lenguaje y el pensamiento conceptual, la autorreflexión y la ética… en definitiva alrededor de todo aquello relacionado con la cultura, incluso la misma ciencia, independientemente de que en todo ello haya un sustrato biológico. Ello nos hace estar situados no como ostentadores de un poder sobre las cosas, sino como receptores humildes de sus bondades; actitud que, si nos damos cuenta, revierte en la posibilidad de ir más allá de la dimensión pragmática que nos ofrecen esas cosas. Porque las cosas, además de la cara que nos muestran en cuanto a su utilidad, poseen muchas más caras las cuales, para poder siquiera considerarlas, habría que dejar de lado nuestro interés de todo tipo y, desde ese residuo que comentaba d’Ors, profundizar allende ellas. Aunque soy consciente de que esto no es opinión de todos.

5 de febrero de 2019

Rorty o el pragmatismo solidario

Otra interpretación ética vigente en nuestros días es la propuesta por Richard Rorty. Si desde el racionalismo crítico (que vimos hace unos posts, concretamente aquí) se abogaba por el ejercicio crítico de la razón como aval del progreso ético, este autor aboga por un enfoque solidario del pragmatismo (iba a decir por una solidaridad pragmática, pero creo que es más exacto una lectura solidaria del pragmatismo). Vamos a verlo.

Rorty es crítico con esa pretendida superioridad del filósofo de tradición clásica el cual, a modo de ‘rey filósofo’, pretende decir a las demás disciplinas cuál es su lugar. Frente a ello, Rorty entiende que, si todas las disciplinas del saber no se sitúan en un mismo ámbito de diálogo y de discusión, la misma noción de racionalidad será puesta en entredicho. El punto del que parte Rorty es no la pretensión de llegar a una meta común, sino el dato de que estamos todos situados en un lugar común, a saber: la sociedad, la vida. Si sólo se está pendiente del objeto al que se aspira, se puede olvidar dónde se está y con quién se está; cuando esto último es lo fundamental, en su opinión. De ahí su interés por la solidaridad, en detrimento de la objetividad. Esa verdad objetiva situada en un plano ahistórico no existe en ningún lado; por ello, lo moral es aquello que es justificable en el contexto social en que se esté. El hombre es un ser contingente y, como tal, su aspiración a una verdad objetiva e inmutable es una ilusión, cuando no una contradicción. Frente al dogmatismo de una afirmación central, el pragmatismo y la solidaridad de un ser contingente sin apoyo metafísico.

¿Cuál es, entonces, la referencia según la cual podamos calificar como buena a una acción, o como verdadera a una afirmación? En el pensamiento de este autor, ambas serán cuestiones derivadas de la práctica social. A su modo de ver, en la medida en que todo individuo nace en una comunidad concreta y en un tiempo concreto, sólo puede ‘entenderse’ con los miembros de dicha comunidad, ya que sólo con ella comparte los supuestos para poder hacerlo. No habría modo, pues, de superar el etnocentrismo. De hecho, para Rorty lo importante no es superar el etnocentrismo, sino ‘encajar’ lo más adecuadamente en el seno de la comunidad propia, abandonando la idea de que existan principios morales previos a la vida humana considerada fácticamente. De lo que se trata es de conseguir el mayor acuerdo intersubjetivo que se pueda alcanzar, conseguir el mayor ‘nosotros’, sin cabida a ninguna pretensión universalista: nos movemos únicamente en términos locales. «Ni el hombre nouménico, ni la comunidad ideal de comunicación son posibles: sólo lo es a la propia comunidad y el ‘nosotros’ conseguible», nos explica la profesora Cortina.

Desde este punto de vista, no es posible fundamentar ningún tipo de tradición moral en ninguna comunidad política, pues ello iría en detrimento de su intrínseca facticidad. Así, el filósofo moral ya no es ‘rey’, sino que es ‘siervo’ de la tradición democrática en que se sitúa, la cual progresa a base de consensos articulados bien mediante tradiciones morales, bien mediante tradiciones religiosas.

El filósofo ya no tiene que tratar de ‘conducir’ moralmente a la sociedad democrática, sino sencillamente de comprender e interpretar lo que en ella se da: su papel es sobre todo sintetizador, un mero interpretador que contribuye al entendimiento solidario de los distintos grupos existentes en el seno de la sociedad.

No cabe duda de que dicho planteamiento da que pensar, cuanto menos. Rorty se sitúa muy bien en la contemporaneidad (occidental), y hace una crítica interesante a las morales dogmáticas, crítica que hay asumir y superar en su caso, lo que sin duda repercutirá en un crecimiento y en una maduración. Quizá el error más lacerante de este enfoque no haya que buscarlo por ahí, sino en el determinismo al que —según él— se ve sometido cualquier individuo, por el hecho de haber nacido en una determinada sociedad. Es evidente que esto es un hecho (el haber nacido en una determinada sociedad), pero ya no lo es tanto el que ese hecho determine todo aquello que podamos hacer o pensar. Que nos condiciona, hoy en día es evidente; que nos determine, ya no tanto. Porque no estamos hablando aquí de un etnocentrismo como tal, el cual se refiere a la raza, a la cultura en todo caso; de lo que habla Rorty es de un ‘etnocentrismo social’, propio de comunidades sociales inferiores, más locales, en relación a las que tradicionalmente cabría incluir en el concepto de etnocentrismo. ¿Es cierto eso? ¿Nunca podremos salir del cuadro de coordenadas marcado por nuestra tradición, por nuestra clase social, por nuestra comunidad original? Quizá, como dice la profesora Cortina, quien es presa de este tipo de etnocentrismo no sea más que un ‘débil mental’, «porque cuantos tienen capacidad reflexiva —o competencia comunicativa— trascienden inevitablemente los pueblerinos lindes del contexto en que nacieron, incluso para elegir ‘su’ tradición».

Una lectura de este etnocentrismo localista, puede hacer que se recaiga de nuevo en ese tipo de realeza que al principio era criticado, en el sentido de que, de lo que se trata, en definitiva, es de expandir nuestra tradición social solidaria hacia el mayor número de adeptos porque, a la postre, ‘mi tradición occidental es la mejor, mi modo de vida es superior’. Por eso quiero expandirla, y no me planteo salir de ella. La cuestión pasa por plantearse en serio si el hecho de que se consigan ‘adeptos a mi causa’ es criterio suficiente para asumir la bondad de una acción moral. El hecho de asumir una conducta en la vida de uno no indica para nada que esa conducta sea una conducta buena, siquiera para mí. Muestras hay sobradas de ello. ¿Puede ser el consenso un criterio adecuado? Que muchos hagan algo no implica que sea bueno; quizá sea porque eso es bueno que lo hacen muchos.