26 de octubre de 2016

Selección natural y/o intencional

La selección natural es entendida usualmente como una combinación del azar en la mutación genética, fruto de la cual se modifica la capacidad del organismo en cuestión para poder adaptarse al ambiente, de modo que si con dicha mutación presenta más posibilidades, ésta acabará imponiéndose y comenzará a formar parte del código genético de su especie en la medida en que el individuo se reproduzca. Un ejemplo paradigmático puede ser el de una mutación genética de los osos pardos que dé lugar a un oso blanco: si este oso vive en una zona típicamente boscosa, en la que predominan los colores oscuros y sombríos buena parte del día, pues está destinado a ser identificado rápidamente por sus depredadores teniendo sus días contados; pero si por las circunstancias de la vida vive en un bosque cercano a una zona fría en la que predominan las nieves y el hielo, su pelaje blanco será ahora una inestimable ayuda para su supervivencia, adquiriendo dicho nuevo carácter en sus sucesivos apareamientos, etc.

En este sentido, una modificación genética casual deja al individuo a la intemperie en función del ambiente en que viva; y como resultado de ambos factores, la modificación pasará a formar parte de su código genético o no, según los organismos mutados puedan adaptarse al medio mejor o peor que la generación anterior. Se dice que no se trata de que los organismos se adapten al ambiente de forma activa —por decirlo así— sino de una mutación azarosa cuyo resultado será más o menos afortunado. En este sentido, las ‘intenciones’ del organismo (tal y como apuntaba Lamarck) no tendrían nada que decir en todo este proceso; es decir: la jirafa no tiene el cuello largo porque no dejaba de estirarlo para conseguir las bayas altas de los árboles, vaya.

Sin embargo, esta forma de entender la evolución puede matizarse. ¿Todos los procesos evolutivos siguen este esquema? ¿Es totalmente cierto que los distintos individuos no tienen nada que decir? Hay un detalle interesante (aunque no es el asunto que quiero tratar) según el cual el mismo Darwin reconoce otros factores en la dinámica evolucionista que no tienen que ver exclusivamente con estos cambios genéticos en relación estricta con la adaptación al medio. De hecho, es un tema importante no en su Origen de las especies sino en su Origen del hombre, en el que considera cómo un aspecto importante en el proceso evolutivo es el comportamiento de las especies según su conducta sexual, realizando diferentes acciones que desde el punto de vista estrictamente adaptativo no tendría explicación. Es lo que él denomina la selección sexual frente a la selección natural.

Pero al margen de este interesante tema, efectivamente hoy en día hay evolucionistas herederos del darwinismo que someten a revisión esta forma de pensar tan extendida. Se conoce como evolución orgánica (aquí seguiré la argumentación de Popper). Explicado muy brevemente, parten del hecho de que en principio los organismos tienen un abanico de conductas posibles a su disposición. Y según explican el propio organismo, a causa de su forma de actuar, puede modificar su propio medio vital (por ejemplo, eligiendo un nuevo tipo de alimento por el método de prueba y error). De este modo, puede exponer a su descendencia a un nuevo tipo de presiones derivadas del nuevo medio en que se da ese alimento al que ellos quieren acceder. Todo esto tiene como resultado que la conducta instintiva de un animal puede ser modificada; es decir, que la ‘rigidez’ instintiva no es tan rígida sino que goza de cierta flexibilidad.

El caso es que si nos damos cuenta, esta flexibilidad puede servir de apoyo a la propia teoría de la selección natural, porque ¿qué garantías hay de que, una vez producida una modificación genética, el organismo en cuestión pueda adquirir las pautas adecuadas de conducta para asumirla? Puede ocurrir que un organismo con unas pautas de comportamiento excesivamente rígidas, no pueda integrar las nuevas pautas de comportamiento ‘exigidas’ por la mutación genética; puede ser que no sea lo suficientemente flexible; pueden producirse cambios que no puedan ser integrados en los hábitos conductuales del animal; o lo que es lo mismo: para que una modificación genética tenga éxito, las conductas que propician deben ser asumibles por el organismo en orden a su subsistencia. Dicho en fácil: efectivamente, las jirafas no consiguieron el cuello más largo a base de estiramientos para alcanzar las bayas altas; pero si a las jirafas no les interesaran los frutos y las bayas de las alturas, probablemente no hubieran sobrevivido a la mutación de su cuello. Y esto es algo de lo que el propio Darwin ya fue consciente en El origen de las especies:

«Resulta difícil decidir (…) si en general los hábitos cambian primero y las estructuras después, o si son ligeras modificaciones en la estructura las que llevan al cambio de hábitos, ocurriendo probablemente a menudo ambas cosas simultáneamente».

Esto que para Darwin es un problema menor, para Popper no lo es. Porque a donde quiere llegar Popper es a que el planteamiento de que hay cambios evolutivos propiciados de alguna manera por cambios de hábitos le sirve para hacer comprensibles muchas adaptaciones, las cuales responderían de alguna manera a los objetivos y los propósitos subjetivos de los individuos. Ello a su vez iría en consonancia con el hecho de que la selección natural sería más eficiente en aquellos animales con una capacidad de maniobra más amplia: un animal con un repertorio de conductas amplio y flexible, tendrá más facilidad para asumir una modificación genética accidental que otro cuyo repertorio de conductas estrecho y rígido. Pues bien, según Popper se puede proponer así una explicación más convincente del origen del lenguaje humano. No se sabe bien quién fue primero: si el cerebro o el lenguaje. Probablemente nunca lo sabremos, pero desde este enfoque se puede pensar que mucho antes de hablar, el ser humano (aun con capacidad de comunicación simbólica con un ‘lenguaje’ rudimentario) tuviera la intención de hacerlo, y ello propiciara que la evolución de su cerebro (siguiendo los cauces de la selección natural) fuera dirigiéndose en esa dirección. Se podría decir que el ser humano tendría intención de hablar antes de tener la posibilidad de hacerlo; y que fue la tensión en esa dirección lo que fue permitiendo que las modificaciones genéticas que se fueran dando se fueran seleccionando encaminándose preferentemente en esa dirección.

19 de octubre de 2016

La imagen como representación dramática

Vamos ya cerrando la primera parte de esta magnífica obra, Verdad y método, que si recordamos Gadamer la tituló “Elucidación de la cuestión de la verdad desde la experiencia del arte”. Aunque creo que ya lo he comentado en alguna ocasión, no puedo dejar de insistir en cómo el autor nos ha ido llevando poco a poco a donde nos quería llevar, itinerario que es el que nos anunciaba ya el título de esta primera parte. Como dice un querido profesor mío, hay que fijarse muy bien en los títulos, pues si están bien redactados constituyen un resumen perfecto del texto que alojan en su interior. Y en este caso creo poder afirmar que efectivamente es así. Recordemos que para introducirnos en el fenómeno hermenéutico Gadamer acudía al proceso artístico, y para introducirnos a éste acudía a su vez a la actividad lúdica, al juego. Partiendo, pues, de éste —del juego—, nos llevaba a la expresión artística en tanto que representación dramática. Y ahora, dando un paso más, nos va a hablar de otros modos de arte como son la imagen y el monumento, para acabar ya en el arte escrito, en la escritura (y no sólo desde un punto de vista artístico o lírico sino también técnico o incluso científico), que es en definitiva el lugar en el que se da el fenómeno hermenéutico de modo más específico, podríamos decir. Cerrando este círculo, Gadamer finalizará ya esta primera parte para dar entrada a la segunda, en la que ya trata estrictamente la hermenéutica como tal.
¿Y qué nos dice Gadamer de la imagen? A pesar de su clara diferencia con respecto a la representación dramática (que es el tipo de arte al que ha dedicado las páginas anteriores), nuestro autor pretende mostrarnos cómo la imagen también posee una valencia óntica, una valencia óntica que va más allá de la mera representatividad en el sujeto (más allá de la mera subjetividad) para recaer en la propia obra. La cuestión es cómo articularlo, porque parece que cuando uno contempla una imagen artística ésta no pueda decir ya más de lo que dice, y que todo lo que se le pueda sacar de más recaiga sobre el espectador quien, de modo subjetivo, tenga que abstraerse de todo lo que aporte el cuadro (objetivamente) precisamente para poder emprender dicha tarea. Aquí se pone de manifiesto claramente la lucha entre el proceso óntico del arte y lo que Gadamer denomina la conciencia estética (una conciencia que Gadamer reduce a la experiencia subjetiva sin mayor referencialidad objetiva proporcionada por el objeto artístico; digo esto porque hay que tenerlo claro, ya que no todos los autores hablan en esos términos de lo que sea la conciencia estética).

Lo que Gadamer se cuestiona es el modo de ser de un cuadro (o de una escultura), y se pregunta si ese proceso estético que antes ha expuesto a modo de juego sigue siendo válido para este caso. Y ello lo hace en dos pasos, a saber: a) distinguiendo el cuadro de la copia, y b) referenciando el cuadro a su mundo.

Vamos con el primero. Se parte del hecho de que en el cuadro hay una referencia clara a —digamos— su original. Si en las artes escénicas hablábamos de representación, aquí hablamos de imagen. ¿Se puede dar en la imagen un ‘aumento de ser’ tal y como acontecía en una representación? Esto se puede argumentar si seguimos hablando en términos de representación en referencia a los cuadros, y no de imágenes. Si esto  es así y entendemos a los cuadros también como representación, lo que tenemos que resolver es qué relación hay entre el cuadro y su referencia, entre el original y su ‘copia’, «distinguiendo cómo en él se refiere la representación a una imagen original».

Pero claro: el caso es que un cuadro no es una copia. Lo propio de ésta es que su finalidad sea estrictamente parecerse a la imagen original; no existe para sí misma, sino que su ser consiste en apuntar al original, en ser mediadora de lo copiado cancelando así su propio ser. No tiene valor en sí misma, sino en tanto que reproductora fiel de su original. Y esto no acontece en una imagen, ya que ésta tiene un ser en sí misma, tanto como que «lo que importa es precisamente cómo se representa en ella lo representado». Un cuadro nunca quedará aprehendido en su plena esencia si es considerado como una mera copia, de lo que se deduce una importante consideración:Vamos con el primero. Se parte del hecho de que en el cuadro hay una referencia clara a —digamos— su original. Si en las artes escénicas hablábamos de representación, aquí hablamos de imagen. ¿Se puede dar en la imagen un ‘aumento de ser’ tal y como acontecía en una representación? Esto se puede argumentar si seguimos hablando en términos de representación en referencia a los cuadros, y no de imágenes. Si esto  es así y entendemos a los cuadros también como representación, lo que tenemos que resolver es qué relación hay entre el cuadro y su referencia, entre el original y su ‘copia’, «distinguiendo cómo en él se refiere la representación a una imagen original».


Que la finalidad del cuadro no es una mera repetición (más o menos perfecta) de cualquier realidad, sino que consiste en otra cosa, gracias a lo que recibe un ser propio: «precisamente aquello que hace que no sea lo mismo que lo representado, es lo que le confiere frente a la mera copia su caracterización positiva de ser una imagen».

Si bien en la imagen no deja de haber una referencialidad a la imagen originaria, no pierde su ser a costa de esta referencialidad; es más que una copia: «la imagen remite a otra cosa, pero invitando a demorarse en ella (en la imagen)», de manera que a través de ella podemos acceder a lo representado pero sin obviarla. La imagen no es un ‘sustituto’ de la realidad; por el contrario, ella proporciona un ‘aumento’ de realidad. De este modo, cada representación plástica tiene un valor óntico en sí misma que contribuye a «constituir el rango óntico de lo representado». Para Gadamer, pues, también la imagen plástica supone un incremento de ser, cuyo contenido propio en términos ontológicos está determinado como ‘emanación de la imagen original’, de modo que no por ello la imagen original se ve reducida, sino que dicha emanación es como un ‘exceso de ser’ que le compete en tanto que realidad.

A mi modo de ver, esta idea de Gadamer de incremento ontológico es muy sugerente, y desde luego que supone un esfuerzo intelectual importante ya no comprenderlo —que también— sino experimentarlo, hacerse con él, hacerlo uno con uno mismo. Y el caso es que cuando se hace así, desde luego que la vivencia artística supone una modificación radical en tanto que superación de la imagen solipsista y subjetivista tan común en el arte (sobre todo en buena parte del arte contemporáneo) para alcanzar modos de referencialidad a la realidad que de otro modo permanecerían ocultos para nosotros.

La imagen en tanto que representación supone entonces un paso más que el signo y el símbolo, e incluso que la copia (tal y como hemos visto). Y aquí añade Gadamer una idea que es muy sugerente. En la representación está presente la referencia original pero no como tal sino así, representada. La imagen adquiere así una autonomía propia y un valor singular ya que si nos fijamos es en la imagen en la que lo representado adquiere presencia; lo representado precisa de la imagen para hacerse presente: «por paradójico que suene, lo cierto es que la imagen originaria sólo se convierte en imagen desde el cuadro, y sin embargo el cuadro no es más que la manifestación de la imagen originaria». El cuadro consiste así —y esto es genial— en que la referencia original se nos haga presente de un modo sin el cual difícilmente podría hacérsenos presente. La realidad a la que se refiere el cuadro es de tal índole que sólo podemos tener acceso a ella mediante el cuadro, el cual a pesar de poseer una entidad propia la posee no en sí mismo sino en referencia a la imagen original. Hay como una comunicación óntica entre la referencia original y la imagen artística.

Si no se entiende así a la imagen plástica, se cae con facilidad por la pendiente del subjetivismo solipsista de lo que Gadamer denomina conciencia estética (el caso es que personalmente no me acaba de gustar este modo de entender la conciencia estética, pero en fin, Gadamer lo entiende así). Pero si se atiende a su referencia original la imagen también se erige como ‘representación’, como un mostrarse algo que permanecía oculto, como un… aparecer.

Tal y como comentaba, nos queda ahora analizar la relación que pueda haber entre el modo de ser del cuadro y el mundo. Pero eso lo dejo para el siguiente post.

12 de octubre de 2016

La formalidad... de estimulidad

Esta idea (que comentaba en el anterior post de esta serie) de la unidad del proceso homeostático es importante y, como digo, reparar en que en el caso humano también es un proceso unitario es complicado, precisamente porque en nosotros parece que hay como una cierta independencia entre sus respectivos momentos provocada por la capacidad de distanciamiento del ser humano frente a lo que le estimula. Pero si reflexionamos un poco veremos que no es así, incluso aunque en nuestro caso la respuesta que podamos dar sea una respuesta no determinada por nuestras estructuras constitutivas, hecho que en el caso de los animales no ocurre así. Como dice Gehlen, los animales están confinados en un ámbito de la naturaleza específico (su ‘medio’), delimitado mediante un ‘diálogo’ establecido con la realidad partiendo de sus estructuras fisiológicas e instintos. A decir de Gehlen, incluso cuando los animales más superiores poseen cierta capacidad de elección en la respuesta o de posibilidades de aprendizaje, dicha capacidad la ejercen en el medio en el que se mueven sin acabar de lograr salir de él. Pues bien, sobre este fondo dibujado por el reino animal destaca sin duda el ser humano. Creo que es indudable poder afirmar que el ser humano posee una especificidad propia que le distingue del resto de seres vivos y animales (inferiores y superiores). Otra cosa es articular adecuadamente cuál es esa especificidad, y otra todavía más complicada (a mi juicio) es fundamentarla.

Por lo que yo sé, no son pocos los autores (Scheler, Gehlen,…) que establecen dicha diferencia en la capacidad del ser humano de no estar ‘presos’ en su medio, esto es, en su capacidad de sobrevolarlo (por decirlo así), de no estar confinados necesariamente en él, de tomar cierta distancia respecto de él,… La propuesta de Zubiri se puede situar en esta línea de interpretación, articulándolo alrededor de un concepto que ya hemos comentado: la inteligencia. La inteligencia (sentiente) no sería tanto nuestra capacidad cognitiva de raciocinio ni nuestra agilidad mental (que es como la solemos entender hoy en día) sino aquella facultad humana que nos permite tomar esa distancia respecto del medio, sobrevolarlo, desasirse de él,… Es en definitiva la facultad que le permite tomar consciencia de sí mismo, y de modo simultáneo ver a las cosas no como algo que necesariamente pertenecen a su medio sino como algo otro, como algo ‘de suyo’. De este modo, las cosas quedan en la aprehensión humana de un modo diferente a como quedan en la aprehensión animal. A este modo de quedar las cosas ante el aprehensor en una aprehensión determinada le denomina Zubiri formalidad. Y distingue (como podemos ya adivinar) dos tipos de formalidad: la animal y la humana, la formalidad de estimulidad y la formalidad de realidad.

Analizar pormenorizadamente la formalidad estimúlica es una tarea muy instructiva, pues puede servirnos para no cometer excesos en el análisis de nuestra aprehensión de la realidad, además de la información que pueda proporcionar al respecto per se. Porque si bien la formalidad de realidad es una superación de la estimúlica, no por ello debemos pensar (a mi modo de ver) que no estamos sujetos de alguna manera a algunas de las limitaciones implícitas en el modo estimúlico de aprehender la realidad, todo lo contrario. Evidentemente, la capacidad aprehensora humana supone un salto cualitativo respecto a la animal (aunque yo entiendo que este salto es cualitativamente esencial, soy consciente de que otros la entienden como cualitativamente gradual, aunque no quisiera entrar a debatir ahora esta interesante cuestión), pero ello no debe llevarnos a pensar que está libre de toda atadura o limitación, como no pocas veces se ha pensado. Y el hecho de analizar las limitaciones de la aprehensión estimúlica, puede ayudarnos a no excedernos en nuestra interpretación de la realidad, y a argumentar las respectivas propuestas cuidadosa y rigurosamente (en la medida de nuestras posibilidades, claro). En este sentido, Popper nos da una exquisita lección: no puedo dejar de admirar la prudencia, la delicadeza y el respeto con que Popper va avanzando en sus argumentaciones en los respectivos diálogos que mantiene con aquellos que defienden posturas opuestas a la suya.

¿Qué es lo que caracteriza a la formalidad de estimulidad? Decíamos que formalidad significa el modo en que el objeto aprehendido queda ante el aprehensor en el proceso de aprehensión (objeto que acto seguido desencadenará el proceso homeostático). Pues bien, en este caso, el objeto aprehendido adquirirá un carácter —digamos— funcional, como desencadenante de dicho proceso, y se agotará como tal en dicho proceso. El animal no es consciente de que la cosa es un algo otro que tiene una realidad propia ajena al proceso en que posee una noticia de ella, sino que sólo la considerará en tanto que perteneciente a dicho proceso sin considerar que la cosa es algo otro con entidad propia. Para el animal, la ‘realidad’ de la cosa se agotará en su función estimúlica, y nada más.

De este modo, cada animal irá configurando en diálogo con la realidad qué ‘parte’ de ella le es ‘útil’ en orden a poder mantenerse vivo; es decir, irá configurando su ‘medio’. Cada especie animal tendrá un medio determinado, distinto al medio de otra especie, aunque compartan el mismo entorno (ya hablamos anteriormente de esta distinción en otro post). Imaginemos un mismo entorno físico, un mismo ecosistema: por ejemplo, una zona del bosque; en ella viven un murciélago y una hormiga. Ambos animales comparten el mismo entorno, pero sin embargo no es sólo que no se relacionen con él de la misma manera (cada uno lo hará según sus estructuras fisiológicas), sino que resultado de esa diferencia el medio de uno será muy diferente del otro. Pensemos que cómo ‘vería’ una hormiga esa zona del bosque y cómo lo ‘vería’ el murciélago (y qué distintos serían ambos de cómo lo vemos nosotros). El medio, si bien es algo que depende del entorno, no depende sólo del entorno sino también de las capacidades perceptivas de cada especie.

Este medio se irá ‘ensanchando’, irá dando más juego al individuo conforme éste se encuentre en un peldaño más elevado de la escala zoológica: no tiene la misma capacidad de maniobra la hormiga que el murciélago; pero un leopardo tiene más que ellos, y un mono todavía más. Pero en todos estos casos, aunque tengan mayor o menor capacidad de maniobra, cualquier cosa que aprehendan (un objeto, una presa, un ruido) quedará en ellos como un mero estímulo, y no como algo otro que los estimula; la función del objeto se agotará en su ser estímulo, y una vez agotada esa función el objeto perderá toda importancia para el animal. El animal es incapaz de atender al objeto por lo que es en sí (el objeto); tan sólo existirá para él en la medida en que le afecta de algún modo y pase a pertenecer a su proceso homeostático. De este modo, el animal vive como empastado en la realidad, empastado en su medio, empastamiento que gozará de mayor o menor holgura en función de sus posibilidades neurales. La cosa real, para el animal, no pasa de ser un mero estímulo, y su ser se agota en su carácter estimúlico.

4 de octubre de 2016